martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo V EL PRIMER ROCE. CARTA DE ARGENTINA.

La mañana de aquel lunes había amanecido un tanto neblinosa. La campana del reloj de la cercana torre acababa de dar la media y ya estaban el maestro albañil y los tres peones buscados por el alcalde sentados en el mismo tranco del Ayuntamiento, acabando un pitillo, mientras charlaban acerca de los pormenores de la obra que se disponían a empezar. El interlocutor más inmediato de José era Pedro, hombre de unos cuarenta años, de más bien alta estatura, aunque aparentaba medir menos debido a que tenía la espalda algo encorvada. Buen peón, trabajador donde los haya, y que estaba siempre de ayudante en las obras con Luís el de Juana.

-José -preguntó- ¿por dónde diablos le vamos a meter mano al edificio?

El aludido como meditando, le contestó:

-¡Humm, espera que lo vea por dentro para poder decírtelo con mayor rigor, en general lo veo mal pues es algo viejo y posiblemente no le hayan hecho obra en su vida, pero mirándolo por el lado bueno, aquí vamos a tener trabajo para rato, hombre.

-¡Efectivamente! -prosiguió Pedro girando la conversación- Por cierto, anoche no fuiste a la taberna del tío Matías y no sabes la partida que te perdiste.

-Ya sabes -le salió al paso José- que cuando estoy trabajando o hay un trabajo por medio no suelo asomar por allí, que luego pasa lo que pasa y la mejor manera de que no pase, es evitándolo ¿no?

-Claro... claro... -murmuró el peón.

-Jo.. José piensa bi.. bien -balbuceó Federico, el tercer interlocutor, muchacho de unos diecisiete años, delgaducho, de tez morena y algo tartaja. Estaba allí al haber sido llamado para traer el agua de la obra con sus bestias y demás faenas que se terciasen.

-¡Vaya! Entonces es que los demás somos los viciosos… ¿no?

-No...no he que..erido decir e..eso, lo que..e pasa es que e..en los ba..ares se apre..ende po..poco.

-¡Caramba! -ironizó Pedro- ¡Ya nos salió el moralista! Muchacho, el hombre también tiene que tener un descanso al día y si ese descanso es delante de un buen vaso de vino mientras se juega una partida al julepe o al monte, mejor que mejor.

-Oye Pedro -interrumpió José- No quiero que me falles un día, así como tampoco que discutas conmigo, pues te conozco tus prontos y los temas políticos los dejas aparte.

-¡Bueno! -saltó a la palestra el cuarto interlocutor, Simón, el mayor de todos, hombre afín a don Álvaro, su correveidile; quería tenerlo en la obra, no para trabajar, que por su edad ya podía bien poco, sino más bien para espiar y contarle los chismes que se dijeran en el tajo.

-Lo primero -siguió hablando bastante alterado- es que estas obras las debía haber realizado Luís el de Juana, que eran para él; no sé por qué extraña razón te las han dado a ti. No lo entiendo. Además quiero dejar claro, y eso ya lo sabes, que no me gustas un pelo, ni tú ni tu raza de rojos malditos y si por mí fuera, ya verías dónde te ibas a ver...

José, que no esperaba esas palabras tan fuertes, tardó en reaccionar. El enojo le encendía la cara de ira y un sentimiento de rabia recorrió todo su cuerpo. Le dieron ideas de abalanzarse sobre él, pero se contuvo; el primer día no quería dar un espectáculo, el trabajo le hacía mucha falta, más aún, era vital para él y su familia, así que se tragó su orgullo mirándole fijamente a los ojos, diciéndole:

-No te contesto, y menos en la forma que tú quieres. Sólo te digo que es una pena en las manos que está España, manos de dictadores y de gente reaccionaria y poco sociable como tú.

Simón hizo ademán de ir a por él, pero en ese momento empezaron a sonar las campanadas que anunciaban que eran las ocho y por el fondo de la calle se apreciaron los movimientos de un grupo de gente que se dirigían al Ayuntamiento.

Se contuvo, pero le amenazó diciéndole que eso no quedaría así.

