martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo II EL PUEBLO. EL ENCUENTRO.

Comenzaba a desperezarse el sol por la cima de una montaña cercana, vivificando con sus rayos el pequeño y bonito pueblo alpujarreño. Los vivos resplandores resaltaban ya en la veleta que servía de orgullo a la gran y vistosa iglesia mudéjar, junto a la cual, como ovejas en torno a su pastor, se agrupaban las casas más destacadas y señoriales, configurando dicho agrupamiento, la plaza mayor, y en un segundo orden se apiñaban, ora a la derecha, ora a la izquierda, según mirase el observador, las que conformaban los barrios más desprovistos, como guardando celosas que no escapara de su entorno la pobreza que les caracterizaba.

Era un amanecer de mil novecientos cuarenta y cinco. Otro amanecer que iba dejando atrás en el tiempo, aunque no en el recuerdo, la dura guerra civil sufrida pocos años atrás, una guerra fratricida e inútil como todas, y que dejó tanto luto, dolor y miseria en el país, y un régimen dictatorial e injusto que acrecentaba la opresión y el sometimiento.

Pero pese a todo, la vida tenía que seguir, y las gentes del pueblo despertaban ardilosas con sus mil ruidos. Caballerías dirigiéndose hacía las secas y duras tierras. Labriegos con azadas al hombro y su pitillo en los labios. Lavanderas con el barreño de los trapos a la cadera encaminándose a la Fuente de Los Cipreses, ladridos de perros, canto de gallos en su corrales...

Mientras, Ana María se había levantado ya, hecho su cuarto y después de despejar con fresca agua el poco sueño que quedaba en su cara, cogió su lechera, disponiéndose, como cada mañana, a ir a la casa de Juan el pastor, a proveerse de la buena leche de cabra recién ordeñada.

Por el camino, mientras el suave aire de la mañana pintaba de rojo sus mejillas, saludaba con simpatía a las madrugadoras pueblerinas que se cruzaba a su paso.

-Buenos días Dulce, ¿qué tal su marido?

-Ya va algo mejor, niña, muchas gracias -contestó la aludida vecina del pastor, que salía con un queso en las manos, de la casa de éste.

Josefa, su mujer, saludo a Ana María.

-¡Buenos días muchacha, siempre tan madrugadora!

-Ya lo ve, el aire de la mañana es muy sano respirarlo; además, ¿qué iban a pensar de mí los mozuelos, si vieran que soy una perezosa?

La pastora esbozó una leve sonrisa y mirándola le preguntó:

- Te veo con dos lecheras; vas a necesitar más leche ¿no?

-Así es, efectivamente, pues tiene pensado mi madre que hagamos arroz con leche y así de algún modo celebrar el que hoy haga años que se casaron mis padres.

-¡Caramba! -exclamó curiosa- Y… ¿cuántos?

-Pues, treinta nada menos -respondió la muchacha.

-Bueno -acabó- ojala que sean todos los del mundo. Así se lo deseo a ellos.

-Muchas gracias, mujer.

Habiendo terminado de ordeñar el marido y llenarle el cabimento, salió Ana María de nuevo a la calle dirigiéndose hacía su casa. Iba recordando por el camino los versos inacabados que le había recitado Miguel la noche de antes y esperaba ansiosa un nuevo encuentro, en el cual, su amado, terminase de leerlos.

Tan ensimismada iba, que no vio acercarse a una jaca bien enjaezada y vistosa. En poco tiempo, ésta se le echó encima, obligando al jinete a toda prisa a dar un tirón enérgico de las bridas y lanzar un grito fuerte de cuidado que terminó por alertar a la joven, aunque en su movimiento brusco, acabó soltando la carga de las manos, desparramándose la leche por la calle.

Se aprestó a bajar el jinete de su cabalgadura. Mientras lo hacía se le notaba cierta clase y distinción. Se trataba de Don Álvaro de Monteoliva, cacique mayor del pueblo, así como su alcalde. Militar de cierta graduación del ejército nacional, ya retirado, y el mayor terrateniente del lugar, lo que le convertía en hombre adulado y respetado a la fuerza por todos.

Todo ese halo de porte y distinción que decíamos, se evaporó al dirigirse a la asustada chiquilla, que no podía articular palabra.

