martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XVIII LA CONSUMACIÓN.

Carraspeó profusamente don Álvaro, sentado en el sillón de su mesa de despacho, abriendo la vasta correspondencia recibida ese día. El humo de su pipa, lleno de monóxido de carbono, enrarecía un ambiente ahogado por las cerradas cristaleras.

La carta que sostenían sus anchas manos venía remitida por don Vicente Padilla, mandada desde Granada, lugar donde vivía. Habían transcurrido casi tres semanas de su marcha y le contestaba al alcalde dándole cuenta en ella del encargo encomendado.

Un afilado abridor de cartas, con la empuñadura cromada, semejante a la de un florete, desgarró sin piedad el blanco papel del sobre, dando vista a un manuscrito que decía así:

Estimado amigo Álvaro:

Fiel al encargo que me diste, no hice otra cosa, primero, que pasarme por el hospital y visitar a esa desdichada familia, así como le entregué el correspondiente dinero, informándole del proveedor.

A él lo encontré razonablemente bien. Ella, si cabe, la vi peor. Se la notaba un poco desnutrida y algo encogida, posiblemente, de dormir noche tras noche en el desvalido sillón que hay junto a la cama del enfermo, como sabes.

Por supuesto, les informé de la inquietud que os atenaza a tu hermana y a ti por lo sucedido, deseándole a José una pronta recuperación.

No le hablé, como me pediste, de que su hija ahora trabaja en tu casa.

Me reuní acto seguido con el doctor que lo atiende, el cual me informó, con satisfacción, que en el plazo de una semana al paciente se le podría dar el alta; claro, con el consabido hecho de que tendrá que abandonar el recinto en silla de ruedas ante la imposibilidad de seguir el tratamiento de rehabilitación posterior en ese hospital.

Sin más, y reiterándoos a tu hermana y a ti, tanto mi mujer como yo, el inmenso agradecimiento por el trato tan cordial y hospitalario que recibimos en vuestra casa,


Se despiden por la presente

Vicente Padilla y Adelina Montoja.

Volvió a releerla, estudiándola minuciosamente. Sin duda, habría algo en ella que pudiese favorecerle a él y a sus mezquinos propósitos. Doña Loreto entraba en esos momentos en el despacho, entendiéndose los dos rápidamente con la mirada de que algo había entre manos.

-¿Qué lees Álvaro?

-La correspondencia de hoy. Por cierto, toma, ojea esta carta, es de Vicente, el otorrino, que acaba de contestarme sobre la cuestión que le encargué.

La hermana, subiéndose unas redondas gafas que llevaba colgando sobre el pecho, leyó y releyó el papel manuscrito meneando entretanto, de arriba abajo, su menuda cabeza. Hubo unos minutos de silencio. Levantó después la vista bajándoselas, mientras miraba de frente a su hermano.

-Álvaro, cierra la puerta, por favor. De todo esto tenemos que sacar muchas cosas a nuestro favor.

El alcalde se levantó pausado, vaciando antes el tabaco, ya quemado de su pipa, en el cenicero.

-Verás hermano, el momento está llegando. Ponte en contacto con Ramón el taxista y prepara lo más pronto posible, antes, por supuesto, de que le den el alta a José, un viaje a Granada.

-Pero... -preguntó confuso el alcalde- ¿Piensas seguir el juego acaso? Te prevengo que si damos ese paso que estás pensando el capítulo de gastos va a pasar a mayores. Pues no es lo mismo...

-¡Qué! -interrumpió la hermana con bríos- No es lo mismo darle unos cuantos reales para que coma esa infeliz que costearle un tratamiento que puede ser hasta de por vida, ¿verdad? ¿Y quién te ha dicho a ti que eso vaya a ser así? Sólo hay que dar el paso preciso, que es el más importante. Eso le hará dudar mucho, para bien, acerca de nosotros e irá reconsiderando su postura. Además, todo ese tiempo que esté en el centro seguirás teniéndola aquí. Hasta si me apuras, el hecho de estar pagando nosotros su curación lo puedes utilizar como instrumento de chantaje. Luego, por fin, podrás cobrar la recompensa largamente esperada de hacerla tuya.

-Eso es lo que deseo y de la manera que sea, ya sabes de mis pocos escrúpulos -contestó la alimaña- y sí, tienes razón, ya va siendo hora de quitarle a esa niña las muñecas de las manos y convertirla en mujer.

-¡Así se habla, Álvaro! No tengo que recordarte que nosotros lo podemos conseguir todo en esta vida y, por supuesto, que todo lo que hay en esta casa nos pertenece, incluida...

-Sí, incluida Ana María -terció él- a fin de cuentas, si no fuera por nosotros estaría tirada por esas calles, pasando más hambre que un tonto.

-Que razón llevas. Afortunadamente, Dios nos ha puesto a los ricos en este mundo para que velemos por los pobres y para que puedan comer. ¿Sabes? Lo que más me duele es que encima no sepan agradecértelo los muy...

Unos golpes sonaron en la puerta del despacho que cortaron la frase de la mal nacida mujer. Don Álvaro guardó la carta de nuevo en su sobre, haciendo ademán de seguir abriendo otras.

-Pasa Eloisa... -pidió doña Loreto.

-No, perdone... soy Ana María.

-Pasa muchacha. Creí que era ella ¿qué quieres?

-Es don Nicolás que está en la puerta y ha preguntado por usted.

-Retírate y hazle pasar a la sala. Acomódalo y ofrécele una copita, informándole de que enseguida estoy con él.

-Como mande la señora -contestó reverentemente retirándose.

-Espera, cuando termines de eso, pásate de nuevo por aquí, que tengo que hablarte- le pidió el alcalde.

-Te dejo a solas con ella Álvaro, mientras yo voy a atender al pedigüeño del cura. De seguro que necesitará algún dinero más para sus obras de caridad. ¿Ves lo que te decía antes? ¡Qué sería del mundo sin los ricos!

Don Álvaro sonrió ligeramente, aprobando el comentario de su taimada hermana, quedándose convencido de que ardía más su mente que el cóncavo depósito de su inseparable pipa.

Los golpes volvieron a sonar en la puerta del despacho. Ana María, toda nerviosa e intrigada, entró con recelo en la amplia habitación. Él percibió ese hecho y le dio confianza.

-Adelante, pasa muchacha y siéntate, que lo que tengo que contarte es bueno.

-Usted dirá don Álvaro.

-Sí. Es acerca de tus padres...

