martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XXII EL EMBARAZO. LA HERENCIA.

El día dos de junio justo se cumplían tres meses del terrible suceso acaecido a la muchacha en el Almendral. Aquella violación, en toda regla, seguía impune, jactando de ello en todo momento el cacique.

Pero ahora otra preocupación venía a tocar en su puerta. Había esperado Ana María pacientemente todo el mes de abril, así como el largo mes de mayo también, a que le bajara el periodo, preocupándose en grado sumo de tan reiterada falta entrando ya en el mes de junio. Además, unas ligeras y sospechosas angustias le asaltaban alguna noche al acostarse… No podía ser… ¿Embarazada? “¡Dios, era lo que le faltaba!”, pensó ella entre sollozos.

Esa noche reuniría en su casa a las amigas. Ellas le aconsejarían.

-¿Tres meses sin venirte la regla? ¡Tú lo que estás es embarazada! -exclamó Gracia mirándole inquisitivamente el vientre.

-No sé, por eso he querido contároslo… ¡Tengo mucho miedo, por favor decidme lo que debo hacer!

-Ana María -le contestó Clara- lo primero de todo es salir de dudas. Tal vez sea hasta un quiste en los ovarios y te la esté deteniendo con el perjuicio para tu salud. Sea lo que sea, de todos modos, quien mejor te lo puede decir es el médico.

-¡Al médico no que me da mucha vergüenza! Además ¿qué pasaría si estoy de verdad?

-No seas tonta -terció Eloisa- los médicos son como los confesores, lo que vean y oigan en la consulta lo guardan como secreto de confesión.

-¡Que no que no! -gritó nerviosa la muchacha- ¡Que no me lleváis ni amarrada!

-Pues tú verás -replicó enfadada Clara- si estás embarazada tarde o temprano no podrás ocultarlo. Lo mejor es que tú lo sepas cuanto antes.

-¡Esta bien me habéis convencido! Pero os exijo una condición, que vengáis las tres conmigo.

-Llamaríamos demasiado la atención todas juntas -recapacitó Clara- si lo veis bien, yo iré sola con ella.

Hubo un consenso general para esas últimas palabras y así se quedó la cosa.

-Doña Loreto -le pedió educadamente permiso Ana María- tengo esta mañana que ir al médico pues me siento un poco mal de la garganta, creo que he tenido esta noche algo de fiebre así que si usted me deja...

-Claro, termina de fregar el comedor y te llegas -le contestó intrigada la sagaz señorica.

“¡Así que al médico, humm...” -maquinaba a solas en la sala- “Esto me huele a mí a quemado, ¿no será...?”

La consulta no estaba muy concurrida esa mañana. Dos labriegos aguardaban pacientes sentados en un rincón de la sala de espera. Matilde "la ceniza" también se encontraba allí.

-Buenos días -saludaron Ana María y su amiga sentándose al lado de la anciana.

-¿Os ocurre algo hijas? –preguntó.

-La garganta, que la tengo un poco inflamada -contestó Clara.

-Yo vengo por la tensión -les informó Matilde- quiero que me la tomen, pues llevo unos días algo trastornada.

-A su edad es lo mejor que hace usted, Matilde, acudir a mirarse –le aconsejaron.

-¡El siguiente! -exclamó don Luís abriendo la puerta de la consulta mientras se marchaba el primer paciente.

-Me toca, hijas -murmuró "la ceniza" levantándose pausada del asiento.

-Venga, que no sea nada mujer.

Media hora después les tocó el turno por fin. Toda nerviosa entró Ana María dubitativa en la consulta, seguida de Clara. El médico, sentado en su sillón, observó la entrada de ambas.

-¡Entrad, entrad! ¿Qué le pasa a la juventud?

Las dos tras cerrar tras de si la puerta se sentaron frente a él.

-Verá doctor lo que le pasa a mi amiga, -arrancó Clara- es bastante delicado y rogaría de su parte la máxima discreción.

-Muchacha los médicos ante todo somos profesionales, nuestro código deontológico nos obliga a ello.

-Sí, lo sé y confiamos en usted -prosiguió- Ella está muy nerviosa, es más, ni siquiera quería venir, pero yo la he convencido de ello.

