sábado, 29 de marzo de 2008

LIBRO PUBLICADO



1ª EDICIÓN: FEBRERO 2008 www.libertarias.com

Precio de venta: 20 €
CONTACTO CON EL AUTOR:
699 47 23 01
trovoturon@yahoo.es

martes, 23 de octubre de 2007

PRÓLOGO Francisco Jesús Martín Milán

En primer lugar, debo decir que es para mí un honor prologar esta novela y por ello expreso mi más sincero agradecimiento a su autor, mi tío, Miguel Milán Salazar, por confiar en mi persona para tan digno y bonito trabajo. Y digo esto porque siempre que se publica una novela es un estupendo acontecimiento, ya que la cultura crece y con ella lo hacen sus amantes.

Sin más dilación voy a proceder a adentraros en la impronta de don Miguel, y le llamo así por su interés, su dedicación y su esfuerzo encomiable por llevar a cabo con especial ímpetu su mayor sueño, el ver publicado todo su trabajo y así inmortalizar si cabe el emporio de su intelecto.

Desde muy pequeño pude comprender y observar las inquietudes culturales que residían, no de alquiler sino de oficio, en la persona de Miguel Milán Salazar. Los vínculos gentilicios que nos unen me facilitaron el conocimiento de sus pasiones, de sus particularidades y de sus aptitudes para con las manifestaciones culturales.

En cierta ocasión tuve constancia de sus incursiones en abrigos naturales, de sus intentos de reconstruir restos cerámicos perdidos, de la creación de mapas de espeleología en el ambiente localista, del espíritu constructivo que le poseía…

Pero esta idiosincrasia creadora fue fagocitando datos y el interés por la cultura fue creciendo en forma de colecciones filatélicas y literarias, constantes lecturas novelescas, elaboraciones poéticas, que hacían denotar el espíritu romántico y apasionado de Miguel. A todo esto deberé añadir sus pinitos en el dibujo, de hecho la familia conserva algunos retratos de mujer que bien pueden pasar por obras de arte intimista.

Sus curiosidades le llevaban en multitud de ocasiones a pasar las horas muertas en el rincón de la cocina escuchando a su madre, la cual le relataba las andanzas y desventuras de los tiempos de antes, como bien decía mi abuela. Miguel archivaba y procesaba cada comentario, cada ínfimo detalle por pequeño que fuese, cada personaje y por momentos, imaginaba en el espacio/tiempo los avatares reales que mi querida "mamica" le hacía percibir contándole el fruto de su experiencia y los dichos e historietas del lugar.

Es por todo esto por lo que Miguel Milán fue forjando una identidad cada vez más proclive a los eventos culturales. Participó e incluso ganó algún concurso de poesía local (Cristo de Dalías, año 2003). Y visto su gusto por la lírica, su techo aún se prevé muy alto, pues durante los últimos años ha ocupado casi todo su ocio en evocar un pasado aún cercano en el tiempo, apoyado en dos factores que le han influenciado directamente:

. El primero, sus ganas de apasionarse y de apasionar, su riqueza lingüística y su honda sapiencia cognoscitiva del ambiente localista de posguerra, momento clave en el que ha encuadrado su vigorosa novela.

.El segundo, el ir progresando desde su interés jovial hasta rodearse de las ciencias de las letras por completo, su interrelación con ámbitos que propugnan la sabiduría y que llevan el cultivo de la cultura por bandera (el Casino de Dalías); su idea de crear un asociación cultural en su pueblo (Turón) y sobre todo amistades potenciales a nivel de eruditos y especialistas en la cultura.

El último derecho de pernada es un reclamo al ímpetu posbélico, al resurgir de una nueva identidad forjada en la sociedad de la autarquía y al anquilosamiento reminiscente de los últimos reductos medievalescos en un mundo rural, apartado de los avances industriales y tecnológicos, y de la modernidad en definitiva.

La novela de Miguel trata de sacar a la luz y de desempolvar los momentos más difíciles de una sociedad que a veces la historiografía no ha sabido desenterrar de la forma más acertada.

La cultura de los pueblos, réquiem del derecho consuetudinario romano, pervivencia sunnita de antiguas civilizaciones islámicas, pero que a la postre ha quedado abnegada por las aguas del proceso de urbanización, el éxodo rural y la dualidad interior/periferia, es lo que aquí se intenta redescubrir, fomentar y tratar de cumplir una función didáctica para todos aquellos librepensadores que evocan el pasado de los viajeros románticos que recorrieron nuestra tierra allá por el siglo XIX.

Pero, pensando en la parafernalia existente en una sociedad eminentemente rural, la España del primer franquismo, la época de las cartillas de racionamiento, la de una España aún inmersa en su transición demográfica, con el fantasma de la autarquía enriqueciendo cada vez más al rico y empobreciendo cada vez más al pobre, y donde la clase oligarca aún perdura con mucha fuerza en el mundo rural y cuyas raíces ahondan en el Antiguo Régimen para perdurar en forma de aristocracias de sangre y oligarquías caciquiles aún más poderosas tras los distintos procesos desamortizadores que desde Godoy a Pascual Madoz, pasando por las leyes del Trienio y Don Juan Álvarez de Mendizábal, acrecentarían en demasía esas diferencias sociales, políticas y económicas entre dominantes y dominados.

Miguel Milán nos ofrece una velada apasionante en cuanto al tema del honor, de la honra y la deshonra, de la virtud y la promoción social en un mundo local carente por completo de clase media; la época de los señoritos, descendientes del fervoroso
caciquismo desarrollado en la Restauración mediante el “Sistema Canovista”, los avatares del maquis con la Guardia Civil tras un siglo de existencia desde que la fundase el Duque de Ahumada, así como los problemas en cuanto a la proliferación de enfermedades tan comunes de un período caracterizado por las constantes hambrunas y la malnutrición.

El presente libro nos aporta un minucioso fotografiado de los personajes, de las gentes de una época, de vencedores, de vencidos, de privilegiados, de sobreexplotados, de figuras locales y oficios perdidos en una España aún cercana en el tiempo y mucho más, si cabe, en el recuerdo.

Es por todo ello, por lo que os invito directamente a que os dejéis llevar por esta lectura intensa, rápida y que seguro que os envolverá en un constante sinvivir y que por momentos os trasladará a un tiempo fascinante, a la vez algo marginado, en la historia de España.

FRANCISCO JESÚS MARTÍN MILÁN

martes, 25 de septiembre de 2007

Cita Inicial

ESCRIBIR UNA NOVELA, ES SENTIRTE EL CREADOR DE UN MUNDO DE FANTASIA, MANEJADO POR LA DOCTA PLUMA DE TU INTELECTO.

Capítulo I TOMA DE CONTACTO.

Estaba anocheciendo.

Sobre los ya pardos frutales del huerto, cantaban los tardíos pajarillos, pareciendo querer acompañar la voz cantante de un viento inquieto y juguetón que, diríase, quisiera evitar a toda costa que alguien escuchara la conversación enamorada de Miguel y Ana María.

Miguel, un chaval a la sazón de unos dieciocho años. Tez blanca y ondulado cabello negro, algo maltrecho por el uso continuado de una vieja gorra, y de cuerpo larguirucho y delgado.

Había dejado, como cada tarde, su trabajo de aprendiz en la fragua de su tío Frasquito, hermano de su difunta madre; hombre entrado en años, algo protestón, pero un buenazo en el fondo. Y sin apenas atenuar su piel de la negrura propia del oficio, escaló con decisión la tupida muralla de madreselvas que crecían frondosas sobre las tapias del huerto de Ana María, para verla.

Y allí estaba ella, esperándole como siempre. Una muchacha ligeramente más joven, de alta estatura para su edad, cabellos largos y rizados de un negro profundo, que contrastaban drásticamente con unos grandes y bellos ojos azules, encerrados en las curvas de una perfilada y blanca tez. Poniendo el broche de oro, resaltaban en su rostro, unos carnosos y rojísimos labios. Pero sobre todo tenía, como virtudes que le rebosaban, una profunda sensibilidad y un grandísimo corazón.

El encuentro era mutuamente ansiado, aunque a la hora de la verdad, la timidez del primer amor hacía que se entrecortasen, tanto las miradas como las palabras y un sudor frío recorriera la espalda de ambos en esos momentos.

Miguel rompió el hielo.

-Hola Ani -siempre le gustaba llamarla así- tenía tantas ganas de verte… ¿Sabes? Hoy me he ganado un tirón de orejas por descuidarme en el trabajo, mi tío dice que estoy en la edad del pavo y que si sigo así no voy a aprender el oficio nunca. Pero yo callo, pues ¿qué voy a hacer? Aunque ya sabes tú quién es la culpable de todo eso ¿no?

