martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XXI LA VISITA DE MARÍA. EL TRASLADO A LA CÁRCEL.

-Sí, estoy segura -se reafirmó Ana María ante sus tres amigas.

-No lo dudes -contestó Eloisa- ella tiene razón. Algún espía deben de tener los Monteoliva, pues a cada paso que intentamos dar se nos adelantan sistemáticamente abortándolo.

-¡Cada vez abro más los ojos y veo con total impotencia que es imposible, una vez que has caído, escapar de sus garras!

-No te desanimes mujer -le contestó Gracia- todas sabemos que el momento es crítico, pero no hemos venido esta noche a tu casa para quitarte los pocos ánimos que pudieras tener sino a tratar de levantártelos y buscar algún resquicio de esperanza.

-Gracia, ¿no os dais cuenta? Me tienen completamente a su merced. Ahora la única puerta de salvación que me quedaba acaban de hacerla trizas. ¡Vosotras me diréis que tengo ahora!

-Mientras hay vida hay esperanza -le contestó apoyando la mano en su hombro Eloísa.

-¡No, no, ya estoy harta de luchar en contra corriente!

-¿Qué piensas hacer, insensata, unirte a él y a su malvada hermana?

-No sé Gracia, estoy confusa. La detención de Miguel ha sido la gota que ha colmado un vaso que ya se me estaba derramando.

-Escúchanos. Si puedes evitarlo, no vayas al cuartel. Sí, sí, ya sé que es muy fácil decirlo, a sabiendas de lo mal que lo estará pasando. Tampoco abordes al alcalde, ni le hagas comentario alguno sobre esa cuestión. Él estará esperando que tú saltes para confirmar sus sospechas, por tanto, ignora ese hecho y verás cómo llegas a confundirlo.

-¡Me estáis pidiendo más que si me pidierais mi propia vida!

-Lo sabemos -le contestó Clara- pero créenos, es lo más adecuado. Te lo decimos como amigas tuyas que somos. Ahora la última decisión la tienes que tomar tú.

Un abril luminoso había llenado, con su entrada, los campos, los huertos y los maceteros de un mosaico multicolor, refrescante a la vista. Más discretos y recogidos, habían florecido también los morados lirios, anunciando la pronta llegada de la Semana Santa. Y es que ésta, estaba a la vuelta de la esquina. Su preámbulo estaba aconteciendo ese día con la conmemoración del viernes de Dolores.

Ana María trabajaba ayudando en la cocina a Eloísa y a su hermana esa mañana.

-¡Pásame la olla y me alargas también el aceite! -le pidió Gracia, traficando entre fogones.

-¡Toma, ahí lo tienes todo! Te dejo ahora, que debo hacerle una faena a la señorica -se excusó mintiéndole.

No aguantaba más. Necesitaba ver esa mañana a Miguel sin falta o no podría soportarlo. Así que desoyendo los consejos dados la noche anterior por sus amigas se encaminó hacia la benemérita casa. El guardia Lupión estaba ese día de puertas. La muchacha lo saludó educadamente.

-Buenos días, perdóneme, pero desearía, si es posible, ver a Miguel, sé que lleva detenido aquí tres días.

-Efectivamente señorita, pero sin permiso del sargento no puedo concederle esa petición. Lo siento.

-¿El sargento? Y... ¿no se encuentra aquí?

-En estos momentos no. Está de patrulla por los cortijos. No lo espere hasta tarde.

Ana María cerró los puños en un acto reflejo de coraje y, esquivando el intento de agarrón del guardia, tomó a todo correr las escaleras de bajada a los calabozos. Nunca había estado allí, pero su sentido común la llevó bien encaminada, intuyendo el paradero de su amado.

-¡Miguel! ¡Miguel! -gritó como una posesa por los estrechos pasillos subterráneos- ¡Miguel por favor! ¿Dónde estás?

