martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo III EL EMPLEO.

El motor malsonante de un camión Ford de seis cilindros y el petardeo de su escape, rompían la hora de la siesta en la cálida tarde de agosto. Era éste el único vehículo del pueblo, su dueño era un comerciante en higos, almendras y demás productos autóctonos de la tierra, que entraba lentamente, haciendo tocar su ronca bocina por la calle principal, en dirección a la plaza, mientras una multitud de niños, unos medio vestidos y otros descalzos, le seguían enganchados del portalón, divirtiéndose por el espectáculo tan poco habitual.

El vehículo en cuestión, que servía para todo, venía esta vez con sacos de harina, arroz, azúcar, sal, leche en polvo; alimentos todos de primera necesidad, para proceder, en las dos tiendas del pueblo, a descargarlos y que éstas lo repartieran entre los portadores de las cartillas de racionamiento, tal estaba la cosa en cuanto a la comida se refería.

Mil novecientos cuarenta y cinco pasaba muy duro. Una hambruna terrible, que duraría algunos años más, asolaba La Alpujarra y por ende, a España entera. El panorama internacional, por otra parte, no presentaba mejores síntomas y el fantasma de la entrada en una nueva guerra acechaba de manera alarmante al país.

Sólo los señoricos del pueblo, comprando o cambiando en el mercado ilegal del "estraperlo ", sufrían esta mala racha alimenticia de una manera más atenuada. Era lo de siempre, el sino de los pobres.

Ana María y su madre habían estado allí, en la tienda donde les daban fiado, se habían dado prisa, pues venían ambas de la Fuente de los cipreses de lavar dos cargas de ropa, y, una vez aprovisionadas, marchaban para casa.

-¡Dios, qué ruina tenemos encima, madre! -exclamó por el camino.

-¡Paciencia, hija! No hay mal ni bien... ya lo dice el refrán -contestó la madre, tratando de dar unos ánimos que ella por supuesto tampoco tenía, pues en el fondo sabía que la cosa no andaba demasiado bien.

-Sí, pero qué difícil es de sobrellevar todo esto. Se hace largo y duro y es que todo últimamente nos viene torcido -comentó con pena la joven, entrando en la casa.

Habían pasado los días. Más de quince llevaba ya el bueno de José sin trabajo, después de haber ultimado las reparaciones de un tejado en la casa de don Emilio, y a partir de ese momento, los empleos habían desaparecido de su horizonte.

Esto le preocupaba sobremanera a María, pues a la falta de ese vital aporte económico, lo poco que ella ganaba zurciendo o planchando bien se podía contar como nada, había que sumar los malos ratos que pasaban madre e hija al verle llegar borracho a casa casi de continuo, ya que había cogido la mala costumbre de ahogar esa falta de trabajo bebiendo. Que si una copa en el bar con los amigos, que si la partida a las cartas. Siempre acababa igual y esto ya se estaba haciendo insoportable por momentos.

Estas reflexiones tenía, cuando llamaron a su casa. Serían las ocho algo pasadas de la tarde. Ana María corrió a abrir. Al otro lado de la puerta se encontró con una venerable mujer de provecta edad, pelo blanco y gordo y rechoncho cuerpo que sujetaban unas piernas cortas y algo zambas. Era el ama de llaves de don Álvaro. Entró de muy joven a cargo de sus padres hacía ya más de cincuenta años, y desde entonces, habiendo renunciado incluso al matrimonio, se mantuvo fiel a esa familia.

-¡Buenas tardes chiquilla!

-¡Muy buenas las tenga usted, Isabel!

Ana María la invitó a entrar amablemente, lo que hizo la anciana apoyada en el brazo de la joven, cerrándose, al paso de las dos, la desvencijada puerta con un chirrido de bisagras.

Un aroma intenso a tabaco de pipa flotaba en el aire del espacioso salón de la casona de don Álvaro. Se dirigió este hacía un mueble bar de madera tallada y espejos biselados para sacar una botella de vino reserva de las mejores cosechas de sus viñedos. Y con el arte de un "sommelier", llenó hasta la mitad con el rojo líquido dos copas de finísimo cristal mientras conversaba con una mujer de ojos afilados, tez blanquecina y riguroso luto, salpicado por un medallón que lucía por fuera, donde al abrir una tapa aparecían sendos retratos de sus difuntos padres.

Era doña Loreto de Monteoliva, mujer de unos sesenta y cinco años y hermana mayor y única de don Álvaro. Se hallaba postrada en una silla de ruedas por una mala caída ocurrida muchos años atrás, en su juventud, la cual la dejó inválida, aunque, afortunadamente pudo conservar alguna movilidad en sus miembros superiores.

Fuera por este suceso o fuera por su condición, el caso es que era una persona renegada y protestona, envidiosa, mala consejera, y con unas ideas y una lengua envenenadas.

