martes, 25 de septiembre de 2007

Cita Inicial

ESCRIBIR UNA NOVELA, ES SENTIRTE EL CREADOR DE UN MUNDO DE FANTASIA, MANEJADO POR LA DOCTA PLUMA DE TU INTELECTO.

Capítulo I TOMA DE CONTACTO.

Estaba anocheciendo.

Sobre los ya pardos frutales del huerto, cantaban los tardíos pajarillos, pareciendo querer acompañar la voz cantante de un viento inquieto y juguetón que, diríase, quisiera evitar a toda costa que alguien escuchara la conversación enamorada de Miguel y Ana María.

Miguel, un chaval a la sazón de unos dieciocho años. Tez blanca y ondulado cabello negro, algo maltrecho por el uso continuado de una vieja gorra, y de cuerpo larguirucho y delgado.

Había dejado, como cada tarde, su trabajo de aprendiz en la fragua de su tío Frasquito, hermano de su difunta madre; hombre entrado en años, algo protestón, pero un buenazo en el fondo. Y sin apenas atenuar su piel de la negrura propia del oficio, escaló con decisión la tupida muralla de madreselvas que crecían frondosas sobre las tapias del huerto de Ana María, para verla.

Y allí estaba ella, esperándole como siempre. Una muchacha ligeramente más joven, de alta estatura para su edad, cabellos largos y rizados de un negro profundo, que contrastaban drásticamente con unos grandes y bellos ojos azules, encerrados en las curvas de una perfilada y blanca tez. Poniendo el broche de oro, resaltaban en su rostro, unos carnosos y rojísimos labios. Pero sobre todo tenía, como virtudes que le rebosaban, una profunda sensibilidad y un grandísimo corazón.

El encuentro era mutuamente ansiado, aunque a la hora de la verdad, la timidez del primer amor hacía que se entrecortasen, tanto las miradas como las palabras y un sudor frío recorriera la espalda de ambos en esos momentos.

Miguel rompió el hielo.

-Hola Ani -siempre le gustaba llamarla así- tenía tantas ganas de verte… ¿Sabes? Hoy me he ganado un tirón de orejas por descuidarme en el trabajo, mi tío dice que estoy en la edad del pavo y que si sigo así no voy a aprender el oficio nunca. Pero yo callo, pues ¿qué voy a hacer? Aunque ya sabes tú quién es la culpable de todo eso ¿no?

Ella cambió ligeramente de color al oír estas palabras y reponiéndose un poco, le dijo algo acalorada:

-Anda ya, seguro que es por otra que tienes por ahí, ¿eh pillín?

-Sabes que no. Además, mira, entre darle al fuelle y darle al fuelle he tenido tiempo de escribirte estos humildes versos, que nunca llegarán a ser tan hermosos como tú.

-Miguel eres un adulador.

Él la interrumpió.

-¡Calla, escucha y no rompas la magia de este momento!

Ana María le hizo caso. Quería escucharlos, no eran los primeros que le componía, sabía que lo hacía bien y tenía gran fe en que algún día sería un poeta famoso, pero también le preocupaban las pocas oportunidades que pudiera tener a lo largo de su vida, al ser tan pobre y no haberse formado convenientemente, y sufría.

El joven enamorado carraspeó ligeramente y leyó suave:

Un jazmín limpio, fragante,
cuelga sobre mi ventana.
Inerte miro, anhelante,
un ruiseñor canta al fondo...
¡triste y romántica tarde!

Los trinos del pajarillo
me elevan al sol, al aire,
pero pesan los recuerdos
y ni siquiera una nube
puede con mis soledades.

Soledades que me hieren
mientras se escapa otra tarde
sin que me miren tus ojos,
sin que tus labios me abrasen.

Ella callaba, escuchando atenta por cada poro de su piel ruborizada, esas lindas palabras y esos bellos versos.

Él no levantaba la vista y seguía...

Grito tu nombre hacía el cielo
y juegan con él las aves,
las nubes, algún lucero,
los verdes pinos y el aire.

Bosteza la luz, el viento
mece las flores del valle,
se encienden grillos y luna,
duerme el sol en el estanque.


Se disponía a terminar el último, cuando el ladrido de unos perros, abajo, en la calle, le hicieron callar momentáneamente, para después, sentir el chasquido, al pasar, de una caballería, muy probablemente hacía la fuente cercana. Después, volvió de nuevo el silencio, roto esta vez por el crujir de unas viejas maderas que semejaban una puerta. Era la que daba al huerto y, junto a su quicio, alguien llamaba a su amada.

Se trataba de María, su madre. Una mujer aún joven, de unos cincuenta años de edad, menuda, con apariencia dulce, ojos azabache muy vivarachos, pelo raído hacía atrás recogido en un moño simple, que le dejaba su cara totalmente al descubierto apreciándosele en ella traicioneras arrugas que delataban el paso de los años vividos no precisamente llenos de satisfacción y abundancia.

-¡Ana María, venga, que vamos a cenar, tu padre espera!

Miguel, con el papel entre las manos se excusó nervioso:

-Siento no poder terminar la poesía, quedaba lo más bonito.

-¡No te preocupes, habrá otro momento, venga, vete de prisa, no quiero que mi madre nos vea, no tengo edad, corre...!

Y el muchacho, bajando rápidamente las tupidas tapias del huerto se perdió en la noche.

La joven mientras se aprestó a subir las escaleras que daban a la entrada de la casa. Al llegar a la altura de su madre, que permanecía esperándola, le preguntó:

-¿Estabas otra vez hablando con el herrerillo, hija?

A ella le pareció que las estrellas del vivaracho cielo de verano que les cubrían le caían todas encima de golpe; no obstante, reponiéndose un poco, levantó la vista, rogando temblorosa a su progenitora:

-¡Madre, por favor, no le diga nada a padre!

La mujer asintió, entrando en la casa después que su hija, ahogando la pobre luz que salía del quinqué por la puerta y sumiendo en una tenue oscuridad el oloroso y ya callado huerto.

Ana María, una vez en el pasillo, preguntó a su madre si faltaba algo que llevar al comedor, contestando ésta negativamente, mientras entraba en la cocina. En el comedor el puesto de preferencia en la mesa lo ocupaba un hombre fornido y alto, de hirsuto cabello algo blanqueante que denotaba ya los cincuenta y cinco años cumplidos que pesaban sobre él. Apretaban el tenedor y el cuchillo unas voluminosas manos de albañil, profesión que desarrollaba hacía más de cuarenta años y que le inculcó su difunto padre desde que de zagal le servía, o menos que eso, le estorbaba de peón. Era José, el padre de Ana María.

Ella, como siempre fue hacía él y besándole, le preguntó:

-¿Ya ha venido usted, padre?

El aludido, mirándola fijamente a los ojos y aún a sabiendas de que la contestación que le daría no sería la verdadera, le preguntó a su vez:

-¿Qué hacías en el huerto a estas horas, hija?

La joven, un poco atropelladamente, trató de contestar con palabras vagas, que se vieron cortadas por la llegada providencial de la madre, que venía con el pan y el cuchillo, sentándose ambas al unísono y comenzando, como si de un ritual se tratase, la humeante y pobre cena que se ofrecía a sus ojos.

Esta transcurrió sin más incidencias que destacar. Levantándose una vez acabada, la muchacha, ardilosa como siempre retiró todos los cacharros de la mesa; después, dando las buenas noches, se marchó a su cuarto, disponiéndose a acostar.

Sólo permanecía ya en el comedor José, terminando de un trago el vaso de vino rojo que quedaba sobre la vacía mesa, para, acto seguido, sacar su pitillera y los libritos de papel, liando después su consabido cigarro, arte que ejecutaba a la perfección.

Lo abandonó momentos después, canturreando entre dientes una vieja canción llegando a la puerta del huerto, donde le esperaba su mujer. Ambos bajaron la suave escalera y se adentraron entre frutales y jazmines llenos de noche. En voz baja iban contrastando pareceres.

-La hija estaba en el huerto con el herrerillo, ¿no es cierto? -le inquirió él.

-Sí, no te equivocas, aunque te agradecería que no le hicieses ver que lo sabes, pues sufriría mucho si supiese que estás al corriente, la muchacha es buena.

A decir verdad, desde su nacimiento, siendo el único hijo del matrimonio, no les había dado motivos de insatisfacción y la veían crecer orgullosos de que su hija, precisamente, fuera un dechado de virtud y obediencia, así como de una honradez y modales admirables.

-En el fondo -prosiguió la esposa- son amores de muchachos, sin más importancia, y si el curso de la vida les arrastrase juntos para mí no sería desagradable, pues Miguel es un muchacho callado y hacendoso y se hace querer, aunque, dejémoslo todo encomendado a las sabias manos de Dios y Él dirá.

Sin más, marchó el matrimonio a descansar, quedando las palabras pronunciadas por María en el aire, envueltas entre los mil aromas del precioso huerto, como una premonición.

Mientras, abajo en la calle, empezaban los perros su nocturno concierto de ladridos, y la luna, más en silencio, salía despacio dominando el amplio y sereno cielo.

Capítulo II EL PUEBLO. EL ENCUENTRO.

Comenzaba a desperezarse el sol por la cima de una montaña cercana, vivificando con sus rayos el pequeño y bonito pueblo alpujarreño. Los vivos resplandores resaltaban ya en la veleta que servía de orgullo a la gran y vistosa iglesia mudéjar, junto a la cual, como ovejas en torno a su pastor, se agrupaban las casas más destacadas y señoriales, configurando dicho agrupamiento, la plaza mayor, y en un segundo orden se apiñaban, ora a la derecha, ora a la izquierda, según mirase el observador, las que conformaban los barrios más desprovistos, como guardando celosas que no escapara de su entorno la pobreza que les caracterizaba.

Era un amanecer de mil novecientos cuarenta y cinco. Otro amanecer que iba dejando atrás en el tiempo, aunque no en el recuerdo, la dura guerra civil sufrida pocos años atrás, una guerra fratricida e inútil como todas, y que dejó tanto luto, dolor y miseria en el país, y un régimen dictatorial e injusto que acrecentaba la opresión y el sometimiento.

Pero pese a todo, la vida tenía que seguir, y las gentes del pueblo despertaban ardilosas con sus mil ruidos. Caballerías dirigiéndose hacía las secas y duras tierras. Labriegos con azadas al hombro y su pitillo en los labios. Lavanderas con el barreño de los trapos a la cadera encaminándose a la Fuente de Los Cipreses, ladridos de perros, canto de gallos en su corrales...

Mientras, Ana María se había levantado ya, hecho su cuarto y después de despejar con fresca agua el poco sueño que quedaba en su cara, cogió su lechera, disponiéndose, como cada mañana, a ir a la casa de Juan el pastor, a proveerse de la buena leche de cabra recién ordeñada.

Por el camino, mientras el suave aire de la mañana pintaba de rojo sus mejillas, saludaba con simpatía a las madrugadoras pueblerinas que se cruzaba a su paso.

-Buenos días Dulce, ¿qué tal su marido?

-Ya va algo mejor, niña, muchas gracias -contestó la aludida vecina del pastor, que salía con un queso en las manos, de la casa de éste.

Josefa, su mujer, saludo a Ana María.

-¡Buenos días muchacha, siempre tan madrugadora!

-Ya lo ve, el aire de la mañana es muy sano respirarlo; además, ¿qué iban a pensar de mí los mozuelos, si vieran que soy una perezosa?

La pastora esbozó una leve sonrisa y mirándola le preguntó:

- Te veo con dos lecheras; vas a necesitar más leche ¿no?

-Así es, efectivamente, pues tiene pensado mi madre que hagamos arroz con leche y así de algún modo celebrar el que hoy haga años que se casaron mis padres.

-¡Caramba! -exclamó curiosa- Y… ¿cuántos?

-Pues, treinta nada menos -respondió la muchacha.

-Bueno -acabó- ojala que sean todos los del mundo. Así se lo deseo a ellos.

-Muchas gracias, mujer.

Habiendo terminado de ordeñar el marido y llenarle el cabimento, salió Ana María de nuevo a la calle dirigiéndose hacía su casa. Iba recordando por el camino los versos inacabados que le había recitado Miguel la noche de antes y esperaba ansiosa un nuevo encuentro, en el cual, su amado, terminase de leerlos.

Tan ensimismada iba, que no vio acercarse a una jaca bien enjaezada y vistosa. En poco tiempo, ésta se le echó encima, obligando al jinete a toda prisa a dar un tirón enérgico de las bridas y lanzar un grito fuerte de cuidado que terminó por alertar a la joven, aunque en su movimiento brusco, acabó soltando la carga de las manos, desparramándose la leche por la calle.

Se aprestó a bajar el jinete de su cabalgadura. Mientras lo hacía se le notaba cierta clase y distinción. Se trataba de Don Álvaro de Monteoliva, cacique mayor del pueblo, así como su alcalde. Militar de cierta graduación del ejército nacional, ya retirado, y el mayor terrateniente del lugar, lo que le convertía en hombre adulado y respetado a la fuerza por todos.

Todo ese halo de porte y distinción que decíamos, se evaporó al dirigirse a la asustada chiquilla, que no podía articular palabra.

-Pero, ¿es que no miras por dónde vas, insensata? ¿Te imaginas lo que podía haber sucedido si no freno a mi jaca a tiempo? ¿Acaso estás ciega, criatura?

A todo esto, venía corriendo desde la punta de la calle Tomás, su mozo de cuadras, que había observado el lance desde la puerta, preguntando jadeante:

-¿Le ha ocurrido a usted algo señor?

-Nada Tomás, esta alocada muchacha que no mira por dónde va y he estado a punto de caerme por su culpa.

Ana María continuaba sin levantar los ojos del suelo, la vergüenza le impedía llorar al estar él presente, pero no tardaría en hacerlo. Tomó aire, levantando por fin la vista hacia el alcalde, pidiéndole educadamente perdón.

Él ni la escuchó. Balbuceaba barbaridades aprestándose ya a marchar, aunque sí tuvo un momento para fijarse en sus bellos ojos, y una mirada lujuriosa le hizo arrugar el entrecejo.

Ella huyó rápidamente de allí, intuyendo mucha malicia en aquel hombre.

-Tomás –preguntó mientras ponía el pie en el estribo- ¿Quién era esa joven? El caso es que creo conocerla, pero...

-Es la hija de Pepe el albañil -contestó rápidamente el mozo- el de la casa vieja del final de la cuesta.

No preguntó nada más, quizás sabía lo que quería, y espoleando a su bello ejemplar de equino, se alejó al trote, rondandole esa visión fugaz de la muchacha y un maligno pensamiento albergó por momentos su sucia y mezquina cabeza.

Ana María, volvió de nuevo a casa del pastor, continuando algo aturdida por el encuentro tan desagradable, precisamente con él, con el alcalde, iba mascullando entre dientes, con el amo y señor de todo, el ser más odioso y antipático del pueblo, de quien muy pocos hablaban bien, como no fueran limpiachaquetas o gentes afines a él.

Se extrañó Josefa al verla de nuevo. Ella le contó entre sollozos el suceso. La mujer la tranquilizó, regalándole la leche esta vez para que no le riñesen, y la despidió, aconsejándole que tuviese cuidado en lo sucesivo con ese hombre.

A lo lejos, observó ya a su madre, que, con su sempiterno moño raído, barría la puerta de la casa con su escoba de bolina.

En ese instante, sobre el umbral, apareció la alta figura del padre, bolso en una mano, gorra en la otra, para poco después, y habiendo dicho adiós entre dientes a las dos, perderse al doblar una esquina cercana.

