martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XIII CARTE DE ARGENTINA. LAS PARRANDAS DE NAVIDAD.

La tarde caía sobre el pueblo. Ana María regresaba de llevar la ropa cosida y planchada de casa de don Felipe. Intuía que iba tarde, pero no recordaba que se hubiese entretenido en ningún lado. Quería andar más aprisa pues se sentía también como observada, pero sus pies parecían estar pegados al suelo, ralentizando mucho la marcha. La situación era angustiosa. De repente se encontró en la puerta del alcalde sin saber ni como había llegado hasta allí. Parecía querer el destino empujarla en esa dirección y no en otra. Quiso dar la vuelta y huir antes de ser descubierta. Demasiado tarde, ya la había visto.

Con unos modales propios de él, la estaba arrastrando hacía el interior de su casa con una fuerza descomunal. Una risa burlona se dejaba oír al fondo del pasillo. Le recordaba a la voz de doña Loreto. Ella quería gritar, pero de su garganta no salían más que leves ruiditos. Se encontraba inmersa como en otra dimensión. Don Álvaro por fin la dejó de arrastrar, tirándola de malos modos sobre su cama.

Estaba perdida. En esos momentos, veía en cámara lenta, y con un aura de neblina, cómo su agresor la desvestía a marchas forzadas para terminar abalanzándose como un animal sobre ella. Sentía muy cerca su agitada respiración. Su ropa caía desgarrada al suelo, hecha jirones. Quiso defenderse, morder, arañar... pero una presión inmensa la sujetaba contra una cama que no paraba de moverse....

-¡Hija... hija...!

De repente una voz que le resultó muy familiar le estaba retumbando como un eco lejano en sus oídos. Ya apenas oía el jadeo sobre ella, sólo esa voz....

-¡Hija... hija...!

La cama se movía ligeramente cuando, toda sudorosa y demacrada, abrió esa mañana los ojos. Lo primero que vio fue a su madre, que la miraba viva y fijamente, bastante asustada y nerviosa.

-¡Madre…! ¡Dios mío, que pesadilla tan terrible...!

-¡Pero... hija, por favor, no sabes el mal rato que acabas de hacerme pasar contemplándote! Parecías estar sufriendo mucho...

No pudo continuar hablando. Su voz se quebró y un llanto inmenso brotó de sus cansados ojos al ver cómo la hija se deshacía en lágrimas.

-¡Madre, no me pregunte, prefiero olvidar ese mal sueño y no volver a tenerlo nunca más!

-Como quieras, pero por favor te pido que no vuelvas a darme esos sustos, que acabarás conmigo.

Cuando se hubieron repuesto del mal rato, su madre le contó que había venido a llamarla para darle una sorpresa.

-¿Qué sorpresa? ¡Cuénteme, que me tiene intrigada!

-Bien, míralo tú misma. Abre la ventana.

Ana María dio un salto desde la cama y la abrió con viveza notando en ese instante cómo una ráfaga de aire helado curtía sus mejillas. Se asomó y pudo contemplar el maravilloso espectáculo que se ofrecía ante sus ojos. Efectivamente, en esos momentos, y con las primeras claras del día, estaban cayendo blancos y fríos copos de nieve sobre el pueblo, copos que se hacían cada vez más espesos. La muchacha se echó por encima una vieja bata pues comenzaba un poco a tiritar. Cogió a Tiznón en brazos para que también la viese, asomándole por la ventana mientras le decía:

-Mira perrito la nieve, ¡y cuánta está cayendo, que bonita!

El perrito miraba los copos y seguía su trayectoria descendente con su cabecita y sus orejas de punta, mientras daba suaves ladridos. En el tiempo que tardaron en desayunar la nieve terminó de alfombrar de blanco toda la calle, que aparecía inmaculada, así como las rejas de su casa, las macetas, la parra de la entrada… en fin, todo presentaba un aspecto monocolor pero bello.

María se dirigió a su hija.

-Me voy ya, antes de que no pueda ni llegar a la casa de los señoricos. No salgas mucho de aquí, hija, ya se harán las cosas cuando se pueda. Me preocupa tu padre, espero que con el día que se ha presentado hoy no se vaya a subir a los andamios.

-No creo, madre, además él sabe cuidarse, vaya tranquila. Luego le llevaré el desayuno y veré cómo está.