Ella cambió ligeramente de color al oír estas palabras y reponiéndose un poco, le dijo algo acalorada:

-Anda ya, seguro que es por otra que tienes por ahí, ¿eh pillín?

-Sabes que no. Además, mira, entre darle al fuelle y darle al fuelle he tenido tiempo de escribirte estos humildes versos, que nunca llegarán a ser tan hermosos como tú.

-Miguel eres un adulador.

Él la interrumpió.

-¡Calla, escucha y no rompas la magia de este momento!

Ana María le hizo caso. Quería escucharlos, no eran los primeros que le componía, sabía que lo hacía bien y tenía gran fe en que algún día sería un poeta famoso, pero también le preocupaban las pocas oportunidades que pudiera tener a lo largo de su vida, al ser tan pobre y no haberse formado convenientemente, y sufría.

El joven enamorado carraspeó ligeramente y leyó suave:

Un jazmín limpio, fragante,
cuelga sobre mi ventana.
Inerte miro, anhelante,
un ruiseñor canta al fondo...
¡triste y romántica tarde!

Los trinos del pajarillo
me elevan al sol, al aire,
pero pesan los recuerdos
y ni siquiera una nube
puede con mis soledades.

Soledades que me hieren
mientras se escapa otra tarde
sin que me miren tus ojos,
sin que tus labios me abrasen.

Ella callaba, escuchando atenta por cada poro de su piel ruborizada, esas lindas palabras y esos bellos versos.

Él no levantaba la vista y seguía...

Grito tu nombre hacía el cielo
y juegan con él las aves,
las nubes, algún lucero,
los verdes pinos y el aire.

Bosteza la luz, el viento
mece las flores del valle,
se encienden grillos y luna,
duerme el sol en el estanque.


Se disponía a terminar el último, cuando el ladrido de unos perros, abajo, en la calle, le hicieron callar momentáneamente, para después, sentir el chasquido, al pasar, de una caballería, muy probablemente hacía la fuente cercana. Después, volvió de nuevo el silencio, roto esta vez por el crujir de unas viejas maderas que semejaban una puerta. Era la que daba al huerto y, junto a su quicio, alguien llamaba a su amada.

Se trataba de María, su madre. Una mujer aún joven, de unos cincuenta años de edad, menuda, con apariencia dulce, ojos azabache muy vivarachos, pelo raído hacía atrás recogido en un moño simple, que le dejaba su cara totalmente al descubierto apreciándosele en ella traicioneras arrugas que delataban el paso de los años vividos no precisamente llenos de satisfacción y abundancia.

-¡Ana María, venga, que vamos a cenar, tu padre espera!

Miguel, con el papel entre las manos se excusó nervioso:

-Siento no poder terminar la poesía, quedaba lo más bonito.

-¡No te preocupes, habrá otro momento, venga, vete de prisa, no quiero que mi madre nos vea, no tengo edad, corre...!

Y el muchacho, bajando rápidamente las tupidas tapias del huerto se perdió en la noche.

La joven mientras se aprestó a subir las escaleras que daban a la entrada de la casa. Al llegar a la altura de su madre, que permanecía esperándola, le preguntó:

-¿Estabas otra vez hablando con el herrerillo, hija?

A ella le pareció que las estrellas del vivaracho cielo de verano que les cubrían le caían todas encima de golpe; no obstante, reponiéndose un poco, levantó la vista, rogando temblorosa a su progenitora:

-¡Madre, por favor, no le diga nada a padre!

La mujer asintió, entrando en la casa después que su hija, ahogando la pobre luz que salía del quinqué por la puerta y sumiendo en una tenue oscuridad el oloroso y ya callado huerto.

Ana María, una vez en el pasillo, preguntó a su madre si faltaba algo que llevar al comedor, contestando ésta negativamente, mientras entraba en la cocina. En el comedor el puesto de preferencia en la mesa lo ocupaba un hombre fornido y alto, de hirsuto cabello algo blanqueante que denotaba ya los cincuenta y cinco años cumplidos que pesaban sobre él. Apretaban el tenedor y el cuchillo unas voluminosas manos de albañil, profesión que desarrollaba hacía más de cuarenta años y que le inculcó su difunto padre desde que de zagal le servía, o menos que eso, le estorbaba de peón. Era José, el padre de Ana María.

Ella, como siempre fue hacía él y besándole, le preguntó:

-¿Ya ha venido usted, padre?

El aludido, mirándola fijamente a los ojos y aún a sabiendas de que la contestación que le daría no sería la verdadera, le preguntó a su vez:

-¿Qué hacías en el huerto a estas horas, hija?

La joven, un poco atropelladamente, trató de contestar con palabras vagas, que se vieron cortadas por la llegada providencial de la madre, que venía con el pan y el cuchillo, sentándose ambas al unísono y comenzando, como si de un ritual se tratase, la humeante y pobre cena que se ofrecía a sus ojos.

Esta transcurrió sin más incidencias que destacar. Levantándose una vez acabada, la muchacha, ardilosa como siempre retiró todos los cacharros de la mesa; después, dando las buenas noches, se marchó a su cuarto, disponiéndose a acostar.

Sólo permanecía ya en el comedor José, terminando de un trago el vaso de vino rojo que quedaba sobre la vacía mesa, para, acto seguido, sacar su pitillera y los libritos de papel, liando después su consabido cigarro, arte que ejecutaba a la perfección.

Lo abandonó momentos después, canturreando entre dientes una vieja canción llegando a la puerta del huerto, donde le esperaba su mujer. Ambos bajaron la suave escalera y se adentraron entre frutales y jazmines llenos de noche. En voz baja iban contrastando pareceres.

-La hija estaba en el huerto con el herrerillo, ¿no es cierto? -le inquirió él.

-Sí, no te equivocas, aunque te agradecería que no le hicieses ver que lo sabes, pues sufriría mucho si supiese que estás al corriente, la muchacha es buena.

A decir verdad, desde su nacimiento, siendo el único hijo del matrimonio, no les había dado motivos de insatisfacción y la veían crecer orgullosos de que su hija, precisamente, fuera un dechado de virtud y obediencia, así como de una honradez y modales admirables.

-En el fondo -prosiguió la esposa- son amores de muchachos, sin más importancia, y si el curso de la vida les arrastrase juntos para mí no sería desagradable, pues Miguel es un muchacho callado y hacendoso y se hace querer, aunque, dejémoslo todo encomendado a las sabias manos de Dios y Él dirá.

Sin más, marchó el matrimonio a descansar, quedando las palabras pronunciadas por María en el aire, envueltas entre los mil aromas del precioso huerto, como una premonición.

Mientras, abajo en la calle, empezaban los perros su nocturno concierto de ladridos, y la luna, más en silencio, salía despacio dominando el amplio y sereno cielo.

Capítulo II EL PUEBLO. EL ENCUENTRO.

Comenzaba a desperezarse el sol por la cima de una montaña cercana, vivificando con sus rayos el pequeño y bonito pueblo alpujarreño. Los vivos resplandores resaltaban ya en la veleta que servía de orgullo a la gran y vistosa iglesia mudéjar, junto a la cual, como ovejas en torno a su pastor, se agrupaban las casas más destacadas y señoriales, configurando dicho agrupamiento, la plaza mayor, y en un segundo orden se apiñaban, ora a la derecha, ora a la izquierda, según mirase el observador, las que conformaban los barrios más desprovistos, como guardando celosas que no escapara de su entorno la pobreza que les caracterizaba.

Era un amanecer de mil novecientos cuarenta y cinco. Otro amanecer que iba dejando atrás en el tiempo, aunque no en el recuerdo, la dura guerra civil sufrida pocos años atrás, una guerra fratricida e inútil como todas, y que dejó tanto luto, dolor y miseria en el país, y un régimen dictatorial e injusto que acrecentaba la opresión y el sometimiento.

Pero pese a todo, la vida tenía que seguir, y las gentes del pueblo despertaban ardilosas con sus mil ruidos. Caballerías dirigiéndose hacía las secas y duras tierras. Labriegos con azadas al hombro y su pitillo en los labios. Lavanderas con el barreño de los trapos a la cadera encaminándose a la Fuente de Los Cipreses, ladridos de perros, canto de gallos en su corrales...

Mientras, Ana María se había levantado ya, hecho su cuarto y después de despejar con fresca agua el poco sueño que quedaba en su cara, cogió su lechera, disponiéndose, como cada mañana, a ir a la casa de Juan el pastor, a proveerse de la buena leche de cabra recién ordeñada.