-¿Y bien, Ana María, cuéntame por ti misma lo que te ocurre?

-Doctor, me da mucha vergüenza confesarle esto pero...creo que estoy embarazada.

-¿Embarazada? ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó extrañado.

-Llevo tres meses sin tener el periodo, además me noto extraña, como si algo en mi interior fuese cambiando.

-A ver, doy por hecho que has mantenido relaciones ¿verdad?

-Así es doctor, o más o menos -respondió ambigua.

-¿Más o menos? -sonrió ligeramente el médico- Bien te haré una prueba de orina para tratar de llevar el tema más encaminado, de todas formas necesitaré hacerte también un análisis de sangre para cerciorarnos bien de todo.

-En sus manos estoy.

Unos minutos después las primeras pruebas confirmaron lo positivo de las sospechas y así se lo hizo saber el médico. Ella lo tomó de la peor manera posible, llegando a desmayarse.

Sobre la camilla de la consulta permaneció más de veinte minutos hasta reponerse ligeramente ayudada por los cuidados de un preocupado médico, que entendió su reacción tan adversa.

Una vez pasado el susto le terminó de reconocer, recetándole unas vitaminas y bastante reposo, emplazándola para el día siguiente y, en ayunas, para hacerse el análisis requerido.

En la despedida volvió la amiga a reiterarle al doctor la necesidad de un silencio cómplice y discreto, asintiendo él con la cabeza.

-Clara, llévame a casa por favor, no me encuentro bien.

-Yo por llevarte es lo de menos, pero ¿no crees que pudiera sospechar algo la señorica al no regresar? No tenías que haberle dicho adonde ibas de verdad.

-Lo siento, ¿qué le decía entonces? No se me ocurrió nada.

-¡Contra menos sepa esa bruja mejor, que te lo digo yo!

-Vale, lo tendré en cuenta… Oye, pásate por mi casa esta noche y hablamos.

-Sí, no te preocupes mujer, lo haremos todas.

-Ana María la señorica me ha pedido que fueses a verla en cuanto llegases -le informó Eloisa nada más entrar ella en la cocina.

A la muchacha no le salía nada bien. Iba a tener razón Clara con sus sospechas.

-¿Da usted su permiso?

-Pasa… no, sólo era para preguntarte lo que te había dicho el medico sobre... tu garganta.

Efectivamente tanto interés de repente por su parte resultaba sospechoso. Eso la puso más tensa, hasta casi notárselo la sagaz vieja.

-Algo inflamada me la ha visto. Me ha mandado unos antibióticos y me ha pedido que vuelva mañana para ver la evolución.

-¡Vaya qué interesado es ese doctor, cómo cuida de sus pacientes! En fin, procura entonces no mojarte mucho, ah, y procura también no levantar mucho peso, que eso es malo también para lo tuyo.

No cabía ya ninguna duda. Esa taimada mujer iba encaminada como un sabueso tras la verdadera pista. La cosa entonces tomaría un cariz más delicado.

-Sí Clara -le comentó Ana María a su amiga ya en casa- esa mujer es el mismo diablo. ¿Cómo habrá podido enterarse?

-Sabe más el diablo por viejo que por diablo, ya sabes el antiguo dicho. Esa bruja no tiene nada que hacer en todo el día y lo pasa maquinando y metiéndose en tus pensamientos hasta dar con la clave de todo.

-Oye -le advirtió muy seria Clara- Ahora es cuando debes de tener mucho más cuidado. Si confirman plenamente lo de tu embarazo su reacción para nosotros es imprevisible. Yo que tú no alargaría mi estancia junto a ellos.

-Mi hermana tiene razón. ¡Vete, huye, olvídate de tus padres en el mejor sentido de la palabra! Si esto les cae mal, pueden intentar acabar contigo. ¡Te juegas mucho, huye!

-Sí... pero... ¿adónde? Si al menos Miguel estuviese aquí...

-Las cosas son como son, no como queremos, pero no por ello debes dejar de luchar e intentarlo.

-¡Llevas más razón que un santo Clara, necesito hacer algo!