Al minuto, don Álvaro, majestuoso y regio, se encontraba ya en la puerta del edificio consistorial acompañado de toda su comitiva, como eran don Víctor Lupiañez, el secretario, así como el resto de la corporación. Y cerrando filas, Luciano, el alguacil, también apodado el gorrión, pues el hombre saltaba de una calle a otra sin parar cuando de echar un bando se trataba. Contaba ya con más de setenta años su obeso cuerpo y cuando se bebía un vaso de vino su cara se ponía roja como una gamba.

Los cuatro trabajadores se quitaron rápidamente la gorra al verles llegar. Simón se adelantó moviéndole el rabo a su amo.

-¡Buenos días don Álvaro y demás autoridades! Aquí estamos, al pie del cañón esperándoles a ustedes.

-¡Buenos días! -saludaron también José y los obreros restantes.

El cacique no contestó. Haciendo gala del laconismo que le caracterizaba se dirigió al maestro albañil:

-¿Le gustan los peones que le he buscado?

Iba a contestar José, cuando de nuevo habló don Álvaro.

-Los veo gente seria y trabajadora: ellos cumplirán, espero que tú también cumplas tu cometido y ahora veamos el edificio por dentro.

Dando medía vuelta a la llave, el alguacil abrió la gran y pesada puerta, entrando el alcalde en primer lugar y luego el resto de los presentes. Lo primero que inspeccionaron fue la sala de entrada. Era de medianas dimensiones y presentaba algunas grietas delatoras en su cielo raso, no teniendo las paredes mal alguno, salvo un poco de humedad. Distaba mucho de ser una de las peores habitaciones del edificio.

A la izquierda se abría la puerta de la sala del juzgado de paz. Entraron, o mejor dicho, trataron de entrar, pues no pudieron debido al desprendimiento de algunos palos del segundo techo que semanas antes se había producido.

-¡Madre mía! -exclamó José- ¡Esto está peor de lo que yo pensaba!

De la sala del juzgado pasaron al despacho del alcalde y de allí al salón de actos. Todo presentaba un estado ruinoso, grietas por doquier en las paredes, falsos techos a medio caer. Pidiendo a gritos estaba ya la casa consistorial una reparación y para eso estaban José y sus peones dispuestos a liarse con la faena.

Salieron todos a la calle. Don Álvaro y el maestro albañil subieron por una estrecha escalera superpuesta al alto tejado del edificio. Gran parte de las tejas que cubrían la techumbre habían sido juguetes del viento, lo que había propiciado la caída de continuadas goteras, que, a la postre, serían las culpables del desprendimiento de los cielos rasos.

Una vez examinado todo el edificio en su conjunto, preguntó el alcalde:

- ¿Y bien José?

El aludido, un poco pensativo, contestó:

-Está en un estado ruinoso. Habrá que desmontar el tejado, pues las maderas están podridas, así como volver a hacer todos los cielos rasos y revoque de paredes.

-¡Bueno, pues manos a la obra!- contestó con bríos- El camión de Ángel te proveerá de todos los materiales necesarios.

Al terminar estas palabras dio media vuelta y seguido por la comitiva se marcharon todos del lugar.

Momentos después de que José se fuera para el trabajo la madre de Ana María la llamó, o mejor dicho, le dio los buenos días en su cuarto pues ya se había levantado y estaba en esos momentos haciendo su cama.

-¡Buenos días madre! Termino de hacer mi cuarto y me llego a por la leche en un salto.

-De acuerdo hija. Esta mañana me he levantado con algo de hambre, será del buen humor de ver que tu padre ha vuelto a trabajar de nuevo.

-Puede ser. La verdad es que se respira otro aire en la casa, me llevo a Tiznón, que me acompañe por el camino.

-Vale hija.

No tardaron en volver. María, mientras, había preparado el desayuno de José, consistente en un trozo de pan y un poco de tocino, lo que podía la pobre. Desayunaron rápido y marchó Ana María hacía el Ayuntamiento. Doña Loreto sabía que la muchacha pasaría en unos instantes por su puerta, era el camino más corto desde su casa hasta allí, y ya tenía ideado un plan para empezar a atacar el objetivo.

Había mandado al ama de llaves a que le hiciese unos recados, adrede, para quedarse solos en la casa ella y su hermano. La muchacha, al llegar a la altura de la terraza de ellos, sintió unos gritos que salían de adentro.

-¡Socorro, ayuda, me he caído de la silla de ruedas, por favor…!