Por el camino, mientras el suave aire de la mañana pintaba de rojo sus mejillas, saludaba con simpatía a las madrugadoras pueblerinas que se cruzaba a su paso.

-Buenos días Dulce, ¿qué tal su marido?

-Ya va algo mejor, niña, muchas gracias -contestó la aludida vecina del pastor, que salía con un queso en las manos, de la casa de éste.

Josefa, su mujer, saludo a Ana María.

-¡Buenos días muchacha, siempre tan madrugadora!

-Ya lo ve, el aire de la mañana es muy sano respirarlo; además, ¿qué iban a pensar de mí los mozuelos, si vieran que soy una perezosa?

La pastora esbozó una leve sonrisa y mirándola le preguntó:

- Te veo con dos lecheras; vas a necesitar más leche ¿no?

-Así es, efectivamente, pues tiene pensado mi madre que hagamos arroz con leche y así de algún modo celebrar el que hoy haga años que se casaron mis padres.

-¡Caramba! -exclamó curiosa- Y… ¿cuántos?

-Pues, treinta nada menos -respondió la muchacha.

-Bueno -acabó- ojala que sean todos los del mundo. Así se lo deseo a ellos.

-Muchas gracias, mujer.

Habiendo terminado de ordeñar el marido y llenarle el cabimento, salió Ana María de nuevo a la calle dirigiéndose hacía su casa. Iba recordando por el camino los versos inacabados que le había recitado Miguel la noche de antes y esperaba ansiosa un nuevo encuentro, en el cual, su amado, terminase de leerlos.

Tan ensimismada iba, que no vio acercarse a una jaca bien enjaezada y vistosa. En poco tiempo, ésta se le echó encima, obligando al jinete a toda prisa a dar un tirón enérgico de las bridas y lanzar un grito fuerte de cuidado que terminó por alertar a la joven, aunque en su movimiento brusco, acabó soltando la carga de las manos, desparramándose la leche por la calle.

Se aprestó a bajar el jinete de su cabalgadura. Mientras lo hacía se le notaba cierta clase y distinción. Se trataba de Don Álvaro de Monteoliva, cacique mayor del pueblo, así como su alcalde. Militar de cierta graduación del ejército nacional, ya retirado, y el mayor terrateniente del lugar, lo que le convertía en hombre adulado y respetado a la fuerza por todos.

Todo ese halo de porte y distinción que decíamos, se evaporó al dirigirse a la asustada chiquilla, que no podía articular palabra.

-Pero, ¿es que no miras por dónde vas, insensata? ¿Te imaginas lo que podía haber sucedido si no freno a mi jaca a tiempo? ¿Acaso estás ciega, criatura?

A todo esto, venía corriendo desde la punta de la calle Tomás, su mozo de cuadras, que había observado el lance desde la puerta, preguntando jadeante:

-¿Le ha ocurrido a usted algo señor?

-Nada Tomás, esta alocada muchacha que no mira por dónde va y he estado a punto de caerme por su culpa.

Ana María continuaba sin levantar los ojos del suelo, la vergüenza le impedía llorar al estar él presente, pero no tardaría en hacerlo. Tomó aire, levantando por fin la vista hacia el alcalde, pidiéndole educadamente perdón.

Él ni la escuchó. Balbuceaba barbaridades aprestándose ya a marchar, aunque sí tuvo un momento para fijarse en sus bellos ojos, y una mirada lujuriosa le hizo arrugar el entrecejo.

Ella huyó rápidamente de allí, intuyendo mucha malicia en aquel hombre.

-Tomás –preguntó mientras ponía el pie en el estribo- ¿Quién era esa joven? El caso es que creo conocerla, pero...

-Es la hija de Pepe el albañil -contestó rápidamente el mozo- el de la casa vieja del final de la cuesta.

No preguntó nada más, quizás sabía lo que quería, y espoleando a su bello ejemplar de equino, se alejó al trote, rondandole esa visión fugaz de la muchacha y un maligno pensamiento albergó por momentos su sucia y mezquina cabeza.

Ana María, volvió de nuevo a casa del pastor, continuando algo aturdida por el encuentro tan desagradable, precisamente con él, con el alcalde, iba mascullando entre dientes, con el amo y señor de todo, el ser más odioso y antipático del pueblo, de quien muy pocos hablaban bien, como no fueran limpiachaquetas o gentes afines a él.

Se extrañó Josefa al verla de nuevo. Ella le contó entre sollozos el suceso. La mujer la tranquilizó, regalándole la leche esta vez para que no le riñesen, y la despidió, aconsejándole que tuviese cuidado en lo sucesivo con ese hombre.

A lo lejos, observó ya a su madre, que, con su sempiterno moño raído, barría la puerta de la casa con su escoba de bolina.

En ese instante, sobre el umbral, apareció la alta figura del padre, bolso en una mano, gorra en la otra, para poco después, y habiendo dicho adiós entre dientes a las dos, perderse al doblar una esquina cercana.

-¿Qué le queda a padre de trabajo en la casa de don Emilio?

-¡Poco, hija, y por desgracia! -sentenció ella- Pues temo que después de esos arreglos, tenga que estar en casa parado a falta de algo mejor.

-Bueno, verá cómo le sale después algo más. Voy al rincón a cocer la leche y desayunamos.

-¡Miguel! -gritó el tío Frasquito desde el fondo de la fragua- ¡Cógete las herramientas precisas, que ayer noche me mandó decir don Álvaro, con Tomás, que tienes que ir al Almendral para arreglarle una reja de arado que tiene en mal estado y le corre prisa!

El herrerillo frunció el entrecejo, decididamente no le gustaba ese tal don Álvaro. A decir verdad, le precedía una mala fama ganada a pulso, y con mucho, no estaban contentos los habitantes del pueblo, aunque sólo lo comentasen bajo la chimenea, por temor a represalias.

Yéndose al corral, sacó a Lucero, un enjuto y famélico borriquillo, medio de transporte de la empresa de su tío, ataviándolo correctamente y, una vez echados los pertrechos necesarios, montó de un brioso salto sobre sus pinchudos huesos. Aplicándole los talones lo enfiló hacia las afueras del pueblo para tomar el serpenteante y polvoriento camino que le llevaría al cortijo.

-¡Buenos días, Miguel, temprano vienes! -terció el medianero de don Álvaro, sombrero en mano y pañuelo en la otra, limpiándose el abundante sudor que le caía por las sienes de labrar la dura tierra.

-¡Ya ves, Andrés! Al parecer le corre prisa a tu señorico el arreglo de ése arado. ¿Dónde lo tienes?

-Allí en el almacén, al entrar a la derecha; lo verás apoyado en el paredón.

-Bien, en cuanto coma algo me lío con él. Oye, ¿me podré llevar luego un par de racimos de uvas para la casa? He visto los parrales al entrar, y están que se vienen abajo.

-Lo siento niño, pero hoy tengo aquí a don Álvaro y ya sabes cómo se las gasta. Además, ha venido esta mañana muy malhumorado, ¡no sé qué diablos le habrá pasado!

Miguel palideció al oír que estaba allí "la fiera". Decididamente el trabajo, estando él allí, no sería lo mismo y hasta había perdido las ganas de desayunar.

Acercándose al cortijo divisó la alta y marcial figura del alcalde, que fumaba su pipa en el porche mientras sacaba brillo a una preciosa escopeta de caza, a la cual era aficionado en grado sumo. El herrerillo, al llegar, quitándose la gorra en señal de educación más que de sometimiento, dijo algo nervioso:

-¡Buenos días tenga usted don Álvaro! Vengo por lo del arado.

El aludido, sin contestar palabra y siguiendo su limpieza, le señaló la puerta del almacén. Disponíase a entrar cuando, a su espalda, sonó su fuerte y grave voz.

-¡A ver qué haces! Lo quiero bien hecho, mozo.

Miguel asintió y, entrando, comenzó su trabajo.

El sol corría rápido por el ancho cielo, tomando ya la cuesta de bajada cuando el joven aprendiz dio por finalizada su faena. Contento por su buen hacer, a su juicio, comenzó a cargar de nuevo los pertrechos en su insignificante cabalgadura, llegando en esos instantes Andrés.

-¡Hola Miguel! ¿Ya te marchabas, no? ¿Qué tal has dejado eso?

-Creo que bien. ¿Y don Álvaro? -preguntó a su vez el chaval.

-Aún no ha regresado de la cacería, aunque creo que no tardará en hacerlo.

-Bueno, yo de todas formas ya me iba. La verdad, y te lo digo a ti en confianza, que no termina de gustarme tu señorico.

