martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XVII EN LA BOCA DEL LOBO. LAS FIESTAS DE SAN BLAS.

Esa mañana, muy temprano, había partido María para Granada, sin más pérdida de tiempo, en el camión de Ángel. Ana María, nada más despedir a su madre, se puso a arreglar la casa, marchando a continuación a por la leche.

Después del desayuno, esperando que entrase más la mañana, se llegaría a la fuente Alta, a casa de su madrina. Se había enterado la tarde de antes del indiscreto desliz de Carmela y las consecuencias que tuvo. Quería visitarla pronto, que no pasase como las otras veces, que se enteró tarde de todo.

El sol lucía ya alto en el azul y ancho cielo, cuando tocó a la puerta. Le abrió como siempre Emilia, tan servicial y atenta.

-Buenos días Ana María. Me alegra mucho verte. Pasa, enseguida le aviso de tu llegada a la señora.

La muchacha esperó en el recibidor que partía los dos pisos. La dama se encontraba en su dormitorio, ubicado en el de arriba, una amplia habitación con un gran balcón que se abría al paisaje verde y esplendoroso de la cercana huerta.

-Sube -la llamó Emilia- que doña Ana desea que pases a su cuarto.

La muchacha, después de subir las escaleras y recorrer el ancho pasillo decorado con pinturas bucólicas y románticas, llegó hasta una puerta color crema, que se abría a la derecha. Tocó discretamente en ella, preguntando:

-¿Da usted su permiso?

-Pasa, pasa, ahijada, tus visitas son mi mejor medicina.

-Doña Ana, ¿cómo esta usted esta mañana?

-Relativamente bien, hija. Esta enfermedad mía, que no me da tregua. Siéntate aquí, a mi lado junto al balcón.

-Muchas gracias madrina.

Ana María se sentó. Su mirada indagó sin parar el rostro de la anciana. Lo notó más envejecido y estropeado. Sus ojos aparecían un poco más hundidos que de costumbre y un halo morado los rodeaba.

-Verá... Le quisiera pedir perdón por no haberle avisado antes de la trágica noticia de mi padre… Créame, no ha sido fácil para nosotros no enterarle, aunque quizás si lo hubiésemos hecho a tiempo, no habría sufrido esa terrible convulsión. Pero como quiero a mi padre también la quiero mucho a usted y no pretendimos, por ello, causarle ningún mal rato, ni ninguna preocupación, a sabiendas de su estado. Pasado un tiempo, se lo contaríamos, pero mire por donde...

-Hija, lo sé, y no te preocupes, que estáis perdonadas las dos. Me consta que lo habéis hecho por una buena razón. Sólo que, sin yo saberlo, no os he podido servir de ninguna ayuda hasta ahora y eso me ha entristecido también. En fin...

-Siento bastante todo esto, madrina.

-Venga no te martirices más, pues ya ha pasado todo y tampoco le vamos a achacar a Carmela una enfermedad que llevo años padeciendo.

-¡De todas formas -prosiguió la joven mintiéndole piadosamente- veo que se ha recuperado bastante bien, a juzgar por su esplendida cara!

Después de la consabida risotada que soltó doña Ana en respuesta a las adulaciones que estaba recibiendo por parte de su ahijada, ésta le contó con todo detalle, pero de una manera suave, el lance, alegrándose ella en grado sumo por su milagrosa recuperación.

Hablaron después de muchas cosas, entre ellas, del espinoso asunto de los Monteoliva. La joven le informó del cambio aparente que habían tenido con su familia, así como de la visita del alcalde al hospital y la ayuda económica recibida por su madre a cuenta de ellos, cosa de la que receló la dama para sus adentros, callando por prudencia. Ana María tenía ya una idea prefijada para un futuro cercano, acerca de ese particular, y para no ser influenciada por ella, no llegó a contársela. Simplemente, se limitó a decirle que, por el momento, no había interferido en nada su vida y no había, por supuesto, llegado más a molestarla. Doña Ana, como mujer precavida y taimada, no quiso creérselo del todo. Sabía que ese par de pájaros no la dejarían en paz así como así, pero quería respetar también su silencio, por lo que cambió de tema, contraatacando.

-Hija, aún es pronto para decírtelo, pero si tienes un poco de paciencia te diré que te tengo reservada una grata sorpresa que desvelaré pronto tanto a ti como a los tuyos y que os llenará de felicidad.

-Madrina, a pesar de oír la palabra felicidad, me asusta usted.

-Tranquila. Su hora no ha llegado todavía, pero el asunto lo tengo en buenísimas manos, puedes creerme. Además, ahora por lo que veo, os va a venir mejor que nunca.

¡Qué lástima, que las palabras que acabara de pronunciar no terminaran de contarlo todo! ¡Qué lástima que ella quisiera reservarlo para el día de su dieciocho cumpleaños, a modo de generoso regalo! Pues con esa espera, el rumbo de los acontecimientos no lo podría ya parar nadie. ¡Y qué lástima también que la joven no sospechase ni por asomos en lo que consistiría esa sorpresa!

Los ruidos de los cencerros sonaban abajo, en el valle, mientras arriba, en donde estaba sentada la joven, encaramada en un pequeño cerrete desde el que se divisaba el pueblo, la brisa de la tarde jugueteaba enredada entre las retamas y las bolinas. Esa brisa juguetona que también acariciaba sus delicadas y bellas mejillas, se entretejía a la par en lo ensortijado de su pelo, revolviéndolo y lanzándolo al espacio para caer luego como cascadas de carbón sobre sus blancos hombros.

Se sentía libre, allí, sola, en ese espacio natural. Libre como las palomas que poblaban el tejado del campanario cercano. Libre como aquella lagartija que se emborrachaba de sol sobre una lastra. Y libre, también, como los corazones generosos que no albergan ningún reproche. Sí, totalmente libre, aunque no sabía por cuánto tiempo. Lo había decidido. Pediría trabajo en la casa de los Monteoliva. Con su sudor pagaría la recuperación de su padre, pues se le antojaba demasiado egoísta pedirle ese favor a su madrina.

Ahora, para las fiestas, necesitarían a más gente, y, luego, ya no se marcharía de allí. Si alguien podía ayudar a su padre, eran ellos. Los tendría cerca. Con ello, sabía también a lo que se exponía y lo peligroso de la apuesta, pero también sabía lo que quería a su padre y no soportaría verlo para el resto de su vida condenado a una triste silla de ruedas.