No vaciló, la puerta estaba entreabierta, así que entró y entre titubeos por la magnitud de la casa y el no conocerla, llegó por fin hasta la señorica. Aparecía ésta sentada en su silla como de costumbre, cosa que la extrañó, y detrás de ella estaba la figura impenetrable de don Álvaro. Ambos la miraban fijamente, como escudriñando cada parte de su ser. Se sintió aturdida, sin reacción. Doña Loreto le habló:

-¡Gracias chiquilla por venir a socorrerme! Momentos antes llegó mi hermano y me recogió del suelo, donde me hallaba, subiéndome de nuevo a mi silla, pero gracias de nuevo.

-No hay de qué señora, mi deber era entrar a socorrerla -contestó Ana María que seguía confusa.

-Oye, eres muy guapa, ¿de quién eres hija? -preguntó doña Loreto como si verdaderamente no la conociera.

-De José el albañil, el que ha empezado las obras en el Ayuntamiento -contestó ingenua.

-¡Caramba! -exclamó la señorica- ¡No sabía yo que tuviese José una hija tan hermosa, y… ¿te corteja alguien? -preguntó interesada.

-¡Que va señora! ¡Aún soy muy joven para eso!

-Bueno joven sí, pero no me negarás que ya eres toda una mujer y que sabrías ciertamente hacer feliz a un hombre.

La muchacha se ruborizó, quería irse, la conversación estaba tomando un giro que no le gustaba, algo presentía, así que hizo una flexión de piernas y pidió cortésmente permiso para ello argumentando que su padre la esperaba para poder desayunar.

-¡Tienes razón! Don Álvaro te acompañará hasta la puerta.

Por el pasillo que daba al salón el malvado personaje aprovechó para cogerle con una mano el brazo y con la otra, haciendo ganchos con sus dedos, acariciar su frondosa mata de pelo negro, que se enredaba entre ellos aumentando su lujuria, y aunque ella hizo esfuerzos por soltarse, todo fue inútil, pues él la apretó aún más, susurrándole al oído:

-Desde que te vi la otra mañana no he dejado de pensar en ti. Sé que nos separan los años pero nos pueden unir muchas cosas más, pues soy rico y poderoso, el amo del pueblo, que puede, si tú quieres, caer rendido a tus pies.

Ana María se armó de valor y respondió con coraje.

-¡Suélteme inmediatamente, me hace daño! Pero… ¿qué se ha creído usted, que su dinero lo puede comprar todo, hasta la vida y la honra de las personas? ¡Miserable, desde la primera vez que le vi supe la clase de persona que era, me da asco!

El cacique no estaba acostumbrado a que le hablaran así, no obstante y sin perder la compostura, siguió diciéndole:

-De todas maneras piénsatelo. Habría muchas mujeres que quisieran estar en tu lugar. Ah y no digas nada de esto a nadie, no te conviene, recuerda que tu padre trabaja para mí; no querrías verlo otra vez parado y sin que lo llamase nadie a trabajar ¿verdad? Recuerda, nunca hemos hablado, sé buena chica...

Ana María salió con sollozos entrecortados a la máxima velocidad que pudo de allí sin parar de pensar en el canalla del alcalde y en la proposición tan atroz que le había insinuado.

¡Dios mío! ¿Cómo le podía pasar eso a ella? ¡Qué horrible! ¡Quería morirse, se acordaba del herrerillo! Encima, ¿a quién podría confiarle su terrible secreto? Él acabaría con todos, con el trabajo de su padre lo primero, y Dios sabe lo que haría luego una mente enferma como la suya. Se secó con el pañuelo, no quería que su padre notase nada. Luego iría a consolarse tal vez con su primilla Julia. No sabía qué hacer, estaba hundida.

No tardó en llegar, una vez que pasó por el Ayuntamiento, a casa de ella. Tocó en la puerta en repetidas ocasiones, pero allí al parecer no había nadie.

-No sé, habrá salido -se dijo.

Iba a marcharse cuando de pronto oyó unos gritos que salían de la casa de la parra del fondo de la calle. Se acercó a ver qué pasaba. Allí estaban Julia y su madre, y algunos vecinos más, increpando a la Guardia Civil, que custodiaba a unos agentes de un reformatorio. Saludó a su prima preguntándole rápidamente qué estaba ocurriendo allí.