Ana María la vio marchar, abrigada con la toquilla de lana, calle abajo muy despacito no fuera a dar un resbalón, mientras siguió observando cómo, aunque más tímidamente, seguía cayendo el callado y frío elemento.

Aquella mañana, nada más llegar José a la obra ya se encontró a Simón de mala leche contra él. Le reprochó que en más de dos meses que llevaban con las obras no había sido capaz ni de terminar un ala del tejado, con lo bien que les vendría estar bajo cubierta en un día como ese.

El maestro calló, pero por dentro la sangre empezó a hervirle tanto que si se le hubiesen escapado algunas gotas del cuerpo hubieran derretido la nieve de sus alrededores; hizo como si no escuchara nada, era lo mejor, pues a palabras necias...

-¡Je… el que calla otorga! ¿Te has fijado, Federico? Agacha la cabeza como dándome la razón. ¡Valiente sinvergüenza! Y es que es un flojo, por eso su mujer ha tenido que entrar a trabajar, para que puedan comer.

Este último comentario hirió gravemente al albañil. Su vista se nubló. Se podían meter con él hasta la saciedad, decirle todas las perrerías del mundo que callaría por su trabajo y su gente, pero nombrarlos a ellos, eso sí que no. Apretó con rabia su puño derecho y conforme estaba de frente, le lanzó un derechazo justo a la nariz, que le hizo tambalearse y caer redondo al mullido suelo.

Tenía el conocimiento perdido. La cara se le empezaba a poner roja por momentos, Federico gritaba asustado tratando de incorporarlo. Pero el puñetazo había sido demoledor, pues a las callosas y voluminosas manos de José había que unir la rabia contenida y la indignación, que habían actuado como fuerza adicional y multiplicadora.

Pedro no había tenido tiempo ni de reaccionar, al haber sido todo tan rápido, y no articulaba palabra alguna. Federico le pasaba la nieve por la cara restregándosela, tratando de reanimarlo, sin parar de gritarle a José:

-¡Le has maataado... le haas maatado...!

Pero el maestro permaneció impasivo, sin inmutarse lo más mínimo, como el que no siente remordimiento al creer que ha administrado un castigo justo.

-Tiene el conocimiento perdido -les comentó al fin José- y os quiero advertir de que no lo despertéis pues puede pillar otro que termine con él, se merece eso y más por canalla.

-¡El caanalla lo lo serás tuú! -balbuceó Federico- esoo no no se haacee!

-¡Tú no te metas en esto, a ti nadie te ha dado vela en este entierro! -gritó exasperado agarrándolo de la camisa- ¡Así es que vamos, que hay que seguir la faena!

Pedro y el maestro se dirigieron al andamio, subiéndose no sin cierto peligro, hasta llegar a lo más alto. La nieve cesaba por momentos, sólo unos copos perdidos caían ya sobre el blanco pueblo. Pedro le habló al maestro:

-José, sabes que te aprecio bastante, te lo digo ahora que estamos aquí arriba y no nos oye nadie, que no quiero represalias por este comentario. Simón ha ido en todo momento a por ti, no te traga, y sabes que te está haciendo la vida imposible en el trabajo y comprendo también que tengas que defenderte, pero lo que ha ocurrido hoy ha sido la gota que ha colmado el vaso. Te advierto muy en serio que a partir de ahora tengas cuatro ojos. Yo trataré de ayudarte en lo que pueda, pero tú no te descuides, pues ese hombre es muy traicionero y malvado y ahora le has dado una poderosa razón para maquinar contra ti.

-Lo sé, buen amigo -contestó el albañil apoyando la ruda mano sobre su hombro- lo sé, lo tengo calado hace mucho tiempo. Bien dices que en todo momento ha tratado de aburrirme y complicarme la vida, teniendo por ello la pelea que tuvimos. Todo por la dichosa política, como si fuera imposible que ideas distintas pudiesen vivir juntas en una misma sociedad, respetándonos y mirándonos por igual, en aras de una mejor convivencia.

-Sí José bonitas palabras pero manda la derecha, manda y avasalla y hoy por hoy, querer eso es una verdadera utopía.

-Llegará un día, estoy seguro -sentenció con la mirada puesta en el horizonte- que España tenga, porque serán capaces de crearla generaciones futuras, una sociedad justa y democrática, donde quepan y se respeten todos, tengan la condición social o política que tengan y se acabe por fin esta tiranía de dictadura y caciquismo.