-¿Qué le queda a padre de trabajo en la casa de don Emilio?

-¡Poco, hija, y por desgracia! -sentenció ella- Pues temo que después de esos arreglos, tenga que estar en casa parado a falta de algo mejor.

-Bueno, verá cómo le sale después algo más. Voy al rincón a cocer la leche y desayunamos.

-¡Miguel! -gritó el tío Frasquito desde el fondo de la fragua- ¡Cógete las herramientas precisas, que ayer noche me mandó decir don Álvaro, con Tomás, que tienes que ir al Almendral para arreglarle una reja de arado que tiene en mal estado y le corre prisa!

El herrerillo frunció el entrecejo, decididamente no le gustaba ese tal don Álvaro. A decir verdad, le precedía una mala fama ganada a pulso, y con mucho, no estaban contentos los habitantes del pueblo, aunque sólo lo comentasen bajo la chimenea, por temor a represalias.

Yéndose al corral, sacó a Lucero, un enjuto y famélico borriquillo, medio de transporte de la empresa de su tío, ataviándolo correctamente y, una vez echados los pertrechos necesarios, montó de un brioso salto sobre sus pinchudos huesos. Aplicándole los talones lo enfiló hacia las afueras del pueblo para tomar el serpenteante y polvoriento camino que le llevaría al cortijo.

-¡Buenos días, Miguel, temprano vienes! -terció el medianero de don Álvaro, sombrero en mano y pañuelo en la otra, limpiándose el abundante sudor que le caía por las sienes de labrar la dura tierra.

-¡Ya ves, Andrés! Al parecer le corre prisa a tu señorico el arreglo de ése arado. ¿Dónde lo tienes?

-Allí en el almacén, al entrar a la derecha; lo verás apoyado en el paredón.

-Bien, en cuanto coma algo me lío con él. Oye, ¿me podré llevar luego un par de racimos de uvas para la casa? He visto los parrales al entrar, y están que se vienen abajo.

-Lo siento niño, pero hoy tengo aquí a don Álvaro y ya sabes cómo se las gasta. Además, ha venido esta mañana muy malhumorado, ¡no sé qué diablos le habrá pasado!

Miguel palideció al oír que estaba allí "la fiera". Decididamente el trabajo, estando él allí, no sería lo mismo y hasta había perdido las ganas de desayunar.

Acercándose al cortijo divisó la alta y marcial figura del alcalde, que fumaba su pipa en el porche mientras sacaba brillo a una preciosa escopeta de caza, a la cual era aficionado en grado sumo. El herrerillo, al llegar, quitándose la gorra en señal de educación más que de sometimiento, dijo algo nervioso:

-¡Buenos días tenga usted don Álvaro! Vengo por lo del arado.

El aludido, sin contestar palabra y siguiendo su limpieza, le señaló la puerta del almacén. Disponíase a entrar cuando, a su espalda, sonó su fuerte y grave voz.

-¡A ver qué haces! Lo quiero bien hecho, mozo.

Miguel asintió y, entrando, comenzó su trabajo.

El sol corría rápido por el ancho cielo, tomando ya la cuesta de bajada cuando el joven aprendiz dio por finalizada su faena. Contento por su buen hacer, a su juicio, comenzó a cargar de nuevo los pertrechos en su insignificante cabalgadura, llegando en esos instantes Andrés.

-¡Hola Miguel! ¿Ya te marchabas, no? ¿Qué tal has dejado eso?

-Creo que bien. ¿Y don Álvaro? -preguntó a su vez el chaval.

-Aún no ha regresado de la cacería, aunque creo que no tardará en hacerlo.

-Bueno, yo de todas formas ya me iba. La verdad, y te lo digo a ti en confianza, que no termina de gustarme tu señorico.

-¡Qué me vas a decir a mí! Pero corren malos tiempos y yo no puedo perder este trabajo aunque es muy esclavo, pero sin él, me vería mendigando.

El joven afirmó con la cabeza y montando en su burro, lo despidió con un gesto de brazo, alejándose de allí. Por el camino bordeó los verdes y frondosos parrales, que le ofrecían su jugoso y apiñado fruto, tentándolo excesivamente, pues el hambre apretaba fuerte y era un enemigo difícil de combatir.

Atrás quedaba el Almendral, un precioso cortijo de paredes escrupulosamente encaladas, con un porche adornado por cuatro recias pilastras, que soportaban la amplia terraza superior. Magníficos ventanales defendidos por duro hierro forjado y una envidiable techumbre de pálidas tejas árabes.

Ya en la parte de atrás, junto a los corralones, una desvencijada y destartala casucha contrastaba drásticamente con todo el lujo de la anterior. Era la vivienda de Andrés, el medianero, un hombre enjuto, de mediana edad, muy vitalista y simpático, buen labriego y mejor persona.

No se había casado, según él, porque así lo había querido, pero en los corrillos, a “sotto vocce” se hablaba de un amor que prefirió la vida de un convento y que le marcó para siempre. Y él ahogaba todas esas penas soliendo frecuentar las innumerables fiestas cortijeras, con sus bailes de robao y mudanzas, y cómo no, sus estupendas veladas de trovo, poesía improvisada, un deleite para el que la escucha y del que era muy aficionado, gozando de cierta fama de buen trovero en la comarca, aunque en su modestia nunca lo reconociera.

Lo que sí tenía colgado encima del cabecero de su catre, escrito en un papel que ya amarilleaba por el tiempo y que un remedo de marco trataba de encerrarlo, era una quintilla que compuso con todo su corazón a una madre que no conociera, pues murió cuando él tendría sólo dos años, y que leía muy a menudo con lágrimas en los ojos. Decía así:

Me gusta mirar al cielo
cada noche al acostarme
para calmar mi desvelo
y recordar a mi madre
que brilla como un lucero.

Capítulo III EL EMPLEO.

El motor malsonante de un camión Ford de seis cilindros y el petardeo de su escape, rompían la hora de la siesta en la cálida tarde de agosto. Era éste el único vehículo del pueblo, su dueño era un comerciante en higos, almendras y demás productos autóctonos de la tierra, que entraba lentamente, haciendo tocar su ronca bocina por la calle principal, en dirección a la plaza, mientras una multitud de niños, unos medio vestidos y otros descalzos, le seguían enganchados del portalón, divirtiéndose por el espectáculo tan poco habitual.

El vehículo en cuestión, que servía para todo, venía esta vez con sacos de harina, arroz, azúcar, sal, leche en polvo; alimentos todos de primera necesidad, para proceder, en las dos tiendas del pueblo, a descargarlos y que éstas lo repartieran entre los portadores de las cartillas de racionamiento, tal estaba la cosa en cuanto a la comida se refería.

Mil novecientos cuarenta y cinco pasaba muy duro. Una hambruna terrible, que duraría algunos años más, asolaba La Alpujarra y por ende, a España entera. El panorama internacional, por otra parte, no presentaba mejores síntomas y el fantasma de la entrada en una nueva guerra acechaba de manera alarmante al país.

Sólo los señoricos del pueblo, comprando o cambiando en el mercado ilegal del "estraperlo ", sufrían esta mala racha alimenticia de una manera más atenuada. Era lo de siempre, el sino de los pobres.

Ana María y su madre habían estado allí, en la tienda donde les daban fiado, se habían dado prisa, pues venían ambas de la Fuente de los cipreses de lavar dos cargas de ropa, y, una vez aprovisionadas, marchaban para casa.

-¡Dios, qué ruina tenemos encima, madre! -exclamó por el camino.

-¡Paciencia, hija! No hay mal ni bien... ya lo dice el refrán -contestó la madre, tratando de dar unos ánimos que ella por supuesto tampoco tenía, pues en el fondo sabía que la cosa no andaba demasiado bien.

-Sí, pero qué difícil es de sobrellevar todo esto. Se hace largo y duro y es que todo últimamente nos viene torcido -comentó con pena la joven, entrando en la casa.

Habían pasado los días. Más de quince llevaba ya el bueno de José sin trabajo, después de haber ultimado las reparaciones de un tejado en la casa de don Emilio, y a partir de ese momento, los empleos habían desaparecido de su horizonte.

Esto le preocupaba sobremanera a María, pues a la falta de ese vital aporte económico, lo poco que ella ganaba zurciendo o planchando bien se podía contar como nada, había que sumar los malos ratos que pasaban madre e hija al verle llegar borracho a casa casi de continuo, ya que había cogido la mala costumbre de ahogar esa falta de trabajo bebiendo. Que si una copa en el bar con los amigos, que si la partida a las cartas. Siempre acababa igual y esto ya se estaba haciendo insoportable por momentos.

Estas reflexiones tenía, cuando llamaron a su casa. Serían las ocho algo pasadas de la tarde. Ana María corrió a abrir. Al otro lado de la puerta se encontró con una venerable mujer de provecta edad, pelo blanco y gordo y rechoncho cuerpo que sujetaban unas piernas cortas y algo zambas. Era el ama de llaves de don Álvaro. Entró de muy joven a cargo de sus padres hacía ya más de cincuenta años, y desde entonces, habiendo renunciado incluso al matrimonio, se mantuvo fiel a esa familia.

-¡Buenas tardes chiquilla!

-¡Muy buenas las tenga usted, Isabel!

Ana María la invitó a entrar amablemente, lo que hizo la anciana apoyada en el brazo de la joven, cerrándose, al paso de las dos, la desvencijada puerta con un chirrido de bisagras.

Un aroma intenso a tabaco de pipa flotaba en el aire del espacioso salón de la casona de don Álvaro. Se dirigió este hacía un mueble bar de madera tallada y espejos biselados para sacar una botella de vino reserva de las mejores cosechas de sus viñedos. Y con el arte de un "sommelier", llenó hasta la mitad con el rojo líquido dos copas de finísimo cristal mientras conversaba con una mujer de ojos afilados, tez blanquecina y riguroso luto, salpicado por un medallón que lucía por fuera, donde al abrir una tapa aparecían sendos retratos de sus difuntos padres.

Era doña Loreto de Monteoliva, mujer de unos sesenta y cinco años y hermana mayor y única de don Álvaro. Se hallaba postrada en una silla de ruedas por una mala caída ocurrida muchos años atrás, en su juventud, la cual la dejó inválida, aunque, afortunadamente pudo conservar alguna movilidad en sus miembros superiores.

Fuera por este suceso o fuera por su condición, el caso es que era una persona renegada y protestona, envidiosa, mala consejera, y con unas ideas y una lengua envenenadas.

Su hermano, no sin pensárselo mucho, le había relatado a ella el suceso de días atrás con la hermosa y bella Ana María, y de cómo él, ya corrida en años su madurez, se había quedado prendado de la joven en cuestión. El tema era muy delicado.

Doña Loreto, después de escucharle, había captado el pensamiento innoble de su hermano y le daba vueltas al asunto para tratar de que se saliera con la suya.

-¡Loreto, hermana, la verdad es que no puedo quitármela de la cabeza, tan joven, tan lozana... es una locura…! ¡Dios mío, pero...! -exclamó mientras iba de un lado para otro del salón chupando fuerte su pipa y mesándose los cabellos.

-¡A ver, Álvaro, estate quieto ya, por favor, que pareces un crío! Calma, las cosas para que salgan bien, deben de ir lentas y bien calculadas. Por lo pronto, lo que debes es de tratar de tener a esa mujer lo más cerca posible, ganarte su confianza día a día, con la excusa que sea y sobre todo hacerle ver tu poderío y grandeza, tu dinero, en una palabra, ¡que sepa quién manda! Tú no quieres casarte con ella, ¡válgame Dios!, con la hija de un albañil y encima medio rojo. ¡Todo un Monteoliva! Pero sí quieres poseerla ¿me equivoco?

Don Álvaro la miró con lujuria antes de contestar.

-No, Loreto, no te equivocas, ¡qué bruja eres! Me lees el pensamiento.

Se sinceró mientras movía la cabeza de arriba a abajo.

-¡Daría lo que fuera por ello!

-¡A ver! -prosiguió doña Loreto- Tienes pendientes las obras del Ayuntamiento.

-¡No pretenderás que se las de a un comunista! ¿Te has vuelto loca? -cortó de una manera drástica la conversación a su hermana- Sabes que son para Luís el de Juana....

-¡A la porra Luís! ¿Tú quieres o no quieres seguir con mi plan?

-Sí, pero no sé a dónde quieres ir a parar...

-Tú contrata -siguió terciando doña Loreto- a José el albañil y te asegurarás dos meses de día por día verla venir para traerle el desayuno a su padre. Después, las ocasiones caerán solas. Es más, ya he dado yo esa orden. Tú déjalo todo en mis manos.

Esas últimas palabras resonaron dulcemente en los oídos de don Álvaro. Le agradó la idea. Volvió a llenar esta vez hasta el borde las copas del oloroso vino y acercándolas las dos al unísono, brindaron ambos mientras en sus caras se denotaba una sonrisa de felicidad malsana.

Mientras tanto, Isabel ya había penetrado hasta la pobre cocina de la casa de María, ayudada por su hija. La dueña se encontraba al lado de un viejo rincón de leña, donde a la vez que cocía la sopa para la noche, se entretenía también zurciendo varias prendas que le habían confiado por su oficio. Al verla entrar, se levantó rápidamente ofreciéndole su silla, pues no estaban precisamente muy sobradas de ellas.

-¡Buenas tardes, Isabel! ¿A qué debemos tanto bueno por esta humilde morada? -comentó un tanto extrañada.

-Verá -respondió la mujer dando las gracias por el cumplido- me manda don Álvaro para decirle a tu marido que se pase esta noche sin falta por la casa, pues me ha dicho que es urgente.

-Y... ¿no sabe usted para que pueda ser? -preguntó nerviosa María.

-Hija, no lo sé con seguridad, pero aunque estoy ya un poco "teniente" he querido oír algo de unas obras en el Ayuntamiento...

Ella ya no estaba prestando más atención a las palabras que seguía pronunciando su interlocurora, había escuchado lo que quería escuchar, pura música celestial para sus oídos, y pensó: ¡Por fin Dios mío! Tanto que había rezado porque José volviese a trabajar y al fin estaba llegando ese día.

Algo nerviosa se dirigió a su hija:

-¡Anda Ana María, tráele una copita de anís a la buena de Isabel!

-No debería, María, a mi edad... de joven en los bailes sí que me gustaba tomármela, pero ya una...

-¡Ande, ande! -interrumpió la muchacha, que venía de la alacena con la botella en una mano y en la otra una copa- Una sola no hace daño, tómesela usted.

Después de terminado el pequeño convite, el ama de llaves se levantó para irse.

-¡Que no se te olvide decírselo a José!

-Mire, Isabel -le pidió María- me gustaría que me hiciese usted un favor y ya que le coge de camino…

-Dime.

-La verdad es que ahora mismo está en la taberna del tío Matías y se pone hecho una fiera cuando una va por allí, pues le da mucha rabia que, en tono de chanza, le digan sus amigotes cosas acerca de quien lleva los pantalones en casa, y que si esto o lo otro, y como puede volver tarde...

-Ya entiendo. -Interrumpió la comprensiva mujer- Quieres que yo me pase por allí y le dé la razón, ¿verdad?

-Le estaría muy agradecida.

-De acuerdo, así lo haré. Y ahora me voy, pues todavía tengo pendiente la cena y se van a impacientar.

-Por aquí -la condujo Ana María acompañándola hasta la puerta, seguida de su madre.

-¡Adiós, y muchas gracias!

-¡A Dios tengáis las dos y hasta pronto!