Don Javier, el abogado, estaba hoy en la pueblo. Lo primero que hizo después de pasar por la casa de sus padres fue ir a ver a Ana María, encontrándola en la fuente de los cipreses.

-Don Javier... ¿usted por aquí? -exclamó ella sorprendida.

-Así es Ana María, te buscaba para darte buenas noticias. Pasado mañana día once será por fin la vista. Créeme, he hablado con el juez, quién por cierto, no es el mismo que lo encarceló, y hay razonables expectativas de libertad sin cargos para él.

-No me puede dar mejores noticias. Le doy las gracias enormemente pues sé que sin usted todo esto sería ahora mismo un infierno para él y para mí.

-No, debo yo de ser el que te las dé por confiar en mí.

-No diga tonterías… además, no sé ni cómo le voy a poder pagar.

-Yo soy demasiado caro para ti -bromeó el abogado- por tanto te perdono la minuta, bueno... de momento, porque puede que muy pronto estés en condiciones de afrontar un pago de ese calibre y de más.

-¡Qué bromista es usted don Javier! Le reitero de nuevo las gracias y le ruego encarecidamente que me lo traiga ese mismo día, lo necesito tanto...

Una noche primaveral brindaba deseos de salir a la terraza a tomar el fresco. Doña Loreto no perdió la ocasión, aprovechando para poner en la gramola sus canciones preferidas. Su hermano subió poco después, cuando hubo terminado de ordenar la correspondencia y dejar firmados unos documentos municipales.

-Álvaro no sé si te habrás dado cuenta de una cosa.

-Pues no sé hermana, dime de qué se trata.

-Algo serio, muy serio sobre Ana María y nuestro linaje.

-¡Caramba! -exclamó frunciendo el entrecejo- eso, efectivamente, ha sonado fuerte.

-Mira, yo sé que tú estás en tus cosas y apenas tienes tiempo para mucho más, pero conviene que de hoy no pase que te enteres de esto. Álvaro... ¡vas a ser padre!

Como movido por un resorte el alcalde dio un salto de la silla poniéndose de pie inmediatamente, cayéndosele hasta la pipa de las manos, que rodó chisperreante por el suelo de la terraza.

-¿Qué me estás diciendo hermana? ¿Estás segura de eso?

-¡Más que segura porque nadie me lo haya dicho, estoy segura por mi intuición!

-Pero eso es muy relativo...

-No, Álvaro, hazle caso a mi instinto de mujer, que ese nunca falla.

-Pero... ¿cómo puede haber sido eso posible?

-Hasta ahí si que no llego, porque de eso sabrás tú más que yo -le contestó picarona la hermana.

-Quiero decir que en una sola vez que lo hice ha sido demasiada casualidad.

-Con una sola basta. Ahora lo que más nos debe preocupar es que vamos a mezclar la sangre de nuestra alta alcurnia con la de una plebeya y no te cuento el qué dirán. ¡Já, el poderoso terrateniente, mezclado con esa fregona! Como si los estuviera oyendo.

-Loreto la belleza de esa muchacha no desmerece. Te digo que si me aceptara, no me importaría en convertirla en mi mujer.

-¡No seas estúpido! ¿Cuántas veces te has rebajado ya a ella? ¡Tú, don Álvaro de Monteoliva, el mayor y más poderoso hombre de la comarca! ¿Hasta cuándo vas a tener los ojos cerrados? Esa muchacha no se ha fijado nunca en ti, ni se fijará.

-No tienes porque ser tan cruel -le contestó ofendido.

-La verdad duele a veces -le replicó- pero no por ello deja de serlo. Ella se escapará con el herrerillo en cuanto pueda, huyendo con tu hijo, con un Monteoliva...

-¡Antes de que intente hacer eso -exclamó encolerizado el cacique- soy capaz de matarla!

-¡Quizás sea lo mejor, matarla y acabar de una vez por todas con esa zorra, y así nuestra sangre no se verá desvirtuada!

El criminal plan que trazaban los dos hermanos quedó flotando durante toda la noche sobre esa terraza envuelto en el inquietante color negro de un cielo viudo de luna.

-Por tanto, debo absolver y absuelvo con todos los pronunciamientos a su favor a Don Miguel López González de los cargos imputados.

