martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo VIII VELADA DE TROVO. UNA MALA CAÍDA.

Serían ya las diez pasadas, de una noche clara y serena, en la hermosa cortijada. Todas las mujeres se habían retirado como era preceptivo. Sólo quedaban los hombres y en el ambiente flotaban unas ganas inmensas de diversión, antesala de lo que se necesita para una extraordinaria y fascinante velada de trovo.

El porche de la casa de Sebastián sería el marco incomparable, con sus frondosas parras que lo tapizaban todo de verdor. Una suave brisa refrescaba por momentos, aunque sin molestar, a todos los asistentes y esa misma brisa esparcía ya, por el aire y los secos y oscuros barrancos, las primeras notas que salían del violín del anfitrión, subiendo en la escala musical para luego bajar, calentando sin duda motores, ante el rato que se avecinaba.

A un lado del semicírculo que conformaban los troveros, se podía ver una mesa de madera que sostenía, encima, un porrón que rebosaba vino por su pitorro, alguna botella también a medio llenar del mismo líquido y, más a la derecha, un botellón de anís y algunos vasos pequeños.

Estas veladas de trovo podían durar horas o a veces varios días. Casi siempre estos acontecimientos estaban vinculados con las formas de trabajo colectivo, que las llamaban de tornapeón. Se agrupaban en cuadrillas y se ayudaban unos a otros en la recogida de almendras, de aceitunas… y luego con otros se repetía la ayuda. Al terminar, por fin, el trabajo se organizaban unas fiestas para celebrarlo.

Huelga decir que este sistema ayudaba entre vecinos a mantener alta una cohesión y una solidaridad que en buena medida hacía que estas fiestas fueran totalmente como si de una gran familia se tratase.

Sebastián dio el aviso para un rápido ensayo general. Los instrumentos estaban a punto. La templanza de sus cuerdas era perfecta, el fino oído de los músicos no les engañaba.

Con mirada risueña estaba Andrés el medianero en el cuarteto de troveros, entremezclando miradas con Antonio y el herrerillo. Pegado a él estaba Pepe el Mulero, bonachón y amable, como el vino viejo envejecido en roble, que abriría plaza en los saludos.

A su izquierda se encontraba Paco el Tarabita, trovero de recursos, utilizándolos casi siempre, eso sí, para vanagloriarse de su arte. Y cerrando por su lado estaba Tomás el de la Dulce, un trovero complicado y duro en la batalla, que recurría casi siempre al trovo burlesco que buscara la risa rápida del público a costa de las posibles carencias o lagunas de su contrincante.

Todo, en consecuencia, estaba preparado ya. La emoción hacía palpitar los corazones a un ritmo vertiginoso. Se pasaron el porrón de uno en uno, vaciando rápidamente su contenido. Sebastián bajó la mano, que alzara momentos antes como señal de aviso a los músicos, y a partir de ese instante un chorro de notas de cuerda y suaves platillos llenaron el ambiente.

Se levantó Pepe el Mulero, el más veterano, dirigiéndose a los presentes, carraspeando antes ligeramente, con una quintilla de saludo que decía así:

Les saluda con esmero
en esta sin par velada
este corrido trovero
que fama tiene ganada,
señores, Pepe el Mulero.

La música sonaba a su compás. El violín arremetía con fuerza en los intervalos de los troveros. Saltó a la palestra el segundo, que no era otro que Paco el Tarabita, con esta quintilla también de saludo:

Amigos tengo salero,
el Tarabita me llaman
y por mi trovo sincero
las multitudes me aclaman
y beben de mi venero.

Todos los presentes jalearon la presentación de este último trovero gritándole uno que no le hacía falta suegra, que se bastaba sólo para venderse bien. Esta vez le tocó el turno a Andrés, quizás el más aficionado de los cuatro, pero un trovero fino y con aires más románticos. Esta fue su presentación en cuarteta:

Un saludo a los presentes
y mujeres que se han ido,
mujeres guapas, decentes,
un brindis por ellas pido.

Todos sin excepción aplaudieron su detalle y alzaron sus vasos, chocándolos en el aire y brindando por ellas. El cuarto trovero que faltaba era Tomás, el más joven de los cuatro, con cierta fama de don Juan, muy jocoso, que gustaba de meter zarza con los contrincantes, aunque a veces no se sabía si iba de broma o de veras.

Los troveros en este sentido, se regían por el código de que todo lo que pasase o se dijese trovando se olvidara una vez terminado el espectáculo, aunque la pillería motivase momentos tensos al hacer comentarios que no se dirían fuera de ese contexto. Algunos, por otra parte, opinaban que preferían trovar con grandes amigos, pues así les conocían más a fondo.