-¡Ana María no entres, vete, por Dios! -gritó a su vez el herrerillo desde su celda sin dar crédito a lo que oía.

-¡Gracias Dios mío, por fin! -exclamó la muchacha al oír su lejana voz mientras seguía avanzando resuelta, desoyendo por completo sus advertencias, vislumbrando ya su figura a través de los barrotes.

Al llegar a la altura de la puerta la muchacha lanzó un grito de horror viendo el rostro del preso.

-¡Por Dios! Pero... ¿que te han hecho?

-Ani, no deberías de haber venido hasta aquí, te lo he dicho. ¡Daría lo que fuera porque no me hubieses visto así! -le contestó el muchacho con la cara hinchada y amoratada por los continuos golpes.

-¡Malditos guardias! ¿Cómo pueden ser tan inhumanos? Pobre, te han destrozado…

-No es verdad -le contestó el herrerillo, volviéndose ligeramente, sin dejar de agarrarle las manos a su amada tratando de serenarla- sólo unos golpes por no decirles lo que ellos querían escuchar.

-¿Estás loca, muchacha? ¡Esto te va a costar caro! -vociferó el guardia de puertas, que había tenido que cerrar el portón del cuartel para poder venir en su búsqueda.

-Ani esta visita tuya me ha dado muchos ánimos, aunque también mucho dolor por dejar que me vieras así. Ahora lo mejor que puedes hacer es irte para no complicar más las cosas, por favor hazme caso.

-¡No! -gritó ella aferrándose a los barrotes mientras Lupión trataba de soltarla como podía- ¡No me suelte maldito guardia, enciérreme aquí con él! ¡No quiero separarme de su lado!

-¡Ani por favor -le pidió el herrerillo con el corazón destrozado- vete ya!

Un fuerte tirón del guardia logró separarla definitivamente de la puerta llevándosela arrastrada por el largo pasillo entre pataleos, gritos, llantos y puñetazos de ella, que no quería que la alejasen de su amor. Con la puerta del cuartel aún cerrada el guardia la metió en la sala de armas, tratando de entrarla en razón y calmarla.

-Escúchame de una vez muchacha ahora te vas a tranquilizar y vas a abandonar el cuartel. Has hecho motivos para que te espose y te detenga. También comprendo por lo que lo has hecho pero trata de comprenderme tú a mí también. Si el sargento llegara a enterarse de esto podría volar hasta mi ropa.

A la muchacha no le quedó más remedio que obedecer. Allí sabía que no podía permanecer así que, llorosa y cabizbaja, salió del recinto, topándose al doblar la esquina con el tío del herrerillo.

-Ana María, ¿tú por aquí? Has venido a ver a Miguel ¿verdad?

-Así es tío Frasquito, quería saber cómo estaba, pero me ha sido imposible verle, ese condenado guardia me ha dicho que tiene orden de no dejar pasar a nadie -le mintió al anciano por pura piedad.

-Sí hija, a mí ya me llevan diciendo lo mismo todos estos días, ¡pero de hoy no pasa pues pienso hacerlo a toda costa!

La muchacha calló. Quizá lo contrario de sus deseos sería lo mejor para el anciano, pues verlo en la situación tan penosa en la que se encontraba hubiese sido contraproducente para su dilatado corazón.

-¿Me buscaba Don Álvaro? -preguntó nerviosa Ana María entrando en el despacho.

-Sí, le he preguntado por ti a las criadas, pero ninguna ha sabido darme norte de donde estabas.

-He tenido... -contestó mintiendo con la mayor naturalidad posible- que ir a mi casa, había olvidado allí algo esta mañana.

-Bien -le contestó el alcalde no queriendo indagar más- siéntate. Hay algo que debes saber.

Los impenetrables y fríos ojos del cacique le perseguían a cada gesto que hacía ella, encontrándose por fin con los suyos. Las azules pupilas de Ana María le mandaron, frías, un aviso de odio y rencor a su persona. Aviso que recepcionó con una leve sonrisa.