El cuerpo de la muchacha osciló unos segundos tembloroso, sentado en la silla. Su mirada, hasta entonces baja, subió hasta el nivel horizontal de los ojos de su interlocutor. Los de él, buscaron rápidamente también esa mirada de cielo azul y tranquilo que tanto le turbaba.

-¿...Por dónde iba...? Ah, sí, acabo de recibir contestación de don Vicente Padilla, ya sabes, el médico aquel con el que mandé algún dinero más a tu madre. Sabes también que le pedí que me remitiese información acerca de tus padres. Pues bien, me dice que ha estado en el hospital hablando con ellos y que los ha visto estupendamente. A él lo ha encontrado muy animado, esperando a que le den pronto el alta, cosa que ha confirmado el doctor que lo atiende.

La alegría de la joven, aunque sin exteriorizar, era inmensa. Las palabras que escuchó acabaron confortándola. Pero por otra parte, le contrarrestaba enormemente el hecho doloroso de saber que de allí vendría su padre en una silla de ruedas, que a lo peor, encima, no podrían ni pagar.

-No parece que te haya hecho mucha ilusión oír esto -le comentó con aire extrañado, ejecutando bien su papel, el alcalde.

-No es eso, don Álvaro. Sí que me he alegrado, mire, estoy llorando de emoción, pero usted sabe...

-Sí, para qué lo vamos a ocultar. Tu padre está ahora mismo inválido, aunque muchas cosas de la vida, afortunadamente, tienen remedio y, entre ellas, puede estar ésta.

-No entiendo...

-Te comento. Lo que oirás ahora estoy seguro que va a frenar tus incipientes lágrimas, verás como sí. Voy a mandar llamar al taxista con intención de partir mañana mismo para Granada. Estoy empeñado en que tu padre vuelva a andar, se lo merece el hombre.

-¡Don Álvaro, no me diga usted eso!

-Sí, te lo digo. No pienso escatimar gastos para conseguir su feliz recuperación, así que este viaje, será, ni más ni menos, para gestionar su ingreso en el centro de parapléjicos de Huelva, que, según me han informado, es el mejor de toda Andalucía.

-Pero... -contestó sencilla- ¡usted sabe que no podremos nunca pagarle eso! Aunque no se imagina lo feliz que acaba de hacerme.

-¿Ves, Ana María? Con eso ya me estás pagando. Y además, es la mejor moneda con la que se pueden pagar los favores –filosofó hipócritamente- con el agradecimiento y la gratitud sinceras.

Se fue ella en un mar de lágrimas, quedando el ángel salvador detrás de su mesa de despacho, con una dualidad manifiesta de sensaciones. Dulce, por la de victoria, y rara, por ejercer de caballero de noble corazón, impropio de su forma de ser y de su carácter.

-Doña Ana, ¿está usted despierta...?

-¿Sí? ¿Quién es? -contestó adormecida la dama.

-Perdone que la moleste, pero es que está aquí don Luís, el médico. Dice que tiene que hablar con usted, y que es importante.

La anciana suspiró vencida. Sabía que aquella visita no podía ser buena. Serían las pruebas y los análisis mandados al hospital, semanas antes. “En fin, la verdad a la cara”, pensó.

-¿Se puede pasar, doña Ana? -preguntó amablemente el galeno, que había esperado unos minutos para que se adecentara.

-Pase usted, joven, que aquí siempre se le recibirá bien.

-Muchas gracias, es usted todo un dechado de amabilidad y cortesía. Y qué ¿cómo se encuentra mi paciente favorita?

-Doctor, quisiera darle las gracias por esas palabras con otros años y otro ánimo, pero sé que detrás de ellas, quizás las que vengan, no lleguen a sonarme tan bien.

-Veo que, efectivamente, valora la situación. Una situación que no voy a ocultarle. Verá. Como usted bien está suponiendo, las pruebas enviadas en su día al hospital provincial me han sido remitidas con su diagnóstico. Sin alarmarle, quiero informarle que su patología coronaria está siguiendo un curso ascendente, entrando en una fase delicada. Por ello se hace imprescindible su pronto internamiento para tratar de controlar el proceso y hacer nuevas exploraciones para comprobar si existe algún daño colateral.

-Doctor, el balcón de los años te hace flotar al oír esas cosas, cuando en la juventud te hundirías. Así que no me mienta si le pregunto cuánto me queda de vida.

-¡Por Dios, doña Ana! Se morirá como todos, cuando Dios quiera –le contestó el joven médico, reprochando su pesimista actitud- De estas palabras se deriva que por fin empezamos a saber el alcance de su enfermedad, luego, no dude de que podrán administrarle en el hospital el mejor y más adecuado tratamiento.

-Luego... deben de ingresarme… ¿verdad?

-Así es, como le he dicho antes. La enfermedad lo requiere, y, créame, en mejores manos que allí no va a estar en ningún sitio. Si usted me autoriza, me pongo en marcha para confirmarle el pronto día de ingreso.

-Autorizado queda, pero le ruego que me deje unos días de claro para dejar zanjados algunos asuntos y despedirme de mi gente.

-Bueno, sea como usted quiera, pero no se despida mucho pues no tardará en volver -le comentó animándola.

La dama no contestó. “Cada uno es médico de su cuerpo”, pensó, sabiendo bien que esa despedida sería ya para toda la eternidad.

-¡Don Álvaro! -exclamó la mujer del maestro albañil levantándose del maltrecho sillón desde donde hacía guardia día tras día, al lado de su amado esposo.

-¿Usted por aquí?

-Buenos días, María -contestó él, seco y poco afectivo, tratando de disimularlo- Hola José, ¿que tal te encuentras últimamente?

El enfermo se incorporó en la cama, alargando la mano derecha hacia el visitante, en señal de saludo, mientras le daba las gracias por la visita.

-Bueno -prosiguió don Álvaro- veo que la cosa marcha mejor de lo que pensaba José, pues te veo muy mejorado y con buen aspecto.

-La verdad es que llevo unos días sintiéndome muy bien, sin que apenas me duela ya nada y parece ser que pronto podrían darme el alta y eso es buena seña, aunque...

El alcalde lo miró. Ofrecía buena cara. Era un hombre de fuerte complexión y, por lo que se veía, de también fuerte espíritu de lucha y sacrificio ante la adversidad.

Había querido hacer pronto ese viaje, sabedor de su inminente alta. José sería una pieza clave en los planes para conquistar a su hija, sin proponérselo, evidentemente. Además, los dos salían ganando. Aquel lograba volver a andar, y él, bueno, ya hasta se frotaba las manos.

-Sí José -continuó el alcalde- ya sé lo que ibas a decir cuando te has quedado callado y te informo que yo estoy aquí para eso.