-¡Calla por Dios, José! -exclamó airado Pedro- ¡Si don Álvaro o la Guardia Civil te oyeran decir eso, te darían una soberana paliza, aparte de dormir unos cuantos días en la cárcel!

-Sí Pedro, callo porque no tengo más remedio; pero ese día, quieran ellos o no, no dudes que llegará. Yo no lo veré porque soy viejo, pero llegará.

Mientras tanto Simón, ayudado por su amigo, había logrado incorporarse. Su cara era un verdadero poema. Las narices las tenía rojas como un pimiento morrón y el ojo derecho lo circulaba una gran aureola morada. Él le estaba comentando de llevarlo al consultorio para que don Felipe le mirase el golpe, Simón contestó con rabia que no, que no había pasado nada. Al final lo convenció y los dos se fueron sin más tardanza.

Pero en la maltrecha cabeza de Simón y desde ese momento, se empezaron a formar unos negros nubarrones, que a medida que fuesen cubriendo su cielo, se transformarían en una estrepitosa y fuerte tormenta de consecuencias graves e insospechadas.

Sobre la hora del mediodía, tenía Ana María terminado su puchero de garbanzos apartado junto al fuego. Esperaba a su padre remendando unos de sus viejos calzones, que se abrían ya por todos lados. No tardó en llegar; venía serio y cabizbajo. Su hija se lo notó de momento y se lo comentó:

-Padre, ¿ha ocurrido algo en el trabajo?

José la miró con gesto resignado mientras acababa su pitillo y se sentaba en la mesa acercándose la botella de vino y el vaso.

-¡Hija, para qué te lo voy a ocultar, si siempre estamos lo mismo! El mal nacido de Simón, ¡que otra vez ha vuelto a las andadas y hasta se ha atrevido a mentar a tu madre y eso no he llegado a consentírselo...!

-¡Jesús, qué cruz! ¡Ese hombre es un demonio! -contestó airada la hija- Pero... ¿y usted qué le ha hecho?

-Le he dado un fuerte puñetazo que no esperaba y se ha caído sin conocimiento redondo al suelo.

-Padre, no me gusta esta situación. Deje las obras, que las siga otro; apártese que ese hombre nos puede buscar la ruina.

-Pero hija necesitamos el trabajo, ya sabes de sobra cómo andan las cosas. Además, si dijera de irme, el alcalde lo tomaría como un feo y las represalias serían, en todo caso, peor que aguantar a Simón. Espero que te hagas cargo.

-Sí padre, sí lo comprendo y veo que lleva razón, pero ya no me fío nada de él. Está cerca de usted todo el día… no sé, le podría pillar desprevenido y darle con una pala o con la piqueta y hasta matarle…

-¡No creo que se atreva a tanto! -contestó José mientras apuraba el vaso, aunque este último comentario le dejó bastante pensativo. Tal vez podría darse esa situación. ¡No quería ni pensar que le pasase algo y dejar a su familia a la buena de Dios!

No comió mucho. Estuvo todo el rato dándole vueltas a esa hipotética situación. Incluso se bebió un vaso de vino más de la cuenta y, liando su pitillo, se marchó otra vez al tajo.

María, mientras tanto, y a esa hora, también había acabado de comer en casa de los Monteoliva, junto a Eloisa y su hermana. En ese momento sonó la pequeña campana de bronce que colgaba de la pared de la cocina. Sería la señorica demandando algún servicio. Fue, hacendosa, al momento. Doña Loreto se encontraba en la salita ojeando la revista mensual del Blanco y Negro, a la que llevaba tiempo suscrita y la cual gustaba de leer en la sobremesa. Al verla llegar, la dejó pausadamente sobre una mesa de camilla y se dirigió a ella:

-¡María atízame un poco la lumbre, que el día está frío y mi viejo cuerpo ya no lo aguanta tanto como antaño!

-La verdad es que el día hoy está extremadamente frío, señorica –contestó, como excusando sus años, mientras agachada junto a la chimenea arropaba unos troncos de almendro que las vivas llamas empezaban a quemar sin piedad- Y ya, si no manda nada más...

-¡Pero mujer, siéntate un momento a mi lado! -pidió la señorica al ama de llaves al ver que hacía ya ademán de irse- Siéntate y charlemos un poco. ¡No creas, a veces me siento muy sola! Don Álvaro se pasa todo el día en sus obligaciones… y yo, ya ves, si no fuera por las revistas o la radio, se me harían los días eternos.