-Hace unos días recibí esta carta de mi amigo Don Ezequiel, que como sabes es el director del centro de rehabilitación donde está tu padre.

El alcalde calló por momentos creyendo que la joven haría algún comentario, pero al no ser así prosiguió.

-En dicha carta me cuenta ilusionado los grandes progresos que está llevando a cabo. Ya hasta se pone sólo de pie, agarrado, eso sí, a las andaderas. ¿Y bien? -preguntó extrañado por el continuado silencio de la muchacha.

-No podría haber pronunciado otras palabras que llenasen tanto mi corazón de felicidad como esas que acaba de pronunciar, lo que ocurre...

-Ana María, ¿te pasa algo?

-¿Por qué no deja usted de ser tan hipócrita y confiesa de una vez que me tiene en sus redes y no quiere que nunca sea feliz con Miguel?

-Así que era eso -contestó sereno, aunque muy dolido, porque la verdad, aunque se sepa, duele más cuando te la dice la persona que la atesora.

-Pues sí, te podía contar cuarenta cuentos, pero te voy a ser sincero por una vez...

-¡Álvaro! ¿Estás ahí? -interrumpió oportuna la hermana- Ya veo que sí, y además bien acompañado. ¿De qué hablabais?

-Le estaba informando a la muchacha de la carta recibida el otro día en la que nos contaba el doctor de la milagrosa recuperación de su padre.

-Me alegro mucho por él -contestó la falsa mujer- y por ti también Ana María. ¡Verás como pronto está en el pueblo! Me vas a perdonar muchacha, pero al entrar he querido escuchar el nombre de Miguel.

-Sí hermana, yo me acabo de enterar ahora de que ellos al parecer eran novios –contestó recomponiendo la primitiva respuesta, ante lo que comprendió había sido una entrada providencial de su hermana.

-¡Quita, quita! Ella es aún muy joven para eso, Álvaro. ¡Serán sólo cosas de las gentes! Además, prohíbo terminantemente desde ahora, que se vuelva a nombrar a ese ladrón en nuestra casa.

-¡El no es un ladrón! -replicó enseguida la muchacha- Sólo ha sido una víctima propiciatoria de los calculados y diabólicos planes que se llevan ustedes entre manos.

-¡Chiquilla -le contestó la señorica sin inmutarse- no sé qué elucubraciones te habrán llevado a tener esa opinión de nosotros, pero no cabe duda de que te estás equivocando!

-¡Dios mío! ¿Cómo pueden ser de la manera que son?

-Y... ¿de qué manera somos? -preguntó don Álvaro.

-¡Malvados, fríos y calculadores! ¡Manipuladores y...

-Muchacha ves últimamente fantasmas por todas partes. Tanto mi hermano como yo vamos a hacer como si no hubiéramos oído nada. Te recuerdo que te hemos admitido en esta casa, dándote todas las facilidades del mundo para tu integración. Le hemos dado un importante y poderoso impulso a tu padre en el momento que más lo necesitaba, no reparando en gastos y contribuyendo con ello, como has escuchado en la carta, a que pueda volver a ser un hombre normal y no un triste y hundido invalido. Y sin mencionar tampoco las hambres que le hemos quitado a tu madre en el hospital.

-¡Favores que su hermano se ha cobrado con creces! -interrumpió ella resuelta- ¡Favores que he pagado con mi cuerpo, con mi honra y hasta con mi sangre!

-Dalo por bien empleado -prosiguió la señorica en su línea- ¿O acaso pretendías tener a tu disposición de manera gratuita una cuenta corriente abierta las veinticuatro horas? No te tenía por una ingenua.

-No he escatimado horas de trabajo, cumpliendo sin rechistar todas las órdenes, para poder compensaros del modo que quería.

¡Pobre muchacha! ¡Con lo que llevas ganado aquí hasta ahora no tendría tu padre ni para tabaco! ¡Miseria, sólo miseria! Lo que nos cuesta tener a tus padres allí te asustaría si lo llegases a saber.