-¡Caramba, cuánto bueno por aquí! -exclamó Eloisa al abrir al puerta.

-Buenas tardes, venía a hablar con don Álvaro. ¿Se encuentra en casa?

-No, no le pillas en estos momentos, pero no tardará. Si quieres, le aviso a doña Loreto.

-Vale, dile que estoy aquí.

-Señorica -informó la criada- ahí fuera espera Ana María, la hija de José el albañil. Ha preguntado por don Álvaro.

-¿La hija de José? -preguntó abriendo sus grandes ojos mientras un triunfal presentimiento le corrió por su cabeza- Hazla pasar a la sala, pero antes llévame a mí a ella.

No tardó en regresar Eloisa de nuevo a la puerta para pedirle a la muchacha que la acompañase hasta la sala, que allí la esperaba la dueña.

-¿Se puede, doña Loreto? -preguntó serena y tranquila.

-Adelante hija, pasa y siéntate aquí, a mi lado. Tú me dirás qué te trae por esta casa.

-Vera usted, como bien sabe, mis padres necesitan ahora, más que nunca, una ayuda para salir adelante. Ella tiene que comer en Granada todos los días y mi padre, por otro lado, necesitará dinero para poder ingresar en un centro donde puedan proporcionarle los medios y tratamientos de rehabilitación adecuados y así poder volver a caminar.

-Sí, ya sé que al bueno de tu padre le afectan severas roturas de huesos a consecuencia de la terrible caída. Por cierto, las últimas noticias de tu madre, a la que agradezco que viniese por esta casa y nos pusiera al corriente de todo, iban en la dirección correcta para un pronto y feliz final.

-Si, doña Loreto, pero también está lo que acabo de referirle...

-Claro... claro… esas cosas ya se sabe lo lentas que van y necesitan mucho tiempo y dinero. De veras que te comprendo y te admiro porque quieras ayudarlo.

-Muchas gracias. Por ello había venido a esta casa, para pedirles que me dejen trabajar en ella. No como lo hacía mi madre, que sería mucho pedir, pero sí para otras faenas que se tercien.

La pérfida vieja escuchó atónita y alucinada el ruego, la súplica, que le estaba en esos momentos haciendo la persona de sus desvelos, la mujer íntegra que les echaba por tierra todas sus estrategias. Se maravilló que, con tantas trampas puestas en el camino, hubiese sido el destino, el caprichoso destino, el que la estuviera poniendo, ahora, a sus poderosas plantas. Estuvo unos segundos mirándola fijamente sin poder contestarle y, cuando por fin lo iba a hacer, la puerta de la sala abriéndose con bríos, la detuvo.

-Disculpad si interrumpo -se excusó el alcalde, curioso e intrigado, enterado por la sirvienta de la presencia de la joven en la casa.

-Buenas tardes, don Álvaro -saludó Ana María levantándose de su silla.

-Pero... siéntate muchacha, siéntate y dime qué te trae por aquí.

La hermana, en dos segundos, le puso al corriente de las necesidades de la visitante, quedando este de igual manera, estupefacto.

-Bien, bien, noble tarea la tuya -prosiguió el alcalde- pero piensa también que el tratamiento será largo y costoso...

-Me hago cargo don Álvaro, pero no tengo más salida que apelar al buen recuerdo que deben de tener de mis padres como trabajadores bajo su mando. Por mi parte yo trabajaré lo que haga falta, día y noche si es preciso. Sólo les pido que se hagan cargo de ellos y les proporcionen lo necesario.

El alcalde se relamía de gusto por dentro. El sólo pensamiento de que ella estuviese bajo su techo le hacía sentirse un ganador, un hombre nuevo y con ilusiones. Empaquetó con rubio tabaco su pipa y le prendió fuego. Una fuerte humareda salió a flote quedando suspendida durante unos segundos bajo el techo de la gran sala.

-Hermana, ¿nos puedes dejar un momento a solas? -le pidió don Álvaro cruzando una mirada triunfal con ella.

-Ana María tu idea es loable y digna de encomio. No te quiero quitar ilusiones, pero piensa que lo de tu padre puede resultar, como te decía antes, largo y costoso. Sinceramente creo que con lo que tú vayas a ganar aquí no vas a poder hacer frente a las facturas que yo te pase. Además, ahora mismo, el único trabajo que podría darte sería el de fregona, y con eso...

-¡No importa, don Álvaro, sé que estando en esta casa voy a contribuir más a la causa!

-Mira muchacha, voy a ir al grano, y escúchame bien, porque no te lo pienso volver a repetir más y eso te lo puedo asegurar. Tú tienes en tus manos su curación y el salir también de la miseria, sólo tienes que entregarte a mí y yo te convertiré en mi esposa para que lo tengas todo y nada te falte. Ahora es cuando debes de preguntarte cuánto quieres a tu padre y lo que estás dispuesta a hacer por él.

-He querido imaginar que había cambiado usted yendo a visitar a mis padres al hospital, en eso sí que me había logrado engañar. Contemplo ahora con pena como sigue siendo el mismo. He sido una ingenua al llegar a pensar lo contrario.

-Sigo sin entenderte, Ana María, yo te lo doy todo. No sufras ni te rebajes más. Cierra los ojos y sueña por una vez con algo que no sean problemas. La vida suele dar sólo una oportunidad, aprovéchala.

-No insista don Álvaro. Ya sabe que nunca podrá comprar mi amor, ni siquiera con el sufrimiento de mi padre...

No pudo seguir hablando. Sus ojos, arrasados en lágrimas, le nublaron la visión y le ahogaron la garganta. El alcalde le ofreció un pañuelo, que ella rechazó. La lucha era muy fuerte. Con un sí de ella, sus padres arreglarían sus vidas. Con un no se desvanecería toda esperanza de ello.

-Deja de llorar -le pidió don Álvaro- sea como tú quieres, pero te prevengo de que puede que no responda de mis actos si te veo a diario aquí, en esta casa. Si quieres correr el riesgo... Por de pronto, con lo que ganes, trataré de que tu madre no pase falta en Granada. Mañana puedes empezar a primera hora.

Las incipientes lágrimas que empezaron en la sala de los Monteoliva la acompañaron, hechas ya ríos, tumbada en el camastro de su casa, junto a Tiznón. Fuera, algunos cohetes crujían fuertes en el oscuro firmamento anunciando que al día siguiente, la víspera de las fiestas llamaría ya a la puerta del tranquilo pueblo.