-¡Bien! –exclamó el herrerillo lleno de gozo mientras abrazaba a su abogado en la sala de vistas con el consiguiente malhumor de don Álvaro y su bien trajeado abogado, allí presentes.

-¡No sé don Javier qué habría sido de mí sin su intervención! ¡A usted se lo debo todo!

-Y yo le debo a una muchacha muy guapa la palabra de llevarte hoy con ella.

-¿Encima? ¡Es usted un santo, un verdadero santo!

-Perdona muchacho -le paró en seco en medio del pasillo el cacique- no creas que esto se va a quedar así. Mi abogado recurrirá la sentencia. Te hundiré ¿me oyes? ¡Así que ándate con mucho ojo!

-No consiento que amenace usted a mi cliente -terció don Javier- mida sus palabras y piense en donde se encuentra.

-¿Sabes qué te digo? -le replicó con los ojos desencajados el alcalde- ¡Que sólo eres un vulgar leguleyo con más suerte que otra cosa y si no fuera por respetar la cara de tus padres...!

-¡Qué! ¿Me iba a pegar aquí mismo? Ande, no se corte. Usted y los de su calaña son todos lo mismo, reaccionarios y violentos.

-Déjelo don Álvaro -le aconsejó su abogado- no vale la pena mancharse las manos con él, tarde o temprano lo venceremos.

-Sí, tienes razón Matías, ¡venga vámonos!

-¡Miguel... Dios mío!

-¡Ani por fin...!

Cara a cara, cuerpo a cuerpo, se tuvieron los dos enamorados después de largo tiempo separados a la fuerza.

-¡Has debido de sufrir mucho Miguel...!

-Yo sólo sufría por ti Ani y por mi gente, pues sabía lo solos y desamparados que estabais. Ahora no sufras más, afortunadamente todo ha cambiado y volvemos otra vez a estar juntos.

-¡Claro que sí! ¡Abrázame fuerte de nuevo y prométeme que nunca más te vas a separar de mí, por favor!

-Te lo prometo Ani, te lo prometo.

Don Javier, que había hecho mutis por el foro unos minutos antes, saliendo solapadamente de la casa, quiso dejarles que se explayasen a gusto dando la requerida intimidad a ese encuentro.

-Miguel -le susurró ella después de estar echada sobre su regazo largo tiempo- me gustaría que nada turbase esta felicidad que sentimos ahora, pero tú sabes que nos prometimos tener siempre la confianza de decírnoslo todo, pues bien, yo no quiero dejar esto para mañana. Necesito que lo sepas esta misma tarde. Ahora mismo.

-Ani ¿ha vuelto ese desalmado a abusar de ti?

-No, no es eso. Lo que me pasa ahora es la consecuencia de ese brutal y único abuso.

La muchacha suspiró acontecida, tapándose la cara con ambas manos. Unos segundos después respiró fuerte y mirándolo a los ojos se lo soltó.

-¡Estoy embarazada!

Los vivarachos ojos del herrerillo buscaron en el amplio espacio del huerto una respuesta al sufrimiento tan hondo que sintió. Sólo los grillos y una lechuza a lo lejos parecieron querer responderle.

-Ani... -no pudo seguir hablando, un nudo le apretó la garganta hasta casi impedirle respirar. Su coraje le llevó a darle más de un puñetazo a los troncos de los naranjos, sollándose los nudillos.

-¡Basta Miguel! ¿Qué quieres que haga, que me entregue a él de una vez por todas y olvidemos lo nuestro? -preguntó frágil la muchacha- Sé que es muy duro para ti, por ello aceptaré lo que me digas. No tengo ningún derecho a pedirte ni a exigirte que sigas conmigo… olvídame, ya no valgo nada.

Él le abrazó tierna y comprensivamente sin poder aún hablar, moviendo la cabeza de un lado a otro, como no pudiendo aguantar más la pena.