Y haciendo gala de su personalidad, aquí estaba Tomás, que en vez de hacer su presentación, como todos, aprovechó para arremeter directamente contra Andrés con esta quintilla jocosa:

¡Qué femenina cuarteta,
qué trovero tan cumplido,
pero mira qué puñeta
que la tarde se te ha ido
sin agarrar una teta!

Esta última estrofa provocó la risa y la chanza popular. Todos aplaudieron la ocurrencia del chistoso de Tomás. Andrés movía la cabeza como diciendo “¡te has pasado compañero”. Los músicos cesaron, hubo un aplauso general para ellos y para los cuatro troveros, que a partir de ahora se partirían en grupos de dos e iniciarían sendas controversias con los temas que se eligieran.

El vino seguía regando las secas gargantas de músicos, troveros y demás gente y las tapas de longaniza y jamón eran un buen sustento para la larga noche.

Empezaron la controversia Andrés el Medianero y Tomás el de la Dulce. El tema a seguir, ya que lo había un poco sacado Andrés fue el de las mujeres. Éste las defendería y Tomás, ya corrido en amoríos, las atacaría haciendo ver que sólo nos traen la ruina y la perdición y que son traicioneras e infieles.

Andrés, cuando la música ya sonaba, se arrancó, atacando a Tomás y defendiendo el honor de ellas, tirado, a su juicio, por los suelos, esta vez con una quintilla, como era lo más normal:

ANDRÉS A las mujeres respeta
Tomás te digo de frente
y no compres papeleta
pues ya comenta la gente
que se rifa una galleta.

TOMÁS Andrés te digo sincero,
de las hembras no te fíes,
como no ganes dinero
o con la suegra porfíes
duermes en el gallinero.

ANDRÉS Te ganas tu mala fama
por ser vividor presunto,
lo que buscas de una dama
te lo digo todo junto,
es el placer de tu cama.

Tomás, recordando la famosa cuarteta que lo inició todo, se arrancó así:

TOMÁS No tienes mujer ni suegra
ni perrillo que te ladre,
con ellas tienes la negra
a ninguna has hecho madre.

ANDRÉS Poner en duda mi hombría
es cosa que no tolero
y escudarse en trovería
para faltar el respeto
es de mucha cobardía.

La cosa se estaba poniendo al rojo vivo, Tomás no quiso achicarse y respondió encorajinado:

Por cobarde no me tengo,
no sabes con quién las gastas
y cuando tú vas yo vengo...

Pero Andrés le cortó tajantemente y terminó la copla que estaba diciendo Tomás:

ni a las hormigas aplastas,
más huevos que tú yo tengo.

E, inmediatamente, improvisó esta décima espinela:

No sabré con quién las gasto,
tú no sabes con quién trovas,
tengo el arte por arrobas
para hacer tu trovo pasto.
Pues con mi mente me basto
para achicarte, canalla,
y darte dura batalla
sin cuartel en campo vasto
y hacer tu sino nefasto
porque mi trovo es metralla.

La gente aplaudió a rabiar al terminar Andrés. Decididamente había salido revalorizado como trovero después de este lance con el afamado Tomás, que resultó perdedor de la controversia a juicio de todos.

Seguidamente, y después de un corto descanso de los músicos, se pasó a la siguiente entre los dos troveros restantes. Y la noche siguió hasta que llegó la mañana con su manto rosado dando por fin término a lo que había sido una auténtica fiesta cortijera y una velada de trovo única e irrepetible.

Septiembre se fue como a hurtadillas. Octubre, su hermano menor, llegó con un clima más gélido y lluvioso. El verano había dicho adiós y el otoño, romántico y sentimental, les recordaba a los árboles de hoja caduca el tributo anual que les tenían que pagar irremisiblemente.

Esa mañana del día diez, había amanecido presagiando tormenta. Nubes negras amenazaban con descargar con fuerza y vigor el líquido elemento que portaban dentro. Unas rachas molestosas de aire hacían que el ambiente pareciese más propio del invierno y esas condiciones no eran las mejores para salir a la calle.

De las chimeneas de las grandes casas que cercaban la plaza del Generalísimo salían densas volutas de humo, señal inequívoca de que en sus rincones estarían crepitando secos troncos de almendro o de olivo para alivio de los señoricos contra el frío.

Sólo deambulaban como almas sin sitio en el paraíso terrenal, por las gélidas calles, los más pobres, los desheredados, que tenían que buscarle las habichuelas a sus churumbeles, que el hambre no perdona. Pobres que, aún a sabiendas de cómo estaba el tiempo, no les quedaba más remedio que adentrarse por veredas hasta el solitario campo a ejercer sus faenas cotidianas. ¡Jesús, cuánto sacrificio!

