martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XVI LOS CONEJOS. LA CONVERSACIÓN.

Las obras en la casa consistorial seguían paradas. Al percance sufrido por su maestro se le unía la pronta llegada de las fiestas mayores a primeros de febrero. Pedro ya se había despedido días antes de ellas comunicándoselo en persona al alcalde y alegando, con mucha rabia y fortaleza, no estar a gusto con cierta parte del personal que las llevaba a cabo.

Don Álvaro no entró al valorar sus comentarios. Con seguridad ese abandono le parecía hasta bien, pues se evitaba haberlo echado él personalmente. Las cosas, a raíz de la caída, no habían marchado entre ellos por buen camino; así es que le liquidó hasta el día haciéndole saber con cierta soberbia, que por supuesto, no contaría en lo sucesivo con él para nada. Es más, que procurara buscarse la vida fuera de su ámbito.

Y así lo hizo. Andaba estos días limpiando los olivos de Rafael, en la cortijada de San Miguel. ¡Que día iba a pasar que no se acordara de su buen amigo José! Allí, subido en las cruces de las plantas miraba de cuando en cuando al cielo, entre el verde ramaje, para pedirle al Dios misericordioso que su amigo escapase con bien y que volviera pronto al pueblo, sano y salvo.

Esa tarde de viernes, volvería allí, después de más de una semana. Unos asuntos le requerían el sábado. Así que terminó de limpiar el olivo más grande que tenía a la vista, apilando en una gavilla todos los troncos gordos, dejando las ramas más pequeñas llenas de hojas a un lado de la finca para que dieran, a otro día, buena cuenta de ellas las cabras del dueño.

A la tarde le quedaban aún un par de horas de luz. Las suficientes, pensó Pedro, para llegar antes que anocheciera. Así es que aparejó su mulo, que pacía tranquilo entretenido con la verde y jugosa hierba que brotara con las últimas lluvias, tomando el camino de regreso al pueblo, sin más.

Andado medio sendero, ya se divisaban las tierras del cortijo del Almendral. Se paró antes en una terrera repleta de hinojeras que ofrecían gustosas sus verdes y frondosos frutos al caminante. Cogió Pedro un buen puñado, pensando en el rico puchero que le prepararía Adelina, su mujer, al día siguiente.

Al derramar la vista alrededor suyo, pudo observar a lo lejos una figura que parecía estar haciendo lo propio que él. No podía distinguirla bien a esa distancia. “Será Andrés” -pensó- “pues esas tierras son ya del cortijo. Me pilla de camino. Me pasaré a saludarlo.”

A medida que iba avanzando, la indignación, el coraje y la rabia contenida le iban brotando a borbotones por su cara hasta ponérsele roja de ira. La figura que se recortaba a lo lejos, y que él creyó Andrés, era, ni más ni menos, que la de Simón, el perrillo faldero del alcalde. ¡Cuánto había esperado el momento de encontrárselo a solas y sin testigos!

Éste se apercibió de su presencia demasiado tarde, así que tuvo, muy a su pesar, que hacerle frente.

-¡Hombre! -exclamó de muy mala leche Pedro moviendo la cabeza de arriba abajo- ¡Ya tenía yo ganas de pillarte a solas y decirte lo canalla y criminal que eres...!

-Modera tus palabras -contestó Simón tratando de manejar la situación- no me acuses de algo tan grave, que te estás equivocando.

-¡Aquí el único equivocado que hay eres tú si pretendes que yo me crea el cuento del accidente! ¡A otros habrás podido engañar, conscientes o no, pero conmigo no vuelvas a intentarlo! –continuó algo más subido de tono.

-Calma. Lo de José nos ha afectado a todos. Sí, ya sé que teníamos nuestras diferencias, pero de eso a...

-Pero, ¿cómo puedes ser tan cínico, cabrón? ¡Te recuerdo que has podido acabar conmigo también, que estoy vivo de milagro...!

-¡Oye tú, ya te he escuchado bastante y bastante he dejado que me insultes e insultes de paso a mi mujer -arremetió Simón- así que no te pienso consentir ni una más...!

-¡Tú me vas a consentir a mí decirte lo que me salga y voy a seguir intentando demostrar que tú fuiste el culpable del accidente, aún a pesar de tus influyentes "amigos"!

-¡Estás loco, Pedro! ¡A ti el accidente te ha dejado mal la cabeza!

-¡Mal nacido! ¡Algún día llegará tu hora! No creas que te vas a escapar de rositas...

-Escúchame -le contestó envalentonado y de una manera tajante Simón- lo que le ha pasado a José no le importa a nadie, y menos a mí. ¡Qué más da un rojo más o menos en esta España grande y libre! ¡Esa escoria estorba en nuestro país y en nuestro pueblo! La pena es...