-Tus besos me saben cada día más dulces, Candela –le susurró Antonio al oído, abrazados en la cama, apunto de levantarse.

Unos fuertes golpes sonaron a continuación en el postigo de su ventana a la par que una voz chillona lo estaba llamando por su nombre.

-¡Antonio, que son las seis... Antonio...!

-¡Ya va Gabrielillo... Ya va...!

La mañana vestía todavía su traje más oscuro cuando ya estaba el mozo esperándolo en la puerta con dos mulos aparejados y cargados con sendos y grandes capachos. Abrió Antonio momentos después a Gabrielillo, desperezándose aún, y pidiéndole que se esperase unos minutos mientras se lavaba la cara, se vestía y aparejaba los suyos.

-Adiós muchacho -le saludó "el tiznao", que se dirigía a un bancal en la vega para quemar un horno de leña- ¿A dónde vas tan temprano?

-Ya ve usted Enrique, Antonio y yo que vamos a llegarnos a traerles los pitos y los tambores a la banda de música de todos los años.

-Eso está bien. ¡O sea que esta noche nos vemos ya en la verbena!

-Así es, tenemos por fin la fiesta encima.

El mes de febrero había arrancado, como siempre en el pueblo, con vísperas festivas. Cada día dos de ese mes, a primerísima hora, se tenía por costumbre traer a la banda de música para que esa misma noche acompañase en procesión la salida del santo desde la estación para ubicarlo en la iglesia parroquial y al día siguiente procesionarlo con fuegos y fervor por las engalanadas calles del pueblo.

-Ya estoy, Gabrielillo; como ves, no he tardado mucho. No sé cómo he podido quedarme dormido, yo, que no suelo hacerlo.

-¡Es normal -bromeó el muchacho- estás recién casado!

Antonio no contestó. Se limitó a sonreír pícaramente entre unos labios cerrados, que aprisionaban un pitillo de caldo de gallina que estaba encendiendo. El camino era largo. Una treintena de kilómetros les esperaban, sólo de ida, por senderos ásperos y encaramados. Este año el alcalde había contado con Antonio, que llevaba un par de meses como propietario de un buen par de mulos, y con Alberto, el padre de Gabrielillo, aunque este había mandado al muchacho para no desatender así sus muchas faenas en el campo.

Una vez llegados al pueblo en cuestión, un buen rato antes del mediodía, en donde les esperaban, lo primero que hicieron fue dar un poco de pienso y descanso a las bestias y almorzar. Tenían tiempo. Habían quedado a las dos de la tarde en la plaza principal, lugar donde tenía la banda el local de ensayo, para desde allí, cargarlo todo y partir juntos hacía el pueblo que los habían contratado.

El viaje de vuelta solía resultar siempre ameno y divertido. No faltaba algún músico, sobre todo joven, que sacara de su maletín una trompeta y entonara con más o menos fuelle, pues el camino lo realizaban a pie, alguna garbosa y pegadiza melodía.

Las puntiagudas agujas de la veleta, que se recortaban ufanas en lo alto de la torre de la parroquia, puesto más alto que coronaba el pueblo, se divisaron en la lejanía cuando el sol tomó, lento y cansado, el camino de su cenit. Minutos después, sus pasos les condujeron a la misma puerta del cuartel de la Guardia Civil, en donde moría el camino para convertirse en una calle ya urbana.

Allí, en la misma puerta de la benemérita casa, y para homenajear a la bandera de España que la presidía, así como para toda la guarnición presente que formaban fuera, la banda de música interpretó la Marcha Real, el himno de la patria.

Después los músicos fueron conducidos hasta el mirador para prepararse y esperar allí el comienzo de la santa misa, con la posterior bendición de los famosos lazos de San Blas, que, puestos en el cuello a modo de medalla, se les atribuyen la rápida curación de la garganta.

Poco o nada durmió Ana María la noche anterior, imaginándose ya en la casa de los Monteoliva y a sus completas ordenes. Pero no le iba a dar más vueltas. Estaba decidido y no habría marcha atrás. Se levantó temprano. Hizo su cama. Alimentó a Tiznón y de paso, se tomó ella también un frugal desayuno, pues las reservas no daban para más. Después, marchó decidida al suplicio.

Cándida, enterada de la decisión, se había opuesto frontalmente, alegando mil razones, así como su prima, que no lo entendía. Ni siquiera el herrerillo fue capaz de cambiar su férrea decisión. Era una pena, que por otra parte, una muchacha tan juiciosa y cabal, con tanta claridad de ideas, impropia incluso para su edad, se le hubiera nublado de ese modo la recta perspectiva que llevaba, haciendo así, que no atendiera los comentarios y consejos que recibió por parte de ellos al respecto.

Quizá sus fuertes convicciones estarían ahora centradas, y como elemento principal, en lo que ella podría hacer con ello para la pronta y satisfactoria recuperación de su querido padre.

Bajar la calle y doblar la esquina, desde la que se divisaba la alta y majestuosa casa, fue todo una. No quería ni mirar para atrás. Su brújula solo atendía una dirección y esa era la que tenía enfrente.

La mañana amanecía fresca. El sol todavía no se había desperezado aún, como solía hacerlo cada mañana, por el cerrillo Colorao. Los labriegos llenaban el pueblo de voces y ruidos. Las mujeres que se cruzaban con ella la saludaban ardilosas.

A pesar de la misma rutina y normalidad no le estaba pareciendo un día como los demás. Los anchos y repetidos escalones de mármol que conducían hacia la puerta principal le parecieron, por momentos, jalones de la montaña más alta y difícil de escalar. Titubeó. De golpe, un negro nubarrón cruzó raudo el cielo -o eso le pareció a ella- y la brisa mañanera, hasta entonces en calma, se enfureció por momentos llegando a convertirse en un viento huracanado, trayendo unas palabras, en una vieja y familiar voz reconocida por ella, que repetía un eco lejano... “No entres en esa casa..." "No entres en esa casa..."

Al instante, recordó que esas mismas palabras fueron las que pronunciaron los labios de una moribunda ama de llaves en el instante de pasar por su lado aquella lejana tarde de la caída. Un segundo de recelo le recorrió veloz todo el cuerpo, llegando a erizarle los cabellos, mientras cerraba los ojos. Al abrirlos, toda la turbulencia había desaparecido, encontrándose todo de nuevo en calma. Ella no quiso profundizar mentalmente más, sólo se limitó a subir de una vez las escaleras de su destino.