-¡Qué me vas a decir a mí! Pero corren malos tiempos y yo no puedo perder este trabajo aunque es muy esclavo, pero sin él, me vería mendigando.

El joven afirmó con la cabeza y montando en su burro, lo despidió con un gesto de brazo, alejándose de allí. Por el camino bordeó los verdes y frondosos parrales, que le ofrecían su jugoso y apiñado fruto, tentándolo excesivamente, pues el hambre apretaba fuerte y era un enemigo difícil de combatir.

Atrás quedaba el Almendral, un precioso cortijo de paredes escrupulosamente encaladas, con un porche adornado por cuatro recias pilastras, que soportaban la amplia terraza superior. Magníficos ventanales defendidos por duro hierro forjado y una envidiable techumbre de pálidas tejas árabes.

Ya en la parte de atrás, junto a los corralones, una desvencijada y destartala casucha contrastaba drásticamente con todo el lujo de la anterior. Era la vivienda de Andrés, el medianero, un hombre enjuto, de mediana edad, muy vitalista y simpático, buen labriego y mejor persona.

No se había casado, según él, porque así lo había querido, pero en los corrillos, a “sotto vocce” se hablaba de un amor que prefirió la vida de un convento y que le marcó para siempre. Y él ahogaba todas esas penas soliendo frecuentar las innumerables fiestas cortijeras, con sus bailes de robao y mudanzas, y cómo no, sus estupendas veladas de trovo, poesía improvisada, un deleite para el que la escucha y del que era muy aficionado, gozando de cierta fama de buen trovero en la comarca, aunque en su modestia nunca lo reconociera.

Lo que sí tenía colgado encima del cabecero de su catre, escrito en un papel que ya amarilleaba por el tiempo y que un remedo de marco trataba de encerrarlo, era una quintilla que compuso con todo su corazón a una madre que no conociera, pues murió cuando él tendría sólo dos años, y que leía muy a menudo con lágrimas en los ojos. Decía así:

Me gusta mirar al cielo
cada noche al acostarme
para calmar mi desvelo
y recordar a mi madre
que brilla como un lucero.

Capítulo III EL EMPLEO.

El motor malsonante de un camión Ford de seis cilindros y el petardeo de su escape, rompían la hora de la siesta en la cálida tarde de agosto. Era éste el único vehículo del pueblo, su dueño era un comerciante en higos, almendras y demás productos autóctonos de la tierra, que entraba lentamente, haciendo tocar su ronca bocina por la calle principal, en dirección a la plaza, mientras una multitud de niños, unos medio vestidos y otros descalzos, le seguían enganchados del portalón, divirtiéndose por el espectáculo tan poco habitual.

El vehículo en cuestión, que servía para todo, venía esta vez con sacos de harina, arroz, azúcar, sal, leche en polvo; alimentos todos de primera necesidad, para proceder, en las dos tiendas del pueblo, a descargarlos y que éstas lo repartieran entre los portadores de las cartillas de racionamiento, tal estaba la cosa en cuanto a la comida se refería.

Mil novecientos cuarenta y cinco pasaba muy duro. Una hambruna terrible, que duraría algunos años más, asolaba La Alpujarra y por ende, a España entera. El panorama internacional, por otra parte, no presentaba mejores síntomas y el fantasma de la entrada en una nueva guerra acechaba de manera alarmante al país.

Sólo los señoricos del pueblo, comprando o cambiando en el mercado ilegal del "estraperlo ", sufrían esta mala racha alimenticia de una manera más atenuada. Era lo de siempre, el sino de los pobres.

Ana María y su madre habían estado allí, en la tienda donde les daban fiado, se habían dado prisa, pues venían ambas de la Fuente de los cipreses de lavar dos cargas de ropa, y, una vez aprovisionadas, marchaban para casa.

-¡Dios, qué ruina tenemos encima, madre! -exclamó por el camino.

-¡Paciencia, hija! No hay mal ni bien... ya lo dice el refrán -contestó la madre, tratando de dar unos ánimos que ella por supuesto tampoco tenía, pues en el fondo sabía que la cosa no andaba demasiado bien.

-Sí, pero qué difícil es de sobrellevar todo esto. Se hace largo y duro y es que todo últimamente nos viene torcido -comentó con pena la joven, entrando en la casa.

Habían pasado los días. Más de quince llevaba ya el bueno de José sin trabajo, después de haber ultimado las reparaciones de un tejado en la casa de don Emilio, y a partir de ese momento, los empleos habían desaparecido de su horizonte.

Esto le preocupaba sobremanera a María, pues a la falta de ese vital aporte económico, lo poco que ella ganaba zurciendo o planchando bien se podía contar como nada, había que sumar los malos ratos que pasaban madre e hija al verle llegar borracho a casa casi de continuo, ya que había cogido la mala costumbre de ahogar esa falta de trabajo bebiendo. Que si una copa en el bar con los amigos, que si la partida a las cartas. Siempre acababa igual y esto ya se estaba haciendo insoportable por momentos.

Estas reflexiones tenía, cuando llamaron a su casa. Serían las ocho algo pasadas de la tarde. Ana María corrió a abrir. Al otro lado de la puerta se encontró con una venerable mujer de provecta edad, pelo blanco y gordo y rechoncho cuerpo que sujetaban unas piernas cortas y algo zambas. Era el ama de llaves de don Álvaro. Entró de muy joven a cargo de sus padres hacía ya más de cincuenta años, y desde entonces, habiendo renunciado incluso al matrimonio, se mantuvo fiel a esa familia.

-¡Buenas tardes chiquilla!

-¡Muy buenas las tenga usted, Isabel!

Ana María la invitó a entrar amablemente, lo que hizo la anciana apoyada en el brazo de la joven, cerrándose, al paso de las dos, la desvencijada puerta con un chirrido de bisagras.

Un aroma intenso a tabaco de pipa flotaba en el aire del espacioso salón de la casona de don Álvaro. Se dirigió este hacía un mueble bar de madera tallada y espejos biselados para sacar una botella de vino reserva de las mejores cosechas de sus viñedos. Y con el arte de un "sommelier", llenó hasta la mitad con el rojo líquido dos copas de finísimo cristal mientras conversaba con una mujer de ojos afilados, tez blanquecina y riguroso luto, salpicado por un medallón que lucía por fuera, donde al abrir una tapa aparecían sendos retratos de sus difuntos padres.

Era doña Loreto de Monteoliva, mujer de unos sesenta y cinco años y hermana mayor y única de don Álvaro. Se hallaba postrada en una silla de ruedas por una mala caída ocurrida muchos años atrás, en su juventud, la cual la dejó inválida, aunque, afortunadamente pudo conservar alguna movilidad en sus miembros superiores.

Fuera por este suceso o fuera por su condición, el caso es que era una persona renegada y protestona, envidiosa, mala consejera, y con unas ideas y una lengua envenenadas.

Su hermano, no sin pensárselo mucho, le había relatado a ella el suceso de días atrás con la hermosa y bella Ana María, y de cómo él, ya corrida en años su madurez, se había quedado prendado de la joven en cuestión. El tema era muy delicado.

Doña Loreto, después de escucharle, había captado el pensamiento innoble de su hermano y le daba vueltas al asunto para tratar de que se saliera con la suya.

-¡Loreto, hermana, la verdad es que no puedo quitármela de la cabeza, tan joven, tan lozana... es una locura…! ¡Dios mío, pero...! -exclamó mientras iba de un lado para otro del salón chupando fuerte su pipa y mesándose los cabellos.

-¡A ver, Álvaro, estate quieto ya, por favor, que pareces un crío! Calma, las cosas para que salgan bien, deben de ir lentas y bien calculadas. Por lo pronto, lo que debes es de tratar de tener a esa mujer lo más cerca posible, ganarte su confianza día a día, con la excusa que sea y sobre todo hacerle ver tu poderío y grandeza, tu dinero, en una palabra, ¡que sepa quién manda! Tú no quieres casarte con ella, ¡válgame Dios!, con la hija de un albañil y encima medio rojo. ¡Todo un Monteoliva! Pero sí quieres poseerla ¿me equivoco?

Don Álvaro la miró con lujuria antes de contestar.

-No, Loreto, no te equivocas, ¡qué bruja eres! Me lees el pensamiento.

Se sinceró mientras movía la cabeza de arriba a abajo.

-¡Daría lo que fuera por ello!

-¡A ver! -prosiguió doña Loreto- Tienes pendientes las obras del Ayuntamiento.

-¡No pretenderás que se las de a un comunista! ¿Te has vuelto loca? -cortó de una manera drástica la conversación a su hermana- Sabes que son para Luís el de Juana....