Su hermano, no sin pensárselo mucho, le había relatado a ella el suceso de días atrás con la hermosa y bella Ana María, y de cómo él, ya corrida en años su madurez, se había quedado prendado de la joven en cuestión. El tema era muy delicado.

Doña Loreto, después de escucharle, había captado el pensamiento innoble de su hermano y le daba vueltas al asunto para tratar de que se saliera con la suya.

-¡Loreto, hermana, la verdad es que no puedo quitármela de la cabeza, tan joven, tan lozana... es una locura…! ¡Dios mío, pero...! -exclamó mientras iba de un lado para otro del salón chupando fuerte su pipa y mesándose los cabellos.

-¡A ver, Álvaro, estate quieto ya, por favor, que pareces un crío! Calma, las cosas para que salgan bien, deben de ir lentas y bien calculadas. Por lo pronto, lo que debes es de tratar de tener a esa mujer lo más cerca posible, ganarte su confianza día a día, con la excusa que sea y sobre todo hacerle ver tu poderío y grandeza, tu dinero, en una palabra, ¡que sepa quién manda! Tú no quieres casarte con ella, ¡válgame Dios!, con la hija de un albañil y encima medio rojo. ¡Todo un Monteoliva! Pero sí quieres poseerla ¿me equivoco?

Don Álvaro la miró con lujuria antes de contestar.

-No, Loreto, no te equivocas, ¡qué bruja eres! Me lees el pensamiento.

Se sinceró mientras movía la cabeza de arriba a abajo.

-¡Daría lo que fuera por ello!

-¡A ver! -prosiguió doña Loreto- Tienes pendientes las obras del Ayuntamiento.

-¡No pretenderás que se las de a un comunista! ¿Te has vuelto loca? -cortó de una manera drástica la conversación a su hermana- Sabes que son para Luís el de Juana....

-¡A la porra Luís! ¿Tú quieres o no quieres seguir con mi plan?

-Sí, pero no sé a dónde quieres ir a parar...

-Tú contrata -siguió terciando doña Loreto- a José el albañil y te asegurarás dos meses de día por día verla venir para traerle el desayuno a su padre. Después, las ocasiones caerán solas. Es más, ya he dado yo esa orden. Tú déjalo todo en mis manos.

Esas últimas palabras resonaron dulcemente en los oídos de don Álvaro. Le agradó la idea. Volvió a llenar esta vez hasta el borde las copas del oloroso vino y acercándolas las dos al unísono, brindaron ambos mientras en sus caras se denotaba una sonrisa de felicidad malsana.

Mientras tanto, Isabel ya había penetrado hasta la pobre cocina de la casa de María, ayudada por su hija. La dueña se encontraba al lado de un viejo rincón de leña, donde a la vez que cocía la sopa para la noche, se entretenía también zurciendo varias prendas que le habían confiado por su oficio. Al verla entrar, se levantó rápidamente ofreciéndole su silla, pues no estaban precisamente muy sobradas de ellas.

-¡Buenas tardes, Isabel! ¿A qué debemos tanto bueno por esta humilde morada? -comentó un tanto extrañada.

-Verá -respondió la mujer dando las gracias por el cumplido- me manda don Álvaro para decirle a tu marido que se pase esta noche sin falta por la casa, pues me ha dicho que es urgente.

-Y... ¿no sabe usted para que pueda ser? -preguntó nerviosa María.

-Hija, no lo sé con seguridad, pero aunque estoy ya un poco "teniente" he querido oír algo de unas obras en el Ayuntamiento...

Ella ya no estaba prestando más atención a las palabras que seguía pronunciando su interlocurora, había escuchado lo que quería escuchar, pura música celestial para sus oídos, y pensó: ¡Por fin Dios mío! Tanto que había rezado porque José volviese a trabajar y al fin estaba llegando ese día.

Algo nerviosa se dirigió a su hija:

-¡Anda Ana María, tráele una copita de anís a la buena de Isabel!

-No debería, María, a mi edad... de joven en los bailes sí que me gustaba tomármela, pero ya una...

-¡Ande, ande! -interrumpió la muchacha, que venía de la alacena con la botella en una mano y en la otra una copa- Una sola no hace daño, tómesela usted.

Después de terminado el pequeño convite, el ama de llaves se levantó para irse.

-¡Que no se te olvide decírselo a José!

-Mire, Isabel -le pidió María- me gustaría que me hiciese usted un favor y ya que le coge de camino…

-Dime.

-La verdad es que ahora mismo está en la taberna del tío Matías y se pone hecho una fiera cuando una va por allí, pues le da mucha rabia que, en tono de chanza, le digan sus amigotes cosas acerca de quien lleva los pantalones en casa, y que si esto o lo otro, y como puede volver tarde...

