martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XI LA SECCIÓN FEMENINA. LA NUEVA AMA DE LLAVES.

Andaba el pueblo esos días un poco revuelto. La llegada desde la capital de ocho mujeres, chicas de entre veinticinco y treinta años, pertenecientes a la llamada Sección femenina, había armado, entre la juventud sobre todo, un gran revuelo. Era una visita que no se había producido nunca y quizás no volviera a repetirse.

Mozuelos y mozuelas del pueblo se agolpaban, como cada tarde noche, a las puertas de una casa, adosada a la ermita de San Blas, que tenía la curia para hospedaje de visitas religiosas y que ahora, gustosa, cedían al Régimen para alojarlas a ellas.

Hoy los congregados esperaban conocer el reparto para escenificar un belén viviente en forma de obra de teatro para la fecha del veinticinco de diciembre en la plaza de la iglesia. Ana María fue la primera vez, llevada a rastras por su primilla, que le animó constantemente para que se apuntase a participar en la obra ya que todas sus amigas así lo habían hecho.

-¡Silencio, por favor! -gritó María Esperanza, una mujer morena, de ojos grandes y marrones, pelo corto y labios muy rojos. Era la directora de ese grupo allí presente- ¡A ver, atendedme un momento! -prosiguió haciendo verdaderos esfuerzos por que se le escuchase- Después de estudiaros a cada uno...

Julia calló, deseando que a su primilla y a ella les cayese un buen papel. Se sentía actriz por momentos.

...ya tenemos el reparto completo de la obra.

Y fue leyendo, entre el estruendo y la algarabía de todos, dicha distribución. Luego, fue dándole a sus ayudantas los guiones, para que los repartiesen a cada uno, según su papel.

Julia recogió el suyo, sería la posadera de Belén. Miguel interpretaría a San José, papel importantísimo dentro de la obra, cosa que lo llenó de orgullo. Gabriel, su amigo y vecinillo, haría del Arcángel San Gabriel, por su pelo rubio y rizado.

El herrerillo buscó a Ana María con sus ojos entre la multitud. Ella ya lo estaba mirando. Se rió un poco por dentro pensando cómo le caerían esas largas barbas y esa amplia túnica. Por fin se le acercó y le preguntó sonriendo:

-¡Ani, menudo papelón! ¿De verdad me parezco a San José?

-¡Será por fuera -le contestó un poco irónica- porque por dentro tienes poco de santo!

De nuevo, la voz de la directora sobresalió entre el griterío:

-Y por fin el nombre de la que encarnará en la obra la santa y buena figura de nuestra madre la Virgen María.

El silencio era general. Solo quedaban tres chicas que no habían recibido aún papel y entre ellas estaba Ana María. Todas se miraban entre sí preguntándose “¿seré yo?” La voz clara y diáfana de María Esperanza las sacó de dudas.

-¡Ana María será la afortunada!

No terminaba de creérselo. Ella, de entre tantas. Se lo podía haber merecido otra... pero no, había sido ella precisamente la elegida, cosa que aplaudían todos los presentes, en ese momento. La verdad es que ni buscando entre miles se podría haber encontrado a una muchacha tan candorosa y de cuerpo virginal. Miguel, con su mano cogida, la besó suave en la mejilla, mirándola feliz y devolviéndole la broma.

-¡Mira por dónde Ani, que acaban de casarnos...!

La muchacha se puso roja por aquel comentario porque en el fondo, y con el correr de los años, ese era el futuro que quería.

-Bueno -terminó María Esperanza- los papeles ya están dados. Desde mañana día quince empezaremos los ensayos en el salón parroquial a partir de las ocho de la tarde. Procurad no faltar, ah y también repartiremos a las mujeres las ropas falangistas para el acto del día veinte, fecha recordatoria de la muerte de José Antonio Primo de Rivera. Vuestras madres, o vosotras mismas, le dais un repaso si os vienen un poco grandes. Recordad que el alcalde quiere que vayáis toda esa semana vestidas con la falda negra, camisa azul y boina roja. Es una orden suya.

Ni Ana María, ni Julia comulgaban con eso, pero ¡qué remedio les quedaba! ¡O eras de ellos o estabas contra ellos! No existía el término medio y la libertad de ideas brillaba por su ausencia.