José ya estaba también en el tajo. Serían las ocho escasas. Hoy no vendría Simón, el odioso, alegando por medio de su compañero, encontrarse con fiebre en la cama, aunque la verdad es que don Álvaro le tenía en otros menesteres ocultos y turbios.

-Hoy.. no.. no.. veen..drá Si..Simón -terció Federico- Joosé.

-¿Qué le ocurre, está enfermo?- preguntó.

-Sí, diicee que es..estáa con fifieebre, me lo aa diicho lala muujer al paasaar po por la pu puertaa.

-Bueno -comentó el maestro sin maldad- hoy por lo menos no me fastidiará y podré trabajar tranquilo.

Esas palabras las recepcionó el aguador, callándose sin decir nada, pero una mueca de desaprobación se dejó notar en su cara y, lo que no cabe duda, es que esas mismas palabras se las repetiría a quien procediera, que no sería otro que el ausente. No era buena gente ese Federico a pesar de sus aires de simplón.

Ana María llevaba rato levantada a esa hora. Sus mejillas curtidas por el aire de la mañana, al venir de casa del pastor, parecían rosas encarnadas en su mejor abril. Sus ojos azules eran un mar en calma y su frondoso pelo negro, la montaña que dominaba ese ancho mar. Así era esta chiquilla, como la mar, profunda y bella. El herrerillo la contempló a lo lejos pasar, mientras se dirigía a su trabajo en la fragua.

No tardó en llegar Ana María a casa y no tardó tampoco la lluvia, hasta entonces amenazante, en estar regando con sus fuertes gotas la seca tierra. Caía a haces, como se suele decir en el pueblo. Venía bien, pues el verano había sido largo.

Los gorriones trataban de esconderse donde podían. Ana María los miraba algo triste desde su vieja ventana, pero a la vez alegre pues sabía que ante todo eran libres y ese es el más preciado de los dones.

Su perrito la miraba curioso y ella le hablaba:

-Oye Tiznón, ¡qué suerte tienes de tener una casa donde resguardarte en días como estos y a alguien que te quiera como te quiero yo! ¿Sabes?

Y parecía entenderla, pues su rabito no paraba de moverse y daba unos ladridos alegres y ruidosos. Su madre venía en esos momentos de la cocina algo preocupada.

-¿No ves qué tiempo hace, hija? Tu padre me imagino que habrá buscado resguardo ante esta avalancha de agua.

-Ya lo creo, de seguro estará trabajando en el interior, pues siempre hay algo que hacer.

-Y hablando de qué hacer -comentó la madre- esperemos que escampie pronto y puedas llevarle la ropa a don Felipe, que está planchada y doblada.

-Sí, en cuanto haga claro me escaparé.

Casi toda la mañana estuvo lloviendo con cierta intensidad y ya sobre la una de la tarde el agua se contuvo, aunque los nublos seguían amenazantes en el ancho cielo.

Ana María aprovechó el aclarón para llevar a cabo con diligencia el mandado encomendado, así que cogiendo la canastilla, salió a la calle, tomando la dirección de la clínica.

Muchos metros antes de llegar percibió un confuso murmullo de gritos y voces, extrañándose a lo sumo ver en la puerta tanto barullo de gente moviéndose nerviosa. Aligeró el paso hasta llegar al grupo y preguntó:

-¿Qué pasa vecinas, ha ocurrido algo?

-¡Ay, ¿no sabes lo que ha pasado hija? -comentó apesadumbrada Carmela la de Jacinto, que vivía tabique de por medio con la clínica y si querías saber las últimas noticias del pueblo debías preguntarle a ella.

-Es Isabel, la moza de don Álvaro, al parecer le ha pillado en el huerto el golpe de agua y se ve que, al querer aligerar el paso para meterse pronto en la casa, ha pegado un fuerte resbalón, provocándole una seria y mala caída. ¡La pobre... a sus años!

Ana María se sobrecogió. Un sudor frío le corrió por la espalda y los nervios empezaron a trabajarla. Apartando a la gente como pudo se metió en la sala de espera. Dentro de la consulta se oía la voz fuerte y austera de don Álvaro, así como la voz cansina y pausada de don Felipe.

En esos momentos llegó Luciano el Gorrión, rojo como una gamba, de la carrera que traía, y casi sin llamar penetró en la consulta. Al cabo de unos segundos salió otra vez precipitadamente en busca de Ángel, el del camión Ford, seguramente habría que trasladar a la pobre sirvienta hasta un sitio donde hubiese más medios de curación. Se veía que la caída había sido de importancia.