-No comprendo...

-Cada cosa a su tiempo. Primero os diré como está vuestra hija. No he querido venirme sin comentarle lo del viaje.

Ana María... su hija... Su sola mención acababa de arrancar unas lágrimas al matrimonio, que apenas podían preguntar nada por la emoción y la tristeza de tenerla tan abandonada en el pueblo.

-No os preocupéis -contestó el alcalde, dándole unas ligeras palmadas sobre su huesudo hombro a María- como os trataba de decir, fui a hablar con ella y ponerle al corriente de mis intenciones, cosa que agradeció a lo sumo. Me pidió que os dijera que está bastante bien. Que no sufráis. Sólo que os echa mucho de menos y desea que todo esto pase pronto para volver a tener la familia unida como antes. Por cierto, -les comentó manipulando fría y calculadoramente los sentimientos de los ancianos- que la otra tarde, en una conversación mantenida entre mi hermana y yo, pensamos que sería bueno para ella entrar a trabajar en nuestra casa, habida cuenta de la falta que os hace un poco de dinero, sobre todo a ti, María, para que puedas comer todos los días. Además, con las dos chicas que tengo en la cocina no tendría ningún problema para adaptarse, ellas la ayudarían. Creedme, lo hemos pensado por vosotros y por ella -siguió mintiendo como un bellaco el siniestro personaje- y creo que puede ser una buena solución.

José, aunque no lo diría nunca, estaba en contra de esa propuesta. A su hija siempre la había querido tener entre palmas y olivos, no de sirvienta. Pero pesaba mucho, por otro lado, la situación tan grave por la que estaba pasando la familia y don Álvaro, al parecer, se estaba mojando por ellos y con ellos.

María permaneció unos segundos callada y pensativa, como valorando la situación. No quería tampoco que su única hija fuese moza de nadie, no por orgullo, sino por propio y sincero amor de madre. Por otro lado, estaba aún sin aclarar la animadversión injustificada que sentía hacia ellos... Pero la evidencia y, sobre todo, las perentorias necesidades por las que atravesaban, jugaba un papel muy importante, si no decisivo, en el veredicto final.

-Le agradecemos mi marido y yo, tanto a su hermana doña Loreto, como a usted, la noble intención que les mueve al pensar y preocuparse por nosotros. De todas formas, pronto podremos hablarlo todos allí, en el pueblo, pues el alta, parece, por fin, ser inminente.

-Sobre eso -les contestó el alcalde- a lo largo del día os daré noticias, esperando que estas sean satisfactorias, pues he quedado con el doctor Torres-Albarrado para almorzar juntos y departir sobre esa cuestión.

-Está usted en todo -exclamó un emocionado José- no sé cómo podremos pagarle alguna vez lo que está haciendo por nosotros.

-Todo se paga en la vida, José, todo se paga -le insinuó un irónico don Álvaro, que bien había sabido, en todo momento, aprovechar y reinvertir en beneficio propio la dura situación por la que atravesaban estos pobres infelices, jugando a los juegos que mejor sabía jugar: Los de la manipulación y la mentira.

El lujoso hotel Muley Palace se erguía altivo y majestuoso al pie de esa impresionante mole de sempiterna nieve, que corona la ciudad de Granada, conocida como Sierra Nevada. Los impecablemente vestidos camareros bullían acelerados dentro del espacioso comedor. Serían las dos y media pasadas de la tarde.

En una redonda mesa, decorada con un rojo y perfilado mantel, se sentaban tres comensales a esa misma hora, elegantemente vestidos. Uno de ellos, el que hacía de anfitrión, era el alcalde.

-Bueno caballeros -comentó dirigiéndose a sus dos compañeros de mesa- agradezco infinitamente que hayan aceptado mi invitación, así como que usted, don Ezequiel, se haya desplazado desde Huelva, atendiendo la petición que le cursé en su día.

-Nos sentimos honrados de aceptarla -contestaron los dos.

El maître vino a cortar la conversación inicial de los tres comensales para dejarles sendas cartas con información gastronómica y enológica, haciéndoles también una discreta sugerencia acerca de una determinada especialidad de la casa.

El almuerzo corría ameno y cordial, entre exquisitas delicias del chef, mientras la conversación se iba perfilando.

-Así es, don Álvaro -comentó el director del centro de Huelva- veo con agrado que está usted muy bien enterado de la importante labor y el reconocimiento a nivel nacional del centro que presido.

-Su fama le precede don Ezequiel -le contestó diplomático el alcalde.

El interlocutor que tenía a su derecha, y que respondía al nombre de Ezequiel, era, ni más ni menos, que un famoso médico traumatólogo salido de la Facultad de Medicina de Granada. El número uno, sin lugar a dudas, en su especialidad, y que ahora dirigía el prestigioso centro de parapléjicos "Virgen Colombina" de la ciudad de Huelva.

-He estudiado -prosiguió éste- toda la documentación técnica que me ha hecho llegar don Joaquín para, con ello, tener un juicio clínico lo más exacto posible sobre el caso.

-Así es -saltó a la palestra el tercer interlocutor- hemos echado buenos ratos de charla científica mi colega y yo acerca de este enfermo. Por mi parte, he hecho ya todo lo que tenía que hacer.

-¡Que no ha sido poco -le contestó el alcalde- pensando que le ha salvado la vida!

-Bueno, ha ayudado mucho la fortaleza y predisposición que me he encontrado en este enfermo. El noventa por ciento de otros, en su caso, no lo habrían contado.

-Os decía que tanto las operaciones que he llevado a cabo en sus pies y en su cadera, como así, todo el seguimiento a posteriori hecho a este paciente, y reiterando sus buenos ánimos, me han llevado a dar por concluido mi tratamiento. La pena es que las terribles roturas le hayan dejado esas secuelas.

-Secuelas -tomó la palabra su colega- que creo factibles superar en mi centro. Casos como este hemos llegado a tratarlos con éxito.

-Me van a perdonar -pidió don Álvaro mientras el camarero, servilleta en mano, les volvía a llenar a todos las copas de vino- pero como yo soy un profano en la materia me estoy empezando a perder y quisiera saber directamente, como veo que su colega ya está al corriente del caso, qué porcentaje de curación puede tener.

Don Ezequiel, quitándose las minúsculas y redondas gafas, que se perdían en su rechoncha cara, partida por un ancho y negro bigote, le contestó:

-Mire usted, las cosas divinas no las sabe nadie, pero sobre las terrenales sí puedo opinar, y más, siendo de la índole de mi campo, y por ello le digo que veo firmes y serias posibilidades de que el paciente pueda volver, en un futuro no muy lejano, a hacer su vida normal, o sea, a poder andar normalmente.

