martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo I TOMA DE CONTACTO.

Estaba anocheciendo.

Sobre los ya pardos frutales del huerto, cantaban los tardíos pajarillos, pareciendo querer acompañar la voz cantante de un viento inquieto y juguetón que, diríase, quisiera evitar a toda costa que alguien escuchara la conversación enamorada de Miguel y Ana María.

Miguel, un chaval a la sazón de unos dieciocho años. Tez blanca y ondulado cabello negro, algo maltrecho por el uso continuado de una vieja gorra, y de cuerpo larguirucho y delgado.

Había dejado, como cada tarde, su trabajo de aprendiz en la fragua de su tío Frasquito, hermano de su difunta madre; hombre entrado en años, algo protestón, pero un buenazo en el fondo. Y sin apenas atenuar su piel de la negrura propia del oficio, escaló con decisión la tupida muralla de madreselvas que crecían frondosas sobre las tapias del huerto de Ana María, para verla.

Y allí estaba ella, esperándole como siempre. Una muchacha ligeramente más joven, de alta estatura para su edad, cabellos largos y rizados de un negro profundo, que contrastaban drásticamente con unos grandes y bellos ojos azules, encerrados en las curvas de una perfilada y blanca tez. Poniendo el broche de oro, resaltaban en su rostro, unos carnosos y rojísimos labios. Pero sobre todo tenía, como virtudes que le rebosaban, una profunda sensibilidad y un grandísimo corazón.

El encuentro era mutuamente ansiado, aunque a la hora de la verdad, la timidez del primer amor hacía que se entrecortasen, tanto las miradas como las palabras y un sudor frío recorriera la espalda de ambos en esos momentos.

Miguel rompió el hielo.

-Hola Ani -siempre le gustaba llamarla así- tenía tantas ganas de verte… ¿Sabes? Hoy me he ganado un tirón de orejas por descuidarme en el trabajo, mi tío dice que estoy en la edad del pavo y que si sigo así no voy a aprender el oficio nunca. Pero yo callo, pues ¿qué voy a hacer? Aunque ya sabes tú quién es la culpable de todo eso ¿no?

Ella cambió ligeramente de color al oír estas palabras y reponiéndose un poco, le dijo algo acalorada:

-Anda ya, seguro que es por otra que tienes por ahí, ¿eh pillín?

-Sabes que no. Además, mira, entre darle al fuelle y darle al fuelle he tenido tiempo de escribirte estos humildes versos, que nunca llegarán a ser tan hermosos como tú.

-Miguel eres un adulador.

Él la interrumpió.

-¡Calla, escucha y no rompas la magia de este momento!

Ana María le hizo caso. Quería escucharlos, no eran los primeros que le componía, sabía que lo hacía bien y tenía gran fe en que algún día sería un poeta famoso, pero también le preocupaban las pocas oportunidades que pudiera tener a lo largo de su vida, al ser tan pobre y no haberse formado convenientemente, y sufría.

El joven enamorado carraspeó ligeramente y leyó suave:

Un jazmín limpio, fragante,
cuelga sobre mi ventana.
Inerte miro, anhelante,
un ruiseñor canta al fondo...
¡triste y romántica tarde!

Los trinos del pajarillo
me elevan al sol, al aire,
pero pesan los recuerdos
y ni siquiera una nube
puede con mis soledades.

Soledades que me hieren
mientras se escapa otra tarde
sin que me miren tus ojos,
sin que tus labios me abrasen.

Ella callaba, escuchando atenta por cada poro de su piel ruborizada, esas lindas palabras y esos bellos versos.

Él no levantaba la vista y seguía...

Grito tu nombre hacía el cielo
y juegan con él las aves,
las nubes, algún lucero,
los verdes pinos y el aire.

Bosteza la luz, el viento
mece las flores del valle,
se encienden grillos y luna,
duerme el sol en el estanque.


Se disponía a terminar el último, cuando el ladrido de unos perros, abajo, en la calle, le hicieron callar momentáneamente, para después, sentir el chasquido, al pasar, de una caballería, muy probablemente hacía la fuente cercana. Después, volvió de nuevo el silencio, roto esta vez por el crujir de unas viejas maderas que semejaban una puerta. Era la que daba al huerto y, junto a su quicio, alguien llamaba a su amada.

Se trataba de María, su madre. Una mujer aún joven, de unos cincuenta años de edad, menuda, con apariencia dulce, ojos azabache muy vivarachos, pelo raído hacía atrás recogido en un moño simple, que le dejaba su cara totalmente al descubierto apreciándosele en ella traicioneras arrugas que delataban el paso de los años vividos no precisamente llenos de satisfacción y abundancia.