Al cerrar la puerta, se abrazaron llenas de alegría.

El ama de llaves, con su lento y cansino paso, llegó por fin a la puerta de la taberna citada. A la entrada, jugaban unas niñas a la rayuela, en la tierra. Cerca, por la calle, venía un niño con una ganga, juego que consiste en un aro de aluminio o latón, que se le quita a los cubos viejos de chapa, y que el chaval rodándolo, guiaba con un alambre grueso, que terminaba por la parte de la rueda en forma de "u".

-Muchacho… -inquirió la mujer- ¿Quieres entrar a la taberna y ver si está dentro José el albañil?

-Sí, señora, ahora mismo.

Al momento salió acompañado efectivamente por él.

-Hola, Isabel, ¿me ha llamado usted?

-Así es. Verás, me manda don Álvaro para decirte que vayas esta misma noche a su casa, creo que es acerca de un posible trabajo.

-¡Muchas gracias, iré enseguida!

-¡Hasta ahora, pues!

El albañil entró con una sonrisa de oreja a oreja en la taberna y yéndose a la mesa donde jugaba, terminó su vaso de un trago dirigiéndose a sus compañeros de juego:

-¡Ahí os quedáis, tengo prisa! ¡Que termine otro por mí la partida, muchachos!

Y volando, más que corriendo, llegó a su casa.

-¡María! ¿Te has enterado de la noticia? -gritó entrando por la puerta casi sin abrirla.

-Sí, marido. Ha estado aquí Isabel y al pillarle de paso le he dicho que se pasara por allí y te lo dijera ella misma.

-¿Y a qué esperas? Prepara la palangana que me lave. Sácame las zapatillas de cáñamo y la camisa que me hiciste para el bautizo del niño de Antonio... ¡rápido!

Todo esto se lo pedía a su mujer con mucho acelero, pues el nerviosismo se lo comía. Quería estar allí, ya, enfrente de don Álvaro.

María trataba de tranquilizarle.

-Ya tienes la ropa encima de la cama, vístete tranquilo, que llegarás con tiempo.

Una vez lavado y vestido, salió de la casa bajando la empinada cuesta que conducía desde su humilde barrio a la plaza del Generalísimo, pues allí, en el lugar de más preferencia, se encontraba la casa del alcalde. Un enorme y suntuoso caserón de cierta antigüedad, con aspecto exterior cuidado a lo sumo. Los forjados de las rejas eran de un labrado exquisito y un enorme escudo nobiliario presidía el centro de la enorme fachada.

La entrada principal estaba en un lateral de la casa, a la que se accedía por unas lujosas escalinatas con peldaños de mármol blanco y suave pendiente. El rellano lo cubría un precioso tejado de dos aguas en teja árabe y, abajo, lo embellecían dos arcos de medio punto, uno dando frente a las escaleras y el otro a la calle que salía de la plaza en dirección al Casino, que no se hallaba lejos.

La puerta de entrada era enorme, dividida en dos hojas de recia madera de pino, rematadas por dos picaportes dorados en forma de sendas cabezas de león, que le daban un decidido aire de mansión. José, tembloroso, dio un suave golpe con uno de ellos, retirándose un poco.

No pasó mucho hasta que el ama de llaves le abrió, aunque esos segundos le parecieron eternos.

-¡Caramba, José! -exclamó la anciana- ¡Quién te vio en el bar y quién te ha visto aquí!

-Ya lo ve, Isabel, quería llegar antes de que estuviese cenando don Álvaro.

-Bien, pasa detrás de mí.

Le siguió, con la gorra en la mano, por un amplio recibidor y a través de un largo pasillo llegaron después al despacho de don Álvaro. Tenía éste un amplio ventanal que cubría la superficie de pared que dejaba el hueco de unas altas estanterías repletas de lujosos volúmenes. Sobre ellas, varios trofeos disecados cobrados en sus innumerables cacerías allá en el Almendral, compaginando todo ello con algunos cuadros, estratégicamente situados, de motivos cinegéticos. El despacho lo cerraba una larga mesa en color oscuro, agolpada de papeles, y a su espalda, presidiendo toda la habitación, un cuadro de grandes dimensiones de su Excelencia el Caudillo vestido de militar.

Detrás de esa mesa resaltaba la figura regia e impenetrable del dueño de la casa, don Álvaro de Monteoliva.

-¿Se puede pasar? -preguntó el ama de llaves.

-¡Pasad, pasad! -contestó sin levantar la vista de unas cartas que veía con interés.

-Aquí está José, el albañil -siguió diciendo Isabel- que le di la razón.

-Usted dirá, don Álvaro -dijo con voz algo tenue el aludido.

-¿Estás parado ahora, no es eso? -preguntó levantando la cabeza.

-Así es, llevo una temporada sin trabajo.

-Bien, me he acordado de ti porque tengo al menos dos meses de obra en el Ayuntamiento. Consiste en hacer unas reparaciones generales, dado el ruinoso estado en que se encuentra dicho edificio y la verdad es que se dice de “usted” que es uno de los mejores albañiles del pueblo -comentó con un tono un tanto irónico, que no supo percibir el bueno de José.

-Favor que usted me hace. –contestó algo más confiado- La verdad es que me apaño un poco, y los años en el oficio...

-Bien -cortó don Álvaro- el sueldo no es muy alto, lo estamos pagando a cinco duros la jornada de sol a sol, pues corren malos tiempos y no se puede hacerlo a más.

-Estoy de acuerdo con el ello, necesito trabajar sin falta.

-Si es así, te espero el lunes en la puerta del Ayuntamiento a las siete de la mañana. ¡Ah los peones ya los tengo buscados! Con dos y uno con bestias para traer el agua creo que bastarán.

-Lo que usted mande don Álvaro, cuente que allí estaré -contestó el albañil.

-¡Isabel! -gritó don Álvaro- Acompaña a José.

El ama de llaves lo sacó del despacho, conduciéndolo hasta la puerta, y despidiéndolo después cariñosamente.

La noche caía y el albañil, sin pararse ni siquiera en la taberna, marchó para su casa acompañado de un monótono ladrar de perros a medida que caminaba.

Después de la cena en casa de don Álvaro, y una vez que se hubo retirado el servicio, doña Loreto y su hermano subieron a la amplia terraza llena de bellas flores y un oloroso galán de noche que tenía perfumado el ambiente. Él, recostado en su asiento, sostenía una copa de brandy en una mano y su inseparable pipa en la otra. Ella, se disponía, como casi todos los días de los meses de verano, a poner un disco sobre una llamativa gramola con un altavoz dorado en forma de gran campanilla, que, a chorro, esparcía al viento las melódicas notas de una vieja canción, evocándole recuerdos de su pasada juventud.

Era digno de observar a los muchos pobres del pueblo cómo esperaban ese momento para agruparse en los aledaños de la casa de los señoricos, y escuchar la maravillosa música que salía de "la maquina cantaora", como decían ellos, y pasar allí la velada.

-¿Qué? -preguntó doña Loreto- Vino José, accedió al trabajo y todo a la perfección, como planeé ¿verdad?

-Así es, todo como tú lo calculaste.

-¡Claro que sí! -afirmó- ¿Acaso podía ese pobre desgraciado decir que no a tan suculento ofrecimiento y más en sus condiciones? Sin estar yo presente -siguió diciendo ufana- seguro que sólo le habrá faltado besarte las botas, Álvaro.

-Bueno, sin exagerar -contestó pensativo- Se le veía muy necesitado y sus ojos brillaban por la ocasión que tenía enfrente.

-¡Vale! -cortó su hermana- El primer paso ya está dado, ahora hay un detalle que puede hacer que la mosca venga a la tela de la araña -dijo mientras cambiaba el disco de la gramola y una sonrisa malévola le iluminaba la cara.

-¿Qué estás tramando, criatura maléfica?

-¡Hermano, hermano, no discurres lo que debieras! Piensa quien da en éste pueblo los permisos para los bailes ¿eh?

-No sé a dónde quieres ir a parar -exclamó un tanto confuso.

-Pues muy fácil -terció doña Loreto- Hay que enterarse en el grupo que está Ana María y quién es la que viene a pedírtelo.

-Pues por ese barrio –contestó apartándose la pipa de la boca y frunciendo el entrecejo, como entendiendo ya la conversación- suelen venir Angelitas o Clara la de Ramón.

-Pues espabílate y apáñatelas como sea para que el permiso tenga que venir a pedirlo ella, y mejor ocasión...

El humo de la pipa de don Álvaro subía al tachonado cielo de verano y sus ojos brillaban más que las estrellas que le cubrían. Mientras, abajo, los pobres, la sufrida gente, ajena a todas estas maquinaciones, disfrutaban inocentemente de las notas musicales que, envueltas en un oloroso galán, alegraban y perfumaban el ambiente cálido de esa noche de agosto.

Capítulo IV LA VENIDA DE LOS SEGADORES. LAS RUEDAS.

El ruido de la pólvora al estallar en el ancho cielo denotaba a las claras que algo estaba sucediendo en el pueblo esa tranquila mañana del último domingo de agosto.

-¿Qué pasa? -se preguntaron las gentes asomándose a las ventanas por ver si se divisaba algo.

Unos niños corriendo y a voz en grito iban dando la noticia:

- ¡Los segadores, que vienen los segadores!

-¡Los segadores por fin! -exclamaron muchas mujeres corriendo al encuentro, que estaban haciendo su entrada en el pueblo en ese mismo instante, tirando los últimos cohetes.

¡Cuánta emoción y lágrimas que no se podían contener! ¡Cuántos abrazos de mujeres y niños a sus maridos y padres que volvían después de meses de estar fuera!

No era de extrañar la alegría del momento. Estos pobres hombres, llevaban mucho tiempo lejos de sus hogares, de su pueblo. Iban como cada año, andando a los montes, a pasarse la jornada de sol a sol, segando mucho y comiendo poco, durmiendo sobre el duro suelo del tajo, a la intemperie, entre los haces apilados de mies, tratando de traer unas míseras pesetas y así poder pagar las deudas contraídas por sus familias en las tiendas, que les habían estado dando fiado a la espera.

Miguel, saliendo de la casa de su tío Frasquito, marchó también a recibirlos, pues tenía sus motivos. Su hermano mayor se encontraba entre ellos, había estado de manijero en la partida. Lo divisó a lo lejos.

-¡Antonio, Antonio...!

Hacia él se acercó un hombre de unos cuarenta años de edad, alto, y curtido por el sol de justicia al que había estado expuesto. Al llegar a su lado, lo abrazó fuerte, subiéndole por el aire.

-¡Hola Miguel, no sabes lo que te he echado de menos!

-Y yo a ti, hermano, ¡estaba tan solo!

-¿Sabes? Te he traído una sorpresa.

-¿A mí? -preguntó lleno de nervios y curiosidad.

-Sí, mira.

Y bajando una mochila que traía sobre la espalda, se la puso en las manos. Por la parte de arriba se divisaba una cabecita toda blanca, a excepción de una mancha a modo de lunar que tenía en la misma frente. Era un precioso cachorrito que le habían guardado de la perra del dueño.

Miguel lo terminó de sacar de la mochila y, manteniéndolo en el aire, no dejaba de mirarlo, riéndose mucho y no creyéndose que fuera a ser el poseedor de tan tierno y lindo animal.

-Bueno -preguntó Antonio- ¿Te gusta o no? Si es así, habrá que buscarle un nombre...

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho- ¿Cómo le podríamos llamar...?

-Miguel ¿te parece que, como tiene ese lunar negro en la frente y va a estar en la fragua del tío, le pongamos "Tiznón"?

-¡Tiznón, caray…! -exclamó- Oye, pues resulta gracioso ese nombre y además le pega. ¡Gracias Antonio, pero ya sabes que mi mejor regalo, es saber que te tengo aquí de nuevo!

-¡Ya lo sé, venga vamos a casa!

Eran las cuatro de la tarde. La familia acababa de almorzar. José se fue al corralón a poner en orden todas sus herramientas, pues al día siguiente tenía que estar ya con todo preparado para el comienzo de las obras.

Madre e hija terminaban de fregar la sartén de las migas que habían preparado con harina de maíz y que se las habían podido comer con un “guardia civil” para cada uno como engañifa. María le comentó entre tanto:

-Oye, tienes que llegarte a la casa de don Felipe, el médico, y llevarle unas sabanas que me encomendó para la consulta, que se las tengo ya preparadas.

-Sí, madre. Déjeme que termine de barrer la cocina y me arregle un poco y en seguida voy, ¿vale?

En ese instante la puerta de la casa se abrió como si una bocanada de viento hubiese soplado fuerte sobre ella y sin dar tiempo a que madre e hija salieran siquiera de la cocina, ya había penetrado hasta ella una chica de unos diecinueve años, bajita y rechoncha, ardilosa, simpática y extrovertida. Un diablo, como solían decirle las dos a Julia, que era la muchacha en cuestión.

-¡Hola bicho! -le soltó Ana María.

-¿Cómo que bicho? ¡Pero bueno, vaya clase de prima que tengo. ¡Y la fama que me da! -contestó la graciosa joven con su cachondeo.

-¡Es cariñoso mujer, ya lo sabes!

-¡Claro hija! Escucha, esta noche en la placeta de la cruz de los caídos vamos a ir todas a hacer una rueda con los mozuelos. ¡Cuento contigo, no me puedes fallar!

-Espero que mi padre no me ponga ninguna pega -contestó meneando la cabeza- Por si acaso vamos las dos y se lo decimos, que está ahí en el corralón.

-¡Venga, que siempre tengo que sacarte las castañas del fuego, primilla!

-Padre -le llamó Ana María, entrando con Julia- Esta noche queremos ir con las mozuelas para hacer unas ruedas y divertirnos un rato. ¿Me dejará ir, verdad?

-¡Claro, hija! Pero no vengas tarde -contestó José que metía en una espuerta de pleita, una palustra y una piqueta.

Las dos muchachas salieron de allí, dirigiéndose otra vez a la casa.

-Oye -preguntó Ana María- ¿Por qué, ya que estás aquí, no me acompañas a casa de don Felipe, que tengo que llevarle una canasta de costura?

-Lo siento -se excusó su prima- pero mi madre me ha puesto unas tareas a mí también y quiero terminarlas, pues me ha dicho que si no, no hay salida. He venido escapada sólo a decirte esto.

-¡Vale! ¡Venga bicho, nos vemos luego! ¡Y pásate a por mí!

-Así lo haré, me pasaré con Angelitas, Clara y toda la peña sin falta y ahora te dejo, que me voy corriendo.

Con la misma agilidad que había venido se fue, dejándola preparando el encargo del médico. Una vez metidas todas las sabanas en una gran cesta, se la echó a la cadera y salió en dirección a la clínica, que se encontraba en la otra punta del pueblo, muy cerca de una de las dos tiendas de ultramarinos que había. Por el camino pensaba en el herrerillo, lo vería sin falta por la noche en las ruedas. Se acordaba de él. No tenía que pasar necesariamente por su puerta, pero, dando un pequeño rodeo, echó por allí, por si pudiera verlo aunque fuera de lejos, al menos con eso se conformaría.

No fue así por su parte, aunque él sí que la vio mientras daba de comer a Tiznón en el huertecillo. No se lo pensó dos veces, aunque la vergüenza y la timidez se lo comían por dentro. Cogió al perrito, se lo guardó debajo de su raída chaqueta y corrió detrás suyo sin que ella se percatase. La siguió y esperó a que saliera de la casa de don Felipe, y en el callejón de la almazara le salió al paso.