No pudo seguir hablando. Una fuerte patada en los testículos lo mandó rodado al suelo, retorciéndose de dolor, mientras trataba, dificultosamente, de poder respirar.

-¡Hijo de puta, mereces que te repatee la cabeza encima! -exclamó con los ojos salidos de las orbitas- ¡Agradece que no sea de tu calaña pues si lo fuera, éste sería el último día de tu asquerosa vida! Aun así, te advierto que me guardes el bulto. Tú no me conoces todavía. Aléjate de mí, o acabaremos muy mal tu y yo. ¡Te lo juro por mis muertos!

El atacado, con las piernas encogidas, escuchó a duras penas las serias y directas advertencias de su oponente, mientras trataba de hiperventilar sus pulmones ante los segundos de carencia de aire. Pero sí tuvo en ese instante tiempo de lanzarle una mirada de maldad y de odio, saliendo de sus contraídas pupilas, cuando su oponente se giró para marcharse.

-¡Pepe! -preguntó el alcalde al camarero del Casino- ¿Nos tendrás los conejos listos y limpios para freírlos como convinimos?

-Así es, don Álvaro. Mi mujer le ha reservado tres magallones de la última cría que están la mar de tiernos. Espere que la llame. ¡Remedios... Remedios... sal un momento!

De la cocina del bar salió una mujer gruesa, de unos sesenta años, muy ardilosa, secándose las manos en un delantal negro.

-¿Qué quieres, Pepe?

-Don Álvaro, que está aquí con el sargento Bonilla y otros amigos preguntándose que tal esos conejos y que se los vayas preparando.

-Claro que sí -contestó- ya mismo los voy friendo con unos ajillos...

-Estupendo, Remedios -exclamó el sargento relamiéndose sus largos bigotes- Llénanos mientras, Pepe. Echaremos una partida al dominó.

-De acuerdo, ir sentándose. Ya os lo llevo a la mesa.

Esa tarde de sábado, preludio de la pronta llegada de las fiestas mayores de San Blas, estaba muy fría por lo que, arrimados a un buen vaso de vino y a una buena candela, la pasaban entretenida toda la jerarquía del pueblo en el Casino a verlas venir.

Por desgracia para poco foro de debate servía el edificio, en el que sólo hablaban los vencedores, seguros y convencidos de poseer la razón. Y poco también foro cultural. Sólo licores y diversión.

-Ernesto -interrogó el alcalde al boticario- Luís el médico quedó en venir esta tarde a tomar unos vasos con nosotros, ¿verdad?

-Eso me comentó a mediodía, que se pasó por la botica al terminar de pasar consulta.

-¡Pues mirad, se me está ocurriendo una broma genial -les comentó a sus contertulios en voz algo más baja- para terminar de espabilar a ese pardillo y de paso reírnos con él todo lo que queda de tarde!

-¡Me dan miedo sus bromas don Álvaro -murmuró el sargento- es usted temible!

-¡Quita, quita Bonilla, es una broma sana! Venid... acercaos.

Se agruparon todos en derredor suyo, sobre la mesa, mientras el autor les iba desgranando los pormenores de su idea. Una idea jocosa y bien calculada. El sargento se tapaba la boca con la mano derecha, haciendo el secretario del Ayuntamiento otro tanto para no terminar riéndose a carcajadas. El boticario se quitó sus gafas de culo de vaso, limpiándole los cristales, que aparecían empañados por tanta lágrima de risa que derramaba. Y don Álvaro los contemplaba feliz jactándose de ser el padre de la feliz ocurrencia, mientras, momentos después, retomaban la partida, a la espera y acecho de la inocente víctima.

-¡Blanca pito! ¡Esa puerta está cerrada, a ver quién pone por ahí! -clamó muy ufano don Ernesto.

-¡Buena jugada, sí señor -murmuró el sargento poniendo sobre la mesa el seis cinco por la otra parte del juego- pero todavía no hay nada dicho!

-Te equivocas, Bonilla -saltó a la palestra el cuarto jugador, que no era otro que don Víctor, el secretario- esa era la ficha que estaba esperando, pues con ella acabo de dominar, con permiso del alcalde, claro está. ¡Así que ya están ustedes pagando los vinos!

-¡Mirad, mirad -codeó con el brazo don Álvaro al sargento- ahí le traéis...!

Efectivamente, en ese instante entraba por la puerta del Casino el candido y bisoño médico, que se quitaba el sombrero y el abrigo colgándolos en el perchero de la entrada mientras daba educadamente las buenas tardes a la concurrencia.

-¡Hombre Luís -le llamó el alcalde- te estábamos esperando, pues Ernesto me había comentado que vendrías esta tarde por aquí dejando tus múltiples quehaceres. Y vienes bien, pues necesitamos que nos hagas un favor.

-¿Un favor? -preguntó inquiriéndoles con la mirada- ¿Profesional o de amigos?