-¡No Ani -le pudo hablar por fin- no te hagas de menos! Para mí sigues siendo la mujer más maravillosa y más decente del mundo, sólo que me da coraje la mala suerte que estamos teniendo, parece como si una bruja o hechicera hubiese lanzado algún maleficio contra nosotros, pues no es normal todo lo que nos está pasando. ¡Pero me da igual, mi amor es demasiado fuerte hacia ti y no permitiré que nada lo rompa! Criaremos a ese hijo como si fuera nuestro. Lo reconoceré y le daré mi apellido y si ese mal nacido se interpone en mi camino... ¡Te juro que lo mataré con mis propias manos!

La noche siguiente, una vez calculado que Ana María ya podía estar en la casa, fue a verla el abogado.

-¡Buenas noches muchacha!

-¡Pase usted don Javier, está en su casa!

-Gracias. Sólo venía a recordarte que mañana tenemos que ir al notario para que nos haga lectura de las últimas voluntades de doña Ana.

-Sí, lo tengo todo previsto. He pedido permiso a doña Loreto esta mañana alegando otro asunto para mi ausencia

-Bien, te recogeré en mi coche sobre las siete ¿de acuerdo?

-Perdone que le haga una pregunta…

-Tú me dirás...

-¿Puede venir Miguel conmigo?

El abogado se rió asintiendo con la cabeza y contestándole:

-¡No veo por qué no!

-Gracias he estado tanto tiempo separada de él que ahora no quiero tenerlo lejos. Además, mañana como usted sabe es mi cumpleaños y encima estoy a la espera de recibir un regalo de mi madrina, luego la ocasión lo merece.

-Así es muchacha, yo me voy. No te quedes dormida, que tengo que recoger también a Emilia y se nos puede hacer tarde.

-Descuide y hasta mañana.

El suave ruido del motor Mercedes de su turismo se oía arrancado junto a la puerta de la muchacha unos minutos antes de lo convenido.

-¡Puntual como siempre don Javier, buenos días!

-Hola Ana María, ¿a Miguel dónde lo recogemos?

-Ha quedado en venir a mi puerta, no tardará.

Diciendo esas palabras asomó ya, vestido con un pantalón marrón y su guardado chalequillo de los domingos.

-Buenos días a todos –saludó.

-¡Hola muchacho! Bien, si estáis, preferiría no perder más tiempo.

-¡Así que esta bella señorita es Ana María Lozano! -comentó el distinguido personaje levantándose de su sillón del despacho y saliendo de detrás de la mesa a su encuentro- ¡Javier, no me habías dicho que era tan guapa...!

-Ana María, te presento a don Elías Ruiz-Cifuentes, el notario del que te hablé.

-Mucho gusto don Elías.

-El gusto es mío señorita -le contestó zalamero el eminente personaje.

-Esta es Emilia, la moza de doña Ana – siguió presentando el abogado.

-Un placer señorita.

-Y este es Miguel, el pretendiente de Ana María.

-¡Enhorabuena joven, no sabes la suerte que tienes, cuídala!

El notario, hombre alto y de porte distinguido, de unos sesenta años bien llevados, vestido elegantemente y peinado hacía atrás de una manera señorial, les pidió amablemente que tomaran asiento. Dando unos golpes sobre la mesa, para juntar bien los folios, tosió levemente y se enfundó sus redondas gafas.

-Y bien, supongo que ya os habrá puesto en antecedentes mi buen amigo Javier sobre el motivo de mi requerimiento. Primero - prosiguió el prócer personaje tocado de una fluidez verbal y una dicción encomiables- Y si me lo permite Miguel, felicitar a Ana María por su cumpleaños, deseándole que este día sea el más maravilloso de su vida, y a fe mía, que después de lo que le va a acontecer, así será.
Y sin más preámbulo, paso a leerles las últimas voluntades de esa gran dama, que felizmente aún sigue entre nosotros.
Doña Ana de tal y tal, viuda de tal, mayor de edad, y en posesión de...
Si te parece Javier me saltaré todos los formalismos para ir al grano.

-Creo que es lo mejor don Elías -le aconsejó este.

-Bien. A doña Emilia García Rodríguez, por sus continuados desvelos para conmigo durante todos estos años, llegando a considerarla como una verdadera amiga, lego el cortijo de la Era, que comprende una casa cortijo, propiamente dicha, de una planta de alzada, con veinte obradas de tierra de secano compuestas de almendros, olivos e higueras, así como cinco mil pesetas en dinero metálico, depositadas en una cartilla de ahorro a su favor en la caja de pensiones para que no tenga que trabajar más con nadie, sino en lo suyo.