Acostada ya en la cama, la joven repasaba mentalmente los sucesos del día. Ella, que era muy humilde, veía excesivo el papel que le habían otorgado en la obra. Pero en el fondo no dejaba de agradarle la idea de poder tener, paradojas de la vida, a su Miguel como marido aunque sólo fuese en la ficción. Por otra parte ya, menos dulce, le seguía preocupando enormemente la maniobra de los Monteoliva y que su madre accediese, como así lo haría, al puesto que estos le habían ofrecido. ¡Si hubiese alguna manera de convencerla...! De mañana no pasaría, iría de nuevo a ver a su madrina. La pondría al día. Seguro que ella, sabría aportar alguna luz al oscuro y escabroso túnel en el que andaba metida por culpa del alcalde, y quizás inventarse alguna excusa razonable con la que parar la decisión ya tomada de su madre.

Se pasó gran parte de la noche pensando y dando vueltas en la cama, hasta que por fin, rendida, se durmió de madrugada.

Pocas veces la había despertado su padre, por lo que la experiencia fue muy agradable para ella. Él la tocó suave en el hombro, moviéndola un poco y llamándola con voz suave:

-¡Despierta hija, que son casi las nueve! Tu madre te ha puesto un tazón de leche caliente sobre la mesa y se ha ido a la fuente de los cipreses a lavar una carga de trapos con la vecina.

-Voy... voy... ¡padre, lo siento no sé ni como me he podido quedar dormida esta mañana!

Se levantó rápidamente. En una vieja zafa de porcelana echó un poco de agua de un cántaro, que terminó de vaciar, y refrescó con el helado líquido sus encarnadas mejillas. Peinó su bonita y frondosa mata de negro y rizado pelo y se aprestó a desayunar. Luego, cogió el cántaro vacío, poniéndoselo sobre la cadera, y dirigiéndose a su padre, le comentó:

-Voy a ver a madre, por si le hace falta alguna ayuda, y de paso me lo traeré lleno de la fuente.

-Bien, hija, yo me salgo un rato a sol, que tengo los huesos entumecidos en esta fría y húmeda casa. ¡Dios, cuando me pondrás bueno del todo! Necesito volver a la obra y seguir ganando dinero para mantener a esta familia... ¡si no me hubiese peleado!

-Tranquilo padre, no se mortifique, somos humanos y estas cosas pasan. Usted no tiene la culpa de nada, si acaso, ese maldecido de Simón. ¡Venga, anímese!

La joven salió por fin calle abajo, mientras José la miraba pensando lo orgulloso que estaba de ella y la buena hija que Dios le había dado. Al terminar de bajarla, a la derecha, se cogía la que conducía a la fuente de los cipreses. Unos cien metros antes de llegar a ella, desaparecían ya las últimas casas del pueblo. La penúltima del camino era propiedad del alcalde.

Un edificio de unos trescientos metros cuadrados, de una sola planta, con dos grandes ventanales resguardados por sendas rejas terminadas en forma de cuello de palomo, que conferían a la fachada, un aire señorial y vistoso. Ayudaba también a ello una enorme puerta de una sola hoja, con un picaporte en medio, que semejaba una mano con un gran sello en el dedo anular, apretando una bola. Era el edificio de la Falange. Allí se congregaban todos los militantes para sus charlas y actos.

Nada más entrar había una gran sala donde, en el centro de la pared principal, y a media altura, se hallaban los símbolos falangistas del yugo y las flechas tallados en madera. En el lado derecho de ellos se podía observar un cuadro de medianas dimensiones del Caudillo, mientras que al otro, se exponía el de José Antonio Primo de Rivera, su fundador. Al pie de todo esto se alzaban las banderas de España y de la Falange.

También allí estos días había ajetreo pues se preparaban los actos de homenaje a los caídos por la patria y a la figura de José Antonio que tendría lugar el veinte de noviembre, fecha de su muerte en una cárcel de Alicante.

Don Álvaro salió junto con Enrique, un concejal suyo, de manera sorpresiva para Ana María, a la calle, en el mismo instante en que ella pasaba justo por allí, topándose casi contra la joven, que se retiró hasta el balate de un huerto contiguo al ver al personaje. Éste, rápida y hábilmente se excusó:

-Lo siento muchacha, con las prisas no te había visto.