-¡De amigos, hombre, de amigos! Dios no quiera que tengamos que echar mano de ti como médico en mucho tiempo.

-Pues usted dirá don Álvaro.

-¡Veras, amigo...! Pero... siéntate aquí con nosotros. ¡Pepe sírvele al doctor un vino o lo que desee...!

-No, un vino está bien Pepe -pidió.

-Te decía -prosiguió el alcalde- que hemos pensado aquí todos que nos podría preparar Remedios unos conejos fritos con ajillos y echar la tarde.

-No me parece mala la idea. A mí, el conejo preparado así me gusta bastante -confesó el facultativo.

-Ya, el problema es que a Remedios no le han quedado nada más que las madres en el corral, pues los magallones los ha vendido todos, ¡ella qué sabía la mujer! Y yo me preguntaba si tú no querrías ya que eres el más joven y el que tiene mejores pies, acercarte a una casa a la que ya han mandado razón, asegurándome que tienen un corral lleno y traerte tres ejemplares, que tendrán matados y sollados para cuando vayas. Es que ella está muy atareada en la cocina, según nos ha dicho, y le va a ser imposible ir.

-¡Vale, por mí no hay inconveniente, ahora mismo me llego! –respondió solícito el ingenuo contertulio no sospechando ni por asomos que iba a ser víctima de una jocosa trampa por parte de sus "amigos".

Sin más tardanza, le indicaron el sitio y la dirección precisos en dónde le tendrían preparado el encargo. Partiendo éste, acto seguido.

Las risas y las chanzas, una vez salido don Luís del Casino fueron generales entre todos los asistentes, enterados también de la broma, que reían a mandíbula batiente la ocurrencia del bromista alcalde.

Las mortecinas bombillas de "ciento veinticinco" que, en un burdo remedo de luz natural querían alumbrar la solitaria calle, se terminaban a unos cien metros antes de entrar en el barrio de las Chumberas, a la salida del pueblo, en dirección al cementerio. Por momentos se extrañó el médico del sitio tan solitario y tétrico al que lo habían mandado. Poco conocía todavía el pueblo, pero sabía por oídas que ese barrio no era precisamente el mejor.

-¡No habrá tenido Remedios otro sitio para venir a encargar los conejos...! –murmuró mientras se adentraba entre callejuelas angostas y poco simpáticas- Estoy para volverme, pero en fin... que no se diga que por mí se aguó la fiesta.

Por la empinada y retorcida anchura de piedras, que remedaba una plazuela, bajaba en ese instante Serafín "el perro", hombre taciturno y huraño, que vivía solo a las afueras del barrio en una casa semiderruida. Al pasar a la altura del medico, -que quedó un poco parado como observándolo-, murmuró entre dientes:

-¡Je, otro cliente para la Maruja...!

Don Luís, al oír pronunciar el nombre de la mujer que le daría el encargo se volvió y le preguntó al personaje:

-Por favor, ¿la casa de Maruja está por aquí?

Serafín "el perro" abrió sus arrugados ojos, apurando el pitillo, que ya le estaba quemando los labios, para proseguir después su camino, volviendo de nuevo a refunfuñar para sus adentros:

-¡Caramba -pensó el médico- qué tipejo más amable!

Las soeces risotadas de varias personas, entre mujeres y hombres, que salían por los resquicios iluminados de una ventana, llamaron su atención creyendo haber encontrado el sitio de destino. La casa que tenía enfrente guardaba todo el paralelismo y consonancia con todas las maltrechas casas de ese barrio, denotando, con su aspecto, la marginalidad y precariedad del sitio en cuestión.

Don Luís no esperó más para tocar un par de veces en el pequeño picaporte de un postigo que aparecía en la puerta principal. Cesaron las risas y el jolgorio por unos momentos. Los grillos, con su cantar eterno, sólo fueron la banda sonora esos segundos. Después, se oyeron unos tacones que se acercaban desde el fondo hacía la puerta principal para terminar abriendo el postigo, dejando salir éste una humareda de blanco humo, con olor a tabaco rubio.

Tras él estaba Maruja, la dueña de la casa. Mujer de unos treinta años alta y guapa como ella sola. Sofisticada. De gruesos labios empapados en rojo carmín y mala reputación como mujer de la vida.

-¿Sí? ¿Busca usted a alguien? -preguntó tomándole las medidas del traje con la mirada.

-Usted perdone, señorita. Soy Luís Salas, el nuevo médico del pueblo...

La mujer dulcificó el semblante mientras cerraba el postigo y le abría por fin la puerta.

-Vaya, mucho gusto, caballero. No vendrá a hacerme un reconocimiento a fondo, ¿verdad? -preguntó sugerente pasándose sin pudor las manos por sus bien formados y turgentes senos- ¿O acaso cree que estoy buena y no necesite hacérmelo?

-No, no es eso, más bien... -contestó el azorado doctor tragando saliva- vengo porque me manda don Álvaro, el alcalde, a preguntar por unos conejos...