La mujer lloraba de felicidad recibiendo el parabién de todos los presentes que la abrazaron encantados recordándole sus merecimientos. Después de esa primera lectura, prosiguió don Elías, mientras cerraba y abría carpetas, llevando a cabo su labor.

Ana María, visto lo visto, tenía ya el corazón en un puño esperando y presintiendo lo que estaba por venir. Decididamente no se trataría de un simple regalo, de un juego de niños, sin duda se trataría de lo mejor. Su candidez, y su forma de ser tan desinteresada, le habían tenido hasta ahora totalmente ajena a lo que se le venía encima.

Don Javier la miraba feliz, pues si alguien había merecedor de esa herencia era ella, todo un dechado de virtudes y nobleza.

-A Doña Ana María Lozano Soto, ahijada mía, y a la que he considerado siempre como a la hija que nunca tuve, por su bondad y amor hacia mí, y por tantas cosas más que ella y yo sabemos, tengo el gusto y el placer de dejarle el resto de mi herencia, consistente en: Una casa de dos plantas de alzada, situada en la Fuente Alta sin número, así como la huerta contigua, de dos obradas de regadío, con frutales varios.
Lego también a ella el huerto conocido como el de las Monjas, de una obrada y media de extensión, compuesto de almendros, naranjos y parras, sito en la calle Estación.
Le otorgo también una casa de tres plantas de alzada que fuera durante muchos años mi residencia en Granada, sita en la calle Abencerrajes, numero 45 en el barrio del Albayzín.
Y por último, el resto de mi capital en metálico, depositado en el Banco de Ahorro de Granada y que asciende a la cantidad de diez mil doscientas pesetas con dieciocho reales a día veinte de mayo del año en curso.
Por tanto, firmo...

El notario concluyó de leer los formalismos del texto, cosa que ya no escuchó prácticamente nadie de los allí convocados. Ana María lloraba temblorosa dando las gracias interiormente a la gran dama por el inmenso favor y el grandísimo detalle tenido con ella. Aquella era la ventana, más que eso, el gran balcón que le iba a proporcionar ese aire puro y limpio que tanto había necesitado.

El abogado la abrazó fuertemente, preguntándole al oído:

-¿Crees que ha valido la pena venir a ver a este señor? Doña Ana no quiso adelantarte nada queriendo con ello que este fuese el mejor cumpleaños de tu vida y ella festejarlo también, contando ese día como el mejor en su larga y dilatada vida. Y ahora, aunque creas que esto ha terminado, no es así. Te espera otra gran sorpresa, de la que ya me encargo de llevarte a ella.

-Despacio don Javier, que mi corazón no da ya para más ¿a dónde quiere ir?

-Deja que tu corazón se desborde y aflore a la superficie, me consta que ha pasado bastante tiempo sumergido en el ostracismo y en el dolor más absoluto, ahora es el momento de desbocarlo.

-Ani enhorabuena -la felicitó efusivamente Miguel- la vida por una vez ha sido justa contigo. Todo el dolor que te produjo te lo devuelve revertido con creces, brindándote la oportunidad de ser feliz por fin. ¡Ahora eres rica Ani y yo seguiré siendo el herrerillo!

-Miguel -le contestó ella mirándolo con ojos de ternura- mi verdadera riqueza ha sido siempre tenerte a ti a mi lado. Todo lo que acabo de heredar lo cambiaría sin pensar por la escritura de tu corazón.

-Ani...

-¡Bueno -exclamó don Javier cortándolos graciosamente- dejad los arrumacos para otro rato que esto habrá que celebrarlo, digo yo, venga os invito a todos a almorzar, que después nos espera una señora muy importante y no debemos hacerla esperar!

-¡Aquí es! -confirmó el abogado bajando la ventanilla del coche.

Después de salir de la capital habían tomado una carretera secundaria por la que habrían andado unos seis kilómetros, llegando a un precioso paraje algo apartado de una población que podía columbrarse tendida sobre la falda de una gran montaña.