-¡Ya ves primilla! -contestó Julia, apartándola a un rincón donde no las oyesen- Otro abuso de poder de la justicia y las fuerzas del orden. Angelito, el niño de Rosa, que lo ha denunciado don Ernesto, el boticario, porque al parecer ha entrado en su huerto y se ha comido dos higos, aunque el crío, que no sabe, lo que cogió fueron dos cabrahígos que eso no se puede comer ni nada. ¿Tú te crees? ¡Menudo cargo para denunciar y menos a un crío de siete años! ¡Pero qué mal bicho y mala persona es ese don Ernesto!

La tal Rosa, era una muchacha muy joven, de unos veinticinco años, con un niño pequeño que criar y sola en este mundo. Los intereses en la vida de su marido fueron luchar porque su mujer y su hijo pudiesen vivir en una España libre de caciques e inquisidores, la España que soñaban los trabajadores. Se lo llevaron los fascistas, le pusieron una camisa blanca y con ella lo fusilaron, quedando completamente roja por la sangre. Y después le llevaron el cuerpo diciéndole: “Ahí tienes a tu rojo”.

Fue un golpe muy duro. Cuando miraba a su hijo, sin padre... se deshacía en llantos y quería morirse ella también. Ahora, la mala suerte y el sufrimiento volvían de nuevo a visitarla y su rostro joven y bello se marchitaba por momentos. Todo por ser del otro bando, del perdedor. Si su hijo hubiera sido de una familia de derechas, ni lo habrían denunciado; querían acabar con los perdedores, la opresión se hacía más insoportable por momentos.

Los agentes del reformatorio, en un acto de "heroicidad", se llevaron por fin al infante entre pataleos y llantos que ya comenzaban a enronquecer su garganta. Su madre se desmayó, no pudiendo soportar tanto dolor. Ana María y su prima la metieron en la casa, recostándola en su maltrecho catre. Una vez reanimada con abundante y fresca agua, le hicieron una tila para tratar de combatir de algún modo los nervios tan atroces que estaba padeciendo.

Pero resultaba casi imposible, se agitaba y convulsionaba como si estuviera poseída y gritaba enronquecida:

-¡Mi hijo! ¡No, por favor devolvédmelo! ¡Sólo tiene siete años, que mal ha hecho! ¡Dios, ¿es que los pobres no merecemos ninguna felicidad ni ninguna justicia? ¡No te acuerdas de ellos, Tú también lo fuiste! -acabó disfareando ya Rosa.

-¡Venga! -le decían las vecinas tratando de calmarla- ¡Verás como al niño no le va a pasar nada y pronto lo tendrás de nuevo aquí!

-¡A mi hijo se lo llevan a un reformatorio! ¡El pobre, que es un santo y necesita tanto a su madre…! ¡Son siete años...!

María había llegado también a la casa, delatada por los gritos, y su hija la puso en antecedentes. Llena de coraje maldijo al boticario por ser tan ruin y cobarde. Y así era ese tal don Ernesto, solterón ya a los cincuenta, seguramente por no querer darle de comer a una mujer. Y un usurero que tenía a casi todo el pueblo empeñado con sus malas artes de banquero.

De tanto llorar y gritar, al fin la pobre madre cayó extenuada, quedándose dormida, momento que aprovecharon todas, para ir saliendo de la casucha y dejarla descansar, comentando la madre de Julia que le traería por la noche un poquito de caldo para que se reanimase algo la pobre mujer.

Madre e hija volvían a casa. La calle donde vivían bullía a esa hora de la mañana; vecinas con su escoba de bolina barriendo la puerta; otras dándole a los bajillos de sus casas con blanca cal; algunos viejos haciendo pleita con su esparto... De pronto se oyó una musiquilla pegadiza y repetitiva que subía por la escala natural de las notas musicales, para luego bajar con más rapidez, acompañada por la estridente y soez voz de un hombrecillo que venía en bicicleta y que a intervalos de la música, gritaba:

-¡El afilaooor, que viene el afilaooor! ¡Señora todo lo que tenga que afilar, cuchillos, hachas, tijeras de podar… sáquelo inmediatamente que por poco dinero se los dejaré como nuevos! ¡El afilaooor…!

-Madre, ¿tiene algo que afilar?