Ana María entreabrió la puerta de la consulta. Allí estaba de pie, dando vueltas de un lado para otro, acontecido don Álvaro. Lo vio tan acongojado y cabizbajo, que por primera vez supo que él también podía ser un ser frágil y humano, y, lo que son las almas nobles, sintió pena por primera y única vez en toda su vida de él.

Sobre la camilla donde estaba echada Isabel se inclinaba don Felipe, hombre de prócer cabeza y cabellos escasos blanquecinos ya por la edad, que trataba de mantenerla estable, no quejándose en demasía la pobre, pues era una mujer sufrida y buena.

-¿Entonces, Felipe? -preguntó don Álvaro apartándolo un poco de la enferma.

-Me temo, querido amigo, que la caída ha sido más mala de lo que pensé en un principio y la edad viene a agravar el problema. Por lo pronto el juicio clínico que hago es que tiene partida la cadera y contusiones múltiples en ambos brazos, amén de alguna costilla rota que pudiese haberle perforado algún pulmón, pues respira con cierta dificultad. De todas maneras a exploraciones posteriores me remito para saber con certeza si existen algunas lesiones de otro tipo y si es así, saber el alcance de ellas. Por ello urge evacuarla al hospital provincial si queremos salvaguardar su vida. Lo que sí tengo claro -continuó informando el médico- es que, si lograra salvarse, no va a poder volver a andar.

Don Álvaro no dijo nada, sumiéndose en una resignación y tristeza poco usuales en él. El mundano sonido del claxon del camión alertó a los contertulios. Dos mozos, con toda urgencia abrieron las dos hojas de la puerta de la consulta, entrando con la camilla, acostando en ella a la buena de Isabel y transportándola hasta el camión.

Ana María, que no se había movido de la sala de espera, la vio salir toda amoratada y lagrimosa. Al llegar la accidentada a su altura, ésta la miró con ojos de abuela y le dijo, haciéndole un gesto para que se acercase, con voz muy baja:

-¡No entres en esa casa...!

La joven se quedó bastante extrañada por las palabras poco comprensibles que le acababa de susurrar Isabel, hasta pensó que el duro golpe le habría trastornado la cabeza, mientras observaba cómo a duras penas la subían a la berlina del vetusto camión tratando de acomodar la camilla en el estrecho sillón.

Pero poco podía imaginar ella lo acertadas que eran esas palabras y lo premonitorias que resultarían, aunque por desgracia no las iba a entender a tiempo.

El vehículo arrancó, perdiéndose rápidamente a lo lejos. En ese preciso instante comenzó a llover de nuevo, parecía que el cielo llorase por la pérdida del ama de llaves y porque no volvería ya nunca más al pueblo.

La partida del vehículo y la lluvia persistente, dispersaron a la gente que, curiosa, se había congregado en torno a la clínica. María había llegado también hacía unos instantes, avisada por una vecina del suceso.

-Acaban de llevársela, madre -le gritó Ana María abrazándose a ella al verla llegar- y creo que va muy mal.

-¡Pobre Isabel! Vamos a entrar a la clínica, y le preguntamos al medico cómo la ve.

-¿Se puede don Felipe? -preguntó la mujer tocando ligeramente a la puerta entreabierta de la consulta.

-Pasa María -contestó el facultativo.

-Me va a perdonar pero me gustaría saber como va la enferma.

-Mal, muy mal, para qué nos vamos a engañar. Ha sido una mala caída, sinceramente creo que no volverá a caminar más, como mal menor, pues aún dudo que salga de esta.

-¡Jesús, no diga usted eso! -exclamaron a coro María y su hija que había entrado también- ¡Dios no lo quiera así, es una buena mujer!

-Eso ya sólo está en manos de Dios.

-¿Le puedo hacer una pregunta don Felipe? -preguntó Ana María.

-Claro, hija, dime…

-¿Se ha dado también algún golpe en la cabeza?

-No, la verdad es que no, sólo ha sido de pechos hacía abajo, y además la cabeza la tenía bien lúcida, pues me contaba mientras la atendía todos los pormenores de la caída, pero... ¿por qué lo preguntas?

-No, por nada, me ha parecido... Bueno, déjelo, si no es nada.

Momentos después salían madre e hija de la consulta visiblemente apesadumbradas. Las lágrimas ya no las podían ocultar después de la conversación con el médico y el cielo, queriéndose unir también a ellas, lloraba más por momentos, uniéndose a su dolor.

Y así, entre los charcos que llenaban la calle, caminaron despacio en dirección a su casa.

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