¡Ja... ja... ja...! -rió divertida la mujer- ¡Maruchi, Piluca...! ¡Bajad un momento, por favor!

Dos muchachas, algo más jóvenes que ella, aunque igual de impresionantes y atractivas, bajaron semidesnudas por las estrechas escaleras que conducían al piso de arriba.

-¡A ver, Maruja! ¿Qué quieres…? Que ya no se puede ni trabajar a gusto… -murmuraron contrariadas.

-Escuchadme un momento, por favor -les pidió la dueña de la casa- que éste caballero quiere pedirnos algo.

-No, miren... me van a perdonar -exclamó con aire de retirada el joven e inexperto a su vez con las mujeres, don Luís- creo que he sido objeto de una broma pesada por parte de mis amigos.

-No -le requirió la bella mujer- Pero dígales a mis amigas qué es lo que ha venido a buscar a esta casa, por favor.

-Nada, ya se lo he dicho. Sólo me habían mandado a por unos conejos, ¡pero ya veo a qué clase de conejos se referían esos canallas...!

-Pues sí, es conveniente saberlo, doctor, pues no son lo mismo los conejos que se cogen así -continuó Maruja haciendo el gesto de coger al animal por las orejas- o conejos que se pueden coger así...

Y al decir esto último se subieron las tres mujeres la pequeña falda hacía arriba dejándole ver al impresionado y tembloroso médico sus sugerentes y negros "conejos" de carne y hueso mientras, con alboroto, le pedían que escogiera el que más le agradase.

Con toda la prisa que pudo escapó el médico de ese antro de perdición maldiciendo y tomando a buen paso la callejuela que lo sacara de allí. En su prisa y desesperación no se percató de tres bultos que, amparados por las sombras de la cerrada noche, habían permanecido durante toda la conversación muy cerca de la ventana enterándose de todo. Tres bultos que, abandonando también el sitio, se iban retorciendo de risa felicitándose por la excelente broma.

La recia y alta campana de bronce sonaba templada y cadente llamando a misa de alba. Amanecía el último domingo de enero. Un domingo más primaveral que invernal y que llenaría, a buen seguro, de puestos de mercadillo la señorial plaza del Generalísimo.

Antonio, cogido del brazo de Candela, su reciente esposa, y en compañía también de Miguel, paseaba a media mañana entre los variopintos puestos mirando esto, cogiendo lo otro... El herrerillo los miraba. Parecían tan enamorados y hacían tan buena pareja. “¡Que suerte” -pensó- “había tenido al final su hermano siendo correspondido por una muchacha de serena forma de ser y cautivadora y peregrina esencia de belleza morisca Alpujarreña.” “¡Cuándo llegará ese día” –siguió pensando anhelante- “en que yo mismo pasee por esta misma plaza cogido de la mano y recién casado con Ani... cuando!

Por lo pronto, esperaría a verla esa mañana, si es que bajaba al mercadillo con su prima, al final. No sucedió así. Ella no tenía ganas ni de eso, ni de nada. El recuerdo imborrable de su padre tumbado en el suelo le venía a cada instante a su memoria, como ráfagas de flagelos que chocaban sobre su dolorida sien. Cándida trataba de animarla, cosa que intentaba, sin lograrlo tampoco Julia. No había forma humana de poder inyectarle algún aliciente a la pobre y hundida muchacha, que pasaba largas horas de tediosos días, sin apenas hacer nada, sumida en un preocupante estado de desidia. Así se encontraba esa mañana en su casa, cuando, a eso de las doce, el vendaval de su prima irrumpió hasta la cocina llamándola a gritos.

-¡Primilla... primilla...! ¿Dónde te metes?

- ¿Qué pasa? Estoy aquí, que ocurre... -le contestó alterada saliendo de su habitación con Tiznón en brazos- ¿Has sabido algo de mi padre? ¿Es malo?

-¡Hay que ver el empeño que tienes en seguir siendo pesimista! He venido como un rayo corriendo desde la plaza, donde estaba con mi madre comprando en el mercadillo, para informarte a quién he visto bajarse de un lujoso coche que ha aparcado en la misma cera del Ayuntamiento...

-Pues, no sé y tampoco tengo ganas de adivinanzas.

-¡A tu madre, tonta, a tu madre!

-¿A mi madre? No puede ser ¿y por qué has esperado tanto para decírmelo? ¡Vamos corriendo a su encuentro!

-Sí, vamos corriendo. La he dejado con mi madre y medio pueblo que se ha parado a preguntarle por tu padre.

Las dos muchachas volaron, más que corrieron, hasta ponerse en un dos por tres en la misma plaza donde, agolpada toda la concurrencia, rodeaban a María interesándose por la salud de José y dándole parabienes por superar éste el trance.