A la ruborizada muchacha casi se le cae la cesta ya vacía, por la impresión.

-¡Hola Ani! -balbuceó el muchacho.

-¡Hola Miguel! ¿Qué haces aquí? -preguntó acalorada.

-Nada -contestó impaciente el joven- Te he visto pasar junto a mi huerto y te seguí, pues aparte de que necesitaba verte, tengo un regalo para darte.

-¿Un regalo para mí? -preguntó extrañada.

-Sí, ¡mira! -contestó sacando al perrito de debajo de su chaqueta.

Ana María miró con curiosidad.

-¿Un perrito? ¿De dónde lo has sacado?

-Me lo ha traído mi hermano Antonio de la siega y quiero regalártelo.

-¡No, Miguel! -respondió enérgica- Lo habrá traído para ti, no puedo de ninguna manera quedarme con él.

-¡Ani, por favor, quédatelo! ¡Me harías con eso el hombre más feliz de la tierra, te lo juro!

La muchacha observaba sin parar al perrito; le gustaba, ella nunca había tenido ninguno.

Él remató el asunto.

-Hablaré con mi hermano, se lo explicaré; es muy bueno y lo entenderá. Venga, mételo en la cesta y llévatelo. Oye, por cierto -preguntó cambiando hábilmente de tema y dando por zanjado a su favor el otro- ¿Irás esta noche a las ruedas, verdad?

-Sí, por supuesto, pero ahora me voy, llevamos mucho rato aquí y puede vernos alguien -le observó, mientras ya iba caminando calle arriba en dirección a su casa.

-¡Y gracias por el perro, ahora no sabré qué decirle a mi madre!

-Dile que te lo has encontrado. Por cierto, se llama Tiznón.

La muchacha recorrió en un dos por tres el camino que le separaba de su casa con el perrito metido en la cesta. Al llegar procuró calmar su respiración y parecer lo más normal posible.

-Madre, ya estoy de vuelta del encargo –comentó acelerada, queriéndose marchar a su cuarto sin que la viese. Pero ésta, como la vista es tan ligera, notó el bulto y le preguntó:

-¿Qué llevas ahí escondido?

-Un perrito madre -contestó viéndose ya descubierta- Lo he encontrado por el camino, abandonado, y me ha dado lástima -dijo mintiendo y con miedo de que se le notase- ¿Podré quedármelo?

-Pero, ¿y si es de alguien? -preguntó pensativa la mujer- A ver, ¿dónde lo has encontrado, dime?

-Mire, no voy a seguir más con la farsa, me lo ha regalado Miguel, que le he visto cuando salía de la casa del médico; al parecer se lo ha traído su hermano de la siega. Yo quiero quedarme con él, por favor...

-Pero... ¿y a tu padre qué le vamos a decir? ¡Hay que ver hija en que líos me metes con tus cosas! Bueno, escóndelo en tu habitación y ya veremos.

-¡Muchas gracias, es usted un sol! Por cierto, me ha informado que ya tiene nombre, le ha puesto Tiznón.

La madre se sonrió ligeramente por la ocurrencia.

Ana María, le habilitó un lugar entre unas mantas viejas en su cuarto y le llevó un pequeño cuenco de leche, que el perrito lamió con ganas mientras le movía a su benefactora el rabito en señal de agradecimiento. A pesar de todo esto, la tarde se le hizo eterna, pues no veía que llegase la hora de marchar a la rueda.

Su primilla Julia llegó puntual y a la hora convenida, acompañada de una parvada de muchachas, entre las que se encontraban Angelitas, joven pelirroja, de mediana estatura, muy blanca de piel y que vestía un fresco vestido de gasa estampado que le hiciera su abuela, con la que vivía, pues era huérfana de padres a consecuencia de la maldita guerra civil; y Clara, algo mayor que ellas y que ya se le estaba pasando el arroz, según decía la madre de Ana María, porque contaba con algunos años más que las amigas, pero en verdad que no desfavorecía el grupo, pues no era mal parecida.

Mientras se marchaban las mozuelas calle abajo haciendo piña, observó con atención María a todas ellas desde la puerta entreabierta, despidiéndolas. No era pasión de madre, su hija destacaba del grupo, no sólo por su altura, sino por su estilo y elegancia. Iba vestida sencilla, pues los lujos no estaban precisamente a su alcance, pero llamativa. Su rojo vestido, de suave y fresca tela, tenía una caída elegante que realzaba la figura estilizada de la muchacha. Su ondulado pelo negro recogido por una felpa roja a juego, sujetando una delicada flor, y un pelín de pintalabios, terminaban de completar tan femenina estampa. Con sus risas y locuras, propias de la juventud, doblaron la esquina y María, con un sentimiento de orgullo, se adentró en la casa.

Todas las chicas, subieron presurosas unas empinadas escaleras de piedra en forma de "ese", que conducían a la plazeta de la cruz de los caídos, que ya empezaba a estar concurrida. La noche acababa de caer y las primeras estrellas del cielo se agrupaban como espectadores que se van acomodando en su asiento para disfrutar del espectáculo.

El llamado mirador era bastante espacioso, lo cerraban, por el lado de fuera, unos altos muros de ladrillo macizo que remataban en la parte superior formando dos niveles a modo de grandes escalinatas, sobre las que se agrupaban, sentadas, las viejas del pueblo, con sus moños y sus lutos seculares, guardando celosas a las chicas que les habían encomendado del decir de las gentes.

A todo lo largo del mirador varios árboles menudos trataban de no estorbar al gentío que había allí convocado y al fondo se recortaba, entre dos grandes cipreses, una enorme cruz de mármol gris, que recordaba a los caídos por la patria en la reciente guerra civil. Y ya, el lateral de adentro, lo cortaba una gran y preciosa ermita que guardaba a una joya querida por todos los habitantes del pueblo, como era su milagroso patrón San Blas, santo que desde hacía ya más de trescientos años se veneraba con fervor en el lugar.

Ana María saludó al corro que allí se encontró y echando luego un ligero vistazo por doquier comprobó con satisfacción que Miguel había llegado. Sus miradas se encontraron en ese instante escapando al control de los dos el magnetismo que desprendían, ¡tan fuerte es el primer amor!

El joven iba a dirigirse hacía ella cuando lo paró Gabriel, el amigo con el que estaba al final del mirador, para que se liaran un pitillo. Ninguno de ellos fumaba, pero esa noche se imponía el hacerlo, pues con eso creían dar una sensación de hombres duros hechos y derechos. Entre caladas y toses continuadas, Miguel acabó tirando el pitillo a medio fumar y se dirigió por fin al corro donde se encontraba Ana María. Su primilla la avisó:

-¡Ahí le traes chica, vaya miradita, y viene a por ti!

-¡Calla tonta, y no me dejes sola, que me muero de la vergüenza!

-¡Venga! -rió Julia- ¡Ya sabes que la vergüenza era verde...!

-No me gustan las bromas -interrumpió Ana María- que estoy nerviosa.

-¡Hola! -saludó el herrerillo a todas quitándose la gorra.

-Hola Miguel – respondieron ellas al unísono.

-¿Qué, con ganas de divertirse, no? -comentó él.

-¡Tú dirás! -saltó la comedianta de Julia, que siempre se adelantaba- Lo mismo que tú, ¿verdad?

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho que, dando unos pasos más, se acercó a Ana María y cogiéndola del brazo la sacó fuera del grupo.

-Oye -le dijo sin parar de mirarle a los ojos- ¡Estás guapísima esta noche y esa flor que llevas en el pelo te sienta muy bien!

-Gracias Miguel, ¡será que me miras con buenos ojos! Tú también estás muy atractivo con ese chaleco, además creo que ya eres un hombre y todo -bromeó la joven- pues me ha parecido hasta verte fumar.

-¡Que va! -interrumpió- El cabezón de Gabriel, que le ha cogido la pitillera y los libritos al padre y se ha empeñado...

-Bueno, pero no te acostumbres -le aconsejó medio en broma la joven.

-Ani -prosiguió el herrerillo- quería preguntarte que por supuesto estarás a mi lado, cogido de la mano en la rueda.

-¡Claro! -contestó ella- Pero nos pondremos con el mayor disimulo, como si cayésemos juntos; ya sabes que todo el mirador está lleno de viejas a la caza de alguna noticia para el periódico del lunes.

Se rió Miguel.

-En eso sí que tienes razón Ani, esas viejas...

En ése preciso instante Clara, la muchacha más mayor del grupo dio unas cuantas palmadas dirigiéndose a todos los jóvenes que pululaban por el mirador de allá para acá entre voces y risas de jolgorio.

-¡A ver! -gritó enérgicamente- ¡Acercaos todos, venga, que vamos a hacer una rueda lo más grande que podamos!

Chicos y chicas corrieron presurosos hacía donde ella estaba, que a modo de organizadora, trataba de poner orden allí, pues los jóvenes corrían a cogerse de la mano de su amada, buscándola entre todo el grupo.

La rueda se formó por fin. Era, efectivamente, bastante grande; podía contar con al menos cuarenta miembros y al abrirse del todo conformó una gran circunferencia, quedando en el centro Carmencita, una muchacha de unos quince años, huérfana de madre, escogida precisamente, para escenificar y dar más realismo a esa primera rueda que versaría sobre ese mismo tema, y que ya empezaba a cantar el coro en estos términos:

Dime, niña, ¿por qué lloras?

Carmencita siguió con el tono:

Es que vivo sin consuelo,
tuve madre y la perdí.

El coro prosiguió:

Nosotras te ayudaremos
y otra madre encontrarás.

Todo esto, mientras los componentes de la rueda se movían todos a la vez dándole la vuelta en círculo, a un ritmo lento y acompasado y así la del centro podía verles la cara a todos.

Siguió ella:

Decidme, niñas queridas,
¿esa madre en dónde está?

Continuó el coro:

Está dentro de una capilla
colocada en un altar
y su nombre es María
sin pecado original.

Al terminar esta estrofa todos se agruparon en torno a la muchacha y rompiendo la rueda terminaron cantando con el tono del himno nacional:

La Virgen María es nuestra defensora,
es nuestra protectora, no hay nada que temer
¡gloria, gloria, guerra contra Lucifer!

Acabando con fuertes palmadas.

Verdaderamente era un espectáculo social digno de observar. Nadie se lo quería perder, no había nada más que echar un vistazo al mirador. Luego, las ruedas tenían el inmenso privilegio de juntar en ellas a todas las clases sociales del pueblo, cuestión muy mirada en todos los ámbitos de la sociedad, por ejemplo en los bailes; allí sí que había distinción y cada uno tenía su selección de gentes, a la que no podía acudir la restante y por supuesto, mientras que los bailes tenían que terminar a las doce, indefectiblemente, las ruedas no tenían horario alguno. Éstas eran otra cosa, allí convivían los caciques con los más pobres y necesitados; el secretario con el mulero; el médico con la mujer de dudosa reputación… En fin, este divertimento mundano, servía en gran medida como válvula de escape en una sociedad jerarquizada y decimonónica que dejaba ver, aunque no se entendiera todavía, o no se quisiera entender, que las personas por encima de todo son personas, independientemente del dinero o la clase social, y que la relación entre ellas, debe ser libre y espontánea para una verdadera y mejor convivencia.

De nuevo el ruido cesó momentáneamente y la voz de Clara se dejó sentir:

-¡Vamos, vamos que comenzamos otra!

Y, efectivamente, al momento ya tenían conformada otra grande y en el centro se había puesto esta vez Ana María. Harían la canción de la viudita, que empezó cantando así:

Mi marido me escribió una carta
que con ella me hizo llorar,
que cuidara de todos mis hijos
que sin padre se iban a quedar.

Yo soy la viudita
del conde Laurel
que quiere casarse
y no encuentra con quién.

Siguió el coro:

Si quieres casarte
y no encuentras con quién
escoge a tu gusto
que aquí tienes quién.

Prosiguió Ana María:

Escoger no puedo
porque soy mujer,
el hombre que quiera
que venga a mis pies.

Entonces Miguel, separándose del grupo, avanzó hacía el centro, donde estaba ella, y arrodillándose le cantó:

A tus pies postrado
como amante fiel,
si quieres casarte
aquí tienes quién.

Acto seguido se levantó y entrelazando su brazo a la altura del codo con el de su pareja empezaron a bailar, cambiando a cada compás de brazo, lo mismo que los demás componentes y cantando todos:

Me arrodillo a los pies de mi amante,
me levanto con fe y constante,
¡que dame una mano que dame la otra!
¡que dame un besito que sea de tu boca!

A dar la media vuelta,
a dar la vuelta entera,
pero sí pero no
que me da vergüenza.

Todo esto sin parar de girar y de cambiar de brazo. La rueda pillaba ya todo el mirador de punta a punta:

Daré un pasito atrás
para hacer la reverencia,
¡pero sí pero no,
mamita mía te quiero yo!

Terminaron jadeantes y sudorosos. El tiempo se les pasaba volando, todos querían más. Hicieron otra, metiendo esta vez a algunas viejas que, reacias, no querían intervenir. Julia ya se había encargado de involucrar a todas las que pudo y la rueda parecía un tanto surrealista. Ya cantaban de nuevo:

El torero tiene un hijo,
lo quieren meter a fraile,
lo quieren meter a fraile.

El hijo dice que no,
torero como su padre,
torero como su padre.

Dame la capa papá
que me voy a torear,
que me voy a torear.

La capa no te la doy
que el toro te va a matar,
que el toro te va a matar.

A mí no me mata el toro
ni tampoco los toreros,
ni tampoco los toreros.

A mí me mata una niña
que tenga los ojos negros,
que tenga los ojos negros.

La noche con su curso sin pausa se adentró en la madrugada y las viejas empezaron a refunfuñar tirando de las jóvenes, que no tuvieron más remedio que marchar con ellas.

Así lo hizo el grupo de Ana María, junto con el herrerillo, Gabriel y otros amigos. Las guardianas iban dejando a cada joven a su cargo en sus respectivas casas. Quedaban ya sólo el herrerillo y su pareja, Julia con su abuela y Gabriel.

Llegaron a la calle donde vivía Ana María. A lo lejos se divisaba su casa, con el balconcito en medio del piso superior donde dormían sus padres. Miguel se adelantó, cogió una piedrecilla y la arrojó a la madera, dando un pequeño golpecito, que sirvió para que una pobre luz asomara por los resquicios.

-¿Pero hombre, qué haces? -le dijo ella- ¿Cómo sabes que es así como le aviso a mi madre de mi llegada?

Él se rió.

-Me lo ha dicho un pajarito que me cuenta muchas cosas tuyas.

Y aprovechando un tramo en la calle que estaba en semioscuridad robó un beso furtivo a los labios de su amada, quedándose la joven sin saber qué hacer ni qué responder por la impresión, pero con el regusto dulce de un primer beso fugaz y enamorado.

-¡Dulces sueños Ani, hasta mañana! -le deseó perdiéndose en la madrugada con un silbido socarrón en sus labios.

-¡Buenas noches Miguel!- suspiró Ana María sin que él ya la oyese.

Y su deseo voló alto, confundiéndose con las mágicas estrellas que brillaban a esa hora más radiantes que nunca.

Capítulo V EL PRIMER ROCE. CARTA DE ARGENTINA.