María se sentó discretamente cerca de ella, pero como a disgusto, pues comprendía que no podía estar allí a su lado, como si de dos amigas de la infancia se tratase. Había que guardar las distancias. Ella era la moza y doña Loreto la señora. Eso no debía olvidarse nunca.

-Y luego -prosiguió- Dios no ha tenido a bien darme marido e hijos, que siempre consuelan, ¿verdad, María?

La señorica seguía con su ambicioso plan, pero muy sutilmente. Tenía una flama envidiable y una intuición y malicia propios de gente de su calaña, pero por fuera trataba, y lo conseguía, de aparentar ser bondadosa y tierna, para poder llevar a cabo mejor sus propósitos.

-Eso es -contestó un poco vanagloriándose- Ana María, por ejemplo, sólo nos ha dado a mi marido a mí buenos y felices ratos, no es porque sea mi hija, pero reúne todas las virtudes que una madre pueda desear: Nobleza, obediencia, buenos sentimientos....

-¡Y belleza! -exclamó la señorica sin podérselo contener.

-Y belleza sí. Dios nos ha querido premiar, por alguna razón, mandándonosla.

-Pues sólo os pido que, como buenos padres, le propiciéis un buen futuro, que corren malos tiempos... Y si necesitáis alguna ayuda por nuestra parte, no dudéis que en esta casa siempre será bien recibida.

-Muchas gracias, señorica. Le agradecemos, en nombre de mi marido y en el mío propio, esas palabras. Ella también se pondrá muy contenta en cuanto le cuente esta conversación.

-Así lo espero, María -le contestó mientras en sus ojos brillaba, con más fuerza que nunca, esa pérfida luz de malicia que la moza no supo notar.

Serían las cinco de la tarde cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de Ana María. Estaba terminando de remendar los calzones en la cocina, junto al fuego. Le sobresaltaron bastante. Se preguntó quién podría ser. Dejó la canastilla en el suelo, se arregló un poco el pelo y salió a abrir. Era Emilio.

-Hola muchacha, ¡carta de Argentina para tus padres! –exclamó el cartero, que hoy hacía el reparto un poco más tarde de lo habitual, pues iba a pie a consecuencia de la nevada- Hasta luego.

-Hasta luego -le contestó la joven observando cómo se alejaba calle abajo, mientras apretaba la carta contra su pecho con la ilusión de ver a sus tíos muy pronto.

Esperó, como siempre, a que regresara su gente para abrirla. Nada más llegar su padre, que volvía antes que su madre, le dio la noticia. El bueno de José se emocionó. Eso podía ser sólo el preludio de una visita anunciada. Esperaron a que llegase María.

Y cuando estaban ya todos, sentados junto al fuego, la joven arrimó el quinqué para poder leer mejor la ansiada carta, que decía así:

Querida familia:

Espero que a la llegada de ésta os encontréis bien de salud.

En la anterior carta os prometimos Andrea y yo que estaríamos por esas fechas navideñas junto a vosotros, después de largos años sin poder hacerlo. Pues bien, el hombre pone y Dios dispone, y sentimos bastante que eso, de momento, tampoco vaya a poder ser así.

José dio un respingo al oír aquellas palabras, levantándose nervioso de la silla. Su mujer trató de calmarlo.

-Marido, siéntate que termine la niña de leer y nos enteremos...

Ana María siguió leyendo:

Ante todo os pedimos disculpas por ello, pues comprendemos vuestra desilusión, pero os explico:

Hace quince días, estando en la plantación, empecé a encontrarme mal, con un fuerte dolor en el pecho, sensación que no había experimentado nunca. No le di mayor importancia hasta que, pasadas unas horas, me recogieron mis trabajadores, tirado en el suelo y sin conocimiento.

Cuando me recuperé, me encontraba en el hospital de La Plata rodeado de la familia y todos con cara de preocupación. El doctor me informó después que había sufrido una insuficiencia cardiaca y que lo había contado de milagro.

Todo eso pasó, familia. Afortunadamente, abandoné ayer el hospital y me hallo de nuevo acá, en la hacienda. Lo primero que he hecho, como veis, es escribiros con mi puño y letra para teneros informados y que no perdáis cuidado.