Probablemente quedase una sola persona en el pueblo que no se hubiera enterado todavía del percance tan grave que sufriera José y esa persona no era otra que doña Ana. Emilia, su criada, advertida por la propia Ana María, se había cuidado bien de no ser indiscreta. No querían sobresaltos. El frágil y delicado corazón de su ama no aguantaría esa dura noticia, y menos ahora, con el proceso de agravamiento y debilidad que venía padeciendo estos días.

Pero la casualidad, tan caprichosa a veces, les iba a jugar una mala pasada a ellas y al corazón de la gran dama. Cerca del mediodía, barría Emilia con una escoba de bolina la puerta principal de la casa, que estaba sucia, como casi siempre, de pasar las caballerías y las manadas de cabras por ella en dirección a la cercana fuente o a los campos.

Una pegadiza canción se le escapaba entre dientes a la ardilosa mujer. Doña Ana, mientras tanto, tomaba el sol mañanero sentada en el largo poyo de cerámica granadina que rodeaba interiormente una terraza baja que había en un lateral de la casa y que daba directamente a la calle de la fuente.

Por allí subía Carmela la de Jacinto con el cántaro en la cadera y un ramito de jacintos apoyado sobre la oreja.

-¡Buenos días doña Ana ¿qué, tomando el solecico? -preguntó indiscreta, como siempre, la mujer.

-Así es, hija. Este sol es la vida para mis huesos. Veo que vas muy engalanada esta mañana a la fuente con tus flores en la oreja.

-Un repizco que le he tirado a una mata del huerto de la Simona y aquí que me lo he colocado.

-Eso está bien, mujer -contestó riendo la dama.

-Por cierto -continuó Carmela con la conversación- ¿Te has enterado que ha venido María, la de José el albañil, ya de Granada? Todo el pueblo le ha estado preguntando en la plaza por su marido; ha llegado en un turismo que traía también a don Felipe, el antiguo médico.

-¡A ver, para, para! -le cortó confusa- ¿María estaba en Granada? ¿Qué ha pasado? ¿Se puso José malo? Es que yo no estoy enterada de nada.

-Pero, doña Ana -preguntó atónita la chismosa mujer- ¿no me diga que usted no sabía nada del accidente en la obra del bueno de José?

Su débil y vetusto corazón empezó a latirle fuerte de golpe y de una manera arrítmica. Las piernas empezaron a flaquearle y sus labios se secaron de repente. La ignorancia, pero sobre todo la indiscreción de Carmela, estaban dando lugar a un episodio que se presumía grave para la anciana mujer, cosa que no captó la informante que seguía metiendo más leña en el horno.

-¡Pues será usted la única en el pueblo! Le estoy hablando de que eso pasó hace ya muchos días. Fue un auténtico revuelo. José, subido en el andamio, se precipitó...

-¡Para, para, Carmela! No quiero oír nada más -la interrumpió la dama, que empezaba a palidecer por momentos- No me estoy encontrando bien...

No pudo decir nada más, precipitándose de golpe al suelo con el conocimiento perdido.

Carmela se asustó mucho pues no podía desde la calle llegar a ver el suelo de la terraza, mientras no paraba de gritarle.

-¡Doña Ana... Doña Ana...! ¡Dios mío...! ¿Está usted bien?

A los gritos asomó Emilia, escoba en mano, viendo a Carmela como hacía aspavientos alargando el cuello.

-¡Pero, mujer! ¿Qué ocurre? ¿Por qué gritas así?

-¡Ay, doña Ana, tu ama, que estaba hablando con ella y la he visto de repente desplomarse hacía el suelo ahí en la terraza!

-¿Doña Ana? -fue lo único que dijo Emilia, antes de salir a todo correr seguida como podía por Carmela, penetrando las dos en la casa y yéndose directamente al lugar de los hechos.

Allí estaba, efectivamente, tirada en el suelo la buena y noble mujer, con las piernas algo encogidas. Los labios se le habían puesto morados y la piel ligeramente pálida.

-¡Pronto Carmela, trate de reanimarla, que corro a por las medicinas!

No tardó en estar de nuevo en la terraza administrando una pastilla de emergencia que tenía reservada para estos casos y que se la introdujo como pudo debajo de la lengua mientras le movía la cabeza y le comprobaba el pulso.

-¡Carmela, por el amor de Dios! ¿Qué le estabas contando a doña Ana?

-Lo siento mucho, niña -contestó abatida la mujer- no sabía...

-¡Le has contado lo de José! ¿Verdad? ¡Maldita seas tú y tus malditos chismes, que nunca vas a saber estarte calladita...! ¡Vuela y tráeme al médico! Por lo menos haz algo positivo para redimir tu culpa.

-Lo siento -exclamó llorando y aterrada Carmela- lo siento. ¿Cómo iba yo a saber...? Si es que no tengo apaño.

-¡Madre...! ¡Madre...!