Como haciéndole frente a la gran sierra impregnada de blanca nieve que tenía frente sí, se alzaba desafiante un enorme edificio de tres plantas, rodeado de altas coníferas, que le conferían una gran majestuosidad. Se trataba de la residencia de mayores conocida como la de La Virgen Blanca, lugar donde pasaba ya sus últimas tardes la gran bienhechora, la gran dama de la vida, doña Ana.

-Estoy nerviosa, pero con muchas ganas de ver a mi madrina -le refirió la muchacha al abogado.

-A mí me ocurre lo mismo -intervino Emilia desde el asiento de atrás.

-Tranquilas -les serenó don Javier -Ella está deseando veros.

Una monja de las hermanas de la caridad entrada en años salió bajando las escaleras a recibirlos.

-¿Don Javier Castro, verdad?

-Así es hermana, mire, le presento a Emilia, la mujer que la ha cuidado tantos años allá en el pueblo y ésta es Ana María, la ahijada, y su novio.

-¡Ana María -exclamó Sor Mercedes, que así se llamaba- no sabes lo que me ha hablado doña Ana de ti…! Además, veo que no ha exagerado ni un ápice tu belleza.

-Muchas gracias madre -le contestó sonrojada la muchacha- ¡ella sí que es guapa!

-Haced el favor de seguidme -pidió la hermana- La dama les espera ya con verdadera impaciencia.

Después de traspasar la majestuosa puerta de dos hojas de la entrada se encontraron con un vestíbulo, decorado casi como si de un convento se tratase. Caminaron por un largo e interminable pasillo jalonado por recias pilastras que sostenían una techumbre abovedada con crucerías góticas. Todos estaban fascinados ante la majestuosidad del notable edificio, no parando de alabar su arquitectura.

Al fondo apareció una puerta a medio abrir, por donde pasaron todos llegando a una gran sala concurrida de internos. Un gran ventanal casi llegaba a rodearla toda, llenándola de luz natural y aire renovado a cada instante.

Y allí, junto a la luz y al paisaje, y a unos larguiruchos tallos de rosal que trepaban a la ventana, se encontraba la empedernida romántica.

-¡Doña Ana! -suspiró la muchacha acercándose hasta donde ella estaba.

La dama, parsimoniosa, se levantó de la silla, extendiendo sus marchitos brazos para recepcionar el deseado cuerpo de su ahijada entre ellos.

-¡Ana María... mi hija...! ¡Doy gracias a Dios porque te he vuelto a ver! ¡Ya sí me puedo morir tranquila!... ¡Emilia, mi buena amiga, ven tú también a mis brazos!

Todos y cada uno fueron fundiéndose en un emotivo abrazo con la anciana, deseosos de ello.

Ana María, después, ayudando a su madrina, la sacó al jardín contiguo para charlar más a gusto.

La apacible tarde de junio lucía sus mejores galas climatológicas. Los altos árboles del jardín dejaban pasar los rayos de sol como alargadas cintas amarillas llenas de color vivificante. Los pájaros entonaban en las altas ramas una sinfónica melodía que ya se sabía de sobra la anciana, su principal espectadora.

-Emilia -le preguntó la dama - ¿que tal sigues por allí sin mí?

-Doña Ana la casa ya no es lo mismo. ¡No sabe la tristeza tan grande que siento de no poder verla y atenderla día a día, pues todo me recuerda a usted!

-Ya lo sé, pero la vida no ha querido, por nuestro bien, hacernos eternos, y todo se va consumando acorde a su guión. Tú ahora recompón la tuya con éste nuevo horizonte que se te abre.

-Sí, pero sin usted... -acabó llorando la moza.

-Miguel -le comentó la dama- tú eres inmensamente rico por poseer el corazón de mi ahijada, sin duda esa es la mejor herencia que te ha podido dar la vida. Cuídala y respétala siempre y, sobre todo, hazla la mujer más feliz del mundo.

-Cuente con ello, Ani es la mujer más maravillosa que he conocido, mi verdadero amor.

-Me alegro muchacho, me alegro. Javier, ahora si nos disculpáis, me gustaría hablar unos momentos a solas con mi ahijada.