-Está bien -retomó la palabra el alcalde- en la carta, Ana María, también habla de tu madre, expresando su deseo de venir a verte esta Semana Santa. Yo, que soy tan perverso, le voy a poner mañana un coche a su disposición para que pueda hacerlo. ¡Anda, aprovecha ahora y cuéntale tu verdad, sé valiente y afróntalo, pero sopesa también lo negativo, comprobando para dónde se puede inclinar la balanza!

La noticia de la visita de su madre dio un giro radical a su cabeza. Ese hecho vino a darle unas fuerzas y unos ánimos que creía tener perdidos para siempre. Se levantó despacio y con el permiso de sus amos se retiró en silencio a la cocina.

-¿Qué ibas a decirle, indiscreto? -le reprobó doña Loreto una vez los dos solos en el despacho- Menos mal que he llegado a tiempo que si no...

-Tienes razón como siempre hermana, he estado a punto de cometer una estupidez.

-Me alegro que lo reconozcas. Aplícate el cuento y ya sabes para la próxima vez. A la muchacha hay que confundirla, haciéndole ver las cosas desde la óptica que más nos conviene y jamás buscar la confrontación con ella por ese sólo hecho. Te digo yo que minaremos así sus pensamientos y su percepción de la realidad hasta abandonarse a todo.

El lunes santo, nueve de abril, amaneció para Miguel teñido de desesperanza. A buena mañana lo sacaron en un furgón cerrado en dirección al juzgado de primera instancia e instrucción de la cabeza del partido judicial a donde pertenecía el pueblo. Unos agentes adscritos al servicio judicial se encargaron de su traslado y custodia, llevándoselo como a un vulgar criminal.

El tío Frasquito, entumecido ya de tanto dormir al raso noche tras noche pudo verlo al menos de refilón, no teniendo tiempo ni siquiera de poder preguntarle nada, ni darle un abrazo. Todo fue muy rápido.

-¡Criminales! ¡A vosotros es a los que tenían que llevarse presos por secuestradores! ¡Si me llega a pillar a mí con treinta años menos...! -gritó enfurecido el pobre anciano.

-Venga usted para acá -le ordenó el sargento agarrándolo por el chalequillo mientras lo introducía en su despacho- Ya estamos hartos de sus bravuconerías y sus insultos. Pídanos ahora mismo perdón por todo ello, si no las va a pagar todas juntas.

-¡Ya os valdrá con un pobre e indefenso viejo! ¡Cobardes... miserables!

La misma porra que probara días antes su sobrino le sirvió al anciano también como medicina, aunque a esa edad, los palos no pueden ya hacer ninguna mella en las raíces tan arraigadas y tan profundas de las convicciones y la razón de una dilatada vida.

Su sobrino, unas horas después, pasó una vez allí a disposición judicial ingresando por orden del juez de primera instancia, amigo por más señas de los Monteoliva, en prisión provisional sin fianza a la espera de juicio.

Serían las cuatro de la tarde del día siguiente cuando el inconfundible taxi de Ramón entraba en el pueblo levantando el ruidoso vuelo de una bandada de palomas que picoteaban en una cercana finca.

Don Álvaro venía acompañando en el largo trayecto a María, que volvía al pueblo después de unos meses de estar fuera cuidando a su marido. La plaza se llenó de chiquillos que corrían detrás cuando este le daba la vuelta para aparcarse justo al lado de las escaleras de la mansión.

El taxista salió, abriéndole la puerta al alcalde y seguidamente a María, la segunda pasajera.

-¡María! -saludó abrazándola Eloísa que ya la esperaba- ¿Cómo se encuentra? ¿Y su marido?

-Muy bien los dos, muchas gracias.

-¡María! -exclamó Carmela la de Jacinto tocándola por detrás- ¡Cuánto tiempo, mujer, cómo me alegro de verte!