La mañana de aquel lunes había amanecido un tanto neblinosa. La campana del reloj de la cercana torre acababa de dar la media y ya estaban el maestro albañil y los tres peones buscados por el alcalde sentados en el mismo tranco del Ayuntamiento, acabando un pitillo, mientras charlaban acerca de los pormenores de la obra que se disponían a empezar. El interlocutor más inmediato de José era Pedro, hombre de unos cuarenta años, de más bien alta estatura, aunque aparentaba medir menos debido a que tenía la espalda algo encorvada. Buen peón, trabajador donde los haya, y que estaba siempre de ayudante en las obras con Luís el de Juana.

-José -preguntó- ¿por dónde diablos le vamos a meter mano al edificio?

El aludido como meditando, le contestó:

-¡Humm, espera que lo vea por dentro para poder decírtelo con mayor rigor, en general lo veo mal pues es algo viejo y posiblemente no le hayan hecho obra en su vida, pero mirándolo por el lado bueno, aquí vamos a tener trabajo para rato, hombre.

-¡Efectivamente! -prosiguió Pedro girando la conversación- Por cierto, anoche no fuiste a la taberna del tío Matías y no sabes la partida que te perdiste.

-Ya sabes -le salió al paso José- que cuando estoy trabajando o hay un trabajo por medio no suelo asomar por allí, que luego pasa lo que pasa y la mejor manera de que no pase, es evitándolo ¿no?

-Claro... claro... -murmuró el peón.

-Jo.. José piensa bi.. bien -balbuceó Federico, el tercer interlocutor, muchacho de unos diecisiete años, delgaducho, de tez morena y algo tartaja. Estaba allí al haber sido llamado para traer el agua de la obra con sus bestias y demás faenas que se terciasen.

-¡Vaya! Entonces es que los demás somos los viciosos… ¿no?

-No...no he que..erido decir e..eso, lo que..e pasa es que e..en los ba..ares se apre..ende po..poco.

-¡Caramba! -ironizó Pedro- ¡Ya nos salió el moralista! Muchacho, el hombre también tiene que tener un descanso al día y si ese descanso es delante de un buen vaso de vino mientras se juega una partida al julepe o al monte, mejor que mejor.

-Oye Pedro -interrumpió José- No quiero que me falles un día, así como tampoco que discutas conmigo, pues te conozco tus prontos y los temas políticos los dejas aparte.

-¡Bueno! -saltó a la palestra el cuarto interlocutor, Simón, el mayor de todos, hombre afín a don Álvaro, su correveidile; quería tenerlo en la obra, no para trabajar, que por su edad ya podía bien poco, sino más bien para espiar y contarle los chismes que se dijeran en el tajo.

-Lo primero -siguió hablando bastante alterado- es que estas obras las debía haber realizado Luís el de Juana, que eran para él; no sé por qué extraña razón te las han dado a ti. No lo entiendo. Además quiero dejar claro, y eso ya lo sabes, que no me gustas un pelo, ni tú ni tu raza de rojos malditos y si por mí fuera, ya verías dónde te ibas a ver...

José, que no esperaba esas palabras tan fuertes, tardó en reaccionar. El enojo le encendía la cara de ira y un sentimiento de rabia recorrió todo su cuerpo. Le dieron ideas de abalanzarse sobre él, pero se contuvo; el primer día no quería dar un espectáculo, el trabajo le hacía mucha falta, más aún, era vital para él y su familia, así que se tragó su orgullo mirándole fijamente a los ojos, diciéndole:

-No te contesto, y menos en la forma que tú quieres. Sólo te digo que es una pena en las manos que está España, manos de dictadores y de gente reaccionaria y poco sociable como tú.

Simón hizo ademán de ir a por él, pero en ese momento empezaron a sonar las campanadas que anunciaban que eran las ocho y por el fondo de la calle se apreciaron los movimientos de un grupo de gente que se dirigían al Ayuntamiento.

Se contuvo, pero le amenazó diciéndole que eso no quedaría así.

Al minuto, don Álvaro, majestuoso y regio, se encontraba ya en la puerta del edificio consistorial acompañado de toda su comitiva, como eran don Víctor Lupiañez, el secretario, así como el resto de la corporación. Y cerrando filas, Luciano, el alguacil, también apodado el gorrión, pues el hombre saltaba de una calle a otra sin parar cuando de echar un bando se trataba. Contaba ya con más de setenta años su obeso cuerpo y cuando se bebía un vaso de vino su cara se ponía roja como una gamba.

Los cuatro trabajadores se quitaron rápidamente la gorra al verles llegar. Simón se adelantó moviéndole el rabo a su amo.

-¡Buenos días don Álvaro y demás autoridades! Aquí estamos, al pie del cañón esperándoles a ustedes.

-¡Buenos días! -saludaron también José y los obreros restantes.

El cacique no contestó. Haciendo gala del laconismo que le caracterizaba se dirigió al maestro albañil:

-¿Le gustan los peones que le he buscado?

Iba a contestar José, cuando de nuevo habló don Álvaro.

-Los veo gente seria y trabajadora: ellos cumplirán, espero que tú también cumplas tu cometido y ahora veamos el edificio por dentro.

Dando medía vuelta a la llave, el alguacil abrió la gran y pesada puerta, entrando el alcalde en primer lugar y luego el resto de los presentes. Lo primero que inspeccionaron fue la sala de entrada. Era de medianas dimensiones y presentaba algunas grietas delatoras en su cielo raso, no teniendo las paredes mal alguno, salvo un poco de humedad. Distaba mucho de ser una de las peores habitaciones del edificio.

A la izquierda se abría la puerta de la sala del juzgado de paz. Entraron, o mejor dicho, trataron de entrar, pues no pudieron debido al desprendimiento de algunos palos del segundo techo que semanas antes se había producido.

-¡Madre mía! -exclamó José- ¡Esto está peor de lo que yo pensaba!

De la sala del juzgado pasaron al despacho del alcalde y de allí al salón de actos. Todo presentaba un estado ruinoso, grietas por doquier en las paredes, falsos techos a medio caer. Pidiendo a gritos estaba ya la casa consistorial una reparación y para eso estaban José y sus peones dispuestos a liarse con la faena.

Salieron todos a la calle. Don Álvaro y el maestro albañil subieron por una estrecha escalera superpuesta al alto tejado del edificio. Gran parte de las tejas que cubrían la techumbre habían sido juguetes del viento, lo que había propiciado la caída de continuadas goteras, que, a la postre, serían las culpables del desprendimiento de los cielos rasos.

Una vez examinado todo el edificio en su conjunto, preguntó el alcalde:

- ¿Y bien José?

El aludido, un poco pensativo, contestó:

-Está en un estado ruinoso. Habrá que desmontar el tejado, pues las maderas están podridas, así como volver a hacer todos los cielos rasos y revoque de paredes.

-¡Bueno, pues manos a la obra!- contestó con bríos- El camión de Ángel te proveerá de todos los materiales necesarios.

Al terminar estas palabras dio media vuelta y seguido por la comitiva se marcharon todos del lugar.

Momentos después de que José se fuera para el trabajo la madre de Ana María la llamó, o mejor dicho, le dio los buenos días en su cuarto pues ya se había levantado y estaba en esos momentos haciendo su cama.

-¡Buenos días madre! Termino de hacer mi cuarto y me llego a por la leche en un salto.

-De acuerdo hija. Esta mañana me he levantado con algo de hambre, será del buen humor de ver que tu padre ha vuelto a trabajar de nuevo.

-Puede ser. La verdad es que se respira otro aire en la casa, me llevo a Tiznón, que me acompañe por el camino.

-Vale hija.

No tardaron en volver. María, mientras, había preparado el desayuno de José, consistente en un trozo de pan y un poco de tocino, lo que podía la pobre. Desayunaron rápido y marchó Ana María hacía el Ayuntamiento. Doña Loreto sabía que la muchacha pasaría en unos instantes por su puerta, era el camino más corto desde su casa hasta allí, y ya tenía ideado un plan para empezar a atacar el objetivo.

Había mandado al ama de llaves a que le hiciese unos recados, adrede, para quedarse solos en la casa ella y su hermano. La muchacha, al llegar a la altura de la terraza de ellos, sintió unos gritos que salían de adentro.

-¡Socorro, ayuda, me he caído de la silla de ruedas, por favor…!

No vaciló, la puerta estaba entreabierta, así que entró y entre titubeos por la magnitud de la casa y el no conocerla, llegó por fin hasta la señorica. Aparecía ésta sentada en su silla como de costumbre, cosa que la extrañó, y detrás de ella estaba la figura impenetrable de don Álvaro. Ambos la miraban fijamente, como escudriñando cada parte de su ser. Se sintió aturdida, sin reacción. Doña Loreto le habló:

-¡Gracias chiquilla por venir a socorrerme! Momentos antes llegó mi hermano y me recogió del suelo, donde me hallaba, subiéndome de nuevo a mi silla, pero gracias de nuevo.

-No hay de qué señora, mi deber era entrar a socorrerla -contestó Ana María que seguía confusa.

-Oye, eres muy guapa, ¿de quién eres hija? -preguntó doña Loreto como si verdaderamente no la conociera.

-De José el albañil, el que ha empezado las obras en el Ayuntamiento -contestó ingenua.

-¡Caramba! -exclamó la señorica- ¡No sabía yo que tuviese José una hija tan hermosa, y… ¿te corteja alguien? -preguntó interesada.

-¡Que va señora! ¡Aún soy muy joven para eso!

-Bueno joven sí, pero no me negarás que ya eres toda una mujer y que sabrías ciertamente hacer feliz a un hombre.

La muchacha se ruborizó, quería irse, la conversación estaba tomando un giro que no le gustaba, algo presentía, así que hizo una flexión de piernas y pidió cortésmente permiso para ello argumentando que su padre la esperaba para poder desayunar.

-¡Tienes razón! Don Álvaro te acompañará hasta la puerta.

Por el pasillo que daba al salón el malvado personaje aprovechó para cogerle con una mano el brazo y con la otra, haciendo ganchos con sus dedos, acariciar su frondosa mata de pelo negro, que se enredaba entre ellos aumentando su lujuria, y aunque ella hizo esfuerzos por soltarse, todo fue inútil, pues él la apretó aún más, susurrándole al oído:

-Desde que te vi la otra mañana no he dejado de pensar en ti. Sé que nos separan los años pero nos pueden unir muchas cosas más, pues soy rico y poderoso, el amo del pueblo, que puede, si tú quieres, caer rendido a tus pies.

Ana María se armó de valor y respondió con coraje.

-¡Suélteme inmediatamente, me hace daño! Pero… ¿qué se ha creído usted, que su dinero lo puede comprar todo, hasta la vida y la honra de las personas? ¡Miserable, desde la primera vez que le vi supe la clase de persona que era, me da asco!

El cacique no estaba acostumbrado a que le hablaran así, no obstante y sin perder la compostura, siguió diciéndole:

-De todas maneras piénsatelo. Habría muchas mujeres que quisieran estar en tu lugar. Ah y no digas nada de esto a nadie, no te conviene, recuerda que tu padre trabaja para mí; no querrías verlo otra vez parado y sin que lo llamase nadie a trabajar ¿verdad? Recuerda, nunca hemos hablado, sé buena chica...

Ana María salió con sollozos entrecortados a la máxima velocidad que pudo de allí sin parar de pensar en el canalla del alcalde y en la proposición tan atroz que le había insinuado.

¡Dios mío! ¿Cómo le podía pasar eso a ella? ¡Qué horrible! ¡Quería morirse, se acordaba del herrerillo! Encima, ¿a quién podría confiarle su terrible secreto? Él acabaría con todos, con el trabajo de su padre lo primero, y Dios sabe lo que haría luego una mente enferma como la suya. Se secó con el pañuelo, no quería que su padre notase nada. Luego iría a consolarse tal vez con su primilla Julia. No sabía qué hacer, estaba hundida.

No tardó en llegar, una vez que pasó por el Ayuntamiento, a casa de ella. Tocó en la puerta en repetidas ocasiones, pero allí al parecer no había nadie.

-No sé, habrá salido -se dijo.

Iba a marcharse cuando de pronto oyó unos gritos que salían de la casa de la parra del fondo de la calle. Se acercó a ver qué pasaba. Allí estaban Julia y su madre, y algunos vecinos más, increpando a la Guardia Civil, que custodiaba a unos agentes de un reformatorio. Saludó a su prima preguntándole rápidamente qué estaba ocurriendo allí.

-¡Ya ves primilla! -contestó Julia, apartándola a un rincón donde no las oyesen- Otro abuso de poder de la justicia y las fuerzas del orden. Angelito, el niño de Rosa, que lo ha denunciado don Ernesto, el boticario, porque al parecer ha entrado en su huerto y se ha comido dos higos, aunque el crío, que no sabe, lo que cogió fueron dos cabrahígos que eso no se puede comer ni nada. ¿Tú te crees? ¡Menudo cargo para denunciar y menos a un crío de siete años! ¡Pero qué mal bicho y mala persona es ese don Ernesto!

La tal Rosa, era una muchacha muy joven, de unos veinticinco años, con un niño pequeño que criar y sola en este mundo. Los intereses en la vida de su marido fueron luchar porque su mujer y su hijo pudiesen vivir en una España libre de caciques e inquisidores, la España que soñaban los trabajadores. Se lo llevaron los fascistas, le pusieron una camisa blanca y con ella lo fusilaron, quedando completamente roja por la sangre. Y después le llevaron el cuerpo diciéndole: “Ahí tienes a tu rojo”.

Fue un golpe muy duro. Cuando miraba a su hijo, sin padre... se deshacía en llantos y quería morirse ella también. Ahora, la mala suerte y el sufrimiento volvían de nuevo a visitarla y su rostro joven y bello se marchitaba por momentos. Todo por ser del otro bando, del perdedor. Si su hijo hubiera sido de una familia de derechas, ni lo habrían denunciado; querían acabar con los perdedores, la opresión se hacía más insoportable por momentos.

Los agentes del reformatorio, en un acto de "heroicidad", se llevaron por fin al infante entre pataleos y llantos que ya comenzaban a enronquecer su garganta. Su madre se desmayó, no pudiendo soportar tanto dolor. Ana María y su prima la metieron en la casa, recostándola en su maltrecho catre. Una vez reanimada con abundante y fresca agua, le hicieron una tila para tratar de combatir de algún modo los nervios tan atroces que estaba padeciendo.

Pero resultaba casi imposible, se agitaba y convulsionaba como si estuviera poseída y gritaba enronquecida:

-¡Mi hijo! ¡No, por favor devolvédmelo! ¡Sólo tiene siete años, que mal ha hecho! ¡Dios, ¿es que los pobres no merecemos ninguna felicidad ni ninguna justicia? ¡No te acuerdas de ellos, Tú también lo fuiste! -acabó disfareando ya Rosa.

-¡Venga! -le decían las vecinas tratando de calmarla- ¡Verás como al niño no le va a pasar nada y pronto lo tendrás de nuevo aquí!

-¡A mi hijo se lo llevan a un reformatorio! ¡El pobre, que es un santo y necesita tanto a su madre…! ¡Son siete años...!

María había llegado también a la casa, delatada por los gritos, y su hija la puso en antecedentes. Llena de coraje maldijo al boticario por ser tan ruin y cobarde. Y así era ese tal don Ernesto, solterón ya a los cincuenta, seguramente por no querer darle de comer a una mujer. Y un usurero que tenía a casi todo el pueblo empeñado con sus malas artes de banquero.

De tanto llorar y gritar, al fin la pobre madre cayó extenuada, quedándose dormida, momento que aprovecharon todas, para ir saliendo de la casucha y dejarla descansar, comentando la madre de Julia que le traería por la noche un poquito de caldo para que se reanimase algo la pobre mujer.