-Sí hija, puedes llevarte las tijeras de coser, el cuchillo grande y el hacha de la leña de tu padre -le contestó mientras le iba buscando todo eso.

-Toma, que vaya afilándolos que ahora iré a pagarle.

Salió Ana María a la calle y al bajar el tranco casi tropieza con el herrerillo.

-¡Hola Miguel! -saludó extrañada, pero más contenta que nunca de verle por lo que le había pasado- ¿Dónde vas por aquí?

-Pues iba, iba, a hacer un recado de mi tío -contestó inseguro- y ha sido coincidencia que salieras. Pero ya veo que no vienes con buenas intenciones, pues me recibes con hacha y cuchillo -dijo en broma a la vista de las herramientas.

-¡No seas tonto! Las llevo al afilador que está allí al fondo de la calle ¿no lo ves?

-Sí, pero, déjalo y vente conmigo, que yo te lo haré de balde en la fragua de mi tío.

-Pero...

-¡Nada, nada! ¡Hazme caso, si será sólo un momento!

Salió su madre poco después a la calle en dirección al afilador, cuatro o cinco mujeres lo rodeaban.

-¡Hola Carmen!- saludó María- ¿Liada con las herramientas?

-Aquí estoy mujer. La verdad es que ya no me cortaban nada.

-Oye, ¿has visto a mi hija por aquí?

-Pues no, la verdad es que he llegado ahora mismo.

-¡Qué raro! -pensó echando un vistazo alrededor y andando hacia su casa- ¿A dónde habrá ido?

Al poco rato llegó Ana María con las herramientas a punto.

-¡Pero mujer! ¿Dónde te habías metido?

-Ya ve, me encontré con Miguel a la salida, que iba a dar un recado, y se empeñó en que su tío me lo haría de balde en la fragua y me he ido para allá con él.

-¡Ay hija, me parece que le gustas de verdad a ese chico!

-¡Madre, por Dios!-exclamó sonrojada la joven- Somos amigos, nada más. No creo que le guste una chica como yo, tan tímida, no sé…

-¡Hija, tú le gustas a cualquiera pues tienes todo lo bueno que Dios sabe y quiere darle a la persona que se lo merece! Además ya te he dicho que no me desagrada ese chico y que por mí padre no se va a enterar.

-¡Gracias madre -contestó la hija besándola en la frente- es usted un sol!

En la puerta sonaron dos fuertes golpes, que vinieron a romper el momento mágico que vivían.

-Ya voy yo madre -y rauda se dirigió a la puerta para abrir.

Se encontró a un hombre alto y delgado; de su hombro colgaba una saca con el símbolo de correos y una gran gorra abultada cubría su despoblada cabeza. Era Emilio, el cartero del pueblo.

-¡Buenos días, Emilio! -exclamó Ana María en el quicio de la puerta.

-¡Muy buenos los tengas tú también, muchacha! Toma, ha llegado una carta para tu padre y de muy lejos, allá de ultramar -contestó el funcionario.

-¿Para mi padre? -preguntó nerviosa.

-Eso parece. Venga, te dejo ya, que tengo que terminar el reparto.

Ana María entró corriendo a la cocina, donde estaba María preparando de almuerzo, unas patatas a lo pobre, y se encontraba picando la cebolla y el pimiento.

-¡Madre, madre!

-¿Qué quieres, hija? ¿A qué vienen esas voces?

-Era el cartero, madre, y ha traído una carta para padre del tío Domingo, el de Buenos Aires, al cual recuerdo vagamente ya por los años pasados sin verlo.

-Bien -contestó contenta ella también- esperaremos al mediodía que venga tu padre a almorzar, para que él la abra y se la leas.

La hija, aunque impaciente, no dijo nada, poniéndose a su lado para ayudarla con el almuerzo, pero se preguntaba para sus adentros “¿Qué dirá la carta? ¿Irá a venir el tío Domingo por Navidad?”

José se encontraba en esos instantes en el tejado del edificio en obras atando las partes altas del andamiaje en el lateral que daba a la plaza. Pedro repasaba de nuevo las ataduras de la parte baja, pues toda precaución era poca para trabajar a tan considerable altura y cualquier fallo podría dar lugar a una caída de mortales consecuencias.