El médico del hospital asintió con la cabeza, como estando de acuerdo con su colega.

-Creo firmemente en ustedes -terció el alcalde- y me alegran enormemente sus palabras; este hombre se lo merece, y él, estoy seguro, lo pondrá todo de su parte.

-Quisiera también -continuó el eminente traumatólogo- y dado que este tema no lo hemos comentado usted y yo nada más que por teléfono y de pasada, advertirle que el centro que dirijo, de igual manera que tiene fama y reconocimiento, también tiene unos altos honorarios de estancia. Claro, que con ello, no escatimamos ni medios técnicos ni humanos para llevar a buen fin el caso. También, por supuesto, entran dentro de ellos, el alojamiento en pensión completa para el familiar que vaya a estar a su cuidado en los momentos de ocio.

-Le agradezco la advertencia, distinguido doctor, está en su deber, por supuesto. Estudiaremos esta tarde con más detenimiento el asunto pero le adelanto que estoy dispuesto a llevarlo a cabo. Por dinero no se preocupe, lo importante es José.

-Claro... Bien, brindemos entonces por él, porque hoy está en silla de ruedas y, mañana, estoy seguro que saldrá erguido y juncal por la misma puerta que entró de la otra manera.

Las finas copas de cristal de Bohemia chocaron tintineantes en el sofisticado ambiente del lujoso comedor refrendando la esperanza de curación de un hombre sencillo que dormitaba a esa hora en su cama de hospital.

La tarde, brumosa y gris se escapaba a hurtadillas entre las correntías del río Genil, que tapizaba de matices verdes sus orillas. Desde la ventana de la habitación, miraba María el río cómo discurría, sonoro e impenitente, por su angosto lecho. Unos golpes la distrajeron de su contemplación. Era el alcalde llamando a la puerta.

-Pase usted -le pidió ella- José, don Álvaro, que vuelve a visitarnos.

-Como os dije esta mañana -informó el alcalde después de saludarlos de nuevo- estaba pendiente de una comida con el médico que te ha atendido, José, así como con otro reputado colega suyo que preside un centro de rehabilitación en Huelva...

El matrimonio callaba escuchando, perdidos, a dónde quería llegar el alcalde, mirándose repetidas veces el uno al otro.

-A este señor, que se llama don Ezequiel Castillo, le he hecho venir expresamente desde allí para tener una conversación con él. La misma que ahora os cuento.

El cacique les fue detallando todos los pormenores dejándole a José bien claro que contaran con él para todo, pues el paso dado lo seguiría hasta el final sólo por ayudarle desinteresadamente como buena persona que era y así lo consideraba.

Ellos no eran tontos, ni siquiera ingenuos, pero la situación por la que atravesaban, y la luz tan cegadora que entraba por esa gran puerta de esperanza que acababa de abrirles de par en par su supuesto bienhechor, los obnubiló totalmente. Sólo articularon una pregunta:

-¿Lo sabe esto también nuestra hija?

-No, ella no lo sabe, por lo pronto, pero no duden que en cuanto llegue al pueblo será la primera en enterarse.

El abrazo que le dedicaron rompió por momentos el rígido protocolo y la distancia jerárquica que siempre existía entre ellos. La ocasión lo merecía, cosa que él entendió sin darle mayor importancia.

No sin recibir los parabienes y afecto por parte del matrimonio, regresó al día siguiente con su taxi y su chofer de costumbre.

Febrero se estaba despidiendo ventoso y anárquico en la última tarde de su vida anual. Doña Ana, miraba por los cerrados ventanales, el vaivén constante de las ramas de los frutales de su huerta, pareciendo querer estar diciéndole adiós. Un adiós eterno, envuelto entre las ondas juguetonas de un viento incansable. De vez en cuando, una ráfaga inesperada traía montones de cristalinas gotas de agua, que estrellaba furiosas contra los cristales, pareciendo un rocío adelantado a la venidera mañana.

Decididamente la tarde lloraba su pronta ausencia. Ella, una romántica empedernida, triste y sentimental, como suelen serlo las genuinas, ese hecho climatológico no le desagradaba en absoluto. Si hubiese tenido que escoger un final, un adiós así de su casa, sin lugar a dudas, hubiera elegido este.

Tan absorta y contemplativa estaba que no escuchó llegar a su ahijada, que venía acompañada por su perrito Tiznón.

-Buenas tardes madrina, bueno... por decir algo -saludó la muchacha.

-¡Ana María! Pasa hija... pasa, ya te estaba esperando.

-¿Ha visto usted la tarde que está haciendo? ¡Qué barbaridad, buscando ya la primavera!

-Si, ahijada, pero déjame decirte que me encantan las tardes como esta. Sentir el silbido del viento como hace crujir las ramas en un bucólico ambiente. Y esas ráfagas de agua pura y fresca salpicando los cristales. No lo puedo remediar. Claro, que también pienso que yo lo veo desde dentro y hay muchos pobres infelices que lo padecen desde fuera y eso, evidentemente, no es lo mismo.

-Así es, madrina. ¡Cuántos pobres hemos heredado el mundo!

-Por eso, en mi mano está dar toda la felicidad que puedo dar y no dudes que contigo no haré una excepción.

-No comprendo.

-Por favor, siéntate -le pidió la dama- ¡Emilia! ¿No quedaron unos huesecillos del almuerzo por ahí? Échaselos al perrito, que se entretenga royendo un poco.

-Ana María -preguntó la sirvienta con intención de cogerlo en brazos- no muerde ¿verdad?

-No, llévatelo tranquila, que es muy noble y juguetón.

-Te he mandado llamar, ahijada, porque tengo que hablarte de un asunto muy importante y, por desgracia, sin marcha atrás. No, no te aflijas por lo que voy a referirte, llegará un momento de tu vida que te haga comprender estas situaciones que nos desbordan.

La joven no dijo nada, se limitó a mirarla fijamente a sus cansados ojos, de los que se asomaban unas tintineantes y pequeñas lágrimas. Quería respetar su momento y las palabras que aún le faltasen por decir.

-Mañana parto para Granada. Deben de hospitalizarme para hacerme unas pruebas que verifiquen el alcance de mi enfermedad de corazón, sin más dilación. Con esto, estoy tratando de decirte que posiblemente no vuelva más por aquí.

La dama estaba siendo fría y tajante en sus palabras. Sabía que eso le dolía profundamente a su ahijada, pero a la vez no quería despertarle falsas expectativas. Sería bueno que se fuese haciendo a la idea.