Quería dar buena imagen delante de Enrique, haciendo ver como si no la conociera, como si no viviese ella amargada por sus crueles proposiciones. Una mirada de odio le lanzaron sus bellos ojos, mirada que recibieron los pérfidos ojos de don Álvaro sin inmutarse mientras se alejaba. Casi se le rompe el cántaro, y si no había ocurrido aún, podría pasarle antes de llegar a la fuente, pues los nervios que llevaba eran atroces. No podía soportarlo, era superior a sus fuerzas, contenerse cada vez que veía a ese hombre, a ese monstruo. Lo odiaba con todo su ser y ahora su madre, para colmo, sería su sirvienta.

Miraron al cielo sus bellos ojos azules, a ese cielo también azul que acompañaba a la mañana, hablándole a su Creador:

-¡Ahora, señor, que voy a ser tu madre, aunque sólo sea en la obra de teatro, por favor, ayúdame y no me dejes caer en las garras de ese mal hombre!

En la fuente se agolpaban varias mujeres que pillaban toda la balsa dando buenos chapoteos a la ropa. Como siempre, allí estaba también Matilde la Ceniza, personaje imborrable de su paisaje. Ana María saludó en general dirigiéndose hacía el pilar, donde ya enjuagaba los trapos María.

-¡Buenos días, madre! ¿Está terminando? -preguntó mientras se descargaba la vasija de barro de la cadera- Lo siento, me he quedado dormida.

-No he querido despertarte hija, te sentí anoche hasta bien tarde dar vueltas en la cama, me tienes preocupada.

-No es nada, me dolía un poco la cabeza, eso es todo.

-¿Seguro? Ya sabes que las madres tenemos un sexto sentido para saber cuándo le ocurre algo a nuestros hijos y creo que a ti te está pasando algo serio. Si quisieras contármelo...

-De verdad, en serio que no me ocurre nada...

-¡Bueno, está bien! -cambió de tema María al ver que las demás lavanderas habían dejado su conversación y escuchaban curiosas la de ellas- Ya hablaremos en casa, hija.

Ana María esperó que un arriero diera de beber a sus bestias en el pequeño pilar del caño para llenar su cántaro de cristalina y fresca agua, marchándose las dos juntas para casa.

Una vez allí María se aprestó a encender el fuego mientras la hija iba preparando los ingredientes para hacer el almuerzo. Hoy comerían migas con un poquito de harina de maíz, conseguida con la cartilla de racionamiento, y unos recortes de tocino como engañifa.

La cocina era pequeña. Un rincón redondo en el ángulo izquierdo con una chimenea de cal blanca, como el resto de la estancia, algo ennegrecida por el continuado humo. La adornaban dos calderos de cobre, que pertenecieran a la abuela materna, así como una sartén de rabo largo. En la pared derecha había un mortero de bronce sobre una base de madera, con un cajoncito. Una ristra de cabezas de ajos colgaba de la misma pared y al lado otra de pimientos secos.

En la pared enfrente del rincón había un platero de madera con no más de media docena de platos entre hondos y llanos y, encima, un cuadro con unos gatos jugando con un ovillo de lana. Completaban el mobiliario una mesa algo torcida de patas, tres sillas de enea y una pequeña alacena de dos cuerpos, donde guardaban el pan, el anís o algún fiambre para mantenerlos alejados de los golosos gatos.

Las migas salieron estupendas, porque las cosas que se hacen con amor suelen salir bastante bien. No dejaron nada en la sartén, a excepción de unas pocas que guardaron para Tiznón, que también tenía derecho el animal.

Cuando terminó Ana María de fregar los platos comentó a sus padres que iba a casa de Julia a darle un recado. En realidad haría lo que tenía planeado, ir a casa de su madrina. Lo necesitaba. Dentro de unos días su madre tendría que empezar ya a trabajar en casa de los Monteoliva, al haber aceptado, y quería evitar a toda costa que se produjese ese hecho. La dama le aconsejaría para bien, estaba segura.