-Y yo también Carmela. ¡Os he echado tanto de menos a todos...!

-¿Has visto ya a tu hija?

-No aún no. Ahora subiré para la casa.

-¿Es que no te ha dicho que trabaja aquí, con los Monteoliva?

-Sí... sí... -le mintió María conocedora de sus chismorreos- ¡Claro como no iba a saberlo!

-Por eso -le contestó la cotorra -debe de estar arriba. Es raro que no haya salido.

Diciendo estas palabras Ana María asomó por la cuesta de bajada, como viniendo de su casa. Iba acompañada por su primilla Julia y por Cándida.

-¡Prima, mi madre, por fin ha venido Dios mío! -gritó nada más verla a lo lejos, tirándole a ésta del brazo para que aligerase más el paso.

Los abrazos, los besos, lágrimas y gestos que se sucedieron entre las mujeres, fueron dignos del más emotivo de los encuentros.

María se despidió momentáneamente de su bienhechor, agradeciéndole el impagable gesto hecho para con ella. Después marcharon todas a la casa.

-Madre -le habló una vez allí con voz trémula y sollozos su hija- cuánto la he echado de menos. Un verdadero infierno ha supuesto esta separación. ¡Ojalá todo termine pronto y podamos volver a ser de nuevo una familia!

-Hija tu padre y yo a cada minuto, a cada segundo, no hemos hecho otra cosa que acordarnos de ti. Te aseguro que el único motivo que le da las fuerzas para seguir eres tú.

-Madre... ¿él está bien verdad?

-No te engaño hija. Dentro de lo grave de su padecimiento va recuperándose a marchas forzadas; ya te digo, con sólo acordarse de ti hasta casi se levanta de su silla de ruedas e intenta caminar. Día a día veo sus progresos y el doctor que lo atiende siempre está encima de él valorando sus logros.

-¡Gracias a Dios! -suspiró aliviada la muchacha- ¡Con lo que quiero a padre...!

-María esta noche os traeré una sopita caliente -les comentó Cándida- ahora nos marchamos, que nos habías pillado con una faena entre manos.

-Gracias Cándida. Julia, te veo más crecida y hecha toda una mujer.

-Ya lo ve tía, el tiempo, que nos va poniendo mozuelas.

-Tiznón -exclamó María notando al perrito puesto de patas sobre sus pies- ¡qué grande estás y qué gordo y bonito te has puesto!

-Él ha sido la única compaña que he tenido estos últimos meses.

-Hija -le comentó la madre abriendo la puerta del huerto y derramando su cansada mirada entre las verdes ramas de los frutales- ¿quieres que hablemos, verdad?

-¿Cómo podía yo pensar...? -le comentó a su madre después de ponerla en antecedentes- Ahora comprendo lo que tuvo que pasar Dios y la verdadera dimensión del hecho de venir a este mundo siendo pobre como nosotros.

-Pero hija no has debido jugarte tu vida y tu honra por la curación de tu padre. Ha sido este un acto altruista de lo más encomiable, aunque también demasiado para ti y para mí.

-¡No se lo diga nunca a padre, por favor! -le pidió llorando y muy avergonzada.

-¡Hija tu honra para mí está más que guardada! Si un ser traicionero y malvado te la ha quitado, y de la manera que lo ha hecho, para mí, como te digo, no supone un acto sucio por tu parte ni te tienes que sentir culpable por ello, simplemente, la dureza de la situación lo ha posibilitado. ¡Hija... hija -continuó hablándole la madre- con la poca edad que tienes y lo que llevas sufrido!

-Debería de haberle dicho algo.

-No te tortures más, cada uno obra creyendo hacerlo lo mejor posible. Siempre has sido una muchacha juiciosa, por ello tendrás tus razones para haberlo hecho así. Yo sólo tengo que respetarlo.