-¡A la porra Luís! ¿Tú quieres o no quieres seguir con mi plan?

-Sí, pero no sé a dónde quieres ir a parar...

-Tú contrata -siguió terciando doña Loreto- a José el albañil y te asegurarás dos meses de día por día verla venir para traerle el desayuno a su padre. Después, las ocasiones caerán solas. Es más, ya he dado yo esa orden. Tú déjalo todo en mis manos.

Esas últimas palabras resonaron dulcemente en los oídos de don Álvaro. Le agradó la idea. Volvió a llenar esta vez hasta el borde las copas del oloroso vino y acercándolas las dos al unísono, brindaron ambos mientras en sus caras se denotaba una sonrisa de felicidad malsana.

Mientras tanto, Isabel ya había penetrado hasta la pobre cocina de la casa de María, ayudada por su hija. La dueña se encontraba al lado de un viejo rincón de leña, donde a la vez que cocía la sopa para la noche, se entretenía también zurciendo varias prendas que le habían confiado por su oficio. Al verla entrar, se levantó rápidamente ofreciéndole su silla, pues no estaban precisamente muy sobradas de ellas.

-¡Buenas tardes, Isabel! ¿A qué debemos tanto bueno por esta humilde morada? -comentó un tanto extrañada.

-Verá -respondió la mujer dando las gracias por el cumplido- me manda don Álvaro para decirle a tu marido que se pase esta noche sin falta por la casa, pues me ha dicho que es urgente.

-Y... ¿no sabe usted para que pueda ser? -preguntó nerviosa María.

-Hija, no lo sé con seguridad, pero aunque estoy ya un poco "teniente" he querido oír algo de unas obras en el Ayuntamiento...

Ella ya no estaba prestando más atención a las palabras que seguía pronunciando su interlocurora, había escuchado lo que quería escuchar, pura música celestial para sus oídos, y pensó: ¡Por fin Dios mío! Tanto que había rezado porque José volviese a trabajar y al fin estaba llegando ese día.

Algo nerviosa se dirigió a su hija:

-¡Anda Ana María, tráele una copita de anís a la buena de Isabel!

-No debería, María, a mi edad... de joven en los bailes sí que me gustaba tomármela, pero ya una...

-¡Ande, ande! -interrumpió la muchacha, que venía de la alacena con la botella en una mano y en la otra una copa- Una sola no hace daño, tómesela usted.

Después de terminado el pequeño convite, el ama de llaves se levantó para irse.

-¡Que no se te olvide decírselo a José!

-Mire, Isabel -le pidió María- me gustaría que me hiciese usted un favor y ya que le coge de camino…

-Dime.

-La verdad es que ahora mismo está en la taberna del tío Matías y se pone hecho una fiera cuando una va por allí, pues le da mucha rabia que, en tono de chanza, le digan sus amigotes cosas acerca de quien lleva los pantalones en casa, y que si esto o lo otro, y como puede volver tarde...

-Ya entiendo. -Interrumpió la comprensiva mujer- Quieres que yo me pase por allí y le dé la razón, ¿verdad?

-Le estaría muy agradecida.

-De acuerdo, así lo haré. Y ahora me voy, pues todavía tengo pendiente la cena y se van a impacientar.

-Por aquí -la condujo Ana María acompañándola hasta la puerta, seguida de su madre.

-¡Adiós, y muchas gracias!

-¡A Dios tengáis las dos y hasta pronto!

Al cerrar la puerta, se abrazaron llenas de alegría.

El ama de llaves, con su lento y cansino paso, llegó por fin a la puerta de la taberna citada. A la entrada, jugaban unas niñas a la rayuela, en la tierra. Cerca, por la calle, venía un niño con una ganga, juego que consiste en un aro de aluminio o latón, que se le quita a los cubos viejos de chapa, y que el chaval rodándolo, guiaba con un alambre grueso, que terminaba por la parte de la rueda en forma de "u".

-Muchacho… -inquirió la mujer- ¿Quieres entrar a la taberna y ver si está dentro José el albañil?

-Sí, señora, ahora mismo.

Al momento salió acompañado efectivamente por él.

-Hola, Isabel, ¿me ha llamado usted?

-Así es. Verás, me manda don Álvaro para decirte que vayas esta misma noche a su casa, creo que es acerca de un posible trabajo.

-¡Muchas gracias, iré enseguida!

-¡Hasta ahora, pues!

El albañil entró con una sonrisa de oreja a oreja en la taberna y yéndose a la mesa donde jugaba, terminó su vaso de un trago dirigiéndose a sus compañeros de juego:

-¡Ahí os quedáis, tengo prisa! ¡Que termine otro por mí la partida, muchachos!

Y volando, más que corriendo, llegó a su casa.

-¡María! ¿Te has enterado de la noticia? -gritó entrando por la puerta casi sin abrirla.

-Sí, marido. Ha estado aquí Isabel y al pillarle de paso le he dicho que se pasara por allí y te lo dijera ella misma.

-¿Y a qué esperas? Prepara la palangana que me lave. Sácame las zapatillas de cáñamo y la camisa que me hiciste para el bautizo del niño de Antonio... ¡rápido!

Todo esto se lo pedía a su mujer con mucho acelero, pues el nerviosismo se lo comía. Quería estar allí, ya, enfrente de don Álvaro.

María trataba de tranquilizarle.

-Ya tienes la ropa encima de la cama, vístete tranquilo, que llegarás con tiempo.

Una vez lavado y vestido, salió de la casa bajando la empinada cuesta que conducía desde su humilde barrio a la plaza del Generalísimo, pues allí, en el lugar de más preferencia, se encontraba la casa del alcalde. Un enorme y suntuoso caserón de cierta antigüedad, con aspecto exterior cuidado a lo sumo. Los forjados de las rejas eran de un labrado exquisito y un enorme escudo nobiliario presidía el centro de la enorme fachada.

La entrada principal estaba en un lateral de la casa, a la que se accedía por unas lujosas escalinatas con peldaños de mármol blanco y suave pendiente. El rellano lo cubría un precioso tejado de dos aguas en teja árabe y, abajo, lo embellecían dos arcos de medio punto, uno dando frente a las escaleras y el otro a la calle que salía de la plaza en dirección al Casino, que no se hallaba lejos.

La puerta de entrada era enorme, dividida en dos hojas de recia madera de pino, rematadas por dos picaportes dorados en forma de sendas cabezas de león, que le daban un decidido aire de mansión. José, tembloroso, dio un suave golpe con uno de ellos, retirándose un poco.

No pasó mucho hasta que el ama de llaves le abrió, aunque esos segundos le parecieron eternos.

-¡Caramba, José! -exclamó la anciana- ¡Quién te vio en el bar y quién te ha visto aquí!

-Ya lo ve, Isabel, quería llegar antes de que estuviese cenando don Álvaro.

-Bien, pasa detrás de mí.

Le siguió, con la gorra en la mano, por un amplio recibidor y a través de un largo pasillo llegaron después al despacho de don Álvaro. Tenía éste un amplio ventanal que cubría la superficie de pared que dejaba el hueco de unas altas estanterías repletas de lujosos volúmenes. Sobre ellas, varios trofeos disecados cobrados en sus innumerables cacerías allá en el Almendral, compaginando todo ello con algunos cuadros, estratégicamente situados, de motivos cinegéticos. El despacho lo cerraba una larga mesa en color oscuro, agolpada de papeles, y a su espalda, presidiendo toda la habitación, un cuadro de grandes dimensiones de su Excelencia el Caudillo vestido de militar.

Detrás de esa mesa resaltaba la figura regia e impenetrable del dueño de la casa, don Álvaro de Monteoliva.

-¿Se puede pasar? -preguntó el ama de llaves.

-¡Pasad, pasad! -contestó sin levantar la vista de unas cartas que veía con interés.

-Aquí está José, el albañil -siguió diciendo Isabel- que le di la razón.

-Usted dirá, don Álvaro -dijo con voz algo tenue el aludido.

-¿Estás parado ahora, no es eso? -preguntó levantando la cabeza.

-Así es, llevo una temporada sin trabajo.

-Bien, me he acordado de ti porque tengo al menos dos meses de obra en el Ayuntamiento. Consiste en hacer unas reparaciones generales, dado el ruinoso estado en que se encuentra dicho edificio y la verdad es que se dice de “usted” que es uno de los mejores albañiles del pueblo -comentó con un tono un tanto irónico, que no supo percibir el bueno de José.

-Favor que usted me hace. –contestó algo más confiado- La verdad es que me apaño un poco, y los años en el oficio...