¡Hija...! ¡Hija mía...!

Las dos se acabaron de juntar en un emotivo y entrañable abrazo que llevaban ambas deseando mucho tiempo, tanto como los días que hacía que soportaban esa terrible pesadilla.

-Ana María -le pidió su madre, mirándola y arreglándole un poco el pelo con la mano- vamos a casa, que tenemos que hablar...

La plaza, ante la partida de María y de su hija, volvió por momentos a retomar su pulso normal de domingo de mercadillo. Madre e hija no cesaron de ir abrazadas durante todo el camino hasta llegar a su casa, haciéndole la hija mil preguntas a la fatigada mujer.

Tiznón también había querido recibirla a su manera sin parar de mover su gracioso rabito y de levantar sus patas delanteras ladrando feliz.

-Siéntate María -le pidió alargándole una silla, ya en el comedor Cándida- siéntate, que vendrás agotada. Voy a prepararte un vaso de leche caliente que te dé vida.

-Gracias. No te voy a negar que vengo agotada. Me sentará bien.

-Madre -preguntó Ana María cogiéndole las frías manos entre las suyas y dándoles calor con un ligero frote- ¿Y padre, cómo se encuentra? ¿Cómo se lo ha dejado?

-Bien hija, dentro de lo que cabe. Todos, incluido el medico, estamos sorprendidos de la dureza de este hombre y del espíritu de sacrificio que tiene para curarse. Y hasta los ánimos para dármelos a mí…

-¡Padre saldrá de ésta! Es fuerte y además lo merece, no lo dude! Yo estoy deseando de verle. No como, no duermo sólo de pensar que él no está aquí conmigo, como siempre.

-Sí, es verdad hija -le contestó la madre con ojos contemplativos que miraban hacía todos los rincones de la casa queriendo ver la presencia de José en todos y cada uno de ellos.

-¡Venga, tómate la taza de leche, que verás que bien te sienta! -le pidió Cándida, que entraba con ella en la mano.

La puerta de la calle se abrió chirriando, sintiéndose a continuación pisadas y voces que preguntaban algo.

-María ¿se puede pasar? Somos mi hija y yo, que acabamos de enterarnos de que habías venido.

-Pasad, pasad -les pidió María a Adela la de Ramón y a su hija Clara, la buena amiga de Ana María- sentaros donde podáis...

-¿Y qué? -siguió preguntando Adela- ¿cómo te has dejado a tu hombre?

-Eso le estaba contando a ellas ahora mismo, que para lo que podía haber sido, se ha quedado en unos huesos rotos y la cabeza partida. Afortunadamente lo tenemos con nosotros, que es lo más importante.

-Y... no se sabe el tiempo que tendrá que estar allí ¿no, María?

-No hija, esas cosas requieren lo suyo, y luego en el sitio donde mejor está, para cualquier recaída o imprevisto, es en el hospital.

-Claro...claro... -murmuró Adela, quitándose el negro pañuelo de la cabeza y alisándose el pelo- es donde mejor está.

-¿Y tú? ¡También estarás pasando lo tuyo allí al lado de él, sin apenas comer ni dormir!

-Así es, pero lo llevo con paciencia y resignación, estaría para mí. Pero mi incomodidad y mi sacrificio me duelen menos que el verlo a él quejándose noche tras noche, dolorido.

-¡Ya verás mujer -prosiguió la vecina- como pronto volveréis a estar aquí los dos en el pueblo, después de tantas penas y fatigas!

-¡Dios lo quiera y lo haga pronto, que quien no ha pasado por esto, no sabe lo que es!

La casa de María, poco a poco, se fue quedando pequeña ante el jubileo de personas que, alertadas de la presencia de la mujer, quisieron saludarla e interesarse por el herido.

Don Luís, serio y observante, terminó de oscultar, ya en su lecho acostada, a doña Ana. Avisado por la causante de tal estropicio, no había tardado ni cinco minutos en personarse en la Fuente Alta, en pos de socorrer a la enferma.

-¡A ver, respire hondo! -le pidió a la dama- así, estupendo. Bueno, esto se va estabilizando, por suerte. Ya me han contado el caso. Ha sufrido una fuerte impresión y ni su corazón ni su tensión se han querido contener. No le oculto que esto ha podido derivar en un susto más severo por la cardiopatía dilatada que padece. Afortunadamente, la pastilla y la pronta reacción de Emilia han sido vitales.
Ahora, reposo absoluto y medicamentos al pie de la letra, que es lo que más le conviene en estos momentos. Antes de dejarla, lo que sí quisiera pedirle, más bien por precaución, doña Ana, es que deberíamos de adelantarle las pruebas que tiene pendientes con su cardiólogo del hospital. Si usted lo cree conveniente yo estaría dispuesto a hacerle el pase todo lo más tardar para el próximo miércoles.