-Angelitas, ¿quieres dejar de una vez de decir tonterías? -le reprochó Clara la de Ramón paseando las dos por la plaza- que ya eres mayorcita.

-Y... ¿por qué no me va a salir novio estas fiestas? ¿Acaso me ves tan fea? ¡Tú lo que eres es una mala amiga! -terminó bromeando.

-Venga, deja de decir tonterías y vámonos al mirador, que falta muy poco para que empiece la misa.

Efectivamente. Al terminar Clara de hablar, empezaron las grandes campanas de la torre de la ermita de San Blas a llamar a los fieles con su dura lengüeta, anunciando que la misa no tardaría en comenzar.

El mirador estaba repleto de gente. Al llegar el mediodía de la víspera todo el mundo dejó sus quehaceres cotidianos, se arregló con la ropa más vistosa, aunque reservando algo de estreno para el día siguiente, que era el gran día, y se subieron al mirador, escuchando allí, mientras llegaba la hora de la ceremonia religiosa, a la banda de música cómo interpretaba piezas festivas.

A la última campanada del tercer toque intentaron entrar los más rezagados en un templo que permanecía desde media hora antes abarrotado. Esa noche se bajaría al patrón en procesión hasta la iglesia parroquial para, al día siguiente, día de su festividad y día grande por ello en todo el término y la comarca, pasearlo entre una multitud fervorosa y rendida que lo vitoreaba durante el largo e itinerante recorrido procesional de su estación.

-¡Aligera Clara, que la música sube ya y vamos a llegar las últimas!

-¡Tranquila mujer, seguramente que si no llegas tú no empiezan ellos!

Cuando las dos amigas llegaron por fin a la plaza, ésta presentaba un aspecto lúdico y radiante. Los músicos arrancaban, haciendo un redondel, con las notas alegres y vivarachas de un buen pasodoble, animando sin más excusas a la gente a que llenase la pista.

Tres bares portátiles, hechos de una estructura de palos de techo, adornados con ramas pequeñas de álamo o hiedra, que solían poner cualquiera de los vecinos, sin menoscabo de los bares fijos que ya había, le daban un tono de verdor al encalado de las casas que configuraban la plaza. En una esquina, al pie del Ayuntamiento, se emplazaban como siempre, los consabidos columpios de Felisa, única atracción como tal en la feria y que no paraba de trazar la circunferencia de la felicidad, tanto de los que iban montados, como de los que los observaban.

Y cómo no, también estaban presentes en el recinto ferial los deseados y golosos puestos de dulces, de receta morisca y alpujarreña, como los boniatos endulzados, las yemas, los soplillos o el omnipresente turrón duro de almendra.

La multitud, que deambulaba ociosa contemplándolo todo, parecía, a vista de pájaro, como las olas de un mar bravío que vienen y luego retroceden de una manera ininterrumpida y eterna. Sobre las once de la noche, hora de la cena, hubo un pequeño receso, cogiendo así nuevos bríos para seguir divirtiéndose en la verbena.

Los gallos y los peretes, anticipándose altaneros a la diana que harían los músicos por las calles del pueblo, anunciaban que llegó por fin el gran día. El sol, sabedor de los hechos, quiso ser el invitado de honor, presentándose en el pueblo con sus mejores galas.

Cientos de cortijeros, haciendo de noche el camino desde sus alejados o cercanos cortijos, habían dejado sus bestias a buen recaudo y se encontraban deambulando por una plaza cubierta de banderitas roja y gualda, con algún que otro farolillo, esperando ver la primera parte de los moros y cristianos.

-¡Inocencio, aparta hombre, que vas en medio de la banda! -le gritó el castillero mientras partía desde la puerta parroquial a bombo y platillo para realizar la consabida diana.

El tontillo del pueblo no hacía caso a nada ni a nadie en esos momentos. Se sentía feliz allí, en medio de los músicos y cual si él fuera uno más, resistiendo estoicamente el sonido cercano de los timbales y de los metales. Ya lo conocían y nadie se metía con él.

La banda, a intervalos de pólvora, que crujía seca en el cielo, haciendo volar como locas y sin rumbo a muchas avecillas, terminó con aire militar de andar la estación, certificando que nadie hubiese seguido acostado a su paso.

Ana María los escuchó en la lejanía, tras la ventana del salón, en la casa de don Álvaro, para verlos después pasar por la plaza con toda su corte de gigantes y cabezudos, que danzaban al ritmo del compás jaleados por una multitud de chiquillos y viejos.

“¡Qué grande es este día!”, pensó melancólicamente “¡Y qué fiestas me he pasado otros años, Dios...!” Pero ahora... recordaba a su padre. ¡Cuánto le gustaba a él escuchar a la banda, fumándose su cigarrillo, apoyado en la pared! Y cómo su madre, apañándose de faldas y de mangas, le preparaba siempre para ese día, un vestido de estreno, hecho con sus primorosas manos de costurera. Manos que ahora estarían cuidando a un ser inválido y vencido. Por ello, cada vez se ratificaba más en su decisión, a pesar de todo.

-¡Ana María, corre... que te llama doña Loreto!

Esa voz chillona y acelerada de Eloisa vino a depositarla otra vez en el duro y cruel mundo real donde vivía.

-Sí, ya voy, es que me he entretenido viendo pasar la diana.

Doña Loreto esperaba al fondo del comedor, con su halo pérfido y distante.

-Sí, ¿qué desea? -preguntó educada la muchacha.

-Primero, saber dónde estabas. No quiero tener que volverte a repetir que hoy es un día muy especial en esta casa y que, por tanto, te exijo el máximo rigor y disciplina en el servicio. No tengo que recordarte las personalidades que tendremos hoy como invitados y no quiero por ello, que falle nada. Vete ahora mismo a la cocina y ponte a las órdenes de Gracia. Ella te informará de tu cometido... ah, y vístete con el uniforme de camarera, con la cofia bien derecha.

-Lo que usted mande... enseguida -contestó cumpliendo atropelladamente las órdenes la nerviosa muchacha.