-Bien -cortó don Álvaro- el sueldo no es muy alto, lo estamos pagando a cinco duros la jornada de sol a sol, pues corren malos tiempos y no se puede hacerlo a más.

-Estoy de acuerdo con el ello, necesito trabajar sin falta.

-Si es así, te espero el lunes en la puerta del Ayuntamiento a las siete de la mañana. ¡Ah los peones ya los tengo buscados! Con dos y uno con bestias para traer el agua creo que bastarán.

-Lo que usted mande don Álvaro, cuente que allí estaré -contestó el albañil.

-¡Isabel! -gritó don Álvaro- Acompaña a José.

El ama de llaves lo sacó del despacho, conduciéndolo hasta la puerta, y despidiéndolo después cariñosamente.

La noche caía y el albañil, sin pararse ni siquiera en la taberna, marchó para su casa acompañado de un monótono ladrar de perros a medida que caminaba.

Después de la cena en casa de don Álvaro, y una vez que se hubo retirado el servicio, doña Loreto y su hermano subieron a la amplia terraza llena de bellas flores y un oloroso galán de noche que tenía perfumado el ambiente. Él, recostado en su asiento, sostenía una copa de brandy en una mano y su inseparable pipa en la otra. Ella, se disponía, como casi todos los días de los meses de verano, a poner un disco sobre una llamativa gramola con un altavoz dorado en forma de gran campanilla, que, a chorro, esparcía al viento las melódicas notas de una vieja canción, evocándole recuerdos de su pasada juventud.

Era digno de observar a los muchos pobres del pueblo cómo esperaban ese momento para agruparse en los aledaños de la casa de los señoricos, y escuchar la maravillosa música que salía de "la maquina cantaora", como decían ellos, y pasar allí la velada.

-¿Qué? -preguntó doña Loreto- Vino José, accedió al trabajo y todo a la perfección, como planeé ¿verdad?

-Así es, todo como tú lo calculaste.

-¡Claro que sí! -afirmó- ¿Acaso podía ese pobre desgraciado decir que no a tan suculento ofrecimiento y más en sus condiciones? Sin estar yo presente -siguió diciendo ufana- seguro que sólo le habrá faltado besarte las botas, Álvaro.

-Bueno, sin exagerar -contestó pensativo- Se le veía muy necesitado y sus ojos brillaban por la ocasión que tenía enfrente.

-¡Vale! -cortó su hermana- El primer paso ya está dado, ahora hay un detalle que puede hacer que la mosca venga a la tela de la araña -dijo mientras cambiaba el disco de la gramola y una sonrisa malévola le iluminaba la cara.

-¿Qué estás tramando, criatura maléfica?

-¡Hermano, hermano, no discurres lo que debieras! Piensa quien da en éste pueblo los permisos para los bailes ¿eh?

-No sé a dónde quieres ir a parar -exclamó un tanto confuso.

-Pues muy fácil -terció doña Loreto- Hay que enterarse en el grupo que está Ana María y quién es la que viene a pedírtelo.

-Pues por ese barrio –contestó apartándose la pipa de la boca y frunciendo el entrecejo, como entendiendo ya la conversación- suelen venir Angelitas o Clara la de Ramón.

-Pues espabílate y apáñatelas como sea para que el permiso tenga que venir a pedirlo ella, y mejor ocasión...

El humo de la pipa de don Álvaro subía al tachonado cielo de verano y sus ojos brillaban más que las estrellas que le cubrían. Mientras, abajo, los pobres, la sufrida gente, ajena a todas estas maquinaciones, disfrutaban inocentemente de las notas musicales que, envueltas en un oloroso galán, alegraban y perfumaban el ambiente cálido de esa noche de agosto.

Capítulo IV LA VENIDA DE LOS SEGADORES. LAS RUEDAS.

El ruido de la pólvora al estallar en el ancho cielo denotaba a las claras que algo estaba sucediendo en el pueblo esa tranquila mañana del último domingo de agosto.

-¿Qué pasa? -se preguntaron las gentes asomándose a las ventanas por ver si se divisaba algo.

Unos niños corriendo y a voz en grito iban dando la noticia:

- ¡Los segadores, que vienen los segadores!

-¡Los segadores por fin! -exclamaron muchas mujeres corriendo al encuentro, que estaban haciendo su entrada en el pueblo en ese mismo instante, tirando los últimos cohetes.

¡Cuánta emoción y lágrimas que no se podían contener! ¡Cuántos abrazos de mujeres y niños a sus maridos y padres que volvían después de meses de estar fuera!

No era de extrañar la alegría del momento. Estos pobres hombres, llevaban mucho tiempo lejos de sus hogares, de su pueblo. Iban como cada año, andando a los montes, a pasarse la jornada de sol a sol, segando mucho y comiendo poco, durmiendo sobre el duro suelo del tajo, a la intemperie, entre los haces apilados de mies, tratando de traer unas míseras pesetas y así poder pagar las deudas contraídas por sus familias en las tiendas, que les habían estado dando fiado a la espera.

Miguel, saliendo de la casa de su tío Frasquito, marchó también a recibirlos, pues tenía sus motivos. Su hermano mayor se encontraba entre ellos, había estado de manijero en la partida. Lo divisó a lo lejos.

-¡Antonio, Antonio...!

Hacia él se acercó un hombre de unos cuarenta años de edad, alto, y curtido por el sol de justicia al que había estado expuesto. Al llegar a su lado, lo abrazó fuerte, subiéndole por el aire.

-¡Hola Miguel, no sabes lo que te he echado de menos!

-Y yo a ti, hermano, ¡estaba tan solo!

-¿Sabes? Te he traído una sorpresa.

-¿A mí? -preguntó lleno de nervios y curiosidad.

-Sí, mira.

Y bajando una mochila que traía sobre la espalda, se la puso en las manos. Por la parte de arriba se divisaba una cabecita toda blanca, a excepción de una mancha a modo de lunar que tenía en la misma frente. Era un precioso cachorrito que le habían guardado de la perra del dueño.

Miguel lo terminó de sacar de la mochila y, manteniéndolo en el aire, no dejaba de mirarlo, riéndose mucho y no creyéndose que fuera a ser el poseedor de tan tierno y lindo animal.

-Bueno -preguntó Antonio- ¿Te gusta o no? Si es así, habrá que buscarle un nombre...

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho- ¿Cómo le podríamos llamar...?

-Miguel ¿te parece que, como tiene ese lunar negro en la frente y va a estar en la fragua del tío, le pongamos "Tiznón"?

-¡Tiznón, caray…! -exclamó- Oye, pues resulta gracioso ese nombre y además le pega. ¡Gracias Antonio, pero ya sabes que mi mejor regalo, es saber que te tengo aquí de nuevo!

-¡Ya lo sé, venga vamos a casa!

Eran las cuatro de la tarde. La familia acababa de almorzar. José se fue al corralón a poner en orden todas sus herramientas, pues al día siguiente tenía que estar ya con todo preparado para el comienzo de las obras.

Madre e hija terminaban de fregar la sartén de las migas que habían preparado con harina de maíz y que se las habían podido comer con un “guardia civil” para cada uno como engañifa. María le comentó entre tanto:

-Oye, tienes que llegarte a la casa de don Felipe, el médico, y llevarle unas sabanas que me encomendó para la consulta, que se las tengo ya preparadas.

-Sí, madre. Déjeme que termine de barrer la cocina y me arregle un poco y en seguida voy, ¿vale?

En ese instante la puerta de la casa se abrió como si una bocanada de viento hubiese soplado fuerte sobre ella y sin dar tiempo a que madre e hija salieran siquiera de la cocina, ya había penetrado hasta ella una chica de unos diecinueve años, bajita y rechoncha, ardilosa, simpática y extrovertida. Un diablo, como solían decirle las dos a Julia, que era la muchacha en cuestión.

-¡Hola bicho! -le soltó Ana María.

-¿Cómo que bicho? ¡Pero bueno, vaya clase de prima que tengo. ¡Y la fama que me da! -contestó la graciosa joven con su cachondeo.

-¡Es cariñoso mujer, ya lo sabes!

-¡Claro hija! Escucha, esta noche en la placeta de la cruz de los caídos vamos a ir todas a hacer una rueda con los mozuelos. ¡Cuento contigo, no me puedes fallar!

-Espero que mi padre no me ponga ninguna pega -contestó meneando la cabeza- Por si acaso vamos las dos y se lo decimos, que está ahí en el corralón.

-¡Venga, que siempre tengo que sacarte las castañas del fuego, primilla!

-Padre -le llamó Ana María, entrando con Julia- Esta noche queremos ir con las mozuelas para hacer unas ruedas y divertirnos un rato. ¿Me dejará ir, verdad?