-¡Gracias madre! ¡Gracias por ser tan buena madre! Por su comprensión, respeto y cariño hacia mí en estos momentos tan trágicos y difíciles por los que estoy pasando, su expreso apoyo me acaba de dar unas alas inmensas con las que poder sobrevolar el océano de mis problemas.

-Sólo te pido una cosa Ana María, que no des ese paso aún con Miguel y cuando lo hagas, hazlo bien, como tu padre y yo, por derecho y ante un altar. Él te quiere y tú también a él, luego seréis sin lugar a dudas el uno para el otro. Ahora trata ese desalmado de romper vuestro amor con dolores y penas, pero al final, acabará venciendo éste, pues yo nunca he conocido un guerrero más poderoso e invicto que él.

-Así lo haremos, se lo prometo. ¡Ojala esta pesadilla pase pronto y vuelva la bonanza a nuestros días! -murmuró como un deseo la muchacha- Madre, una última cuestión...

-Sí, no sigas hija, ya sé por dónde vas.

-No sé, veo en mi mente a padre, recuperándose felizmente, ilusionándose con la perspectiva real de su curación, que... ¡Maldita sea el dinero...! Luego dirán que no compra la felicidad y yo digo que algunas veces sí que lo hace y pagando al contado.

-De todas formas, tú no puedes seguir en esa casa. Rezaremos para que algún hospital nos acoja de balde si no... aunque también nos queda la posibilidad del tío Domingo. Mira, escríbele ya que ha pasado todo en parte y cuéntale la situación, puede que sea esa la solución.

Ana María calló. Un peso demasiado fuerte le oprimía el pecho haciéndole difícil la respiración. Por encima de las palabras de su madre ese corazón oprimido mandaba más que su cabeza y su vida, con Miguel en la cárcel empezaba ya a no importarle demasiado.

-¡Buenas tardes Emilia! -saludó Ana María a la moza de doña Ana en la puerta de la casa.

-¡Hola! ¿Qué dices, mujer?

-¿Te pillo en buen momento? Verás, necesito pedirte un favor.

-Claro, lo que quieras, pero pasa para adentro.

-Mira, ya sabes de sobra la injusticia que han hecho con Miguel.

-Sí. La verdad ese muchacho no me parece a mí que sea un ladrón.

-Y no lo es Emilia, sólo que se ha cruzado en el camino del alcalde, ese ser odioso y tirano.

-No te entiendo...

-Déjalo, son cosas mías. Escucha, necesito, si la tuvieras, la dirección de don Javier, el abogado. Pienso escribirle para que defienda al pobre muchacho, pues si él no lo hace le asignarán uno de oficio que se venderá al mejor postor. La verdad es que no he tenido la confianza de ir a casa de su padre y pedirle la dirección, conociéndolo.

-Bien pensado. Estoy segura de la aceptación del caso por parte de este hombre tan justo y tan desinteresado en la defensa de nobles causas. Voy a buscarla, creo que la tenía doña Ana en el cajón de su escritorio, a ver... sí, aquí está, te la copio en un papel enseguida.

-¡Gracias, no sabes el favor tan grande que me estás haciendo!

-¡Quita, quita, ojalá esto sirva para sacar en su día a Miguel de la cárcel, sitio que nunca ha debido de pisar ese buen muchacho!

-¡Dios lo quiera así! Ahora me voy. ¡Un millón de gracias!

-¡Adiós Ana María y aquí me tienes para lo que haga falta!

La tarde de Viernes Santo, sumida en una neblina gris, que a veces soltaba gotas condensadas de agua, parecía estar llorando la pronta muerte de su Creador.

Dos niños de unos diez años salían en esos momentos de la iglesia parroquial, con sendas carracas en las manos, para recorrer toda la estación por donde pasaría la procesión. Cosa que harían dos veces más, sustituyendo a los tres toques de las campanas preceptivos para la misa por estar mudas esos días.