El maestro, mirando hacía abajo, y habiendo terminado ya la operación, le gritó:

-¡Eh, cómo va eso!

-Aquí ya está listo. Ahora te subo los dos tableros que me pediste.

-Bien, alárgalos, los pongo y me bajo para el almuerzo.

-De acuerdo, como tú digas.

Nada más llegar José a casa le salió al encuentro su hija con la carta en la mano, gritándole:

-¡Padre, padre! ¡Ha escrito el tío Domingo, la acaba de traer Emilio!

-¿Qué dices, hija? -contestó el padre aturdido por la noticia y abrazándose a María- Mi hermano.. ¡desde cuando no nos vemos… ¡Qué alegría…! ¿Y qué dice? -preguntó a su vez.

-No lo sé, aún no la hemos abierto, le estábamos esperando.

-Pues venga, ¿a qué esperas? Ya estoy aquí -dijo metiéndole prisa a su hija- Ábrela.

Ana María procedió. Por desgracia, tanto su padre como su madre, no sabían ni leer ni escribir, a lo sumo garrapatear su nombre. La carta decía así:

Queridísimo hermano, María y Ana María, vuestra hija.

Espero que a la llegada de ésta os encontréis todos bien, por nuestra parte, acá, marchamos todos estupendamente G. A. D.

Te cuento que a Andrea y a mí, nuestro hijo Diego y su mujer Claudia, nos han vuelto a hacer abuelos por segunda vez, con un precioso pibe que pesó cuatro kilos y medio al nacer, ¡bárbaro!, y que le van a poner el nombre de José, en homenaje a ti, hermano.

Ana María dejó por un momento de leer para contemplar la cara de sus padres. Les corrían a ambos lágrimas de emoción y de felicidad por las mejillas, mientras escuchaban atentos el relato. Proseguía éste:

A nosotros nos van muy bien las cosas acá, las cosechas reventaron mis graneros este verano pasado, luego me siento orgulloso y feliz de que la suerte me haya favorecido al venirme acá a la Argentina.

Bien sabéis de mi sufrimiento, al despedirme de vosotros y abandonar la tierra que me vio nacer. Es duro, se quedan muchos seres queridos y muchos recuerdos imborrables pero, gracias a Dios, encontré en esta otra tierra una mujer espléndida con la que formé una familia, que ha servido para sembrar mi vida de incontables satisfacciones.

Y unas tierras, donde he labrado mi porvenir y las he hecho fértiles y productivas, así que a día de hoy, a mis sesenta y cinco años, puedo decir que se han cumplido todos mis sueños.

Queremos anunciaros también que Andrea y yo estamos deseosos de poderos hacer una visita allá al pueblo en cuantito pase el bautizo de José, que será a primeros de diciembre. Por tanto y si todo va bien, esperadnos para las navidades, que son unas fechas entrañables y de pasar en familia.

José no cabía en sí de gozo. ¡Su hermano, su querido y único hermano! ¡Después de tantísimos años por fin lo volvería a ver! ¡Qué alegría! ¡Le parecía un sueño! Su hija terminó de leer:

Muchos recuerdos de Diego y Claudia y de nuestros nietecitos Daniela y José, que os quieren mucho.

Y nosotros, ¿qué os vamos a decir? Que os cuidéis y que siempre, en la lejanía, habrá un pensamiento para vosotros.

Un abrazo,
DOMINGO Y ANDREA

El albañil, con lágrimas de emoción, abrazó a su mujer y a su hija. En el centro del comedor formaron una piña tierna de recuerdos y sentimientos que duró varios minutos.

Ana María, por otra parte, seguía teniendo en mente el mal encuentro con don Álvaro. ¡Cómo se le iba a ir de la cabeza! Había pensado decírselo a sus padres en ese mismo instante, pero un fuerte poder la frenaba. Por un lado los veía contentos por el nuevo trabajo, a eso se le unía hoy la alegría de la carta. ¡Era imposible! Se callaría de momento, tal vez su "amado” se rindiera y pasara todo como una pesadilla, como un mal sueño. ¡Ojala no se equivocara y así fuera! En fin...

-¡Venga hija a almorzar -la requirió la madre.

Sacó José de la alacena una botella de buen vino añejo, que se guardaba para ciertas ocasiones, tomándose una copita con su mujer y brindando por la gran noticia.

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