-Pero, ¿es que no miras por dónde vas, insensata? ¿Te imaginas lo que podía haber sucedido si no freno a mi jaca a tiempo? ¿Acaso estás ciega, criatura?

A todo esto, venía corriendo desde la punta de la calle Tomás, su mozo de cuadras, que había observado el lance desde la puerta, preguntando jadeante:

-¿Le ha ocurrido a usted algo señor?

-Nada Tomás, esta alocada muchacha que no mira por dónde va y he estado a punto de caerme por su culpa.

Ana María continuaba sin levantar los ojos del suelo, la vergüenza le impedía llorar al estar él presente, pero no tardaría en hacerlo. Tomó aire, levantando por fin la vista hacia el alcalde, pidiéndole educadamente perdón.

Él ni la escuchó. Balbuceaba barbaridades aprestándose ya a marchar, aunque sí tuvo un momento para fijarse en sus bellos ojos, y una mirada lujuriosa le hizo arrugar el entrecejo.

Ella huyó rápidamente de allí, intuyendo mucha malicia en aquel hombre.

-Tomás –preguntó mientras ponía el pie en el estribo- ¿Quién era esa joven? El caso es que creo conocerla, pero...

-Es la hija de Pepe el albañil -contestó rápidamente el mozo- el de la casa vieja del final de la cuesta.

No preguntó nada más, quizás sabía lo que quería, y espoleando a su bello ejemplar de equino, se alejó al trote, rondandole esa visión fugaz de la muchacha y un maligno pensamiento albergó por momentos su sucia y mezquina cabeza.

Ana María, volvió de nuevo a casa del pastor, continuando algo aturdida por el encuentro tan desagradable, precisamente con él, con el alcalde, iba mascullando entre dientes, con el amo y señor de todo, el ser más odioso y antipático del pueblo, de quien muy pocos hablaban bien, como no fueran limpiachaquetas o gentes afines a él.

Se extrañó Josefa al verla de nuevo. Ella le contó entre sollozos el suceso. La mujer la tranquilizó, regalándole la leche esta vez para que no le riñesen, y la despidió, aconsejándole que tuviese cuidado en lo sucesivo con ese hombre.

A lo lejos, observó ya a su madre, que, con su sempiterno moño raído, barría la puerta de la casa con su escoba de bolina.

En ese instante, sobre el umbral, apareció la alta figura del padre, bolso en una mano, gorra en la otra, para poco después, y habiendo dicho adiós entre dientes a las dos, perderse al doblar una esquina cercana.

-¿Qué le queda a padre de trabajo en la casa de don Emilio?

-¡Poco, hija, y por desgracia! -sentenció ella- Pues temo que después de esos arreglos, tenga que estar en casa parado a falta de algo mejor.

-Bueno, verá cómo le sale después algo más. Voy al rincón a cocer la leche y desayunamos.

-¡Miguel! -gritó el tío Frasquito desde el fondo de la fragua- ¡Cógete las herramientas precisas, que ayer noche me mandó decir don Álvaro, con Tomás, que tienes que ir al Almendral para arreglarle una reja de arado que tiene en mal estado y le corre prisa!

El herrerillo frunció el entrecejo, decididamente no le gustaba ese tal don Álvaro. A decir verdad, le precedía una mala fama ganada a pulso, y con mucho, no estaban contentos los habitantes del pueblo, aunque sólo lo comentasen bajo la chimenea, por temor a represalias.

Yéndose al corral, sacó a Lucero, un enjuto y famélico borriquillo, medio de transporte de la empresa de su tío, ataviándolo correctamente y, una vez echados los pertrechos necesarios, montó de un brioso salto sobre sus pinchudos huesos. Aplicándole los talones lo enfiló hacia las afueras del pueblo para tomar el serpenteante y polvoriento camino que le llevaría al cortijo.

-¡Buenos días, Miguel, temprano vienes! -terció el medianero de don Álvaro, sombrero en mano y pañuelo en la otra, limpiándose el abundante sudor que le caía por las sienes de labrar la dura tierra.

-¡Ya ves, Andrés! Al parecer le corre prisa a tu señorico el arreglo de ése arado. ¿Dónde lo tienes?