-Sí claro, cómo no -le respondió el abogado.

De nuevo estaban a solas ellas dos, frente a frente. Muchas cosas tenían que decirse. Muchas sensaciones tendrían que trasmitirse sus corazones y sus almas, muchas cosas ya, como punto final.

-Ahijada, Dios ha querido que viva hasta ver en tus ojos la profunda alegría que ha motivado mi acción.

-Madrina, estoy muy agradecida por su gesto, ha sido usted demasiado generosa y, sinceramente, no me veo acreedora a tanto favor.

-Nadie se ha merecido como tú ese premio, por eso te lo he dado con gusto.

-Gracias. ¡No le voy a ocultar que me ha dado usted la vida con ello! Bueno, a mí y a mis padres, pues ya sabe...

Ana María se derrumbó, cayendo de rodillas a los pies de su madrina.

-Hija, levántate -le rogó dulcemente la dama.

-No, tengo que confesarle algo. Algo muy duro.

La anciana se estremeció, imaginando lo peor.

-¿Los Monteoliva?

-Así es, los malditos Monteoliva. Mi padre necesitaba curación y mi madre comer día a día en el hospital y en ellos vi a los únicos que podían solucionármelo todo, así que me metí a servir en su casa, sin decírselo a usted, que se habría negado.

-¡Hija! ¿Por qué no me pediste ayuda ante un caso de esa gravedad?

-Pues por eso mismo. Porque no se enterara del accidente de mi padre.

-El caso es que don Álvaro...

-¿Abusó de ti ese miserable?

-Sí -le contestó cabizbaja la muchacha -y eso no es lo peor, pues a consecuencia de eso estoy embarazada.

La dama se levantó rauda de la silla, abrazándola tiernamente.

-¡Dios mío...! ¡Mira que hemos hablado mucho de ello y sin embargo nos ha salido todo al revés!

-Lo siento madrina, ese energúmeno me violó en el cortijo del Almendral y luego cerró todas mis válvulas de escape, de manera que he tenido que seguir aguantando sus chantajes, por ello, al recibir hoy su magnánima herencia me he sentido liberada por primera vez en mi vida.

-¿Has hablado de esto con Miguel?

-Sí, y le doy gracias a Dios por tener a mi lado al hombre más comprensivo y bueno del mundo.

-¡Hija mía, cuanto siento no haberme enterado antes de tu decisión y de no haberte puesto en antecedentes acerca de la herencia en aquella última conversación, pues hubiera cambiado el rumbo de las cosas. Mi intención era darte una agradable sorpresa por tu dieciocho cumpleaños.

-¡Y me la ha dado, madrina! Lo pasado ya no se puede arreglar, sólo hay que mirar al presente.

-Sí, tienes razón, pero ahora vete enseguida a vivir a mi casa sin pasar siquiera por la de esos malditos. Desde hoy podrás medirte con ellos de igual a igual, aunque sigue teniendo mucho cuidado pues sin duda no aceptarán así como así esta terrible derrota.

Ana María la miró mientras le aconsejaba con toda la ternura y el sentimiento con el que se puede mirar a una madre. Sus pupilas lucharon por retener esa visión postrera para siempre en sus retinas y en su mente.

Sus manos apretaban suave y delicadamente las manos de la dama y su corazón latía al mismo ritmo que el de ella. Sobraron las palabras en la estación de la vida. Una estación que, como todas, tiene punto de partida y punto de llegada. Lástima que uno y otro estuvieran separados por el mágico influjo del tiempo, pues los caminos de las dos mujeres se separarían eternamente esa tarde.

La suave brisa, que apenas se percibía, terminó por secar las mejillas de ambas, esparciendo el fresco aroma de las rosas cercanas, a modo de bálsamo, para curar las heridas de dos corazones que nunca más volverían a verse.

Efectivamente, Doña Ana, segura de la felicidad de su ahijada, moría en paz con Dios dos semanas después rodeada de las hermanas que la cuidaban y del presente espíritu de su ahijada, que no pudo llegar a tiempo.

En el entierro, una gran corona de flores adornó su lapida, con una inscripción que rezaba así:

Miguel y tu ahijada Ana María, no te olvidarán jamás, madre.

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