A María se le escaparon unas lágrimas y José no levantaba la cabeza del suelo, exclamando:

-¡Válgame Dios, que me quedo sin hermano...!

La situación está bastante estable y estoy reaccionando bien a los remedios; luego noto a día de hoy una gran mejoría. Así que no os preocupéis, de verdad. La única razón de posponer el viaje es sólo de los doctores, pues ellos se oponen a que monte en avión, estiman que sería contraproducente en mi estado, ya que saben que el viaje es muy largo. Además mi familia también se opone tajantemente y ante eso...

Familia, no sabéis con las ganas que nos quedamos de ir al pueblo y poder estar junto a vosotros. ¡Ojala que el espacio de tiempo de mi recuperación sea breve y podamos abrazarnos al fin después de esta larga espera.

Estas navidades acá tampoco serán las mismas para nosotros y cada minuto de esos días será para recordaros.

Sin más, os mandamos la familia y yo, un fuerte abrazo de paz y fraternidad desde la Argentina.

Domingo y Andrea

A José se le vino en esos momentos el mundo encima. Su preocupación era inmensa. Su hermano, su único y querido hermano a punto de morirse tan lejos de él... Su mujer y su hija, trataban, como podían, de consolarle con palabras de ánimo:

-Padre, que ya todo ha pasado. El tío se ha recuperado y se encuentra bien, sólo necesita reposo, por eso no puede venir...

-Lo sé, hija, lo sé, pero yo me había hecho muchas ilusiones de tenerlo aquí al cabo de tantos años… ¡y ya Dios sabe cuando lo volveré a ver o si lo veré algún día...!

-¡No digas disparates marido! -le interrumpió María regañándole- ¡No me seas tan pesimista! ¿No ves que ya está bien? ¡Por favor...!

-Que va, mujer, ya no tengo esperanza. ¡Qué desgraciados somos los pobres! ¡Ojala -se lamentó- tuviese dinero para poder llegarme yo mismo a la Argentina y poderlo abrazar! ¡Ojala...!

José salió al huerto, al terminar de decir esas últimas palabras, con los ojos llorosos. Quería estar a solas en ese momento, no tenía ánimos para otra cosa. Madre e hija lo dejaron ir. Era lo mejor. Y se marcharon a preparar la cena, aunque la cosa no estaba para eso.

Esa noche Ana María no fue al ensayo de la obra, a pesar de pasarse Julia por su casa para llamarla. Le contó lo sucedido, pidiéndole que hablara con Miguel y se lo contara. Él lo entendería.

-¡Vale primilla, no te preocupes! Así se lo haré saber y yo volveré de nuevo a ensayar tu papel mientras.

El nevazo del día anterior había sido el preludio de que la Navidad estaba muy cerca, tanto, como que estaban ya a dos días de la Nochebuena. Aquella mañana unos sonidos graves y largos, semejantes a las sirenas de los barcos, se sentían sin descanso por todo el pueblo. Ana María los seguía oyendo constantemente mientras se dirigía a la fuente de los cipreses con el cántaro en la cadera.

Al llegar notó cierto revuelo entre las lavanderas, que se agolpaban todas junto a Carmela la de Jacinto, escuchando curiosas el relato con aspavientos que contaba. No en vano las fuentes eran el lugar por antonomasia en los pueblos para "lavar" los trapos sucios de sus vecinos y poner al día los chismorreos y noticias de las que se hacían eco las mujeres.

El tema en cuestión de esa mañana, y que comentaban con cierto acaloramiento, mezclado con no poca sorna y pitorreo, era el ajuntamiento de dos viudos, de unos setenta años de edad, el día anterior.

Decía Matilde la Ceniza contestándole a Carmela:

-¡Vaya marrana! ¡No habrá tenido bastante la Josefa con su difunto marido! ¡Ni pocos palos que le ha dado y ahora se pone a irse con otro hombre...!

-¡Es verdad -contestaron las demás a coro- así se habla, ¡la muy zorra...! ¡Ganas de macho es lo que esa tiene!

-¡No, si se veía venir! ¡Tantos recaditos cuando pasaba él por su puerta, tantas miraditas...! -comentó Joaquina, la vecina de Carmela, mientras restregaba sobre la piedra unos viejos calzones de su Alberto.