En la calle, antes de verse la cuesta serpenteante de subida a la Fuente Alta, se cruzó con don Felipe, al que saludó cortésmente, devolviéndole éste el saludo. La muchacha no le dio demasiada importancia a este hecho, a pesar de bajar el médico con el maletín de urgencias en la mano. Sus pensamientos estaban en otro lado. No tardó en llegar a la casa de su madrina. Tocó con dos suaves golpes en la puerta. Le abrieron muy rápido. Esto le extrañó algo. No era muy normal. Emilia apareció pálida en el umbral.

-¿Se le ha olvidado algo a usted, don Felipe? -preguntó sin mirar la criada- ¡Ah, perdón Ana María! -se excusó- creía que era el médico, como acaba de irse...

-Sí, me he cruzado con él hace unos momentos... -contestó la joven- pero... ¿ocurre algo?

-La señora, que se ha encontrado indispuesta durante toda la mañana y ya después del mediodía no he tenido más remedio que llamarlo, en vista de que no encontraba mejoría. Ya sabes, sus problemas de corazón, que de vez en cuando le juegan una mala pasada.

-Pero... -preguntó aturdida y preocupada la muchacha- ¿Cómo está? ¿Puedo verla?

-No hija, y lo siento, pues está en la cama descansando. Le ha indicado don Felipe mucho reposo. Está muy débil, créeme, no la pillas en buen momento. Le diré que has estado a verla, se alegrará. Mañana si te pasas, seguro que la podrás ver.

-De acuerdo, ¡qué se le va a hacer! -murmuró visiblemente afectada- Sólo dile que le deseo una rápida mejoría.

-Así se lo haré saber -y diciendo esto Emilia cerró la pesada puerta dejando a la muchacha con las lágrimas a flor de piel, cabizbaja y pensativa.

No quería ni por un momento pensar que se podía estar desmoronando ese pilar, ese baluarte de consejos que la mantenía a ella en pie. De repente se vio muy sola y eso la asustó mucho. “Por favor, si le faltaba su madrina, ¿a quién podría ella contarle sus penas? ¿Con quién se podría consolar? ¿Por qué la vida le iba cerrando todas las puertas menos la del alcalde?” Todas esas preguntas que la angustiaban se hacía mentalmente mientras bajaba ya la cuesta de la Fuente Alta, cuando, a lo lejos, vio acercarse a su prima. Se mordió un poco el labio inferior, no le hubiese gustado que la viera por allí. Se limpió rápidamente algunas traicioneras lágrimas que habían brotado furtivas de sus mejillas con su pañuelo rosa. Lo que le faltaba, que ella la viese con la cara empapada.

-¡Primilla -exclamó Julia una vez estuvo a su altura- qué cara traes hija! He estado en tu casa y me ha dicho tu madre que habías ido a buscarme, pero ya veo que me has utilizado de excusa. ¿Qué pasa?

-Nada mujer. Había venido a la casa de mi madrina, al enterarme que andaba en cama un poco pachucha, pero ahora ya sí iba para tu casa. Y tú, ¿a dónde vas?

-Pues un poco buscándote. Carmela la de Jacinto me había dicho antes en la puerta de la almazara que te había visto subir como para la Fuente Alta y allá que me iba y de camino, si te veía, irnos a buscar algunos espárragos que nos proporcionen algo de cena para esta noche.

-¿Sabes? -sentenció Ana María- ¡No es mala idea! Además, no me apetece volver ahora a mi casa. Venga, vamos.

El cerro que coronaba dicha fuente, de carretera para arriba, era la zona del pueblo donde más esparragueras podían encontrarse. Algunas viejas pisaban aquí y allá el matorral pinchudo, apartándolo a los lados con sus babuchas raídas, tratando que les dejara ver el preciado y largo vegetal que, después hecho en tortilla les sabría a gloria.

Casi atardecía cuando regresaron a casa. Llevaba cada una un buen manojo, suficiente para cenar todos esa noche. Ana María quiso antes pasar, cerca de la fragua del tío Frasquito, a ver si sentía o divisaba a Miguel, que en esos momentos, pegaba fuerte con el martillo sobre un hierro candente, forjándolo contra el duro yunque y no se percató de ella.

-Primilla, ¿quieres que le diga algo?- le preguntó la comedianta.