Dentro del templo todo estaba preparado ya. La imagen de Nuestro Padre Jesús el Nazareno se erguía sobre sus andas, encorvada por el peso atroz de un gran madero que descansaba sobre su dolorido hombro. Detrás, en otras andas, podía verse a una enlutada Virgen de los Dolores, llorosa y preocupada por el incierto futuro de su hijo. En su largo manto negro brillaban las estrellas del cielo bordadas con hilos de oro. Y en sus trémulas manos sostenía tres clavos punzantes envueltos en un blanco paño con ribetes de ganchillo.

El templo, según iba llegando la hora, fue llenándose de fieles hasta abarrotarse. En el altar mayor los bancos de preferencia fueron ocupados por las autoridades, como era procedente. Don Nicolás, el cura, ataviado con una casulla morada, llevó a cabo los oficios procediendo después a dar salida al Vía Crucis.

Los fieles fueron encendiendo en la puerta los cientos de velas que portaban, dividiéndose las mujeres detrás de la Virgen, que ya caminaba por calles distintas a las de su hijo, buscando su encuentro, y los hombres siguiendo al nazareno, queriendo en el silencio, aliviarlo del peso de la cruz, arrepintiéndose de sus pecados.

María, su hija y el propio José, siempre esperaban a la procesión en el Huerto de las Monjas, un bonito sitio propiedad de doña Ana, repleto de rosales, jazmines y otras flores, que lo hacían ser un verdadero paraíso. Y hoy, a pesar de no estar él, habían querido madre e hija no romper la tradición.

El huerto, elevado unos tres metros sobre el nivel de la calle, constituía un marco único para la contemplación de las imágenes, desde que aparecían por el fondo de la calle, cosa que hacían en esos momentos.

La luna llena, esa mágica y misteriosa luna de Viernes Santo, asomó furtiva entre los retales alargados que dejaba entre sí la niebla reflejándose en la clara y cristalina agua del pozo, humedeciendo sus resecas pupilas por tanto llanto.

“El Nazareno. María. Luz de velas y quejíos de garganta. Los pasos del Vía Crucis. La muerte que se palpa.” Esos pensamientos poéticos de Ana María le recordaron que llevaba en el bolsillo de su vestido el papel con la poesía que escribiera Miguel para este día. Quiso pues, en esos momentos rendir homenaje, recitándola a modo de saeta, a las figuras y a su autor.

A pesar de la poca luz que le quedaba a la tarde, comenzó:

Viernes Santo. La figura
de una Virgen enlutada
cruza las calles del pueblo
bajo la luna de plata.

Sus ojos son manantiales
donde brota el agua clara,
su corazón un lamento
¡y partida lleva el alma!

Está siguiendo de lejos
al hijo de sus entrañas
que está cayendo cien veces
y cien veces se levanta.

Y es que lleva, dolorido,
sobre sus hombros venganzas,
y pecados de este mundo,
injusticias... amenazas...

Todo, clavado en la cruz
que en sus hombros ya descansa,
y con paciencia soporta
y por humildad de calla.

Sobre su santa cabeza,
una corona trenzada
de dolorosas espinas
que le pusiera la guardia.

Y se reparten sus ropas.
Y le escupen en la cara.
Y resuenan los azotes
sobre su desnuda espalda.

No puede más y un suspiro
se escapa de su garganta.
Ya cumplido queda todo.
¡Y le atraviesa una lanza!

Cierra los ojos marchito
y el velo del templo rasga
una fuerte sacudida
y el cielo lluvia amenaza.

¡Qué ciegos hemos estado,
no creímos sus palabras,
de verdad que entre nosotros
el hijo de Dios estaba!

Tres clavos lleva la Virgen
llenos de sangre y de lágrimas
apretados junto al pecho
sobre sus manos de nácar.

Tres clavos que atravesaron
para vergüenza e infamia
de los hombres de este mundo
¡al hijo que Dios mandara!

Las miradas de los fieles fueron los aplausos más cálidos que pudo recibir al terminar, santiguándose respetuosamente y viendo cómo se alejaban las imágenes, tomando rumbo a la plaza.