-¡Claro, hija! Pero no vengas tarde -contestó José que metía en una espuerta de pleita, una palustra y una piqueta.

Las dos muchachas salieron de allí, dirigiéndose otra vez a la casa.

-Oye -preguntó Ana María- ¿Por qué, ya que estás aquí, no me acompañas a casa de don Felipe, que tengo que llevarle una canasta de costura?

-Lo siento -se excusó su prima- pero mi madre me ha puesto unas tareas a mí también y quiero terminarlas, pues me ha dicho que si no, no hay salida. He venido escapada sólo a decirte esto.

-¡Vale! ¡Venga bicho, nos vemos luego! ¡Y pásate a por mí!

-Así lo haré, me pasaré con Angelitas, Clara y toda la peña sin falta y ahora te dejo, que me voy corriendo.

Con la misma agilidad que había venido se fue, dejándola preparando el encargo del médico. Una vez metidas todas las sabanas en una gran cesta, se la echó a la cadera y salió en dirección a la clínica, que se encontraba en la otra punta del pueblo, muy cerca de una de las dos tiendas de ultramarinos que había. Por el camino pensaba en el herrerillo, lo vería sin falta por la noche en las ruedas. Se acordaba de él. No tenía que pasar necesariamente por su puerta, pero, dando un pequeño rodeo, echó por allí, por si pudiera verlo aunque fuera de lejos, al menos con eso se conformaría.

No fue así por su parte, aunque él sí que la vio mientras daba de comer a Tiznón en el huertecillo. No se lo pensó dos veces, aunque la vergüenza y la timidez se lo comían por dentro. Cogió al perrito, se lo guardó debajo de su raída chaqueta y corrió detrás suyo sin que ella se percatase. La siguió y esperó a que saliera de la casa de don Felipe, y en el callejón de la almazara le salió al paso.

A la ruborizada muchacha casi se le cae la cesta ya vacía, por la impresión.

-¡Hola Ani! -balbuceó el muchacho.

-¡Hola Miguel! ¿Qué haces aquí? -preguntó acalorada.

-Nada -contestó impaciente el joven- Te he visto pasar junto a mi huerto y te seguí, pues aparte de que necesitaba verte, tengo un regalo para darte.

-¿Un regalo para mí? -preguntó extrañada.

-Sí, ¡mira! -contestó sacando al perrito de debajo de su chaqueta.

Ana María miró con curiosidad.

-¿Un perrito? ¿De dónde lo has sacado?

-Me lo ha traído mi hermano Antonio de la siega y quiero regalártelo.

-¡No, Miguel! -respondió enérgica- Lo habrá traído para ti, no puedo de ninguna manera quedarme con él.

-¡Ani, por favor, quédatelo! ¡Me harías con eso el hombre más feliz de la tierra, te lo juro!

La muchacha observaba sin parar al perrito; le gustaba, ella nunca había tenido ninguno.

Él remató el asunto.

-Hablaré con mi hermano, se lo explicaré; es muy bueno y lo entenderá. Venga, mételo en la cesta y llévatelo. Oye, por cierto -preguntó cambiando hábilmente de tema y dando por zanjado a su favor el otro- ¿Irás esta noche a las ruedas, verdad?

-Sí, por supuesto, pero ahora me voy, llevamos mucho rato aquí y puede vernos alguien -le observó, mientras ya iba caminando calle arriba en dirección a su casa.

-¡Y gracias por el perro, ahora no sabré qué decirle a mi madre!

-Dile que te lo has encontrado. Por cierto, se llama Tiznón.

La muchacha recorrió en un dos por tres el camino que le separaba de su casa con el perrito metido en la cesta. Al llegar procuró calmar su respiración y parecer lo más normal posible.

-Madre, ya estoy de vuelta del encargo –comentó acelerada, queriéndose marchar a su cuarto sin que la viese. Pero ésta, como la vista es tan ligera, notó el bulto y le preguntó:

-¿Qué llevas ahí escondido?

-Un perrito madre -contestó viéndose ya descubierta- Lo he encontrado por el camino, abandonado, y me ha dado lástima -dijo mintiendo y con miedo de que se le notase- ¿Podré quedármelo?

-Pero, ¿y si es de alguien? -preguntó pensativa la mujer- A ver, ¿dónde lo has encontrado, dime?

-Mire, no voy a seguir más con la farsa, me lo ha regalado Miguel, que le he visto cuando salía de la casa del médico; al parecer se lo ha traído su hermano de la siega. Yo quiero quedarme con él, por favor...

-Pero... ¿y a tu padre qué le vamos a decir? ¡Hay que ver hija en que líos me metes con tus cosas! Bueno, escóndelo en tu habitación y ya veremos.

-¡Muchas gracias, es usted un sol! Por cierto, me ha informado que ya tiene nombre, le ha puesto Tiznón.

La madre se sonrió ligeramente por la ocurrencia.

Ana María, le habilitó un lugar entre unas mantas viejas en su cuarto y le llevó un pequeño cuenco de leche, que el perrito lamió con ganas mientras le movía a su benefactora el rabito en señal de agradecimiento. A pesar de todo esto, la tarde se le hizo eterna, pues no veía que llegase la hora de marchar a la rueda.

Su primilla Julia llegó puntual y a la hora convenida, acompañada de una parvada de muchachas, entre las que se encontraban Angelitas, joven pelirroja, de mediana estatura, muy blanca de piel y que vestía un fresco vestido de gasa estampado que le hiciera su abuela, con la que vivía, pues era huérfana de padres a consecuencia de la maldita guerra civil; y Clara, algo mayor que ellas y que ya se le estaba pasando el arroz, según decía la madre de Ana María, porque contaba con algunos años más que las amigas, pero en verdad que no desfavorecía el grupo, pues no era mal parecida.

Mientras se marchaban las mozuelas calle abajo haciendo piña, observó con atención María a todas ellas desde la puerta entreabierta, despidiéndolas. No era pasión de madre, su hija destacaba del grupo, no sólo por su altura, sino por su estilo y elegancia. Iba vestida sencilla, pues los lujos no estaban precisamente a su alcance, pero llamativa. Su rojo vestido, de suave y fresca tela, tenía una caída elegante que realzaba la figura estilizada de la muchacha. Su ondulado pelo negro recogido por una felpa roja a juego, sujetando una delicada flor, y un pelín de pintalabios, terminaban de completar tan femenina estampa. Con sus risas y locuras, propias de la juventud, doblaron la esquina y María, con un sentimiento de orgullo, se adentró en la casa.

Todas las chicas, subieron presurosas unas empinadas escaleras de piedra en forma de "ese", que conducían a la plazeta de la cruz de los caídos, que ya empezaba a estar concurrida. La noche acababa de caer y las primeras estrellas del cielo se agrupaban como espectadores que se van acomodando en su asiento para disfrutar del espectáculo.

El llamado mirador era bastante espacioso, lo cerraban, por el lado de fuera, unos altos muros de ladrillo macizo que remataban en la parte superior formando dos niveles a modo de grandes escalinatas, sobre las que se agrupaban, sentadas, las viejas del pueblo, con sus moños y sus lutos seculares, guardando celosas a las chicas que les habían encomendado del decir de las gentes.

A todo lo largo del mirador varios árboles menudos trataban de no estorbar al gentío que había allí convocado y al fondo se recortaba, entre dos grandes cipreses, una enorme cruz de mármol gris, que recordaba a los caídos por la patria en la reciente guerra civil. Y ya, el lateral de adentro, lo cortaba una gran y preciosa ermita que guardaba a una joya querida por todos los habitantes del pueblo, como era su milagroso patrón San Blas, santo que desde hacía ya más de trescientos años se veneraba con fervor en el lugar.

Ana María saludó al corro que allí se encontró y echando luego un ligero vistazo por doquier comprobó con satisfacción que Miguel había llegado. Sus miradas se encontraron en ese instante escapando al control de los dos el magnetismo que desprendían, ¡tan fuerte es el primer amor!

El joven iba a dirigirse hacía ella cuando lo paró Gabriel, el amigo con el que estaba al final del mirador, para que se liaran un pitillo. Ninguno de ellos fumaba, pero esa noche se imponía el hacerlo, pues con eso creían dar una sensación de hombres duros hechos y derechos. Entre caladas y toses continuadas, Miguel acabó tirando el pitillo a medio fumar y se dirigió por fin al corro donde se encontraba Ana María. Su primilla la avisó:

-¡Ahí le traes chica, vaya miradita, y viene a por ti!

-¡Calla tonta, y no me dejes sola, que me muero de la vergüenza!