-¿Cómo puede decir eso? Estoy segura de que no será así -exclamó la muchacha levantándose de su asiento y yéndose corriendo a abrazarla.

-¡Ay hija, si esta vida fuese eterna no tendría que existir el cielo para nada, pues los ángeles ya los podría sustituir gente tan noble y buena como tú!

-Madrina... -contestó suspirando Ana María- por eso la quiero tanto. ¡Acaba de decirme las palabras más bonitas que jamás me han dicho ni me dirán!

Hubo un silencio pausado y emotivo entre las dos roto en la distancia por los ladridos nerviosos de Tiznón, que estaría, al parecer, de juegos con Emilia.

-Pero... ¿Tan mal se encuentra? ¿Acaso cree que su enfermedad va a poder con usted?

-Ahijada, la vida te va dando a lo largo de los años las virtudes de la sabiduría y el entendimiento necesarios, así como el bálsamo de la comprensión y la calma, para poder sobrellevar trances tan delicados. En cristiano te diré que presiento que estoy en los últimos días de mi larga y azarosa vida, fin que estoy afrontando con mucha paz.

-¡Por favor, no me diga usted eso, que se me acaba la vida a mí también!

-Sí, ya sé que cuesta oír estas palabras, pero no he podido por menos ocultarlas y a ti menos que a nadie. Las cosas son como son.

-¡Sigo sin entender adonde fue a parar su optimismo y su esperanza, madrina! ¡Usted no ha sido nunca así!

-Puede que tengas razón, pero esas dos bellas palabras que acabas de citar, como cualidades mías, no olvides que van siempre unidas a la vida y, salvo la esperanza, concebida como eterna, ya se me van escapando. No creas que es sencillo hablar contigo de esto, pues a cada palabra que sale de mi boca se me van arrugando cada vez más el corazón y el alma, porque te quiero tanto...

-¡Madrina, no me deje, por favor, y ahora menos, que estoy tan sola...!

-No sigas, te lo ruego, no sigas, que me hieres mucho. Escúchame, pronto vendrá a hablar contigo un señor que te informará de mi regalo para el día catorce de junio, que bien sé que es tu dieciocho cumpleaños. Estoy segura de que supondrá una sorpresa muy agradable para ti, además, me llena de satisfacción dejarlo en tus manos, sin duda, las mejores posibles.

-El mejor regalo -contestó la muchacha, sencilla -que me podría hacer usted es seguir viéndola aquí arriba, en la huerta, por muchos años.

-Dios lo quisiera así. Sinceramente presiento que no y los viejos no solemos equivocarnos, pero ante los altos juicios de Dios...

Doña Ana acababa de abrirle a la desencantada muchacha una puerta vaga y confusa, pero puerta al fin y al cabo, a la esperanza. Ese mínimo resquicio le bastó para cambiar el semblante y sentirse aliviada.

-Así que... ¿mañana parte para Granada?

-Cierto ahijada, sin demora.

-Pues, qué le digo... ¡ojalá que la vida le siga queriendo todavía como yo!

-Ven, dame un abrazo tan fuerte como puedas y transmíteme con él los jóvenes y vigorosos latidos de tu sano corazón para que me den la fuerza necesaria de poder volver algún día y pasear juntas de nuevo por la quietud del jardín.

De ese abrazo, sentido y emotivo, fueron testigos los naranjos, los limoneros y los rosales de la huerta, que, más pragmáticos, y sabedores de la verdad real, siguieron dándole un adiós sincero con el vaivén continuo de sus ramas, como simbólica despedida a quien los plantó, cuidó y mimó durante años.

-¿Da usted su permiso, don Álvaro?

-Sí, pasa Ana María, te estaba esperando -le contestó el alcalde desde detrás de la mesa de su despacho, ojeando unos papeles- Siéntate. Creo que querrás información acerca de tus padres.

La muchacha estaba deseando oír algo, sabedora de su viaje al hospital, pero debía esperar paciente a que fuese él, el que eligiera el momento.

-Así es don Álvaro. Hace tiempo que no tengo noticias y eso me preocupa.

-Tranquila, yo acabo de estar con ellos y todo marcha muy bien, puedes creerme.

El alcalde encendió su consabida pipa, levantándose de su asiento, y dando unos ligeros pasos alrededor de la habitación y de la muchacha, desgranando hábilmente su conversación y sus intenciones de ayuda a la incrédula joven, que no salía de su asombro ante lo que estaba oyendo.

-¿Haría usted eso por nosotros, de verdad?

-Te lo dije y yo cumplo mi palabra. En dos o tres días, que es cuando le darán el alta, lo llevaremos desde el hospital donde está hasta el centro de rehabilitación de Huelva. Ya está todo hablado y calculado.

A la muchacha se le encendieron campanitas de luz por toda su cabeza, tantas, que no se paró a pensar ni por un momento que ese costoso paso que acababa de dar el alcalde supondría una deuda importante que ella tendría que pagar con creces.

-¿Me permite usted que vaya y se lo diga a mi tía y a mi prima?

-Claro, cómo no, pero antes, tengo que decirte que pasado mañana marcho un par de días para el Almendral, pues quiero matar unas perdices dando el puesto, así que tú y Eloisa os vendréis conmigo para hacer las comidas y arreglar un poco aquello. Marcharemos muy temprano, no lo olvides.

Ana María salió de allí con ánimos y deseos de poder contarles la buena noticia a su gente. Llegó a pensar por el camino que lo de ir al cortijo quizás fuese una encerrona pero el saber que la acompañaba Eloísa le hizo tranquilizarse un poco.

Mucha fue la alegría de Cándida y de Julia al enterarse. No podían dar crédito, si bien la mujer, dentro de sí, receló un poco, acerca de ese altruismo repentino de una persona que siempre había carecido de sentimientos.

Los grillos, con su monótono y repetitivo cantar, se dejaban sentir en la todavía oscura y quieta mañana, cuando Tomás ya estaba ensillándole la jaca al cacique. Todos los arreos los tenía preparados también para cargarlos en los serones de un mulo. Un segundo animal llevaría sobre sus lomos a las dos mujeres hasta el cortijo.

Unos golpes sonaron en la puerta. Ana María acababa de llegar.

-¡Tomás -gritó el alcalde- tráete los mulos al patio y ve cargándolo todo, que vamos tarde!

El mozo de cuadras hizo lo ordenado con celeridad y eficacia, quedando todo listo en cuestión de pocos minutos. Así es que a las seis de la mañana empezó el grupo por fin a hacer el camino.