La misa mayor, que comenzaba invariablemente a las doce en punto, llenó la gran iglesia mudéjar a reventar. Tenía ésta un pasillo central muy espacioso y dos laterales de menores dimensiones separados por recias pilastras de gran elevación manteniendo la techumbre. Detrás del altar mayor, y bajo la media naranja abovedada, lucía esplendoroso un gran retablo barroco, de gran ornato y distinción. La eucaristía fue larga y pausada. Concelebrada hasta por seis sacerdotes de la comarca, con una homilía a cargo de don Nicolás, el curra párroco titular, en donde se esbozó la vida de ese gran santo y ensalzó su espíritu de fe y sacrificio, viviendo en una cueva y teniendo una muerte tan mala como la que le infringió el gobernador Agrícola.

Las dos hojas de la gran y pesada puerta principal se abrieron de par en par apareciendo momentos después, bajo su cóncava bóveda, la tranquila y menuda figura del patrón. Unos momentos, parado en la misma puerta del templo, ante su gente, le sirvieron al santo, para recoger los vivas, peticiones y muestras de fe que sus devotos le profesaban siempre y le exteriorizaban en su día.

Una pareja de la Guardia Civil lo custodiaba y, de paso, al alcalde, vara de mando en la mano, y a sus secuaces. El Himno Nacional, interpretado de manera solemne, vino a imponer un silencio sepulcral entre todos los asistentes, que agacharon la cabeza.

Después, una ráfaga continuada de silbidos de carrizos hirió el aire, llenándolo todo de humo y de ruido, a modo de salvas. Al terminar la pirotecnia se dio por fin salida a una procesión cuajada de fieles con sus velas encendidas y sus pies descalzos en cumplimiento de alguna manda por algún favor recibido.

A las cuatro de la tarde, una vez terminados todos los actos religiosos, y almorzado la gente, la plaza del Generalísimo se volvió a llenar, esta vez como nunca lo hubiera hecho. Las circunstancias de caer ese día en domingo, y además, hacer un sol espléndido, habían llevado a mucha gente a animarse y visitar el pueblo.

Don Álvaro, después de una opípara comida, a la que había invitado a los médicos del pueblo, al amigo médico también de don Felipe y a su señora, así como al sargento Bonilla y a su capitán de zona, se encontraba con ellos en el bar del Casino.

Ana María, después de servir junto a las demás toda la comida, habiendo quitado ya la mesa y fregado todo, tuvo por fin un momento de asueto en la sobremesa, que aprovechó para asomarse al balcón tras los cristales y contemplar, llena de pena, la concurrida y animada plaza. Su joven e inquieto corazón le latía fuerte en el pecho. Quería estar allí, paseándose en medio de todos con sus amigas más cercanas. Lucir el vestido que este año no le pudo hacer su madre. Deseaba también que Miguel le viese con él puesto y pomponearse delante suya, mientras él la mirase con ojos enamorados. Su ilusión subía como el cohete que acababa de lanzar Julio el castillero, y subía y subía, hasta que de golpe, lo mismo que sus ilusiones tras la ventana, acabó explotando.

El gentío de la plaza se abrió de repente, dejando un pasillo ancho por el que entró a toda prisa, desde una calle contigua, un mozuelo del pueblo ataviado con unos ropajes árabes, montado en un brioso e inquieto mulo, aparejado con sus ornamentos de gala y su jáquima de pelo de tejón. El guerrero en cuestión dirigió al animal hasta el centro de la plaza. Allí, sabedor de su victoria contra los cristianos, sus contendientes por la mañana, se jactaba de ello recitando fervoroso este discurso, sintiéndose conquistador:

¡Cómo alegra el alma mía
esta completa victoria
y otras que la han de seguir
le sirvan de precursora.
Ya el dos de enero en Granada
hoy nuevamente se borra
y musulmana ha de ser
de fijo la España toda.

Alpujarra sin igual,
tan fértil como frondosa,
gala de Sierra Nevada
que te hermosea y te adorna,
¡con qué gusto te contemplo!
Ya que por mía te nombro
antes perderé la vida
si abandonarte me toca...

Un segundo moro, con ropajes de rango inferior, irrumpió a continuación en la escena para dar cuenta a su rey, con la máxima celeridad, de que el peligro cristiano nuevamente acechaba. El rey, muy enfadado, dio entrada a un embajador del rey cristiano con el que departió hostilmente, gritándole sentirse traicionado por aquél, dejándolo marchar con vida para que le dijese a su señor que tanto él como sus vasallos estaban dispuestos a todo antes de rendirse. Después, se dirigió enconado a sus fieles arengándolos para una batalla final, que se presumía dura y sin cuartel:

¡Soldados, no hay que rendirse,
las armas sean quien ayuden
a nuestra empresa de Mahoma,
cese el festín y todos a porfía procuremos
que cristiana sangre corra!
El profeta lo ordena.
La bandera para dar la seña ya está puesta,
la seña del Islam a la cruz venciendo
nos lleve siempre a la victoria.

Pero esa tan pregonada y ansiada victoria no llegaría por parte de sus huestes, sino que éstas, con él a la cabeza, serían vencidas en buena lid, no quedándole más remedio al rey moro que someterse al buen caudillo, para acabar, por su cuenta y convencido, abrazando el cristianismo:

Reconozco mis errores
y aborrezco mis delitos
y ya creo firmemente
que el verdadero camino
para conseguir el cielo
es seguir a Jesucristo.
Y no solo yo, sino los soldados míos
son del mismo parecer
y por todos te suplico
que nuestro ser regeneres
con el sagrado bautismo.

El rey cristiano, señor compasivo con los vencidos, acabó dando un abrazo a su homónimo infiel, diciéndole estas palabras:

Con el alma te perdono
y ya eres hermano mío.

Un palmeterío atronó en la plaza cubriendo como un terciopelo ese abrazo fraternal que se daban los dos reyes y sus vasallos, abrazo que se daban las dos religiones, enfrentadas tantos años por las guerras sin sentido.

Los músicos de la banda, hasta ahora expectantes, se rejuntaron, haciendo su corrillo habitual, y a las órdenes de Pascual Soto, su gran y veterano maestro, comenzaron a tocar una mazurca. Las parejas de baile entonces se generalizaron. Después de esa mazurca vino otra, y luego, una tanda de pasodobles.

Ese día había gente para todo. Los bares estaban atascados y los puestos de dulce no le iban a la zaga. En uno de ellos estaban Clara y Angelitas comprando.

-¿Te decides ya, mascona? -le reprochó su tardanza a la hora de elegir algún dulce Clara a su amiga.

-Ya hija, ya. ¡Jesús, que no se va a ir el puesto!