Madre e hija volvían a casa. La calle donde vivían bullía a esa hora de la mañana; vecinas con su escoba de bolina barriendo la puerta; otras dándole a los bajillos de sus casas con blanca cal; algunos viejos haciendo pleita con su esparto... De pronto se oyó una musiquilla pegadiza y repetitiva que subía por la escala natural de las notas musicales, para luego bajar con más rapidez, acompañada por la estridente y soez voz de un hombrecillo que venía en bicicleta y que a intervalos de la música, gritaba:

-¡El afilaooor, que viene el afilaooor! ¡Señora todo lo que tenga que afilar, cuchillos, hachas, tijeras de podar… sáquelo inmediatamente que por poco dinero se los dejaré como nuevos! ¡El afilaooor…!

-Madre, ¿tiene algo que afilar?

-Sí hija, puedes llevarte las tijeras de coser, el cuchillo grande y el hacha de la leña de tu padre -le contestó mientras le iba buscando todo eso.

-Toma, que vaya afilándolos que ahora iré a pagarle.

Salió Ana María a la calle y al bajar el tranco casi tropieza con el herrerillo.

-¡Hola Miguel! -saludó extrañada, pero más contenta que nunca de verle por lo que le había pasado- ¿Dónde vas por aquí?

-Pues iba, iba, a hacer un recado de mi tío -contestó inseguro- y ha sido coincidencia que salieras. Pero ya veo que no vienes con buenas intenciones, pues me recibes con hacha y cuchillo -dijo en broma a la vista de las herramientas.

-¡No seas tonto! Las llevo al afilador que está allí al fondo de la calle ¿no lo ves?

-Sí, pero, déjalo y vente conmigo, que yo te lo haré de balde en la fragua de mi tío.

-Pero...

-¡Nada, nada! ¡Hazme caso, si será sólo un momento!

Salió su madre poco después a la calle en dirección al afilador, cuatro o cinco mujeres lo rodeaban.

-¡Hola Carmen!- saludó María- ¿Liada con las herramientas?

-Aquí estoy mujer. La verdad es que ya no me cortaban nada.

-Oye, ¿has visto a mi hija por aquí?

-Pues no, la verdad es que he llegado ahora mismo.

-¡Qué raro! -pensó echando un vistazo alrededor y andando hacia su casa- ¿A dónde habrá ido?

Al poco rato llegó Ana María con las herramientas a punto.

-¡Pero mujer! ¿Dónde te habías metido?

-Ya ve, me encontré con Miguel a la salida, que iba a dar un recado, y se empeñó en que su tío me lo haría de balde en la fragua y me he ido para allá con él.

-¡Ay hija, me parece que le gustas de verdad a ese chico!

-¡Madre, por Dios!-exclamó sonrojada la joven- Somos amigos, nada más. No creo que le guste una chica como yo, tan tímida, no sé…

-¡Hija, tú le gustas a cualquiera pues tienes todo lo bueno que Dios sabe y quiere darle a la persona que se lo merece! Además ya te he dicho que no me desagrada ese chico y que por mí padre no se va a enterar.

-¡Gracias madre -contestó la hija besándola en la frente- es usted un sol!

En la puerta sonaron dos fuertes golpes, que vinieron a romper el momento mágico que vivían.

-Ya voy yo madre -y rauda se dirigió a la puerta para abrir.

Se encontró a un hombre alto y delgado; de su hombro colgaba una saca con el símbolo de correos y una gran gorra abultada cubría su despoblada cabeza. Era Emilio, el cartero del pueblo.

-¡Buenos días, Emilio! -exclamó Ana María en el quicio de la puerta.

-¡Muy buenos los tengas tú también, muchacha! Toma, ha llegado una carta para tu padre y de muy lejos, allá de ultramar -contestó el funcionario.

-¿Para mi padre? -preguntó nerviosa.

-Eso parece. Venga, te dejo ya, que tengo que terminar el reparto.

Ana María entró corriendo a la cocina, donde estaba María preparando de almuerzo, unas patatas a lo pobre, y se encontraba picando la cebolla y el pimiento.

-¡Madre, madre!

-¿Qué quieres, hija? ¿A qué vienen esas voces?

-Era el cartero, madre, y ha traído una carta para padre del tío Domingo, el de Buenos Aires, al cual recuerdo vagamente ya por los años pasados sin verlo.

-Bien -contestó contenta ella también- esperaremos al mediodía que venga tu padre a almorzar, para que él la abra y se la leas.

La hija, aunque impaciente, no dijo nada, poniéndose a su lado para ayudarla con el almuerzo, pero se preguntaba para sus adentros “¿Qué dirá la carta? ¿Irá a venir el tío Domingo por Navidad?”

José se encontraba en esos instantes en el tejado del edificio en obras atando las partes altas del andamiaje en el lateral que daba a la plaza. Pedro repasaba de nuevo las ataduras de la parte baja, pues toda precaución era poca para trabajar a tan considerable altura y cualquier fallo podría dar lugar a una caída de mortales consecuencias.

El maestro, mirando hacía abajo, y habiendo terminado ya la operación, le gritó:

-¡Eh, cómo va eso!

-Aquí ya está listo. Ahora te subo los dos tableros que me pediste.

-Bien, alárgalos, los pongo y me bajo para el almuerzo.

-De acuerdo, como tú digas.

Nada más llegar José a casa le salió al encuentro su hija con la carta en la mano, gritándole:

-¡Padre, padre! ¡Ha escrito el tío Domingo, la acaba de traer Emilio!

-¿Qué dices, hija? -contestó el padre aturdido por la noticia y abrazándose a María- Mi hermano.. ¡desde cuando no nos vemos… ¡Qué alegría…! ¿Y qué dice? -preguntó a su vez.

-No lo sé, aún no la hemos abierto, le estábamos esperando.

-Pues venga, ¿a qué esperas? Ya estoy aquí -dijo metiéndole prisa a su hija- Ábrela.

Ana María procedió. Por desgracia, tanto su padre como su madre, no sabían ni leer ni escribir, a lo sumo garrapatear su nombre. La carta decía así:

Queridísimo hermano, María y Ana María, vuestra hija.

Espero que a la llegada de ésta os encontréis todos bien, por nuestra parte, acá, marchamos todos estupendamente G. A. D.

Te cuento que a Andrea y a mí, nuestro hijo Diego y su mujer Claudia, nos han vuelto a hacer abuelos por segunda vez, con un precioso pibe que pesó cuatro kilos y medio al nacer, ¡bárbaro!, y que le van a poner el nombre de José, en homenaje a ti, hermano.

Ana María dejó por un momento de leer para contemplar la cara de sus padres. Les corrían a ambos lágrimas de emoción y de felicidad por las mejillas, mientras escuchaban atentos el relato. Proseguía éste:

A nosotros nos van muy bien las cosas acá, las cosechas reventaron mis graneros este verano pasado, luego me siento orgulloso y feliz de que la suerte me haya favorecido al venirme acá a la Argentina.

Bien sabéis de mi sufrimiento, al despedirme de vosotros y abandonar la tierra que me vio nacer. Es duro, se quedan muchos seres queridos y muchos recuerdos imborrables pero, gracias a Dios, encontré en esta otra tierra una mujer espléndida con la que formé una familia, que ha servido para sembrar mi vida de incontables satisfacciones.

Y unas tierras, donde he labrado mi porvenir y las he hecho fértiles y productivas, así que a día de hoy, a mis sesenta y cinco años, puedo decir que se han cumplido todos mis sueños.

Queremos anunciaros también que Andrea y yo estamos deseosos de poderos hacer una visita allá al pueblo en cuantito pase el bautizo de José, que será a primeros de diciembre. Por tanto y si todo va bien, esperadnos para las navidades, que son unas fechas entrañables y de pasar en familia.

José no cabía en sí de gozo. ¡Su hermano, su querido y único hermano! ¡Después de tantísimos años por fin lo volvería a ver! ¡Qué alegría! ¡Le parecía un sueño! Su hija terminó de leer:

Muchos recuerdos de Diego y Claudia y de nuestros nietecitos Daniela y José, que os quieren mucho.

Y nosotros, ¿qué os vamos a decir? Que os cuidéis y que siempre, en la lejanía, habrá un pensamiento para vosotros.

Un abrazo,
DOMINGO Y ANDREA

El albañil, con lágrimas de emoción, abrazó a su mujer y a su hija. En el centro del comedor formaron una piña tierna de recuerdos y sentimientos que duró varios minutos.

Ana María, por otra parte, seguía teniendo en mente el mal encuentro con don Álvaro. ¡Cómo se le iba a ir de la cabeza! Había pensado decírselo a sus padres en ese mismo instante, pero un fuerte poder la frenaba. Por un lado los veía contentos por el nuevo trabajo, a eso se le unía hoy la alegría de la carta. ¡Era imposible! Se callaría de momento, tal vez su "amado” se rindiera y pasara todo como una pesadilla, como un mal sueño. ¡Ojala no se equivocara y así fuera! En fin...

-¡Venga hija a almorzar -la requirió la madre.

Sacó José de la alacena una botella de buen vino añejo, que se guardaba para ciertas ocasiones, tomándose una copita con su mujer y brindando por la gran noticia.

Capítulo VI SEGUNDO ROCE. LOS BAILES.

La fuente de los cipreses estaba esa mañana de mediados de septiembre muy concurrida de lavanderas y labriegos que pasaban a dar agua a sus caballerías. Era muy popular, distaba unos trescientos metros del pueblo, en dirección oeste. Existía desde tiempo inmemorial, aunque hacía pocas fechas que acababa de ser reconstruida en ladrillo rojo macizo y canalizada el agua, que salía abundante por dos caños en forma de cabeza de gárgola. El líquido elemento seguía corriendo desde el pilar de la fuente a otro un poco más lejano y de éste ya desembocaba a una balsa de medianas dimensiones.

Y allí estaban María y su hija, su primilla y Cándida, su madre, Josefa la pastora y una mujer mayor, de pelo corto y blanco, cara surcada de arrugas, que parecían confluir todas en las comisuras de los labios, y enjuto cuerpo que movía con cierta vivacidad aún. Era Matilde la Ceniza, lavandera del cacique, don Francisco de Castro, abogado ya retirado y que gozó de cierta fama y prestigio en los tiempos en los que ejerciera, aunque sólo dedicó su oficio a tapar los trapos sucios y las cuentas opacas de los ricos terratenientes de La Alpujarra.

El apodo de la lavandera le venía dado, precisamente, por su oficio, pues una vez lavada y enjuagada la ropa se le echaba ceniza encima, que actuaba como lejía desinfectante en los tiempos que no se podía contar con tan necesario elemento químico. Ya bullía Matilde allí, juntando unos palos de almendro, para echar la lumbre y que ésta se fuera haciendo y convirtiéndose después en ceniza mientras empezaba a lavar la carga de ropa que traía en una gran canasta.

-¡Vaya -comentó María- parece que vienes hoy cargada, Matildica!

-Así es -contestó la aludida- el hijo de don Francisco, que vino anoche de Granada, al parecer, a descansar unos días del bufete, según dice él. Pero yo me calo -siguió diciendo Matilde- que su padre lo ha mandado llamar, pues le está dando muchos disgustos.

-¿Y eso? -preguntó curiosa Josefa, que enjuagaba unas sabanas y las retorcía sobre la dura piedra de la balsa mientras salían chijates de agua y jabón por todas partes.

-Nada, que don Javier, su hijo, aunque ha seguido la misma carrera que el padre, no ha continuado con su labor protectora sobre los pudientes. Tiene muy claro que su deber es ayudar a los pobres y necesitados, aunque eso, según el viejo, sólo le está trayendo dolores de cabeza; visitar los bajos fondos y traer poco dinero a casa, amén de los peligros que ello conlleva. Don Francisco dice que los pobres se las apañen solos o que no se metan en líos con la justicia, y si es así, ir a por ellos hasta terminar de dejarlos con lo puesto. El hijo no comulga con sus ideas, por eso viene muy poco al pueblo y cuando lo hace es para discutir con él. ¡Menudo cuadro!

-¡Vaya, Matilde -comentó Ana María- creo que es maravillosa la labor de ese chico, aunque el padre esté en contra! Seguro que lo necesitamos más que ellos y si él está ahí dándoles su apoyo jurídico intuyo que será muy querido en Granada.

-Estoy segura de que así es -contestó Matilde atizando los palos de la lumbre que se habían desparramado un poco- Por cierto -preguntó dándole un giro a la conversación- ¿Cómo andará la pobre de Rosa, que lleva ya más de quince días sin su niño? La mujer debe estar pasándolo muy mal. ¿La habéis visto?

-Ayer estuve en su casa -contestó Julia- y la encontré en un estado deplorable. Apenas si come, tiene las ojeras marcadas de no dormir y sus ojos a cada paso se empapan en lágrimas recordando a Angelito.

-¡Pobre! ¡Qué injusticia han hecho con el niño y con ella! ¡No sé cómo se habrá atrevido el sinvergüenza del boticario!

-Y me contó a mí Rosa -siguió hablando Julia- que estuvo allí en la botica a pedirle compasión, llorándole incluso, y que éste permaneció impasivo, contestándole que no se hubiera metido en el huerto, que así aprendería para otra vez y que le diera a su hijo más educación. Rosa no se pudo contener más y llegó hasta a insultarlo, diciéndole de todo. Él la amenazó con llamar a la Guardia Civil si no se iba del local, así que todo el pataleo no le sirvió para nada, sólo haberse rebajado a un hombre malvado y sin sentimientos.

María movía la cabeza de un lado para otro, como diciendo que no podía ser, que a perro flaco todo se le vuelven pulgas y que a la pobre de Rosa qué más le podía pasar. Pero estaba equivocada, porque el destino, tan caprichoso a veces, haría callar sus pensamientos en breves instantes.

Efectivamente, todas cesaron la conversación al ver aparecer por el camino de la fuente a la citada mujer, que venía con una canastilla pequeña con dos o tres trapos superpuestos como queriendo tapar algo en el fondo. Su actitud no era normal, venía con la cara como de sofoco, de un rojo subido, sus cabellos algo revueltos, los ojos desencajados y el vestido un tanto rasgado por el hombro. Su paso era corto y dubitativo.

Las lavanderas se quedaron mirándola extrañadas, notaban que algo malo le habría sucedido. María se adelantó, preguntándole:

-¿Rosa, mujer, qué te ocurre?

La aludida no contestó, se limitó a soltar la canastilla, desparramándose los pocos trapos y dejando ver en el fondo una sospechosa y larga soga de esparto. No pudo más y arrancando a llorar amargamente se echó en los brazos de María.

La visión que les produjo a todas la cuerda les había erizado los cabellos. María volvió a hablar.

-Pero… ¿qué ibas a hacer, insensata? ¿Acaso crees que puedes dejar a Angelito solo en el mundo? ¿Te has vuelto loca?

-¡No, no estoy loca, pero quiero morirme! ¡Por favor Dios, acuérdate de mí y llévame con mi marido allá en donde esté! ¡No quiero vivir más! -gritó fuera de sí la atribulada viuda.

Todas hicieron un corro junto a ella, ante la gravedad de la situación, tratando de consolarla.

-Mujer -la aconsejó Matilde, la más mayor- precisamente le acababa de preguntar a esta gente por ti y que cómo te encontrabas. Me habían dicho que mal pero yo te veo imposible. Así no puedes seguir, piensa en tu hijo. ¿Qué le querías quitar, lo único que le queda en el mundo? Necesitará de nuevo sentir ese calor de madre cuando vuelva y no dudes que lo hará pronto. Así que deja ya de llorar de ese modo muchacha, que me estás partiendo el corazón.