Y es que juntarse un viudo, o una viuda, o hasta un solterón de muchos años con una pareja, tenía la tradición en el pueblo de que se les tenía que dar una cencerrada. Cencerros, almireces, carabutas… hasta cualquier lata, servían para armar tremendo ruido y hacer que el pueblo se enterara del acontecimiento.

Ana María calló y escuchó, sin intervenir, mientras el caño de la fuente llenaba a paso lento su cántaro. De nuevo se escuchaban las carabutas, que eran las que propiciaban ese sonido que se venía oyendo toda la mañana, esta vez desde el cercano cerro que coronaba la fuente. Aquello provocó de nuevo la chanza entre las lavanderas, que lanzaban grotescas risotadas sin parar. Ella, contemplando el jocoso espectáculo, no pudo por menos que sonreírse también, aunque no era muy dada a juzgar a nadie, y menos a personas mayores y conscientes de sus actos, así que al pasar entre ellas, de vuelta a casa, no se metió en la conversación, limitándose sólo a dar un hasta luego.

El fresco aire de la madrugada cortaba las jóvenes mejillas de Miguel mientras marchaba a lomos de su burro Lucero, camino del cortijo de La Lomilla, distante unos cinco kilómetros del pueblo, en dirección norte. Unas humaredas blancas y efímeras no paraban de salir de su boca entre cada respiración. Las primeras claras del día estaban viniendo ya. Le había mandado llamar el tío Enriquito unos días antes, por medio de un vecino, para que le arreglasen unos aperos de labranza en el cortijo. El pobre labriego estaba ya algo viejo y cansado de trabajar el duro terruño y apenas si bajaba un par de veces al año al pueblo, que solían coincidir con las fiestas.

Los hondos y secos barrancos, sombríos aún, presentaban al caminante un aspecto fantasmagórico, lleno de aulagas, espliegos y bolinas. Alguna que otra ave, que levantaba rauda su vuelo desde las profundidades, asustada quizás, por las pisadas del jumento, dejaba oír su agudo chillido reverberando en las faldas de las cercanas montañas, devolviéndolo el eco juguetón hasta casi eternizarse.

El herrerillo avanzaba con paso lento a lomos de su caballería, pues el angosto camino que se abría entre las piedras del calar, no permitía llevar muchas prisas. Un tropezón del animal podría ser fatídico. El astro rey, mientras tanto, se dejó notar por encima del pico más alto de la montaña, desparramando sus incipientes rayos, como hilos dorados y refulgentes, por todas las faldas del monte, hasta llegar al cuerpo de Miguel, que agradeció dicho detalle mientras terminaba por fin de llegar al gran y poblado valle que ya se ofrecía ante sus ojos.

Una masa enorme de centenarios olivos se extendía desde sus pies hasta toda la extensión que podía divisar. Era, sin lugar a dudas, el olivar más grande del término, y pertenecía, sin lugar tampoco a dudas, cómo no, al cacique don Álvaro.

Allí se encontraba su hermano Antonio, llevando ya más de quince días al frente de una cuadrilla de peones ocupados en la recogida de la aceituna, que por esas fechas estaba en todo su golfo.

Miguel bajó de su burro. Quería ir andando y estirar un poco las piernas, que las llevaba entumecidas a causa del helor mañanero. Así que tomó, sin más dilación, la estrecha vereda que serpenteaba por medio del verdor discreto del gran olivar. Iba escuchando. Quería saber por dónde llevarían el tajo de la recogida. Como a la mitad de la llanura divisó un espeso humo de salía de entre las copas de los olivos. Se acercó. Allí junto a la hoguera que habían hecho los trabajadores para quemar los ramones sobrantes, y de paso tomar algo de calor para empezar la faena, divisó a su hermano:

-Antonio, ¿qué haces hombre?

-¿Miguel tú por aquí? ¿A dónde caminas?

-Ya ves -le contestó mientras descansaba la mano sobre su hombro, una vez que estuvo a su altura- ¡Y buenos días a todo esto!

-¡Buenos días!- saludaron todos.

-Voy al cortijo del tío Enriquito -prosiguió contando- ya sabes que ciertas veces al año nos llama para que le arreglemos los utensilios de labranza que se le rompen. Él ya no va ni por el pueblo.

-Sí -contestó Antonio- el otro día pasó por aquí y estuvo un rato con nosotros liando un pitillo y bebiéndose un golpecillo de vino.

-¿Y qué? -preguntó Miguel- ¿Cómo lleváis la faena?