El cielo, hasta entonces negro, y salpicado de cabezas de alfileres brillantes, se empezó a aclarar, despertando a dos luceros refulgentes y lejanos, dando paso también a una aurora llena de matices y colores. Los pajarillos, con sus trinos vespertinos, saludaban a un sol mañanero que dominaba destellante la cima de la aún fría montaña. Los olores, hasta ahora apagados, se adueñaron de un ambiente campestre, salpicándolo de aromas a retama, tomillo, romero y espliego. Marzo, lleno de primavera adelantada, arrancaba con sus mejores galas.

A lo lejos apareció, por fin, después de un par de horas de camino, el encalado y erguido sobre una pequeña loma cortijo del Almendral. Una redonda era precedía unos cientos de metros antes, a la entrada. Más adelante, y junto a los corralones, ya estaba Andrés aparejando la bestia para marcharse a arar las tierras. No lo había hecho antes por esperar la llegada de su amo y las muchachas.

-Buenos días don Álvaro y la compaña -terció el medianero, quitándose el sombrero de paja y saludando con él.

-Hola Andrés -contestaron las muchachas ante la pasividad de un personaje tan parco en palabras como era el cacique.

-Andrés -ordenó éste- acomódalas y enséñales donde está todo. Yo me marcho a dar el puesto a la chozilla de la loma sin más tardanza. Volveré antes del mediodía.

-Como usted mande, don Álvaro. Vamos, mozuelas, bajad del mulo y seguidme.

Bajando de las caballerías, siguieron al medianero hasta la puerta principal. Una gran y pesada llave dando varias y chirriantes vueltas a la cerradura logró abrir el pesado portón. Desde fuera, se veía un gran recibidor, con multicolor suelo cerámico.

-Bueno muchachas, entrad para adentro. Yo mientras voy a ir descargando los avíos, que me tengo que marchar al campo.

Antes de las doce de la mañana las sirvientas, con sus largos ardiles, ya lo tenían todo limpio y ordenado. Ana María subió al piso de arriba para abrir los amplios ventanales que viera desde fuera, y que daban a la redonda terraza, mientras Eloisa juntaba unos troncos de almendro en el rincón, disponiéndose a encenderlos y poner la comida.

Sobre las dos, una humeante olla destilaba un olor penetrante que alimentaba los sentidos. Olor que percibió don Álvaro, que volvía ufano montado en su jaca y lleno todo su cinturón de hermosas perdices que lucía como colgantes, perdedoras todas ellas en una guerra desigual y suicida. El medianero ya estaba esperándole.

-Toma, Andrés, y cuélgalo en la alcayata del paredón -le ordenó refiriéndose a "Espolón", un ejemplar hembra de perdiz muy vistoso, pero, sobre todo, muy cantarín, que tenía como predilecto para ese tipo de cacería, dándole siempre muy buenos resultados.

-Buenas tardes, don Álvaro -saludó Eloisa abriéndole la puerta- la comida ya está lista.

-Sí -contestó él- la verdad es que debe haberte salido buena, a juzgar por el olor que despide. O que el campo me da mucha hambre. Voy a lavarme un poco. Disponlo todo en el comedor para dentro de diez minutos.

Instantes después de almorzar el cacique, y mientras se fumaba su pipa plácidamente recostado en la mecedora oscura que tenía siempre en el porche, se oyeron unos cascos a lo lejos. Él ni se inmutó, sabedor de quién era, y las razones que traería. Sólo se limitó a sonreír pícaramente como al que le salen las cosas sincronizadas y exactas.

Lo que sólo era una vaga silueta a lo lejos se perfiló ya dando entrada a la era del Almendral como Tomás, su mozo de cuadras. Eloisa y Ana María, asomadas a la ventana de la cocina, escucharon al recién llegado.

-Don Álvaro ha surgido un imprevisto en la casa. Doña Loreto me ha pedido que me lleve a Eloisa inmediatamente para allá.

-¿No te ha dicho nada más? ¿Quiere que vaya yo?

-No, señor, sólo que necesita a la moza para alguna urgencia. De todas formas me ha comentado que ya lo pondrá a usted al corriente cuando regrese y, sobre todo, que no se preocupe.

-Bueno, pero mañana mismo a primera hora me la traes, que sigo necesitándola aquí.

Eloisa se fue quitando, al oír aquello, su delantal claro, a la espera de que la llamasen, hecho que no tardó en producirse.

-Eloisa, sal, que tengo que hablarte -le gritó Tomás.

-Hola hombre. ¿Cómo tú por aquí?

-Vengo a por ti, me lo ha pedido la señorica; así que deja lo que estés haciendo y vámonos.

Pronto las dos figuras se perdieron en la lejanía, quedando el alcalde a solas con el mundo y, sobre todo, a solas con ella. Su perverso corazón latía como jamás lo había hecho. Sus ojos se entrecerraron con lujuria y de sus labios chorreaban unos ligeros hilillos de saliva, semejando a un perro rabioso.

Y mientras uno subía, la otra bajaba. Y es que Ana María se rindió por completo, imaginando lo peor. No sabía lo que hacer ante la inesperada situación que se había presentado, si correr, si gritar...

Trató de mantener la calma. Todavía no había pasado nada. Quizá sólo fuese su miedo, pero el estar a solas con él, alejada del pueblo y de las gentes, la ponía tensa, muy tensa.

-Don Álvaro -escuchó hablar a Andrés con el cacique- si usted no manda nada más me voy a la huerta del aljibillo. Quiero cavar las habas, que ya tienen falta, y de paso, cogerle unas cebolletas para que le hagan esta noche una buena tortilla.

-Bien Andrés, tú a lo tuyo. Yo tengo aquí la tarde entretenida con la limpieza de la escopeta.

El alcalde vio satisfecho cómo se marchaba el medianero para la citada huerta, distante del cortijo como un cuarto de hora. Luego entre la ida, el trabajo y la venida, se mantendría el suficiente tiempo ocupado y lejos de él y de ella, justo lo que necesitaba.

La tarde, cadenciosa y tranquila, se devanaba en un ambiente campestre. El sol, recostado en ella, quedaba solo de testigo mudo, entre el cielo y ellos. Todo estaba dispuesto.

-Ana María -llamó sereno el alcalde- Voy a echarme un rato. Sube a mi cuarto y comprueba que todo esté en orden.

-Sí don Álvaro -contestó ella temblorosa, con la mirada cabizbaja.

Instantes después la joven pretendió salir del aposento, una vez echadas ligeramente las cortinas, cuando un brazo fuerte la paró en seco, tirando de ella hacia adentro. Este hecho le creó más confusión.