-¡Calla loca! -contestó tirando de ella- ¡Por favor, qué vergüenza, venga, vámonos...!

-Como quieras hija, ¡hay que ver qué corta eres...!

-Soy así y no puedo cambiarlo. ¡Venga, vámonos te he dicho!

Ese domingo, veinte de noviembre, amaneció bastante nublado. Unas negras nubes amenazaban con descargar bastante agua sobre el pueblo. Aunque, al parecer, aquello no era óbice para que don Álvaro y sus lacayos, incluido, por supuesto, el malvado Simón, deambularan de acá para allá organizando y preparando el que debía de ser un buen día de conmemoración y honra a la póstuma figura de José Antonio, y por ende, un homenaje también a la Falange.

El programa de actos se abriría con la misa de diez, donde se congregarían todas las autoridades, así como el resto del populacho, para rendir homenaje a los caídos por la patria de ellos y rogar a Dios por sus almas y el alma de José Antonio Primo de Rivera.

Un mosaico rojo y azul, en el ala este del recinto, daba colorido a la blanca cal que lucían sus paredes. Allí estaban casi todas las muchachas del pueblo luciendo la indumentaria clásica de la falange, como así lo ordenara el alcalde, que consistía en una falda negra, blusa azul marino y una gorra roja, que ahora portaban todas en la mano al estar en un lugar de culto.

Momentos antes de empezar la misa llegaron las autoridades a la iglesia con el alcalde al frente, seguido del sargento de la Guardia Civil, Juez de Paz y demás personalidades, ocupando los puestos de honor y preferencia que la iglesia les tenía asignados al Régimen. Después de la misa, concelebrada por el cura párroco y otro sacerdote de un pueblo cercano, siguieron los actos políticos en la plaza de la cruz de los caídos, donde al pie de la misma, depositaron una gran corona de flores y encendieron velas en memoria de sus difuntos en una guerra cruel y fraticida que quisieron para España y que nunca debió de producirse.

Luego siguieron unos discursos a cargo de las autoridades locales, exaltando de paso la gran figura del Caudillo como salvador de España y luchador infatigable contra las hordas marxistas.

Andaba una cancioncilla por aquellos entonces, que canturreaban los chicos muy a menudo, y que decía así:

Cuando se enteró mi madre
que yo era de la jons
me dijo: “Dame un abrazo
hijo mío de mi alma
que así te quería yo.”

Los actos, que ya habían alimentado el alma y el espíritu, terminaron con una chocolatada con buñuelos, que tampoco se debía olvidar alimentar el estómago, pues por ese órgano también se gana a la gente.

A media tarde se enteró Ana María de una triste noticia. Se habían llevado al final para el hospital provincial a su madrina. Había, en palabras de don Felipe, que mirar bien ese corazón, no lo veía fuerte, y no quería sorpresas. Así lo había decidido el facultativo, según le contó a ella misma, después de que se personara en su casa para corroborar la noticia.

La muchacha salió triste de allí. Volvía a lamentarse por la fatalidad que le acosaba, y, además, en el momento en que le hacían más falta sus consejos, ahora no podía contar con ellos y lo de su madre, ya sí que no tendría vuelta atrás. ¡Que fuera lo que Dios quisiera! Asumió resignada, pero pensando también que lo más importante ahora era la salud de la dama. Lo realmente importante.

María ya estaba levantada, aunque no eran ni las siete de la mañana. Arregló un poco la casa y preparó para ponerse, sacándolo del armario, un mísero vestido que guardaba para los entierros, por ser el más decente de los dos que tenía, pues hoy era el día convenido para entrar al servicio de los Monteoliva.

-Hija -preguntó extrañada la madre al verla- ¿qué haces levantada tan temprano? Me has asustado.

-Ya lo ve, no he dormido muy bien esta noche....

-Hija, siéntate un momento y dime, ¿qué te aflige? Me entristece mucho verte así. ¡Daría lo que fuera por poder entrar en tu cabeza y poder así leer tus pensamientos!

-¡Madre, por favor, no vaya a esa casa, se lo ruego, no me gusta esa gente! Además aquí la necesitamos más que ellos allí. Piense en padre y en mí.