-Doctor -contestó pausada la anciana- sé que con pruebas o sin ellas mi vida no irá mucho más lejos, pero le haré caso, así es que prepáreme ese pase y la ambulancia cuando usted quiera.

-No sea pesimista, doña Ana, ya sé que tiene usted muchos años; años que yo firmaba ahora mismo, porque sé que no los viviré, pero piense que conociendo nosotros el verdadero alcance de su enfermedad podremos hacer todo lo posible para alargarle su vida y que sea de mejor calidad, no lo olvide.

-Muchas gracias doctor. Espero sus noticias.

-Buenos días doña Ana. Mañana volveré de nuevo a visitarla y, por supuesto, si surge alguna complicación, que Dios quiera que no, no dude en volver a avisarme -le contestó el médico terminando de meter el material profesional en su maletín marrón de urgencias, cerrando suave la puerta del dormitorio.

Puuuf... puuuf... El fuerte sonido del claxon de un azul y vetusto camión Leyland se escuchó autoritario por el fondo de la calle Real, tratando de apartar con él a los muchos niños y curiosos, incluido el bueno de Inocencio, que contemplaban el vehiculo cargado con una especie de barquillas de noria, así como de infinidad de maderas e hierros.

El primer estallido, el primer recordatorio, venía también, de la mano de ese camión, de las prontas fiestas mayores de San Blas, el patrón del pueblo. Como pudo, se aparcó en un lateral de la plaza, entre los puestos del mercadillo, que ya se iban retirando, dada la hora que era.

Un hombre rechoncho, de gruesa tripa y fino bigote, se bajó por la puerta del conductor, haciendo lo mismo las cuatro personas que venían con él en la cabina. Una de ellas, una mujer de unos cincuenta y cinco años. No era la primera vez que Doroteo y Felisa, que era como se llamaba el matrimonio, y sus tres hijos, venían con esa atracción al pueblo. Por ello, nada más bajar del vehículo, fueron saludados por muchos de los de allí presentes.

Quien también los saludó fue Luciano "el gorrión", que ya los había visto llegar y venía a disponer, como buen alguacil. Cada año, desde antes de nacer su primer hijo, no había dejado de acudir Doroteo a la cita de San Blas. Luego los columpios de Felisa, como los llamaban cariñosamente los niños y gente en general del pueblo, eran ya una pieza indiscutible del decorado lúdico de la fiesta.

Una fiesta, que en cuatro días, arrancaría pletórica y alegre, aunque, desgraciadamente, no lo sería así para Ana María y sus padres. Doroteo, lo primero que hizo, como si de un ritual se tratase año tras año, fue marchar a la casa del alcalde a pedir los correspondientes permisos para establecerse. Luciano le acompañó también a realizar esta petición.

La casa de María, al llegar la hora del almuerzo, se fue quedando vacía. Todos los vecinos se excusaron con sus quehaceres. Cándida, que se había ido para su casa un rato antes, vino sobre las dos de la tarde con una olla repleta de rico y humeante puchero de cardos.

-Mujer ¿para qué te has molestado? -le regañó María al verla entrar.

-¡Menuda molestia! Necesitas reponer fuerzas. No te lo he querido decir antes, pero ¿tú te has fijado en cómo te estás quedando? ¡Hija, que te da tres vueltas el vestido en cuatro días que llevas fuera!

-Sí, Cándida, y... ¿qué quieres? Ya sabes lo mal que se pasa en los hospitales. Luego, los sufrimientos te terminan de quitar las ganas.

-¡Pues eso, ahora a comer hasta hartarse! Después te echas un rato y descansas, que te lo tienes merecido.

-No puedo, Cándida -contestó atribulada la mujer- tengo luego que hacer por ver a Ángel, el comerciante, sé que va muy a menudo a Granada con su camión. Quiero pedirle que me haga un hueco, aunque sea entre los fardos, para volver lo más pronto posible con José. ¡El pobre debe de estar acordándose de mí tan solo...! Aunque lo he dejado al buen cuidado de una estupenda enfermera que nos ha cogido aprecio.

-Venga, no piense ahora en eso y vamos a comer, madre, que se está enfriando -le pidió Ana María, sirviendo dos platos llenos de caldo humeante encima de la mesa que olían de maravilla.

-¡Está bien, está bien, me habéis convencido las dos! Comeré, ¡pero no os preocupéis tanto por mí, que no soy una niña, caramba!

Cándida las dejó a solas. Quizás tuviesen algo que hablar en privado madre e hija. Y no se equivocaba la juiciosa mujer.

-Y... ¿entonces? -preguntó Ana María entre cucharada y cucharada de comida- ¿Con quién dice que ha venido?