-El puesto no, rica, pero nosotras sí. ¡Que nos vamos a pasar aquí la fiesta! Por cierto, ¿qué te parece si le compramos algo a Ana María y se lo llevamos las dos y le preguntamos de paso cómo está?

-¡Buena idea! La pobre se alegrará de vernos. Debe de estar pasándolo muy mal, con lo que a ella le gustan las fiestas. ¡Que soñaba con que llegara este día...!

Las fiestas populares en los pueblos se convertían en un acontecimiento social esperado y deseado por todos en una época en la que las comunicaciones, en general, eran prácticamente inexistentes en el profundo entorno rural. Servían para romper barreras físicas y articulaban el encuentro de familias que estaban hasta un año o más separadas, sin saberse nada los unos de los otros.

Las fuerzas vivas del pueblo, haciendo gala de su ornato y distinción, se dejaban ver entre las procesiones y los paseos por la plaza, teniendo en ello un simpar escaparate para dejar bien claro lo que había que dejar.

Y en fin, que este evento llenaba como ninguno, aparte de fe a las almas, de ilusión, esperanza y anhelo, a muchos, muchísimos, por no decir a todos, los que habitaban o visitaran el lugar.

Ana María en persona fue la que les abrió la puerta a las dos amigas.

-¡Clara... Angelitas... qué alegría me da de veros...!

-¡Hola chiquilla! -contestaron las dos a coro.

-Veníamos -prosiguió Clara- a preguntarte cómo estás. Sabemos y comprendemos que debes estar pasándolo fatal, por ello, nos hemos querido pasar por aquí, para saludarte y traerte unos dulces, que por lo menos los pruebes este año. Mira, un soplillo y un poquito de turrón, que aún sabemos lo que te gusta.

-¡Muchas gracias amigas, os lo agradezco de verdad! -contestó cogiendo el dulce regalo.

-Tenemos otra cosa más para ti -comentó pícaramente Angelitas.

-¿Para mí? -interrogó la muchacha con la mirada- No será...

-Efectivamente. Veo que ya sabes por donde voy. Es sobre Miguel. Esta mañana estuvimos hablando un rato con él después de la procesión...

-¿Qué os dijo? ¿Os preguntó por mí? -sus ojos se ensancharon al formular las preguntas y el corazón le bombeó fuerte, aprisionado en su pecho.

-¡Que cosas tienes! ¿No nos va a preguntar por ti...? -exclamó Clara- Si eres en lo único que piensa. Nos dijo que cuando terminara la procesión se marcharía a su casa. No quería ni oír hablar de fiestas.

Ana María bajó la vista ante el peso salado de sus lágrimas. ¡Qué diferente era todo hasta hace tan poco...! Pobre. Por culpa de ella, también el hombre de sus sueños lo estaba pasando mal. Hubiera deseado que estuviese en la plaza, con sus amigos. Era joven y tenía que divertirse. Pero también se alegraba, por otra parte, de que no fuese así, pues ello era una señal inequívoca de que la quería, aunque eso hacía tiempo que ya no lo dudaba.

-Bueno, mejor es que nos vayamos -le comentó Clara- pues parece que ha sido peor el que vengamos.

-No, no es eso. Os agradezco de verdad que hayáis venido. De mi desgracia vosotras no tenéis la culpa.

-¡Angelitas... Clara...! -las llamó Gabrielillo, que iba en compañía de su primo Alberto y su vecino Antoñillo, nada más verlas entrar en la plaza, de vuelta ya de ver a la amiga- Venirse con nosotros, que hay un ciego, que va a recitar no se qué.

Efectivamente. Una nutrida multitud se agrupaba frente a un hombrecillo enjuto y peculiar, de largos y mal cuidados cabellos blancos. Sus redondas gafas negras y su traje marrón bastante raído, junto a un sombrero de ala ancha, un poco girado al lado derecho, le conferían un aire prosaico y mundano. A su lado, un muchacho que no debía de pasar a la sazón de unos doce años, andrajoso y mal peinado, pero lleno de ternura y candidez, le hacía las veces de lazarillo.

Un viejo caballete, que apenas se sostenía, portaba unas viñetas que servirían a modo gráfico, para ayudar a contar probablemente un viejo romance, que él iría desgranando con su templada voz de juglar.

La historia en cuestión hablaba de unos terribles sucesos ocurridos tiempo atrás en una alejada región.

-¡Acérquense, damas y caballeros -gritó el viejo romancero- y podrán escuchar este espeluznante suceso verídico que acaeció tiempo atrás en la tristemente famosa Venta de la Castellana, provincia de Vitoria! ¡Pueden creer que todo lo que les voy a narrar sucedió al pie de la letra, haciendo yo con ello este triste y bello romance! ¡Escuchen y vean cómo la mente humana es capaz de albergar mezquinas asechanzas e interesados y sucios propósitos! ¡Acérquense, damas y caballeros, que esto comienza así...!

De Vitoria es la provincia
el pueblo Guardia se llama,
existe una hermosa venta
le llaman la Castellana.

Los dueños de dicha venta
de situación apurada
quieren figurar que tienen
y esa es la más de desgracia.

Felipe González López
y Ana María se llaman.
Sus hijos Consuelo y Juan
única familia en casa.

Una tarde de verano
por dicha venta pasaba
un joven tratante en mulas,
por posada preguntaba.

Sí señor, puede pasar
tiene usted franca su casa,
a su servicio estaremos
en todo lo que haga falta.

Mil gracias le contestó.
Las mulas metió en la cuadra
y dirigiéndose al ama
por comida preguntaba.

Tenemos arroz con pollo
y un buen plato de ensalada.
Tenemos muy buen jamón.
Tenemos muy buenas magras.

Sírvame un arroz con pollo
y un buen plato de ensalada,
después me sirve un café
con unas pocas de pastas.

Salió el tratante a la calle
y al oscurecer volvió.
Está la cena servida
señor, pase al comedor.

El joven tomó asiento
y admirado se quedó
cuando se fijó en Consuelo
que estaba en el comedor.

¿Es de usted esa hermosa joven?
el tratante preguntó.
¿Con que objeto lo pregunta?
la señora contestó.

Señora como ella es joven
y también joven soy yo
no es raro que le pregunte
cosas de la juventud.

Sí señor mi hija es
y comprometida está
para unirla a un caballero
al cual le llaman Don Juan.

Yo me alegro que así sea
el tratante contestó
hace el favor de decirme
¿donde está mi habitación?

Suba usté al segundo piso
cuando llegue al corredor
se encontrará con el cuarto
que tiene el numero dos.