-Si hija, en vosotros pienso, y sobre todo en ti, pues nosotros, tu padre y yo, ya tenemos la carrera hecha, pero a ti no queremos que te falte de nada. No tengo que recordarte las penurias que estamos pasando y eso a una madre le duele mucho. Si esta oportunidad significa abrir unas puertas por donde se vayan de largo el hambre y la necesidad de esta casa, no dudes, que me voy a agarrar a ella como a un clavo ardiendo. Espero que lo entiendas.

-Lo entiendo y valoro el sacrificio tan inmenso que va a hacer, pero entiéndame a mí, pues yo también quiero lo mejor para usted y para esta familia...

-No comprendo... -contestó la madre intrigada- ¿Pero es que te ha pasado algo con ellos que no quieras contarme? ¿Qué me ocultas, hija...?

Ana María cambió de color. Por primera vez su madre estaba metiendo el dedo en la llaga. Se estaba acercando a la oculta verdad. ¡Dios, cuánto echaba de menos no tener en esos momentos el consejo sabio de doña Ana! Su lucha interior era fortísima, pero no podía descubrir la terrible verdad, quizás hubiese sido peor el remedio que la enfermedad. No contestó. Se levantó cabizbaja, saliendo de la habitación, mientras María la llamaba muy preocupada y pensativa.

-Pero, hija, hija mía, ¡dime algo! ¿Qué ocurre?

Ella había salido ya de la casa sin atender las peticiones de su madre, que no paraba de llamarla desde la ventana, y calle abajo, se perdió sin rumbo fijo. María no pudo retener unas lágrimas. Ahora estaba segura de que algo le había pasado con ellos. La hija, al parecer no se lo quería contar, luego, más motivos tenía ahora para entrar en esa casa y tratar de averiguar algo desde dentro sin levantar sospechas. Indagaría con mucho tacto. Llegaría a saber la verdad, estaba decidida.

Sus perdidos pasos, mientras tanto, la guiaron hasta las afueras del pueblo, subiendo a un cercano cerro de dura piedra con algunos almendros insertados en pequeños trozos de tierra rojiza que dejaba entrever la unión de las rocas. Varias zarzas crecían en los mismos filos del tajo que lo cortaba. Algunos pajarillos surcaban raudos el cielo mientras otros piaban sobre los almendros que ya iban perdiendo sus hojas.

Se asomó unos momentos peligrosamente al corte. Abajo, la dura tierra de la finca, se veía lejana. La altura era considerable. Durante unos instantes sus bellos ojos se perdieron en el vacío. Su mente saltó desde ese tajo y voló hacía el infinito. Su cuerpo vaciló, haciendo peligroso el instante... Pasaron unos segundos fatídicos... reaccionó y por fin se volvió hacía adentro. “¡Que porras! -pensó- la vida es maravillosa a pesar de todo y algún motivo por el que luchar y seguir viviendo llegará, estoy segura”.

Se sentó sobre una roma piedra, que remataba un montículo. La panorámica desde allí era espectacular. Sobre el valle, aparecía a sus pies el cercano pueblo, que se abría a sus ojos como un gran abanico blanco de casas encaladas. En el centro, la iglesia parroquial, con las palomas llenando sus tejados. Arriba, en el mirador, la ermita de San Blas, con alguna gente pululando por su placeta. En los campos cercanos, los labriegos; unos arando, otros cavando.

Hasta ella llegaban también los tintineantes cencerros y las voces de algún pastor cercano, que regañaba a las cabras ayudado por los ladridos de sus perros. Sus sentidos se llenaban de naturaleza. El sol, que acababa de salir, le daba casi de cara; ese sol de otoño que no termina de calentar, pero que sienta muy bien. Estaba a gusto, se recostó un poco, cerrando durante un rato los ojos, pero sin llegar a dormirse. Pensaba en Miguel, en qué estaría haciendo ahora, si se verían esa noche… No quería pensar en nada más.

Eloisa abrió la pesada puerta de la casa de los Monteoliva. Del lado de la calle ya estaba María, fiel a su cita con los señores de la casa. La criada le condujo hacía la sala de invitados, donde ya la esperaban.

-¡Buenos días tenga usted, doña Loreto, y usted también don Álvaro! -saludó cortés y prontamente.