Una confusión que iba "increscendo" al ver que el acosador cerraba por dentro la puerta con la llave y se le acercaba con mirada lasciva.

-¡Don Álvaro... por favor... sea usted un caballero!

La tensión por la espera, la lujuria y las ganas, se palpaba en una alcoba propicia para un acto desenfrenado. La tenue luz que trataba de colarse furtiva por los resquicios del cortinaje no hacía sino crear un clima más intimista y pasional.

El hombre se quitó la chaqueta. Remangándose después las mangas de su camisa de algodón y dirigiéndose hacía donde estaba la joven, le habló con ganas contenidas:

-Ana María, desde la primera y mágica vez que me crucé contigo en la calle aquella mañana, no he dejado de pensar ni un segundo en ti, ni de desearte...

-¡Por favor don Álvaro, recapacite...!

-¡A callar! -exclamó enérgico dando carpetazo a su diplomacia- Tú no tienes ni idea de lo que ha supuesto para mí todo este tiempo de espera, todos esos días, todas esas noches... ¡Para mí! ¡Un hombre que consigue todo lo que desea! He tratado de razonar contigo, como bien sabes, y ¿qué he conseguido? ¡Nada! Sólo desprecios y humillaciones. El ser más poderoso y rico de la comarca humillado y vencido por una muchacha más pobre que las ratas y que no tiene en su casa ni agua en los cántaros. Pero todo eso ha pasado ya. Si no has querido dar un giro y tener por una vez en tu vida lo ancho del embudo, allá tú. Ahora trabajas para mí, y por tanto, me pertenece todo de ti, tanto tu tiempo... ¡como tu cuerpo!

-¡Nooo…! -gritó ella tirando con fuerza y desesperación de la manilla de la puerta tratando de escapar sin lograr adelantar nada.

Su agresor la giró de golpe para ponerla frente a él, cara a cara. Sus negros y rizados cabellos se alborotaron con el brusco movimiento. Su blanco y aterciopelado rostro se contraía de ira. Y sus bellos ojos azules parecían, mirándolo, como un mar embravecido con olas que lo quisieran arrasar todo.

Dos bofetadas sonaron secas en su delicada faz mientras sentía cómo le arrancaba sin ningún miramiento su frágil vestido, que cayó hecho jirones, a la par que la honra, a sus pies.

Ella levantó a su vez la mano, tratando de golpearle, pero todo fue inútil, luchaban la espada y la pluma y, por ende, la victoria se sabía de qué lado se decantaría sin ningún margen de error.

Los besos babosos del viejo militar se la comían viva. Una tarascada de sus uñas, como último recurso ya, sólo sirvió para que éste se enrabiara más y volviera a golpearla, al notarse la sangre cómo manaba de su mejilla.

Gritaba y gritaba pero nadie la oía. Se sentía sola e indefensa, a merced de un oleaje demasiado fuerte para ella. Lloraba con lágrimas infantiles y piadosas pero nulas ante el insensible y acorazado corazón del cacique.

Su bonito corpiño rosado voló por los aires, rotas sus pequeñas hebillas, y sus braguitas, bajadas torpemente a tirones, terminaron por dejar ante los atónitos y desorbitados ojos del alcalde todo el desnudo y virginal encanto interior que atesoraba.

Sus vigorosos brazos la arrancaron del suelo y la echaron de golpe en la cama. Ella se dio rápidamente media vuelta, cayendo por un lado al suelo sin parar de gritar con histeria.

Colérico, el agresor la golpeó de nuevo, esta vez con más virulencia, volviendo a tumbarla sobre la cama y logrando, no sin un ímprobo esfuerzo, atarle las manos contra el recio barandal con su correa de cuero. Por fin, la haría suya, pues él, lo conseguía todo.

Desnudo ya sobre ella su excitado miembro viril la penetró sin más contemplaciones. Los movimientos eran furiosos y continuados, pasando sin parar su boca y su lengua por los erguidos e inhiestos pezones y los labios carnosos y entreabiertos de la joven. Su sexo, aterciopelado y virgen como el cáliz de una fragante rosa, se abrió por fin, brindando al cacique su primera vez. Un frugal reguero de sangre, que salió de su himen, corroboró el hecho.

La muchacha, amarrada física y psíquicamente, llegó por la tensión a perder el conocimiento. Él lo repitió una y otra vez sin importarle ese hecho, hasta inundar de semen su sexo y su cuerpo con profusión.

Después, agotado, se recostó sobre ella, como el guerrero cansado en la batalla.

Cuando Ana María se despertó no había nadie en el dormitorio. El sol estaba escondiéndose, como avergonzado, por un monte cercano.

Se miró las muñecas, amoratadas por la presión de una correa que ya habían soltado. Se sintió sucia y proscrita al ver su cuerpo desnudo, completamente pegajoso aún por el semen, y se asustó bastante también al ver las blancas sabanas manchadas por su propia sangre.

Sus puños se juntaron comprimidos de rabia, llevándoselos a la boca, para terminar mordiéndoselos fuertemente llorando a más no poder.

Pasado el trágico trago trató de recomponerse. Se arrodilló dolorida, recogiendo del suelo su ropa interior y su maltrecho vestido, intentando llegar a su cuarto para poder lavarse en el zafero y buscar algo mejor.

Momentos después llegó Andrés de la huerta con el manojo de cebolletas prometido y unos huevos recogidos en el gallinero. El alcalde llegaba también en esos momentos. Venía, al parecer, de dar un paseo entre los cercanos almendros que rodeaban el cortijo.

-Don Álvaro, aquí tiene usted, para la cena -le comentó, parándose un instante a mirarlo fijamente.

Se debía de haber dado un restregón con alguna pequeña rama, pues tenía un rasguño en la mejilla. No obstante se le veía feliz y relajado, dando fuertes caladas a su pipa.

-Sí, gracias Andrés. Esta noche vente tú también a cenar.

“¿Le había dado las gracias? ¿Le pareció escuchar que lo invitaba a cenar? Decididamente algo le había ocurrido a su señor esa tarde. Algo que lo había hecho feliz, cambiándole por completo.”

No pudo indagar más por precaución, pero la curiosidad le recomía por dentro.

Ana María, maltratada, violada y humillada, tuvo que tragarse su orgullo y dignidad y hacer la cena, sirviéndosela después al mal nacido que le había ultrajado y pisoteado su honra y su honor.

¿Qué iba a hacer, sola en un cortijo alejado del pueblo, sin saber volver? Pero hasta ahí había llegado. A partir de su regreso, huiría de esa casa para siempre y, si podía, también del pueblo.