-¡Ana María, venga, que vamos a cenar, tu padre espera!

Miguel, con el papel entre las manos se excusó nervioso:

-Siento no poder terminar la poesía, quedaba lo más bonito.

-¡No te preocupes, habrá otro momento, venga, vete de prisa, no quiero que mi madre nos vea, no tengo edad, corre...!

Y el muchacho, bajando rápidamente las tupidas tapias del huerto se perdió en la noche.

La joven mientras se aprestó a subir las escaleras que daban a la entrada de la casa. Al llegar a la altura de su madre, que permanecía esperándola, le preguntó:

-¿Estabas otra vez hablando con el herrerillo, hija?

A ella le pareció que las estrellas del vivaracho cielo de verano que les cubrían le caían todas encima de golpe; no obstante, reponiéndose un poco, levantó la vista, rogando temblorosa a su progenitora:

-¡Madre, por favor, no le diga nada a padre!

La mujer asintió, entrando en la casa después que su hija, ahogando la pobre luz que salía del quinqué por la puerta y sumiendo en una tenue oscuridad el oloroso y ya callado huerto.

Ana María, una vez en el pasillo, preguntó a su madre si faltaba algo que llevar al comedor, contestando ésta negativamente, mientras entraba en la cocina. En el comedor el puesto de preferencia en la mesa lo ocupaba un hombre fornido y alto, de hirsuto cabello algo blanqueante que denotaba ya los cincuenta y cinco años cumplidos que pesaban sobre él. Apretaban el tenedor y el cuchillo unas voluminosas manos de albañil, profesión que desarrollaba hacía más de cuarenta años y que le inculcó su difunto padre desde que de zagal le servía, o menos que eso, le estorbaba de peón. Era José, el padre de Ana María.

Ella, como siempre fue hacía él y besándole, le preguntó:

-¿Ya ha venido usted, padre?

El aludido, mirándola fijamente a los ojos y aún a sabiendas de que la contestación que le daría no sería la verdadera, le preguntó a su vez:

-¿Qué hacías en el huerto a estas horas, hija?

La joven, un poco atropelladamente, trató de contestar con palabras vagas, que se vieron cortadas por la llegada providencial de la madre, que venía con el pan y el cuchillo, sentándose ambas al unísono y comenzando, como si de un ritual se tratase, la humeante y pobre cena que se ofrecía a sus ojos.

Esta transcurrió sin más incidencias que destacar. Levantándose una vez acabada, la muchacha, ardilosa como siempre retiró todos los cacharros de la mesa; después, dando las buenas noches, se marchó a su cuarto, disponiéndose a acostar.

Sólo permanecía ya en el comedor José, terminando de un trago el vaso de vino rojo que quedaba sobre la vacía mesa, para, acto seguido, sacar su pitillera y los libritos de papel, liando después su consabido cigarro, arte que ejecutaba a la perfección.

Lo abandonó momentos después, canturreando entre dientes una vieja canción llegando a la puerta del huerto, donde le esperaba su mujer. Ambos bajaron la suave escalera y se adentraron entre frutales y jazmines llenos de noche. En voz baja iban contrastando pareceres.

-La hija estaba en el huerto con el herrerillo, ¿no es cierto? -le inquirió él.

-Sí, no te equivocas, aunque te agradecería que no le hicieses ver que lo sabes, pues sufriría mucho si supiese que estás al corriente, la muchacha es buena.

A decir verdad, desde su nacimiento, siendo el único hijo del matrimonio, no les había dado motivos de insatisfacción y la veían crecer orgullosos de que su hija, precisamente, fuera un dechado de virtud y obediencia, así como de una honradez y modales admirables.

-En el fondo -prosiguió la esposa- son amores de muchachos, sin más importancia, y si el curso de la vida les arrastrase juntos para mí no sería desagradable, pues Miguel es un muchacho callado y hacendoso y se hace querer, aunque, dejémoslo todo encomendado a las sabias manos de Dios y Él dirá.

Sin más, marchó el matrimonio a descansar, quedando las palabras pronunciadas por María en el aire, envueltas entre los mil aromas del precioso huerto, como una premonición.

Mientras, abajo en la calle, empezaban los perros su nocturno concierto de ladridos, y la luna, más en silencio, salía despacio dominando el amplio y sereno cielo.

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