-Don Felipe, después de pasar los días de más peligro en el hospital a nuestro lado, me comentó que se quedaría algunos días más en Granada para visitar a un colega médico, amigo suyo, al que hacía bastante tiempo que ni veía ni sabía nada de él. Después de hacer algunas pesquisas logró encontrarlo. Su gran amigo se llamaba, y se llama, don Vicente Padilla, médico de nariz, garganta y oídos. Él ha sido el que nos ha traído hasta aquí. Tuvo el detalle de pasarse también por el hospital y visitar a tu padre.
Luego, ante el empeño que debió de poner don Felipe al invitarlo, gustoso y enterado también de la proximidad de las fiestas en el pueblo, no dudó en venir a traerlo y de paso quedarse unos días para vivirlas y conocerlo. Don Vicente ha venido acompañado también por su elegante y distinguida esposa, que se llama Catalina. ¡Oye, sabes que está rico este puchero hija! Desde luego, la tía Cándida tiene unas manos para la cocina que ya quisiera y... Anda, sírveme otro plato aunque reviente.

Nada más terminar el opíparo almuerzo madre e hija se salieron al huerto. La tarde se mecía tranquila entre las telarañas de los árboles. Y el suave sol parecía dormido en una eterna siesta en la parábola del horizonte.

-Madre -le habló Ana María abriéndole el corazón- salir por fin de la incertidumbre sobre padre me ha causado una honda alegría interior. Incertidumbre que me corroía día a día, pues lo peor del mundo es no saber nada de la persona amada en estos trances. Han sido unos días espantosos que prefiero borrar de mi mente a toda prisa.

-Lo sé hija, lo sé, y yo los he pasado también por ti de saber que estabas sola y desconcertada. No es fácil tampoco para una madre.

Un silencio, que rompían las dos con el brillo de sus ojos, se hizo presente, momentáneamente en la conversación, viniendo a acompañarlo unas húmedas y saladas lágrimas, que se intercambiaron de mejillas mediante el fuerte abrazo ambas.

-¡Ojala que no hubiese pasado esto! ¡Maldita sea! Siempre les pasa a las buenas personas... -exclamó encorajinada la muchacha.

-Tranquila hija -le respondió María, serena y cargada con la madre de los años, que es la paciencia, mientras le mesaba sus ondulantes cabellos negros- Tranquila, estaría para nosotros. Aún así, no debemos dejar de dar gracias al que todo lo puede que ha permitido que sigamos conservándole. Hija, no sé -trató de indagar la madre- qué te habrá contado don Álvaro acerca de cómo vio a tu padre y de su posible recuperación...

-Me confortó con sus buenas noticias, aunque trató de dejarme caer algo, con un ofrecimiento suyo, sobre una posible necesidad de padre.

-Sí, por ahí van los tiros, hija. A la inmensa suerte de mantener a tu padre vivo también se le ha unido la posibilidad real de que no pueda volver a caminar, para que no lo tengamos todo completo. Según dijo el doctor, las roturas de huesos han sido múltiples en sus pies, y también, como sabes, le han afectado a una cadera. Yo quiero ser realista. Si existe una posibilidad de recuperación a base de rehabilitación en un centro especializado, es evidente que no va a estar a nuestro alcance, más que nos pese hondamente. El esbozo de ayuda por parte del alcalde no podemos consentirlo, sería pedirle demasiado y nunca se lo podríamos pagar. Ya ha tenido bastante con visitarme al hospital y darme algunos duros, que si no hubiese sido por ellos hubiera pasado hasta hambre.

María calló. La palabra hambre, tan dura e impronunciable, saltaba de nuevo a sus vidas, como una constante tediosa y preocupante.

-¡Le podemos escribir al tío Domingo a la Argentina! –exclamó su hija, como habiendo encontrado la panacea de la cuestión.

-El tío Domingo tendrá también sus problemas. Sí, de acuerdo que allí en donde está marcha muchísimo mejor y más desahogado que nosotros aquí, pero recuerda que cada familia es un mundo. Además, de momento, y hasta que su hermano no salga del hospital, no quiero escribirle, pues ya sabes de su enfermedad.

-Sí madre, pero es que se cierran todas las salidas entonces.

-Hija, no te engañes. Nosotros nunca hemos tenido, ni tendremos salida. Los pobres estamos condenados a morir en nuestra ratonera.

Ana María se encorajinó, mordiéndose el labio inferior con sus blancos y perfilados dientes hasta dejárselos marcados. Se resistía ante tanta miseria y pobreza. Su joven e indómito corazón no le permitía otra cosa. Una fuerte lucha interior, entre el bien y el mal, se estaba llevando a cabo con su consentimiento. Si para que su padre volviese a andar quedaba una posibilidad, por pequeña que fuese, lucharía. Lucharía, sí, hasta el final. Las últimas palabras que acababa de pronunciar su madre, como un dictamen, le habían retumbado en los oídos, despertando esa dosis de rebeldía innata que atesoran como regalo divino los jóvenes. Y a partir de entonces, hubo en su vida un antes y un después.

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