-¡Buenos los tengas tú también, mujer! -contestaron los dos al unísono.

-Nos alegramos que entres a servir en esta casa -comentó el alcalde- Estamos seguros, tanto mi hermana como yo, que sabrás hacer honor a la confianza que acabamos de depositar en ti.

-Pueden estar tranquilos. Pondré todo mi saber hacer para que no se note la falta de Isabel...

-Eso lo damos por hecho, mujer -contestó doña Loreto- por algo nos hemos acordado de ti y te hemos mandado llamar. Mi deber es recordarte que esta es una casa de mucha importancia, y con contenidos de mucho valor, y no, no es que no nos fiemos de ti, eso creo que ya lo dejemos claro, pero sí te rogaríamos que tuvieras eso siempre bien en cuenta.

-Señorica -interrumpió María- usted sabe y don Álvaro también, que yo soy pobre, muy pobre, ¡más que las Ánimas Benditas! pero también muy honrada, eso, ténganlo también ustedes siempre en cuenta, que lo que es conmigo, no les faltará nunca ni la porra de un alfiler en la casa.

El modo de responder, tan firme y seguro de la mujer, les dejó por unos momentos callados, calibrando la valía moral de la persona que tenían enfrente. Doña Loreto continuó.

-Ahora don Álvaro y Eloisa te guiarán por toda la casa, para que la conozcas y te vayas familiarizando con ella, entregándote también las llaves de la bodega, así como de otras dependencias.

Desde la sala de invitados, en donde estaban, en la planta alta, pasaron al amplio comedor, de allí al despacho de don Álvaro y los dormitorios, que daban al huerto, con una vista de flores encantadora. Luego, cuarto de baño, de los pocos que había en el pueblo, con lavabo, bañera y bidet; patio y dormitorios de invitados, ya en el piso bajo.

Aquello era inmenso, pensó María, que si hubiera tenido que volver de prisa al lugar desde donde empezara el recorrido, le hubiese tenido que preguntar a Eloisa.

Por fin la cocina, con dos grandes ventanales, que recogían la luz del gran patio contiguo que tenía adosado; dormitorios del servicio, cámaras grandes al fondo, donde se guardaban los productos recogidos en sus cortijos por los medianeros, como eran los higos, las almendras, algarrobas... En unos grandes atrojes almacenaban los cereales, tales como el trigo, la cebada, las habas, etc.

Unas escaleras amplias bien encaladas bajaban a los sótanos, donde, en el ala este, se encontraba la bodega, una habitación cuadrada, con unos arcos de ladrillo visto y paredes recias de piedra. La poblaban varios toneles y cubas, que guardaban buenos caldos de varias cosechas y cortijos del alcalde. Del techo colgaban grasientas piezas de jamones y brazuelos. Definitivamente la escasez y el hambre eran, y son hoy, patrimonio de los pobres. Le seguía un cuarto que estaba siempre en semioscuridad. Era el del aceite. Grandes orzas de barro contenían el fruto hecho líquido de los varios olivares del amo de la casa.

Y ya al fondo, dando a la otra calle, se encontraban las caballerizas. Saludaron a Tomás, que cepillaba en esos momentos las crines de la jaca de don Álvaro.

-¡Buenos días María, me alegro de que entres en esta casa! -contestó.

Subieron de nuevo a la sala de invitados, donde esperaba la señorica. Eloisa se retiró, cosa que hizo también el alcalde, alegándole a su hermana, que se marchaba para el Ayuntamiento, quedándose a solas las dos mujeres.

-Y bien, María ¿cómo lo ves todo?

-Doña Loreto, esta casa es inmensa, acaban de enseñármela toda, no me extraña que necesite tanto servicio, pero, dígame... ¿Está usted totalmente segura de que soy la persona más adecuada para ser su ama de llaves? Ya me ve, aunque no escurro el bulto, los años no pasan en balde, y no soy ya precisamente una chiquilla. Perdóneme si le insisto, pero creo que este puesto le vendría mejor a una persona con menos años.

-¡Mujer -le contestó doña Loreto- alguna razón llevas, pero piensa también que los años dan la sabiduría y experiencia que necesitamos aquí! Y eso es lo que yo busco en este puesto. Para los trabajos más fuertes ya están Eloisa y su hermana que son bastante jóvenes, pero por ello, algo inconscientes todavía. Tú vendrás a aportar al servicio de esta casa la experiencia y la cordura.