-Buenas noches Ana María -saludó amablemente el medianero, fiel a su buena educación y costumbre.

-Hola Andrés, pasa. Don Álvaro ya está en la mesa.

-Perdona muchacha, ¿te ocurre algo? No sé, te noto demacrada y pálida… Además, ¿cómo te has hecho eso en los brazos?

-No es nada, de verdad, sólo que me he caído en el granero esta tarde y puse las manos para protegerme.

-¡Ana María! -gritó desde el comedor el cacique- ¿Cenamos?

-Venga, pasa para adentro, no le hagamos esperar más –le pidió nerviosa.

La cena, algo tensa porque no era propia entre ellos, fue corta. El señorico aprovechó para preguntar algunas cosas acerca de las cosechas al medianero y éste le pidió a su vez, con cierta cautela y diplomacia, que hiciera algunas obras para mejorar la destartalada casucha donde vivía, que se estaba viniendo abajo, cosa que desaprobó aquel alegando que no estaba para gastos de momento.

La noche, larga e interminable, la pasó la muchacha junto a los atrojes, justo en la parte de atrás del cortijo, lejos en todo caso de la habitación donde se había consumado su desdicha y, sobre todo, lejos de su violador.

Él no trató de buscarla. Su libido y soberbia se habían saciado de momento. El trofeo ya colgaba en su chimenea.

Ella lloraba sin parar mirando entre el forjado hierro de una pequeña ventana las apagadas y mortecinas estrellas, tapadas por un ligero manto de niebla.

Le venían retrospectivas de la aún cercana tarde, que era ya, con diferencia, la más desdichada que pasaría en toda su vida.

Se acordaba de Miguel y sufría mucho. Siempre quiso, desde que se enamoró, darle a él y sólo a él su primera vez. Había sido una ilusión romántica y enamorada que albergó hasta hoy en su pecho junto a su corazón.

De golpe, un ser desgraciado y tirano había echado por tierra ese deseo, ese anhelo guardado tanto tiempo y que ya, por desgracia, no tenía solución.

Pensó en alejarse de su amor. Él no merecía esto. Estaba dispuesta a ser ella la gran damnificada.

También pensó su embarrullada cabeza, pues una noche en vela da para mucho, en pedirle de fugarse los dos. Estaba segura que una vez le contara lo sucedido sabría entenderla, acogiéndola en sus brazos. ¡Dios, que dura era esa situación! Se quería morir.

La noche, que suele durar lo que dura el sueño del sol, acabó muriendo a las primeras claras del día. El astro rey pasó de puntillas con sus rayos por el pequeño ventanuco del granero, acariciando las pálidas mejillas de la joven, que, rendida, se hubo de quedar dormida de madrugada sobre el duro y frío suelo. Algunos pájaros con su piar estridente acabaron por despertarla, confusa aún, entre bostezos y doloridos desperezos.

Eloísa ya estaba de vuelta. Escuchaba su voz, que entraba por las rendijas de la puerta, mientras hablaba con Andrés. Se alisó el pelo, dándose con un poco de saliva en la cara, tratando de refrescarse, y salió al exterior disimulando, con un cubo en la mano.

-Ana María, le estaba preguntando a Andrés por ti. Acabo de llegar y he visto que ya tienes tu cama hecha y todo.

-Pues sí, he madrugado bastante. Extrañaba el sitio y no he podido dormir bien.

-Bueno, vente y cogeremos un buen manojo de hinojos en la terrera. Don Álvaro quiere para almorzar un cocido de perdiz con ellos.

La mañana, salpicada de quehaceres, no sirvió para mitigar el gran dolor que sentía por la terrible desgracia que acababa de padecer. Su rabia contenida y su cólera iban en aumento. Esa noche, al llegar al pueblo por fin, le plantaría cara y le diría que ahí se queda, escupiéndole al rostro, lo tenía decidido. Ella no sería, por supuesto, una querida consentida. Estar bajo su techo después de eso ya estaba sobrando.

El cacique volvió de sus aventuras cinegéticas a eso de la una y media de la tarde. Se lavó y cambió de ropa, encontrándose instantes después en la mesa. Sus miradas volvieron, lascivas y directas, hacia sus pechos y su cuerpo, tratando ella de obviarlas como pudo. Dos o tres veces estuvo a punto de tirar algún plato de comida al suelo, mal sujeto en sus temblorosas manos. Este hecho no pasó desapercibido a Eloísa, llegando a preocuparla bastante.

Cuando estuvieran más tranquilas, ya en el pueblo, tendría una conversación con ella.

El camino de regreso lo emprendieron los tres viajeros a eso de las cuatro, de una tarde que volvía a llenar los barrancos y los cerros más cercanos de blanca y espesa niebla. Una niebla húmeda y lloriqueante que dificultó el camino de vuelta, llegando a alargarlo más de lo esperado. Había que ir despacio. Cualquier tropezón de alguna bestia, bajando por senderos escarpados, podría resultar fatal.

El pequeño tejado de la ermita de Santa Lucía, en la fuente que llevaba su nombre, se divisaba ya, recortándose entre ella. Un mulero, unos metros más abajo, venía por el camino en dirección contraria a ellos. Cuando se acercaron un poco más pudo comprobar el alcalde que se trataba de Tomás.

-Don Álvaro he salido a su encuentro sabedor de que volvía usted esta tarde. De paso vengo a darle un paseo a "Centella", que está muy retozona en la cuadra.

Ese caballo, entrado en años, era descendiente de la primera yegua que tuvo. Lo mantenía ya sólo por motivos sentimentales. Es curioso. Los hombres tiranos y violentos, déspotas a más no poder con las personas, suelen tener su parte noble y emotiva sólo con los animales. Se nota que entre razas de su igual se entienden bastante bien.

El portón de la parte trasera lo abrió el mozo, dando entrada a las cuatro caballerías, ayudando momentos después a bajar a las dos muchachas y descargando luego sus aguaderas.

Don Álvaro, bajado ya de su yegua, se situó casi en el centro del amplio patio, lugar desde donde se apreciaba nítida la ventana de la sala.

Allí divisó el rostro frío e impenetrable de su hermana, que lo interrogaba en la distancia. Él se quitó el sombrero, lanzándolo con bríos hacia el cielo, yendo a caer después unos metros por delante. Era la señal convenida. La pérfida y siniestra mujer, cerrando fuertemente los puños, lanzó un grito de euforia, que se oyó en toda la casa. Un grito, que, a modo de salva, certificó que, una vez más, el inmenso poderío de los Monteoliva había sido capaz de conseguirlo todo.

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