-Allí en el almacén, al entrar a la derecha; lo verás apoyado en el paredón.

-Bien, en cuanto coma algo me lío con él. Oye, ¿me podré llevar luego un par de racimos de uvas para la casa? He visto los parrales al entrar, y están que se vienen abajo.

-Lo siento niño, pero hoy tengo aquí a don Álvaro y ya sabes cómo se las gasta. Además, ha venido esta mañana muy malhumorado, ¡no sé qué diablos le habrá pasado!

Miguel palideció al oír que estaba allí "la fiera". Decididamente el trabajo, estando él allí, no sería lo mismo y hasta había perdido las ganas de desayunar.

Acercándose al cortijo divisó la alta y marcial figura del alcalde, que fumaba su pipa en el porche mientras sacaba brillo a una preciosa escopeta de caza, a la cual era aficionado en grado sumo. El herrerillo, al llegar, quitándose la gorra en señal de educación más que de sometimiento, dijo algo nervioso:

-¡Buenos días tenga usted don Álvaro! Vengo por lo del arado.

El aludido, sin contestar palabra y siguiendo su limpieza, le señaló la puerta del almacén. Disponíase a entrar cuando, a su espalda, sonó su fuerte y grave voz.

-¡A ver qué haces! Lo quiero bien hecho, mozo.

Miguel asintió y, entrando, comenzó su trabajo.

El sol corría rápido por el ancho cielo, tomando ya la cuesta de bajada cuando el joven aprendiz dio por finalizada su faena. Contento por su buen hacer, a su juicio, comenzó a cargar de nuevo los pertrechos en su insignificante cabalgadura, llegando en esos instantes Andrés.

-¡Hola Miguel! ¿Ya te marchabas, no? ¿Qué tal has dejado eso?

-Creo que bien. ¿Y don Álvaro? -preguntó a su vez el chaval.

-Aún no ha regresado de la cacería, aunque creo que no tardará en hacerlo.

-Bueno, yo de todas formas ya me iba. La verdad, y te lo digo a ti en confianza, que no termina de gustarme tu señorico.

-¡Qué me vas a decir a mí! Pero corren malos tiempos y yo no puedo perder este trabajo aunque es muy esclavo, pero sin él, me vería mendigando.

El joven afirmó con la cabeza y montando en su burro, lo despidió con un gesto de brazo, alejándose de allí. Por el camino bordeó los verdes y frondosos parrales, que le ofrecían su jugoso y apiñado fruto, tentándolo excesivamente, pues el hambre apretaba fuerte y era un enemigo difícil de combatir.

Atrás quedaba el Almendral, un precioso cortijo de paredes escrupulosamente encaladas, con un porche adornado por cuatro recias pilastras, que soportaban la amplia terraza superior. Magníficos ventanales defendidos por duro hierro forjado y una envidiable techumbre de pálidas tejas árabes.

Ya en la parte de atrás, junto a los corralones, una desvencijada y destartala casucha contrastaba drásticamente con todo el lujo de la anterior. Era la vivienda de Andrés, el medianero, un hombre enjuto, de mediana edad, muy vitalista y simpático, buen labriego y mejor persona.

No se había casado, según él, porque así lo había querido, pero en los corrillos, a “sotto vocce” se hablaba de un amor que prefirió la vida de un convento y que le marcó para siempre. Y él ahogaba todas esas penas soliendo frecuentar las innumerables fiestas cortijeras, con sus bailes de robao y mudanzas, y cómo no, sus estupendas veladas de trovo, poesía improvisada, un deleite para el que la escucha y del que era muy aficionado, gozando de cierta fama de buen trovero en la comarca, aunque en su modestia nunca lo reconociera.

Lo que sí tenía colgado encima del cabecero de su catre, escrito en un papel que ya amarilleaba por el tiempo y que un remedo de marco trataba de encerrarlo, era una quintilla que compuso con todo su corazón a una madre que no conociera, pues murió cuando él tendría sólo dos años, y que leía muy a menudo con lágrimas en los ojos. Decía así:

Me gusta mirar al cielo
cada noche al acostarme
para calmar mi desvelo
y recordar a mi madre
que brilla como un lucero.

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