-Sí... sí... como usted mande. Tiene razón, perdóneme.

-¡No hay nada que perdonar mujer! Además creo -dijo doña Loreto atacando el plan que había de fondo- que tienes una hija muy hacendosa y con los pies en el suelo, tal vez...

-No sé a que se refiere -exclamó ingenua María.

-Pues que si ella va viniendo a esta casa, a lo que la autorizo desde ahora, le puedes ir enseñando el oficio, sin prisas. Estoy segura que en poco tiempo, y siempre que le interese, por supuesto, puede ser ella la que te sustituya, y así dejarle de paso, un futuro, aunque sea a medio plazo asegurado. ¿Qué te parece?

-Una madre siempre desea lo mejor para su hija, que duda cabe. Este ofrecimiento es siempre un honor para mi humilde familia. Pero de todas formas, se lo comentaré, y que ella decida.

-Estupendo -contestó la señorica- y ahora busca a Eloisa y que te ponga al corriente de por dónde va el trabajo esta mañana.

Doña Loreto sonrió, una vez que hubo abandonado la sala de invitados su gancho. El plan comenzaba bien. Poco a poco, ese reclamo haría que la muchacha acabase allí. Y cuando llegara ese momento, ya todo le iría cuesta abajo. Siendo diabólica se sentía feliz y, además, nadie se había salido con la suya estando ella de por medio. Se acercó a la ventana. El cercano huerto configuraba un paisaje agradable a su vista. Allí estaba Manuel, un mozo que llamaba de vez en cuando para las labores y recogida de frutas. Se encontraba subido en un almecino llenando un bolso grande que llevaba amarrado a la cintura de marrones frutos, que gustaban mucho al alcalde.

Bajaba Ana María por la arisca pendiente del cerro, en dirección a la fuente de los cipreses, camino también ya de su casa. Avanzaba la mañana y tendría que hacer faenas y alistar pronto el almuerzo. En la fuente sólo estaba a esa hora Matilde, que avivaba un pequeño fuego y de paso, calentaba sus frías y arrugadas manos de tanto lavar.

A lo lejos se veía un mulero que vendría, con seguridad, a dar de beber a sus bestias. Siguió andando, ahora ya empezaba a distinguirlo mejor. No se lo podía creer, pero... ¡si era Miguel! El muchacho, al distinguirla a ella también, aceleró el paso llegando prontamente a su altura.

-Ani, ¿de dónde vienes? -preguntó con ojos enamorados.

-Me había asomado a la fuente a ver si estaba mi madre -mintió hábilmente- pero he visto que no estaba aquí ya me iba... ¿Y tú? -preguntó a su vez- ¿De quién son esos caballos?

-Son, o mejor dicho, eran de don Emilio Rivas, sus herederos quieren venderlos y me los han traído esta mañana a la fragua para que los herrase, se los llevan esta misma tarde en un camión que viene a por ellos desde Jaén. Ahora iba a darles agua...

-Son preciosos, sobre todo este blanco...

-Se llama Lucero y está enseñado, además es muy noble.

-Yo nunca he montado en uno -comentó la joven- debe ser maravilloso, ¿verdad Miguel?

-¿Quieres montarte un poco hasta la fuente?

-Gracias, me gustaría, pero no me atrevo; además voy con un poco de prisa, y está Matilde la Ceniza ahí. ¡Que iba a pensar...!

-¡Bobadas Ani! Súbete que te ayudo, venga... -la animó el muchacho.

-No, lo siento, en otra ocasión, de verdad. No te enfades.

-Vale. ¿Irás esta tarde al ensayo? Necesito verte todos los días, eres mi fuente de inspiración y ya estoy pensando otra poesía para ti.

-Yo también necesito verte todos los días, lo sabes tú también. Además, eres una razón muy poderosa por la que luchar. Pero, venga ahora déjame, que me tengo que ir...

Miguel se rió contemplando como se alejaba su amor, su corazón, y dando un brioso salto subió a lomos de Lucero, dirigiéndose a la fuente.

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