El tratante se acostó.
Conciliar no pudo el sueño.
El amor lo devoraba
que sentía por Consuelo.

Por la mañana temprano
de la cama se tiró
cuando sintió que su madre
a Consuelo le llamó.

Bajó enseguida el tratante
y en el comedor entró
y fijándose en Consuelo
estas palabras le habló.

Es usted la más bonita
que en el mundo he visto yo.
La joven bajó la vista
ruborizada quedó.

Y sin contestar palabra
para la cocina entró.
¿Que te ha dicho ese tratante?
su madre le preguntó.

Me ha dicho que soy muy guapa
cosas de la juventud.
No te fíes hija mía
su madre le contestó.

Yo le serviré la mesa
márchate a tu habitación.
La chica con mucha pena
en su habitación entró.

Llorando la pobrecita
en un diván se sentó
Mis padres me dan consejos
de que yo quiera a Don Juan
señor de muchos millones
mas no lo conseguirán.

A mis padres les ha ofrecido
una buena cantidad
y ellos están muy conformes
con hacerme desgraciá.

Don Juan Molina se llama
con sesenta años de edad,
quiere enamorar a Consuelo
por su grande capital.

Pero esta joven hermosa
de talle suelto y juncal
antes prefiere la muerte
que a Don Juan enamorar...

Un recelo en la multitud corría como un reguero de pólvora ante la desdicha que se le avecinaba a la infeliz de Consuelo. Y un recelo también le corrió a Clara, ante la similitud del caso de su amiga Ana María.

El lazarillo, señalando las viñetas numeradas en las grandes hojas bien dibujadas, volvió a tirarle de la chaqueta al ciego para que continuase, poniendo de nuevo más énfasis en la narración...

La madre pone la mesa
niña, vamos a cenar
tu padre ya está en la mesa
pronto llegará Don Juan.

La chica con mucha pena
en el comedor entró
y fijándose en su padre
estas palabras le habló:

Siempre he sido buena hija
cariñosa y obediente
antes de amar a Don Juan
mejor prefiero la muerte.

Yo no quiero las riquezas
las desprecio y las detesto,
yo quiero un amor de verdad,
odio a Don Juan, lo aborrezco.

Y como ese viejo infame
vuelva a entrar en mi aposento,
no respondo de mis actos,
con él hago un desacierto.

Conque, ya lo sabe, madre
lo he dicho y no me arrepiento
y estoy firme en mi palabra,
antes de entregar mi honra
me marcharé de esta casa.

Y en los brazos del tratante
Consuelo se desplomó.
Que desgraciadita soy
Manuel de mi corazón.

Consuelo ya estoy enterado
de todo lo que te pasa
y estoy propuesto a sacarte
cuanto antes de esta casa.

Esta tarde yo me marcho
y el sábado volveré
y conmigo te vendrás
para no volver jamás...

El ciego carraspeó ligeramente yéndose hacia una especie de bota, echando un largo trago del contenido de su interior. La gente lo miraba. El silencio se podía cortar. Él bien sabía que la cosa estaba en su momento más álgido, por ello, este parón lo tenía bien calculado y lo rentabilizaría en más emoción.

En esta conversación
los dos jóvenes estaban
y la madre de Consuelo
a los dos los escuchaba.

Don Juan estamos perdidos
mi hija se quiere fugar
con el tratante de mulas
que el sábado volverá.

De que me enteres de todo
te agradezco Ana María.
Por atrevido el tratante
ha de costarle la vida.

Cuando el sábado regrese
y en su habitación se acueste
tu hijo Juan se ha de encargar
de darle lo que merece.

Una vez muerto el tratante
se carga en su misma yegua
y de distancia se aleja
como tres o cuatro leguas.

La justicia despistada
seguro que quedará
y Consuelo que es mi sueño
segurita mía será.

Conque adiós Ana María
ten ojo con lo que digas
que con un solo descuido
todos seremos perdidos.

A las cuatro de la tarde
el tratante regresó
antes de entrar en la venta
en Consuelo se fijó.

La infeliz le hacía señas
y un escrito le mandó
en el mismo le decía
que tuviese precaución.

Cenó enseguida el tratante
y a su habitación entró.
Debajo de su almohada
un revolver colocó.

Sentada en su habitación
Consuelo llorando estaba
y el atrevido Don Juan
la mano quiso cogerle.

No se acerque usted, Don Juan
mire que le doy la muerte.
Esta noche ya eres mía.
Consuelo sacó un puñal
y el corazón le pasaba.

Consuelo desesperada
al tratante le llamaba
viendo que no contestaba
en su habitación entró.

En una charca de sangre
el tratante se encontraba
que el hermano de Consuelo
le acribilló a puñaladas.

Consuelo desesperada
al tratante se abrazó
y besándole en los labios
estas palabras le habló:

Yo te quiero con pasión
y en mi casa te han matado,
en un entierro los dos
iremos acompañados.

Y con el mismo puñal
que a Don Juan había matado
se lo metió por la sien
quedando muerta en el acto.

Todos los presentes, impresionados por la historia tan tremenda, romántica y desgarradora que acababan de escuchar de los doctos labios del ciego, que la recitó como sólo él sabía hacerlo, se echaron a llorar sin miramientos. El recuerdo de un pasado cercano fraticida le hizo a más de uno revivir las pérdidas de familiares. Una multitud de pañuelos se vieron entonces limpiar las relucientes mejillas de todos ellos. El romancero se quitó, entonces, su sombrero de ala ancha, dándoselo al lazarillo para que este lo pasara entre la concurrencia, que lo llenó sin tardanza de tintineantes monedas como justo pago al espectáculo. Con todo ello, la tarde de ese maravilloso y pletórico día, se fue cerrando en noche, pero eso sí, una noche larga y festiva.

La banda de música, después de la cena, cosa que hicieron repartidos por todas las casas del pueblo, continuó desglosando todo su repertorio. En la plaza, mientras tanto, se estaba dando un maridaje perfecto entre música y baile.

A eso de las doce de la noche, todo cesó. La gente, expectante, hizo grupo a un lado de la oblonga plaza, dejando el otro lado libre para que Federico se luciera esa noche representando un espectáculo de luz y fuego, soñado y deseado de ver por todos.