-Ya entiendo. -Interrumpió la comprensiva mujer- Quieres que yo me pase por allí y le dé la razón, ¿verdad?

-Le estaría muy agradecida.

-De acuerdo, así lo haré. Y ahora me voy, pues todavía tengo pendiente la cena y se van a impacientar.

-Por aquí -la condujo Ana María acompañándola hasta la puerta, seguida de su madre.

-¡Adiós, y muchas gracias!

-¡A Dios tengáis las dos y hasta pronto!

Al cerrar la puerta, se abrazaron llenas de alegría.

El ama de llaves, con su lento y cansino paso, llegó por fin a la puerta de la taberna citada. A la entrada, jugaban unas niñas a la rayuela, en la tierra. Cerca, por la calle, venía un niño con una ganga, juego que consiste en un aro de aluminio o latón, que se le quita a los cubos viejos de chapa, y que el chaval rodándolo, guiaba con un alambre grueso, que terminaba por la parte de la rueda en forma de "u".

-Muchacho… -inquirió la mujer- ¿Quieres entrar a la taberna y ver si está dentro José el albañil?

-Sí, señora, ahora mismo.

Al momento salió acompañado efectivamente por él.

-Hola, Isabel, ¿me ha llamado usted?

-Así es. Verás, me manda don Álvaro para decirte que vayas esta misma noche a su casa, creo que es acerca de un posible trabajo.

-¡Muchas gracias, iré enseguida!

-¡Hasta ahora, pues!

El albañil entró con una sonrisa de oreja a oreja en la taberna y yéndose a la mesa donde jugaba, terminó su vaso de un trago dirigiéndose a sus compañeros de juego:

-¡Ahí os quedáis, tengo prisa! ¡Que termine otro por mí la partida, muchachos!

Y volando, más que corriendo, llegó a su casa.

-¡María! ¿Te has enterado de la noticia? -gritó entrando por la puerta casi sin abrirla.

-Sí, marido. Ha estado aquí Isabel y al pillarle de paso le he dicho que se pasara por allí y te lo dijera ella misma.

-¿Y a qué esperas? Prepara la palangana que me lave. Sácame las zapatillas de cáñamo y la camisa que me hiciste para el bautizo del niño de Antonio... ¡rápido!

Todo esto se lo pedía a su mujer con mucho acelero, pues el nerviosismo se lo comía. Quería estar allí, ya, enfrente de don Álvaro.

María trataba de tranquilizarle.

-Ya tienes la ropa encima de la cama, vístete tranquilo, que llegarás con tiempo.

Una vez lavado y vestido, salió de la casa bajando la empinada cuesta que conducía desde su humilde barrio a la plaza del Generalísimo, pues allí, en el lugar de más preferencia, se encontraba la casa del alcalde. Un enorme y suntuoso caserón de cierta antigüedad, con aspecto exterior cuidado a lo sumo. Los forjados de las rejas eran de un labrado exquisito y un enorme escudo nobiliario presidía el centro de la enorme fachada.

La entrada principal estaba en un lateral de la casa, a la que se accedía por unas lujosas escalinatas con peldaños de mármol blanco y suave pendiente. El rellano lo cubría un precioso tejado de dos aguas en teja árabe y, abajo, lo embellecían dos arcos de medio punto, uno dando frente a las escaleras y el otro a la calle que salía de la plaza en dirección al Casino, que no se hallaba lejos.

La puerta de entrada era enorme, dividida en dos hojas de recia madera de pino, rematadas por dos picaportes dorados en forma de sendas cabezas de león, que le daban un decidido aire de mansión. José, tembloroso, dio un suave golpe con uno de ellos, retirándose un poco.

No pasó mucho hasta que el ama de llaves le abrió, aunque esos segundos le parecieron eternos.

-¡Caramba, José! -exclamó la anciana- ¡Quién te vio en el bar y quién te ha visto aquí!

-Ya lo ve, Isabel, quería llegar antes de que estuviese cenando don Álvaro.

-Bien, pasa detrás de mí.

Le siguió, con la gorra en la mano, por un amplio recibidor y a través de un largo pasillo llegaron después al despacho de don Álvaro. Tenía éste un amplio ventanal que cubría la superficie de pared que dejaba el hueco de unas altas estanterías repletas de lujosos volúmenes. Sobre ellas, varios trofeos disecados cobrados en sus innumerables cacerías allá en el Almendral, compaginando todo ello con algunos cuadros, estratégicamente situados, de motivos cinegéticos. El despacho lo cerraba una larga mesa en color oscuro, agolpada de papeles, y a su espalda, presidiendo toda la habitación, un cuadro de grandes dimensiones de su Excelencia el Caudillo vestido de militar.