-¡Venga, mujer! -le rogó visiblemente afectada Ana María- Hazle caso a Matilde, que nos tienes a todas en vilo y no queremos verte así.

-Toma, Rosa -le dijo María, que venía con el pipote de barro lleno de agua- bebe un poco y échate por la cara que te refresques, que te va a dar algo.

Así lo hizo, arrastrando el agua cientos de lágrimas que rodaron por sus sofocadas mejillas, mientras empezaba a querer contar algo entre hipos de nerviosismo.

-No es ya sólo por lo que le está pasando a mi hijo, vecinas -aclaró- Es que acaba de pasarme otra cosa peor, otra cosa que no tiene nombre...

-¡Calma, calma! -trató de serenarla María- Ven, siéntate aquí, en el pollo, ¿qué nos quieres contar?

-Pues veréis -prosiguió Rosa- estaba hace cuestión de media hora en mi casa, haciendo las faenas de siempre, cuando tocaron a la puerta. Abrí enseguida, por si era alguien con alguna noticia de mi hijo... –respiró unos segundos que a las lavanderas les pareció una eternidad- Mi sorpresa al abrir la puerta fue encontrarme con don Nicolás, el cura, que me saludó amablemente dándome los buenos días y preguntándome si podía pasar. “Claro, claro” le contesté yo, acomodándolo en una silla en el comedor. “Usted dirá que le trae por esta humilde casa” le pregunté. Él, con su voz profunda y parsimoniosa, me informó que el día anterior había estado en el reformatorio donde estaba mi hijo y que estuvo un rato con él.

Imaginaos por un momento el vuelco que me dio el corazón al oírle pronunciar esas palabras. Quise preguntarle cuarenta cosas a la vez, que cómo estaba, qué hacía, qué comía, si estaba llorando, si se acordaba de mí... A parte de esas preguntas me dio respuesta y me animó para que no me preocupara, que había muchos niños de su edad con los que jugaba a diario y que es normal que me echara de menos, pero era todo un hombrecito y comprendía que debía estar allí un tiempo.

Yo escuché esas palabras con el alma y el corazón partidos, pensaba en lo que estaría sufriendo mi hijo, a pesar de todo. “Pero por otro lado -me siguió diciendo el cura- no olvides, Rosa, que también están sujetos a la dura disciplina del centro. Horas de levantarse, comidas, aseos, y el saltarse esas normas también le podría acarrear que se quedase más tiempo allí por mala conducta”.

“¿Y qué puedo yo hacer por él? Una pobre viuda indefensa y sin recursos.” No tenía que haberle hecho esa pregunta -siguió narrando Rosa mientras la tensión se cortaba entre las lavanderas- pues sólo sirvió para ponerle en bandeja al cura la obscena proposición que traía premeditada. “Verás -me dijo poniéndose en pie don Nicolás- te voy a ser sincero. No te veo mucho por la iglesia pero en las pocas veces que lo has hecho me he fijado en ti, has llegando a despertar en mí el deseo carnal del hombre que guarda todo sacerdote y que no creo que pueda con él.”

¡Juro que me quedé atónita al oír las palabras de ese mal nacido! Su rictus firme y serio, por otro lado, me estaba llegando a intimidar. No sabía si echarlo a patadas o salir yo corriendo o que me tragase la tierra allí mismo. Ante mi pasividad él me apuntilló: “Tengo poder para sacar a tu hijo de allí en veinticuatro horas, sólo tienes que acostarte conmigo, hacerme feliz una noche, y volverás a abrazarlo muy pronto. No lo pensarás mucho si lo quieres tanto.” “¡Canalla, miserable!” -le contesté yo intentando darle puñetazos en el pecho que paraba con sus gordas manos “¿Cómo te atreves a hacerme esa proposición tan ruin, ese chantaje, y jugar con los sentimientos de un niño? ¡Canalla, no eres digno de ese hábito que llevas puesto! ¡Blasfemo, mal cura! ¡Sal ahora mismo de mi pobre pero honrada casa! ¡Te denunciaré...!” “Vale -me contestó impasible- me voy pero si lo consideras mejor ya sabes dónde encontrarme. Ah y no intentes denunciarme pobre diabla ¡quién te iba a creer! Tu palabra al lado de la de un cura no vale nada, no te esfuerces.” Y cerrando la puerta me dejó de rodillas en el suelo empapada de lágrimas maldiciendo a la iglesia, a los curas y todo lo que olía a ellos… Así que me levanté del suelo, cogí una cuerda, disimulada entre los trapos, y la verdad, por duro que os parezca, venía decidida a quitarme la vida.

Ninguna de las presentes que acababa de escucharla quería dar crédito a sus palabras, eran demasiado crueles, no podían ser. Todas se preguntaban “¿Pero qué clase de cura tenemos aquí en el pueblo? Podía, de no haber sido por nosotras, haber provocado la muerte de una buena mujer. ¡Más bien es un hereje que vive para fornicar comiendo bien de la iglesia y encima chantajeando y aprovechándose del dolor y los sentimientos de la pobre gente!”

-¡Bueno Rosa! -sentenció Matilde- Tranquila, tú te has mantenido en tu sitio, donde tiene que estar una mujer cabal y decente, aunque te duela. ¿No ibas a querer ver a tu hijo pronto a tu lado? Pero tu valía e integridad las has antepuesto a tu deseo y eso te honra. ¡Pronto volverás a abrazar a Angelito, no lo dudes!

-¡Simón! -le gritó José- ¡Creo haberte pedido la piqueta veinte veces ya! ¿Qué pasa, no ves que estoy parado mientras tanto?

-Tranquilo -contestó sin inmutarse desde el fondo del andamiaje- ¿Tienes prisa? Si es así, baja tú a buscarla.

-Óyeme -contestó serio el maestro- quedemos en que no habría más discusiones entre nosotros en el trabajo ¿verdad? Te recuerdo que tú eres mi peón, te guste o no. ¡Así que marchando y alárgame la piqueta!

Esas palabras autoritarias, pero razonables, no le sentaron nada bien a Simón, que las acató aunque arremetiendo contra él y contestándole:

-¡Vale, ya te la echo! ¡Pero procura tener poco trato conmigo, aunque seas el maestro en esta obra y yo tu peón, como tú dices, porque no hemos hecho una guerra y la hemos ganado para estar a las ordenes de los rojos!

José ignoró este duro comentario y subiéndose desde el andamio al tejado se fue al otro lateral.

En ese momento unos chasquidos de herradura venían sonando en dirección al edificio en obras. Era don Álvaro, que llegaba del Almendral y se acercaba hasta allí para ver cómo se estaba desarrollando el trabajo. Al momento de divisarlo, se le acercó Simón sujetando con ardiles los estribos de la jaca y ayudando al cacique a bajarse.

-¡Buenos días tenga usted don Álvaro! -saludó mientras hacía la reverencia gorra en mano a su señor.

-¡Qué, Simón, mi buen amigo! ¿Cómo vais? -preguntó el alcalde.

-¡Bueno, podíamos ir mejor! -se quejó haciéndose el interesante.

-¿Ocurre algo? -preguntó arrugando el entrecejo.

-Nada, este José, que siempre está de peleas conmigo y encima mandándome sin ton ni son. Si estoy abajo quiere que esté arriba, si estoy arriba, abajo... ¡Yo no sé el por qué, y con todos mis respetos, lo ha cogido usted para que realice estas obras, con lo buen albañil que es Luís el de Juana y además es de los nuestros!

-Bueno, cálmate y sobrellévalo lo mejor que puedas -le contestó el alcalde esquivando entrar en el tema- Y sigue manteniéndome puntualmente informado de todo, ¿estamos? Por cierto ¿dónde está ahora?

-En la parte de atrás del tejado, no nos oye.

-Bien, mejor -contestó el cacique girando la cabeza y notando que pasaban cerca de su lado, Clara la de Ramón y Angelitas, las muchachas que solían ir siempre, alternativamente, a su casa a pedirles el permiso para hacer baile. Apartándose discretamente del esbirro, les salió al encuentro.

Las muchachas, al intuir que el alcalde se dirigía hacía ellas, se pararon rápidamente, saludándole con un buenos días a coro.

-¡Buenos días muchachas! -contestó sospechosamente efusivo don Álvaro- ¿Qué? ¿Tendréis esta noche baile, me supongo? Pues sois el grupo que más se prodiga a la semana y hasta me he enterado que os han puesto el continillo por ello.

Las muchachas se rieron lo más formalmente posible contestando:

-Así es, en eso estábamos...

Iban a seguir hablando cuando el alcalde las paró:

-Escuchadme un momento, necesito que me hagáis un favor.

-Usted dirá, don Álvaro -contestaron al unísono las dos.

-Veréis, es que la otra mañana, vuestra amiga Ana María, que creo que está en vuestro grupo de bailes, estuvo a punto de sufrir un percance por mi culpa, pues me descuidé y me quedé muy cerca de haberla atropellado con mi jaca. Debo de reconoceros que fue una gran torpeza por mi parte cómo la traté después de ocurrir esto, pues perdí los nervios y le hice que se sintiera muy mal.

Por eso ahora quisiera reparar de algún modo el mal rato que pasó por mi culpa, así es que os ruego que le digáis que sea ella la que venga a pedirme el permiso esta noche a mi casa, para así poder reparar con mis excusas el daño que le haya podido ocasionar. ¡Y os advierto que el baile no se celebrará si no es ella la que me lo pide! No por nada -dijo mintiendo descabelladamente- sino porque es mi deseo, y en él he puesto todo mi empeño, el querer disculparme con ella. Igual si tiene que venir aposta a mi casa, no lo hace, pero con esta excusa lo tendrá más fácil.

-Bien, así se lo haremos saber, don Álvaro, creemos que a ella no le importará, al contrario, ¡se sentirá halagada por tan maravilloso gesto de caballerosidad por su parte!

-De acuerdo, muchachas así espero que lo entienda -sonrió el alcalde- y buenos días.

-Buenos días don Álvaro, a mandar.

Haciendo el camino con él, desde El Almendral al pueblo, había venido esa mañana Andrés, el medianero, que se dirigió a la fragua del tío Frasquito para que le herraran los dos mulos de labranza que tenía en el cortijo.

El herrerillo lo recibió en la puerta:

-¡Buenos días Andrés! ¿Cómo estás, hombre?

-Bien Miguel -contestó- ¡Ya ves, he hecho un hueco esta mañana, en la recogida de almendra para venir con los mulillos, que los tenía descalzos.

El muchacho lo estaba comprobando justo en esos instantes, levantándole la pata delantera al precioso ejemplar de mulo castellano que tenía delante.

-¡Efectivamente, compañero, tienen las herraduras en las últimas -contestó amarrándole al animal las patas traseras para evitar que soltara alguna coz imprevista y, cogiéndole ya una de las patas delanteras, procedió a quitarle la herradura vieja y rasparle los cascos para hacerle buen asiento a la nueva.

-¿Y qué? ¿Cómo vas por El Almendral? ¡Que no te he visto desde que te arreglé aquella reja de arado!

-Tirando, muchacho, ahora un poco menos solo con la cuadrilla que me buscó mi señorico para la recogida de la almendra; por lo menos tengo con quién hablar. Por cierto -siguió hablando el medianero mientras el herrerillo ponía ya la herradura nueva y la remachaba con fuertes clavos al casco de la pata del mulo- Sebastián, el de la cortijada de San Miguel, la que está al lado de la Rambla Seca...

-Sí, la conozco, estuve allí en una ocasión a hacer un trabajo -cortó Miguel.

-Bueno pues Sebastián, como te decía, el del cortijo grande de la era, estuvo la otra tarde en busca mía, pues al parecer, el día veintinueve de septiembre, día de San Miguel, el patrón de la cortijada, va a celebrar una fiesta cortijera con bailes de robao y mudanzas, y ya a la noche quiere organizar una gran velada de trovo y es por eso que cuenta conmigo para que asista. Me comentó también que se lo diría a tu hermano Antonio, para que se pegue unas coplas mientras bailan, que tiene fama de buen coplero.

-Se apaña bien para esas cosas, aparte de que le gustan mucho, igual que a ti Andrés. Seguro que con la participación de los dos, y sobre todo con la tuya, contribuiréis a que ese día sea un día grande, no lo dudes -le contestó Miguel parando un momento y mirándole a los ojos- Además, cuando Sebastián te ha ido a buscar es porque querrá tener en su fiesta a los mejores troveros de la zona.

-¡Quita, quita! ¿A dónde vas, hombre? Yo me defiendo nada más, no sé que voy a hacer con gente del nivel en este mundillo y que están invitados también a la fiesta, de Tomás el de Dulce, Paco El Tarabita o Pepe El Mulero. ¡Fíjate qué personajes! Me van a dejar a la altura de una alpargata, sino salgo corriendo antes -se rió bromeando.

-¡Menos lobos! No te menosprecies tanto que sé que te das buen apaño en esos quehaceres y saldrás airoso en las controversias.

-La única manera de saberlo es acudiendo esa noche con tu hermano. Además es tu día ¿no? ¡Qué mejor sitio para celebrarlo!

-¡Pues sabes que no es mala idea compañero! Hablaré con él, igual te pillo la palabra. Bueno, pásame el otro mulo, que éste ya está listo para salir corriendo -contestó ardiloso el herrerillo.

Llegaban ya de la fuente María y su hija, casi rozando la una de la tarde, cuando a su par llegaron también a la puerta de la casa, Clara la de Ramón y Angelitas.

-Hola, Ana María, ¿podemos hablar contigo un momento? -le pidieron tirándole con discreción del brazo, mientras la madre se disponía a entrar.

La muchacha se extrañó un poco, pero esperó a ver qué era.

-Oye -le preguntaron las amigas- ¿Estamos en hacer baile esta noche, verdad?

-Claro -contestó ella- sin falta ya le estáis pidiendo el permiso al alcalde.

-Bien -habló Clara la de Ramón- precisamente de eso queríamos hablarte. Verás, nos hemos topado hace un rato con él en la puerta del Ayuntamiento y ha estado hablando con nosotras acerca de ti y de un suceso que os pasó hace unos días en la puerta de Josefa la pastora.
Y nos ha dicho -continuó relatándole su amiga- que se siente muy avergonzado por no haberte pedido disculpas sabiendo que no fue tuya la culpa y quiere que esta noche seas tú la que vaya a su casa a pedirle el permiso, para así poder darte las excusas oportunas en persona y nos ha recalcado que no dejes de ir pues tiene mucho interés en ello; aparte, que si tú no vas no nos dejará hacerlo.

Ella sabía muy bien el tipo de excusas que querría darle el malvado cacique, y más en su casa, en su tela de araña. La paciencia y la resignación se le estaban agotando… ¡Dios y qué sola se sentía!

Levantando la cabeza las miró contestándoles con un nudo en la garganta:

-Siento defraudaros, pero no lo voy a hacer.

-Y eso… ¿por qué? -preguntaron apresuradas las dos amigas.

-Es que es mucho lo que me pedís. Vosotras no lo entendéis, ese hombre no me cae bien, no es buena gente, y lo de meterme en su casa... No sé, habrá otra solución...

-Pero, ¿qué solución Ana María? -preguntaron atónitas no entendiendo la contestación- Nos ha dejado bien claro que si tú no eres la que vas, adiós baile.

-¡Por favor, tratad de comprenderme, tengo mis motivos!