-¡Venga! -rió Julia- ¡Ya sabes que la vergüenza era verde...!

-No me gustan las bromas -interrumpió Ana María- que estoy nerviosa.

-¡Hola! -saludó el herrerillo a todas quitándose la gorra.

-Hola Miguel – respondieron ellas al unísono.

-¿Qué, con ganas de divertirse, no? -comentó él.

-¡Tú dirás! -saltó la comedianta de Julia, que siempre se adelantaba- Lo mismo que tú, ¿verdad?

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho que, dando unos pasos más, se acercó a Ana María y cogiéndola del brazo la sacó fuera del grupo.

-Oye -le dijo sin parar de mirarle a los ojos- ¡Estás guapísima esta noche y esa flor que llevas en el pelo te sienta muy bien!

-Gracias Miguel, ¡será que me miras con buenos ojos! Tú también estás muy atractivo con ese chaleco, además creo que ya eres un hombre y todo -bromeó la joven- pues me ha parecido hasta verte fumar.

-¡Que va! -interrumpió- El cabezón de Gabriel, que le ha cogido la pitillera y los libritos al padre y se ha empeñado...

-Bueno, pero no te acostumbres -le aconsejó medio en broma la joven.

-Ani -prosiguió el herrerillo- quería preguntarte que por supuesto estarás a mi lado, cogido de la mano en la rueda.

-¡Claro! -contestó ella- Pero nos pondremos con el mayor disimulo, como si cayésemos juntos; ya sabes que todo el mirador está lleno de viejas a la caza de alguna noticia para el periódico del lunes.

Se rió Miguel.

-En eso sí que tienes razón Ani, esas viejas...

En ése preciso instante Clara, la muchacha más mayor del grupo dio unas cuantas palmadas dirigiéndose a todos los jóvenes que pululaban por el mirador de allá para acá entre voces y risas de jolgorio.

-¡A ver! -gritó enérgicamente- ¡Acercaos todos, venga, que vamos a hacer una rueda lo más grande que podamos!

Chicos y chicas corrieron presurosos hacía donde ella estaba, que a modo de organizadora, trataba de poner orden allí, pues los jóvenes corrían a cogerse de la mano de su amada, buscándola entre todo el grupo.

La rueda se formó por fin. Era, efectivamente, bastante grande; podía contar con al menos cuarenta miembros y al abrirse del todo conformó una gran circunferencia, quedando en el centro Carmencita, una muchacha de unos quince años, huérfana de madre, escogida precisamente, para escenificar y dar más realismo a esa primera rueda que versaría sobre ese mismo tema, y que ya empezaba a cantar el coro en estos términos:

Dime, niña, ¿por qué lloras?

Carmencita siguió con el tono:

Es que vivo sin consuelo,
tuve madre y la perdí.

El coro prosiguió:

Nosotras te ayudaremos
y otra madre encontrarás.

Todo esto, mientras los componentes de la rueda se movían todos a la vez dándole la vuelta en círculo, a un ritmo lento y acompasado y así la del centro podía verles la cara a todos.

Siguió ella:

Decidme, niñas queridas,
¿esa madre en dónde está?

Continuó el coro:

Está dentro de una capilla
colocada en un altar
y su nombre es María
sin pecado original.

Al terminar esta estrofa todos se agruparon en torno a la muchacha y rompiendo la rueda terminaron cantando con el tono del himno nacional:

La Virgen María es nuestra defensora,
es nuestra protectora, no hay nada que temer
¡gloria, gloria, guerra contra Lucifer!

Acabando con fuertes palmadas.

Verdaderamente era un espectáculo social digno de observar. Nadie se lo quería perder, no había nada más que echar un vistazo al mirador. Luego, las ruedas tenían el inmenso privilegio de juntar en ellas a todas las clases sociales del pueblo, cuestión muy mirada en todos los ámbitos de la sociedad, por ejemplo en los bailes; allí sí que había distinción y cada uno tenía su selección de gentes, a la que no podía acudir la restante y por supuesto, mientras que los bailes tenían que terminar a las doce, indefectiblemente, las ruedas no tenían horario alguno. Éstas eran otra cosa, allí convivían los caciques con los más pobres y necesitados; el secretario con el mulero; el médico con la mujer de dudosa reputación… En fin, este divertimento mundano, servía en gran medida como válvula de escape en una sociedad jerarquizada y decimonónica que dejaba ver, aunque no se entendiera todavía, o no se quisiera entender, que las personas por encima de todo son personas, independientemente del dinero o la clase social, y que la relación entre ellas, debe ser libre y espontánea para una verdadera y mejor convivencia.

De nuevo el ruido cesó momentáneamente y la voz de Clara se dejó sentir:

-¡Vamos, vamos que comenzamos otra!

Y, efectivamente, al momento ya tenían conformada otra grande y en el centro se había puesto esta vez Ana María. Harían la canción de la viudita, que empezó cantando así:

Mi marido me escribió una carta
que con ella me hizo llorar,
que cuidara de todos mis hijos
que sin padre se iban a quedar.

Yo soy la viudita
del conde Laurel
que quiere casarse
y no encuentra con quién.

Siguió el coro:

Si quieres casarte
y no encuentras con quién
escoge a tu gusto
que aquí tienes quién.

Prosiguió Ana María:

Escoger no puedo
porque soy mujer,
el hombre que quiera
que venga a mis pies.

Entonces Miguel, separándose del grupo, avanzó hacía el centro, donde estaba ella, y arrodillándose le cantó:

A tus pies postrado
como amante fiel,
si quieres casarte
aquí tienes quién.

Acto seguido se levantó y entrelazando su brazo a la altura del codo con el de su pareja empezaron a bailar, cambiando a cada compás de brazo, lo mismo que los demás componentes y cantando todos:

Me arrodillo a los pies de mi amante,
me levanto con fe y constante,
¡que dame una mano que dame la otra!
¡que dame un besito que sea de tu boca!

A dar la media vuelta,
a dar la vuelta entera,
pero sí pero no
que me da vergüenza.

Todo esto sin parar de girar y de cambiar de brazo. La rueda pillaba ya todo el mirador de punta a punta:

Daré un pasito atrás
para hacer la reverencia,
¡pero sí pero no,
mamita mía te quiero yo!

Terminaron jadeantes y sudorosos. El tiempo se les pasaba volando, todos querían más. Hicieron otra, metiendo esta vez a algunas viejas que, reacias, no querían intervenir. Julia ya se había encargado de involucrar a todas las que pudo y la rueda parecía un tanto surrealista. Ya cantaban de nuevo:

El torero tiene un hijo,
lo quieren meter a fraile,
lo quieren meter a fraile.

El hijo dice que no,
torero como su padre,
torero como su padre.

Dame la capa papá
que me voy a torear,
que me voy a torear.

La capa no te la doy
que el toro te va a matar,
que el toro te va a matar.

A mí no me mata el toro
ni tampoco los toreros,
ni tampoco los toreros.

A mí me mata una niña
que tenga los ojos negros,
que tenga los ojos negros.

La noche con su curso sin pausa se adentró en la madrugada y las viejas empezaron a refunfuñar tirando de las jóvenes, que no tuvieron más remedio que marchar con ellas.

Así lo hizo el grupo de Ana María, junto con el herrerillo, Gabriel y otros amigos. Las guardianas iban dejando a cada joven a su cargo en sus respectivas casas. Quedaban ya sólo el herrerillo y su pareja, Julia con su abuela y Gabriel.

Llegaron a la calle donde vivía Ana María. A lo lejos se divisaba su casa, con el balconcito en medio del piso superior donde dormían sus padres. Miguel se adelantó, cogió una piedrecilla y la arrojó a la madera, dando un pequeño golpecito, que sirvió para que una pobre luz asomara por los resquicios.

-¿Pero hombre, qué haces? -le dijo ella- ¿Cómo sabes que es así como le aviso a mi madre de mi llegada?

Él se rió.

-Me lo ha dicho un pajarito que me cuenta muchas cosas tuyas.

Y aprovechando un tramo en la calle que estaba en semioscuridad robó un beso furtivo a los labios de su amada, quedándose la joven sin saber qué hacer ni qué responder por la impresión, pero con el regusto dulce de un primer beso fugaz y enamorado.

-¡Dulces sueños Ani, hasta mañana! -le deseó perdiéndose en la madrugada con un silbido socarrón en sus labios.

-¡Buenas noches Miguel!- suspiró Ana María sin que él ya la oyese.

Y su deseo voló alto, confundiéndose con las mágicas estrellas que brillaban a esa hora más radiantes que nunca.