Detrás de esa mesa resaltaba la figura regia e impenetrable del dueño de la casa, don Álvaro de Monteoliva.

-¿Se puede pasar? -preguntó el ama de llaves.

-¡Pasad, pasad! -contestó sin levantar la vista de unas cartas que veía con interés.

-Aquí está José, el albañil -siguió diciendo Isabel- que le di la razón.

-Usted dirá, don Álvaro -dijo con voz algo tenue el aludido.

-¿Estás parado ahora, no es eso? -preguntó levantando la cabeza.

-Así es, llevo una temporada sin trabajo.

-Bien, me he acordado de ti porque tengo al menos dos meses de obra en el Ayuntamiento. Consiste en hacer unas reparaciones generales, dado el ruinoso estado en que se encuentra dicho edificio y la verdad es que se dice de “usted” que es uno de los mejores albañiles del pueblo -comentó con un tono un tanto irónico, que no supo percibir el bueno de José.

-Favor que usted me hace. –contestó algo más confiado- La verdad es que me apaño un poco, y los años en el oficio...

-Bien -cortó don Álvaro- el sueldo no es muy alto, lo estamos pagando a cinco duros la jornada de sol a sol, pues corren malos tiempos y no se puede hacerlo a más.

-Estoy de acuerdo con el ello, necesito trabajar sin falta.

-Si es así, te espero el lunes en la puerta del Ayuntamiento a las siete de la mañana. ¡Ah los peones ya los tengo buscados! Con dos y uno con bestias para traer el agua creo que bastarán.

-Lo que usted mande don Álvaro, cuente que allí estaré -contestó el albañil.

-¡Isabel! -gritó don Álvaro- Acompaña a José.

El ama de llaves lo sacó del despacho, conduciéndolo hasta la puerta, y despidiéndolo después cariñosamente.

La noche caía y el albañil, sin pararse ni siquiera en la taberna, marchó para su casa acompañado de un monótono ladrar de perros a medida que caminaba.

Después de la cena en casa de don Álvaro, y una vez que se hubo retirado el servicio, doña Loreto y su hermano subieron a la amplia terraza llena de bellas flores y un oloroso galán de noche que tenía perfumado el ambiente. Él, recostado en su asiento, sostenía una copa de brandy en una mano y su inseparable pipa en la otra. Ella, se disponía, como casi todos los días de los meses de verano, a poner un disco sobre una llamativa gramola con un altavoz dorado en forma de gran campanilla, que, a chorro, esparcía al viento las melódicas notas de una vieja canción, evocándole recuerdos de su pasada juventud.

Era digno de observar a los muchos pobres del pueblo cómo esperaban ese momento para agruparse en los aledaños de la casa de los señoricos, y escuchar la maravillosa música que salía de "la maquina cantaora", como decían ellos, y pasar allí la velada.

-¿Qué? -preguntó doña Loreto- Vino José, accedió al trabajo y todo a la perfección, como planeé ¿verdad?

-Así es, todo como tú lo calculaste.

-¡Claro que sí! -afirmó- ¿Acaso podía ese pobre desgraciado decir que no a tan suculento ofrecimiento y más en sus condiciones? Sin estar yo presente -siguió diciendo ufana- seguro que sólo le habrá faltado besarte las botas, Álvaro.

-Bueno, sin exagerar -contestó pensativo- Se le veía muy necesitado y sus ojos brillaban por la ocasión que tenía enfrente.

-¡Vale! -cortó su hermana- El primer paso ya está dado, ahora hay un detalle que puede hacer que la mosca venga a la tela de la araña -dijo mientras cambiaba el disco de la gramola y una sonrisa malévola le iluminaba la cara.

-¿Qué estás tramando, criatura maléfica?

-¡Hermano, hermano, no discurres lo que debieras! Piensa quien da en éste pueblo los permisos para los bailes ¿eh?

-No sé a dónde quieres ir a parar -exclamó un tanto confuso.

-Pues muy fácil -terció doña Loreto- Hay que enterarse en el grupo que está Ana María y quién es la que viene a pedírtelo.

-Pues por ese barrio –contestó apartándose la pipa de la boca y frunciendo el entrecejo, como entendiendo ya la conversación- suelen venir Angelitas o Clara la de Ramón.

-Pues espabílate y apáñatelas como sea para que el permiso tenga que venir a pedirlo ella, y mejor ocasión...

El humo de la pipa de don Álvaro subía al tachonado cielo de verano y sus ojos brillaban más que las estrellas que le cubrían. Mientras, abajo, los pobres, la sufrida gente, ajena a todas estas maquinaciones, disfrutaban inocentemente de las notas musicales que, envueltas en un oloroso galán, alegraban y perfumaban el ambiente cálido de esa noche de agosto.

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