-Tus motivos -contestó Angelitas- es que nos vas a dejar sin diversión esta noche, seguro, y a saber por cuantos días más de seguir en esa postura; mira, piénsatelo, luego vendremos todos sobre las ocho. Por favor, no nos falles.

La muchacha estaba en una encrucijada terrible, la acababan de poner entre la espada y la pared. Por un lado, el hecho de no poder contarles la verdad de lo que estaba pasando entre don Álvaro y ella la martirizaba sicológicamente. Pedirle otra vez que se metiera en la boca del lobo era demasiado, convenía no volver a tentar la suerte.

Por otro, estaban sus amigas y sobre todo, Miguel, ¡cuánto se acordaba de él! Los ratos en los bailes eran maravillosos e inolvidables ¡cómo perdérselos!

Casi no comió al mediodía notándose cabizbaja y preocupada. Su madre lo captó enseguida, así es que le preguntó:

-Hija, tienes mala cara, ¿te ocurre algo? No has comido apenas y te encuentro seria y pensativa.

-No... nada madre... -contestó con voz apagada Ana María.

-¿No será por algo que te hayan dicho tus amigas antes?

-Al contrario, ellas han venido a decirme que tendremos baile esta noche, y que si iba a ir.

-¿Seguro hija? -le volvió a preguntar.

-Seguro, es que me ha afectado el caso de Rosa esta mañana en la fuente, ¡pobrecilla!

-Bueno, si es por eso... –contestó María poco convencida y no queriendo ahondar más en la verdad, terminando de quitar la mesa.

-Hija -prosiguió diciéndole- friega esos cacharros, que yo me voy a coger la costura un rato, pues el trabajo de don Felipe lo tengo algo atrasado y debe de estar haciéndole falta.

Una vez terminada la faena encomendada se encerró en su cuarto y echándose el la cama se derrumbó. Sus ojos eran dos fuentes. ¡Nada, que no tendría más remedio que tragar, estaban sus amigas y estaba él, su Miguel, su amado! Acariciaba la cabeza a Tiznón, como pidiéndole respuestas, pero el perrito sólo se limitaba a ladrar suave y menear su colita.

Llegó la hora convenida y ya estaban Clara la de Ramón, y Angelitas, con todo el resto del grupo en la puerta, incluida, por supuesto su primilla, que fue la que entró a llamarla.

-Vamos, pero... ¿todavía estás sin arreglar? ¡Que estamos todas esperándote fuera!

-Voy a ir así mismo Julia, no tengo ganas de ponerme otra ropa ni de arreglarme, no me encuentro muy bien esta tarde.

-¡Venga, venga! Ya verás cuando veas al herrerillo como se te quita todo -le dijo pícaramente, tirándole literalmente del brazo y sacándola de la cama.

Un breve arreglo de cabellos con la misma mano fue toda la compostura que se hizo para ir al baile, no daba la situación para más. Ya en la calle la esperaban impacientes las amigas, incluidas las dos viejas que les servían de carabina.

-¡Hola, Ana María! -saludaron todas.

Ella apenas abrió la boca, sólo se limitó a decirles:

-Vamos que se hace tarde.

Por fin llegaron a la puerta de don Álvaro. Julia la cogió del brazo y tiró de ella, ante su pasividad, para que tocara en el picaporte diciéndole:

-Venga primilla, ¿qué te pasa? ¡Que no te van a comer y encima se va a disculpar don Álvaro contigo!

-No es eso Julia, tú no sabes nada.

-¿Nada de qué? -preguntó intrigada.

-Es igual, ya te contaré alguna vez. Ahora entraré, ¡qué remedio!

Y, adelantándose, dio unos suaves golpes en la puerta.

No tardó en abrir Isabel, saludando con cariño a la muchacha, puesto que le tenía gran aprecio aunque le tratase poco, viendo en ella a una chica callada, servicial, noble y sencilla.

-Buenas tardes Isabel, venía a pedir el permiso a don Álvaro para el baile de esta tarde.

-Sígueme hasta el salón, creo que te está esperando.

-¿Da usted su permiso, don Álvaro? Vengo con Ana María.

-¡Pasad, pasad! -contestó levantándose de su sillón a la vez que cerraba una ancha carpeta llena de folios.

-Bien, yo me retiro -contestó Isabel- Volveré cuando hayan terminado.

La muchacha hubiese querido que el ama de llaves no se marchara de allí, habría sido su salvaguarda, pero el cacique lo tendría todo bien calculado y los estorbos quitados de en medio. De nuevo estaban, en muy poco espacio de tiempo, cara a cara don Álvaro y ella, ¡y en la casa de aquel! Mientras doña Loreto, desde una habitación contigua, y resguardada de la vista por un recio cortinaje, les espiaba en silencio, esperando que su hermano siguiera al pie de la letra el plan trazado.

El cacique la miraba de arriba a abajo deseándola cada vez más. Hasta de cualquier manera la encontraba atractiva y sensual. Su deseo iba creciendo por momentos, no sabía qué le habría dado esa mujer, sin darle nada, ni siquiera calor o alguna leve esperanza, sino todo lo contrario, repulsa y odio.

Ella marcaba las distancias, no alzaba la mirada, para no encontrarla con la suya, se mantenía a la expectativa en una calma chicha antes de la tormenta. Y el primer trueno estalló.

-Muchacha he hecho esta maniobra -le habló con voz suave don Álvaro- para volver a tenerte aquí en mi casa, ya ves que puedo hacerlo cuando quiera pues eres como una hormiguita en mi mano, que sólo con cerrarla... -calló, no pretendía ser muy violento pero su gesto expresivo le transmitió por primera vez el verdadero poder que tenía su pretendiente y eso la asustó.

-Quiero que sepas -prosiguió el alcalde y sin rodeos- lo obsesionado que estoy contigo. Necesito tenerte cerca y pronto, ¿por qué te empeñas en seguir rechazándome? Pídeme lo que quieras… lo que sea...

Ana María callaba, jurando para sus adentros no volver más a esa casa pasara lo que pasara.

-Te callas, no dices nada -continuó hablándole el alcalde con la voz algo más exasperada- Sabes que lo estoy intentando por las buenas, que te estoy dando tiempo y trato de ser lo más comprensivo posible contigo, pero recuerda que la paciencia tiene un límite, y si persistes en tu cabezonería me veré obligado a tomar otras medidas más drásticas. Recapacita, abre los ojos, te lo ofrezco todo, poder, dinero, riquezas... Cualquier otra mujer en tu caso no lo dudaría ni por un instante, no sería tan insensata a la vista de todo esto, no tengo hijos ni herederos y sería todo para ti. ¿Qué te pasa? ¿Es que no tienes aspiraciones? Piensa en tu familia, en la falta de dinero y comida que estáis pasando. ¿No quieres que eso cambie y poder hacer felices a tus padres? Abre los ojos, en tus manos está darnos a todos un futuro mejor.

-¿Ha terminado usted ya, don Álvaro? -preguntó la joven fría e impasible- Si es así, me gustaría pedirle el permiso para el baile de esta noche, que es a lo que he venido. Además, me están esperando mis amigas fuera.

-Pero... ¡y todo lo que te he dicho! ¿No ha supuesto nada para ti? -preguntó mientras se acercaba a ella cogiéndola por los brazos e intentando besarla furtiva y violentamente, a la par que ella movía la cabeza rápidamente de un lado a otro, tratando de esquivar el traicionero y nada deseado beso, para apartarse lo más lejos de él, haciendo fuerzas con las manos sobre su pecho. Cuando lo hubo conseguido y mirándole esta vez fijamente a los ojos le habló claro y duro:

-¡Antes prefiero estar muerta que echarme a sus brazos, téngalo siempre en cuenta! ¡Quédese con su riqueza y sus posesiones! El número uno de mi escala de valores para entregar mi vida a un hombre es el amor y ése sí que no lo conseguirá nunca de mí. Pues con su poder, sí, podrá llegar si se lo propone a mandar en mi vida, pero en mis sentimientos y en mi corazón olvídese, ¡para eso no vale su asqueroso dinero! Buenas tardes.

Esas palabras calaron hondo en el recio e impermeable corazón de don Álvaro, eran como un adiós rotundo a todas sus ilusiones de tener por las buenas a su amada. Esa vía diplomática que había estando utilizando hasta a hora acababa de saltar por los aires y caer hecha añicos a sus pies. Así que no insistió más, sólo se limitó a decirle que el permiso para el baile estaba concedido y que podía retirarse, llamando con viva voz a Isabel para que la acompañase a la puerta.

En el instante en que se hubo retirado Ana María salió doña Loreto, empujando su silla de ruedas, del escondite desde el cual había presenciado sin ser vista el lance, hablándole a su hermano así:

-Lo tenemos complicado, muy complicado, lo de intentarlo por el soborno, la ostentación y el poder; no nos ha conducido a sitio alguno sino es al odio más visceral de la muchacha y a alejarnos de nuestros propósitos. Ana María es una mujer asquerosamente noble e íntegra, que no se le compra ni se le adula con nada, ni como vemos, llamada por el orgullo...

-Pero... ¿cómo puede haber gente así? -interrumpió el alcalde vociferando y andando a pasos agigantados de un lado a otro del salón, tirando su apreciada pipa por los lujosos suelos de moqueta- ¿Cómo puede...? Mi grandeza, mi posición y mis sentimientos hacía ella... ¿Qué han conseguido? Nada, que me odie aún más que la primera vez que me vio, que me tenga por un monstruo y que don Álvaro de Monteoliva se haya rebajado a la hija de un albañil republicano, dejándolo despechado y humillado.

-Escúchame, son momentos duros para pedir tranquilidad, yo te aseguro que acabas de perder una batalla, pero no la guerra, que esa te garantizo que la ganarás. Se ha agotado un venero, habrá que buscar otro por donde entrarle por derecho, confía en mí. De momento, permaneceremos algún tiempo sin mover ficha, creyendo ella así, que te has dado por vencido, que la das por perdida, que se confíe, y así tendremos más tiempo, para planear mejor nuestro próximo ataque, que será nuestra venganza...

Don Álvaro quedó pensativo y algo ilusionado con las palabras pronunciadas por su hermana, aunque, también, bajo de moral y esperanzas por la clase de mujer que tenía enfrente.

Julia la estaba esperando apoyada en la misma puerta, algo preocupada por la tardanza. Al verla por fin salir le preguntó:

-Primilla, ¿por qué has tardado tanto? Creía que te ibas a quedar a vivir ahí dentro para siempre.

Ana María no contestó, se limitó a echar andar hacía la casa de Dulce, lugar del baile, pensando qué cerca había estado ese comentario de la verdad sin saber lo que allí dentro había ocurrido.

Terminó de llegar la comitiva a la puerta de reunión. Estaba muy concurrida, pues todos los muchachos se encontraban haciendo corro con su pitillo en los labios y sus risas y jolgorio, mientras la tarde se cerraba ya en noche.

Entraron sin más tardanza cuando Dulce acabó de abrirles. Dentro, en un gran salón, se encontraban los músicos templando sus instrumentos de cuerda, consistentes en una bandurria, que hacía trinar con cierto desparpajo Juan el Molinero y una guitarra que rasgaba con maestría José María el de Pilar.

Las viejas arrastraron sus sillas de enea hasta pegarlas a la pared del salón y allí se sentaron, poniendo sus recios y negros mantones sobre el respaldo, aprestándose a contemplar el espectáculo. Mientras los chicos y las chicas se iban entrevistando con quienes serían sus parejas en el baile.

Miguel, antes de dirigirse hacia la suya, había estado observándola y la verdad es que le notaba mucha pena en los ojos, no era la misma, ¡daría lo que fuese por saber qué le pasaba! Así que sin más, se fue hacía ella para tratar de enterarse por sus mismas palabras.

-¡Hola, Ani! No sabes lo que me alegraría de verte si no fuera por esa cara de tristeza que tienes esta noche...

-No te preocupes Miguel, no es nada -le contestó tratando de recomponer su ánimo mientras su mente vagaba todavía por la casa del alcalde- sólo es un mal día, créeme…

-¡Ojala pudiera, Ani, pero tú no me engañas! Aunque si no quieres contármelo tus razones tendrás, sólo te pido que si puedes, aparques lo que tengas por esta noche y lo intentemos pasar bien. Al fin y al cabo estamos juntos ¿no? y eso es lo que importa.

Ana María se convenció ¡qué porras! esa noche era esa noche. Estaba Miguel, él que no tenía que comprarle con nada su amor, pues ya se lo había regalado ella tiempo atrás, y la música, esa alegre música empezó en esos instantes a sonar…

No, no le había engañado su oído, los músicos comenzaban a tocar el bonito pasodoble de los nardos, del maestro Padilla, pieza muy popular y que hizo llenarse rápidamente la pista, siendo el herrerillo y Ana María los primeros en saltar a ella. Bailó la pareja a buen ritmo, dando giros de verdaderos profesionales, se dejaba ver que no era el primer baile que acometían juntos.

Las viejas cuchicheaban entre sí sobre la buena pareja que hacían, mientras reían felices, escuchando el bonito pasodoble que les evocaba aquellos inolvidables para ellas años mozos, donde todo era felicidad y diversión y las penas brillaban por su ausencia. “¡Jesús, qué tiempos aquellos, quién pudiera volver a ellos, y lo pasado, pasado!”, acabaron exclamando.

Después de bailar tres o cuatro piezas, la joven pareja buscó la penumbra de un rincón.

-Miguel -le dijo ella- todavía no has terminado de leerme la poesía que empezaste aquella tarde, es más, desde entonces, ya no has vuelto a ir por el huerto y ahora, aunque no te lo creas, es cuando más te necesito, no quiero estar sola.

-Es verdad Ani, tienes razón, el trabajo en la fragua y el ayudarle a mi hermano Antonio en sus faenas me ha robado todo el tiempo pero créeme, no dejo por un momento de pensar en ti. Mañana sin falta nos veremos, te lo prometo ¿vale?

-Vale, confío en tu palabra.

-Por cierto, ayer estuvo Andrés el del Almendral -le contó el herrerillo dándole más conversación- en la fragua a errar los mulos y me invitó a una fiesta cortijera y a una velada de trovo en la cortijada de San Miguel, en la Rambla Seca, el día veintinueve de este mes, o sea el día de mi patrón y el de la cortijada. Mi hermano está en ir y marcarse allí algunas coplas, que ya sabes lo que le gustan.

-¡Estupendo Miguel! -le contestó ella con un halo de tristeza que no pasó desapercibido al herrerillo.

-¿Ocurre algo?

-¡No, nada! Simplemente te deseo que lo pases muy bien ese día, ¡y ten cuidado con las cortijeras -bromeó dándole un toque de más alegría a la conversación- que no estarán acostumbradas a ver a un muchacho tan guapo como tú por allí!

-¡Venga Ani, no te rías de mí! ¡Aunque si no quieres quedarte sin novio para siempre, vente conmigo a la fiesta -siguió corriendo él la broma - y así me tienes controlado!

-¡Ojala pudiera, Miguel, ojala pudiera...!

Las viejas llevaban ya media la botella de anís cuando de nuevo sonó la música. Esta vez era un bonito vals de vueltas que a la joven le encantaba bailar por su ligereza de movimientos que abarcaban toda la pista de un extremo a otro. Cogió a Miguel de la mano, levantándolo de la silla, y se aprestaron a bailarlo, olvidando por momentos, al compás de la bonita melodía, las penas que la ahogaban, el atolladero, el callejón sin salida que ahí fuera no la dejaba respirar ni vivir en paz.