Se fue la Semana Santa, como también tuvo que marcharse María. Esta vez no sabía el tiempo que tardaría en volver, pues pudiera que el retorno se aligerara con la decisión del alcalde, en fin, en manos de Dios lo dejaba todo.

Pasados unos días escribió la muchacha a sus tíos de la Argentina, disculpándose por la tardanza, alegando motivos suficientes y la cruda realidad económica que le imposibilitaban seguir costeando la recuperación de José.

Esa carta tuvo rápida contestación, por parte de Andrea, y decía así:

Estimada Ana María, te escribe tu tía Andrea.

En contestación a la tuya, y agradeciéndote la información acerca del suceso acaecido al bueno de tu padre, al cual deseamos todos una pronta y satisfactoria recuperación, debo yo de informarte a mi vez, que no me ha sido posible trasladar éste lamentable hecho al tío Domingo, pues la mala suerte ha querido que recaiga en estos días, de su enfermedad coronaria.

Actualmente está ingresado en la residencia sanitaria del Río de la Plata, donde los doctores lo están preparando para intervenirlo quirúrgicamente.

Esta noticia te agradecería que no se la hicieses saber a tu padre, pues por lo que veo, no es un buen momento ahora.

Siento mucho también no poderos solucionar la cuestión económica, Domingo es el que lo lleva todo y a mí me pilláis atada de pies y manos para hacer esa gestión

Dios quiera que en un breve plazo, podamos contestaros afirmativamente, pues será una buena señal.

Recuerdos de tus primos que ansían de veros.

Y de nuestra parte, recibe un abrazo muy fuerte.

Domingo y Andrea.

Todo se volvía a cerrar. “La mala suerte era, desde hacía ya demasiado tiempo, su única compañera de viaje” pensó con rabia la muchacha por la dura prueba a la que la estaba sometiendo la vida.

Al día siguiente de nuevo Emilio el cartero, con su inseparable bicicleta, llamaba a su puerta.

-Hola muchacha. Ayer me llegó esta nueva carta para ti. Últimamente estás muy solicitada, oye.

-Sí pero sólo para las malas noticias.

-¡Ojalá que esta te traiga sólo buenas! -le deseó el cartero dándole la vuelta al ligero vehículo para tomar la calle de bajada.

-Gracias -le gritó viéndole ir.

La carta venía sin remite, tal y como se lo había pedido ella al abogado, pero al ver el matasellos de Granada ya sabía de sobra de quien se trataba.

Nerviosa y acelerada se subió a su habitación y rompiendo el sobre de una manera anárquica la abrió, leyendo voraz un contenido que decía así:

Estimada Ana María:

Recibí tu angustiada carta contándome lo sucedido con Miguel. Tamaña injusticia no puede quedar impune. Yo no sabía nada de esto, por tanto te agradezco la información y me pongo enteramente a tu disposición para ayudaros desinteresadamente en lo que pueda.

Por lo pronto, salgo esta misma mañana para el juzgado que entiende del caso, en el cual depositaré la petición de libertad condicional, mientras sale el juicio. La cárcel no es una buena escuela para nadie y menos para gente honrada.

Cuando recabe más datos te volveré a escribir contándote lo que sepa, por cierto no olvides que el día de tu cumpleaños tenemos una cita tú, yo y más gente, así que no lo eches en olvido.

Sin más, se despide tu amigo

Javier Castro.

Sus desvelos habían dado buenos frutos y un alma noble y caritativa como la de don Javier no pudo, por menos, que ponerse nuevamente al servicio de una causa justa.

Miguel, en manos de esta eminencia, estaría salvado, y eso empezó a sosegarla. Con él en la calle volvería de nuevo a ver las cosas de otro color. Sólo le quedaba la intriga de saber lo que doña Ana y él se llevaban entre manos. Esperar se presentaba como la única solución,luego...

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