Unas chispas de colores, trazando una circunferencia eterna, remedaban por unos efímeros momentos a un arco iris sonoro, otras se abrían como una blanca azucena despidiendo mil chispas blancas e inmaculadas. Y los fuegos más atrevidos se remontaban hasta el negro firmamento convirtiendo por momentos su negrura en una cascada de luz multicolor de atronador ruido.

Ana María no se había querido ir a su casa hasta contemplarlos. Allí, parapetada detrás de los recios cortinajes, tenía un palco de honor para ello. Siempre le habían encantado. Le hacían soñar. “Esa noche, las estrellas no brillan en el cielo. Lo hacen en la plaza, a pocos metros del suelo, y, además, son de colores”, pensaba siempre al verlos.

El trueno gordo, como se conocía a un gran petardo que se colocaba en medio de la plaza y que sujetaba una caña rajada por un extremo, era el que daba fin al castillo y el que, en consecuencia, producía la explosión más atronadora. Todos lo sabían, así que se taparon los oídos, incluida Ana María, y con un revoleteo de insectos en el estómago, esperaron a que la mecha se quemase y activara el detonador...

¡Puuummm...! La explosión sonó fuerte y seca. Un humo delatador flotó efímeramente alrededor, terminando por evadirse. Todos aplaudieron, volviendo de nuevo, eso sí, a conquistar el territorio perdido, mientras la incansable banda les contagiaba el gusanillo del baile.

La diana del día siguiente a la misma hora tempranera no acabó, como el día anterior, por despertar a todo el mundo. Eran ya dos días ininterrumpidos de fiesta, y eso, se dejaba notar en los cuerpos.

Ana María, que apenas había dormido dos o tres horas esa noche, a consecuencia de tanto alboroto, ya estaba antes de las ocho de la mañana en su trabajo. Sobre las diez servirían el desayuno a los señores en la sala. El día prometía también, como los anteriores, algo de calor.

-Eloisa -preguntó- ¿que tal lo pasaste anoche?

-¡Ay, muy bien, niña! Me harté de bailar. Los pies los tenía hasta hinchados de tanto trajín.

-Me alegro mucho -le contestó la muchacha sincera- yo lo hubiese hecho igual, que las fiestas llegan una vez al año sólo.

-Claro. ¡Qué pena que haya sucedido eso en vuestra familia! No creas que no nos hemos acordado todos de ti. Hasta Clara me lo recordó anoche dos o tres veces.

-Bueno -se consoló ella- ¡qué se le va a hacer! Después de un año viene otro. Yo soy muy joven aún y me darán mis años, si Dios quiere, para ver muchas fiestas más.

-Que no te quepa duda -le alentó su interlocutora- muchas fiestas y mucha vida por delante. Si no ha podido ser este año, será....

Iba a continuar hablando cuando, de repente, la puerta de la cocina se abrió, entrando majestuoso don Álvaro.

-Buenos días muchachas. Eloisa, llégate a ver que quiere la señora que me ha preguntado antes por ti.

-Enseguida, don Álvaro -le contestó limpiándose las manos y destirándose el delantal.

-Hola Ana María, me apetecía hablar contigo esta mañana...

-Si, ya veo lo hábil que es usted para quedarse a solas conmigo.

-Vale... vale... no te pongas a la defensiva. Sabes que me encanta contemplarte por las mañanas, aunque a cada hora del día estás igual de guapa, pero lo que es temprano, recién lavada la cara, y tu pelo ondulado, mojado y negro...

-No siga por ahí don Álvaro, por favor se lo pido, y menos, se acerque, que soy capaz de gritar -le rogó la muchacha viendo que las manos de su señor volaban sueltas y lujuriosas a tocar sus tiernos y turgentes pechos.

-De acuerdo, de acuerdo. No te alteres… Será como tu quieras –le contestó retirándose un poco y soltando un antídoto eficaz que le haría calmarse- Pasado mañana se marchan ya don Vicente Padilla y su esposa para Granada. Les he pedido como favor personal que le lleven a tu madre un poco de dinero, del que yo les he proveído, y me informen de paso, por carta, de la evolución de tu padre. Como ves, soy un hombre de palabra y no un monstruo interesado como tú pareces verme.

Ella cambió el rictus. Se serenó. Ese hombre la confundía paso a paso. Le daba en una mano la zanahoria y en la otra el estacazo. Estaba empezando a no saber a qué atenerse y eso la preocupaba mucho. De todas formas, la cortesía en ella estaba por encima de todo, así es que le dio las gracias amablemente.

-Ana María, ven un momento, ¿quieres? -le pidió Eloisa, llegándole esa petición salvadora como agua de mayo.

-Enseguida voy. Si me disculpa usted…

La tarde del día cuatro de febrero se guardaba en la plaza para los juegos de los niños y las famosas corridas de cintas en caballerías. Toda la mañana se habían pasado dos operarios, de manera desinteresada "ayudados" por Inocencio en hacer una tarima de madera, con estructura de palos y forrada con ramas de álamo, para que sirviese como palco de honor a las mozuelas del pueblo, para la contemplación de un espectáculo que ya estaba a punto de comenzar.

Los galanes, montados en sus raudas caballerías, se afanaban en coger la cinta que había bordado su amada. Cada mozuela debía hacer los honores de ponérsela, a modo de banda, al afortunado que había logrado engancharla por la anilla.

Gabrielillo, con su mulo tordo, fue, como el año anterior, el que se llevó mayor número de ellas, siendo la envidia del resto ante tanta imposición y tanto beso por parte del personal femenino.

Después, las cucañas, el chocolate, las carreras de sacos y demás juegos hicieron las delicias de los jóvenes y más pequeños. Una gran suelta de globos aerostáticos desde la terraza del Ayuntamiento puso colofón a tan linda y juguetil tarde.

Las fiestas de aquel año languidecían ya a eso de la media noche, hora en la que Ana María se marchó a su casa. Entreabrió la hoja de la ventana de su cuarto mientras sostenía, acariciándolo, a Tiznón.

Los ecos reverberados de los últimos sones de la banda llegaban deteriorados a sus oídos. Una gran traca, como final de fiestas, acabó asustando al perro, que no ganaba en esos días para sustos, escapando rápido de entre sus brazos para esconderse debajo de la cama.

El humo que ascendía desde la plaza hasta el alto cielo se acabó fundiendo con la palidez de la luna y los blanquecinos destellos de las estrellas, convirtiéndose, por momentos, en otra especie de Vía Láctea.

Un nuevo camino que le hubiese gustado andar, entre la quietud de la noche y la magia de los astros.

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