-¡Faena hay aquí para rato! La aceituna es muy entretenida, pero en un mes y medio más acabaremos terminándola. Bueno, esta noche nos vamos, por cierto, todos para el pueblo a pasar la Nochebuena y el día de Navidad, luego proseguiremos.

-Eso te iba a preguntar, ¡digo, a ver si llegan las pascuas y me las tengo que pasar a solas con el tío y sin ti, ¡con lo alegre que tú eres...!

-No te preocupes por eso. Oye, termina para mediodía y vente a comerte las migas con nosotros aquí en el campo y seguimos la charla...

-De acuerdo, procuraré abreviar y estar aquí para esa hora.

Miguel, sin más preámbulo, y montando en su jumento, retomó la vereda camino de La Lomilla mientras a su espaldas se dejaban oír los crujidos propios del vareo sobre las ramas, de las cañas y de los garabatos.

Antes de media hora, estaba llegando ya a las puertas del cortijo. A lo lejos, divisó la figura de un venerable anciano, de pelo escaso y blanqueante. Estaba echando, ligeramente encorvado, unos granos de cebada a varias gallinas que salían a su encuentro, mientras picoteaban ardilosas a sus pies.

Cuando Miguel estuvo a su altura pudo contemplar a un hombre que el conocía bien y le tenía en estima, de unos setenta años de edad, de mediana estatura, delgado y huesudo, pero de cara sonrosada y vigorosas fuerzas, a pesar de su avanzada edad. Se le notaba curtido por los avatares del rudo campo. Pertenecía a una raza de gente noble y honrada que riega día a día el seco y duro suelo de su sustento sólo con el sudor de su frente, que sólo sabe sufrir y sacrificarse y que no entiende de fiestas o caprichos. Poco podría contar el viejo cuando se muriera. Sólo trabajo y calamidades. Ni siquiera la tierra que labrara toda su vida con mimo y dedicación llegaría nunca a pertenecerle. Ni eso siquiera...

-¡Buenos días tenga usted, tío Enriquito! -vociferó Miguel a sabiendas de la ligera sordera que padecía el labriego.

-¡Hola muchacho!- contestó el aludido- Ya t'esperaba dun día a otro, sabía que te darías toa la priesa que pudieras. ¡Pueo confiar en ti!

El tío Enriquito dejaba entrever en su lenguaje reminiscencias de un castellano más antiguo que el actual y que parecía aletargado en este hombre y en la zona. Era como si el tiempo se hubiera retrotraído algún siglo atrás.

-Sí tío Enriquito, he venido en cuanto he podido. ¡Usted me dirá qué es lo que tenemos que arreglar!

-Vente pacá mozo aquí pal corralón, que te indique los apechusques que me debes gobernar.

Miguel siguió al labriego, con su paso cansino y lento andar, hasta las traseras, viendo una vez allí los elementos de la faena. Estos no eran muchos: Una reja de arado, un azadón de ganchos y una pala, utensilios que deberían haber estado ya prohibidos para este viejo hombre, como así se lo hizo saber Miguel.

-¡Ay mozo yo he nacío trabajando y me moriré trabajando! Luego endispués pos ya tendrá uno tiempo de escansar.

-Como usted quiera, tío Enriquito... como usted quiera...

Sobre la una de la tarde dio por terminadas las faenas el herrerillo, haciéndoselo así saber al cortijero.

-¡Tío Enriquito que ya tiene usted listos sus apechusques, como usted dice, y le ha quedado todo de fábrica!

-¡Ay, muchas gracias hijo! Esta tarde me lío de nuevo con la araura, pos ya sabes que no me gusta estar aquí de estauta, sino activo y en movimiento...

-¡Y Dios quiera que por mucho años! -remachó el herrerillo.

-¡Dios lo quiera, hijo, Dios lo quiera! Bueno, ya me mandas recao con Pepe, el vecino, de lo que me vaya a llevar tu tío y sus mandaré los cuartos.

-No se preocupe, tranquilo...

-No te vayas entoavía hijo. ¿Quieres probar un vasico de mosto, que ya lo tengo clarico?

-Se lo agradezco, de verdad, pero he quedado con mi hermano allí abajo, en el olivar, para comerme las migas con él y los demás aceituneros.

-Güeno, como quieras... Cuidaico con er camino.

-¡Venga, tío Enriquito, a seguir valientes y hasta otro día!

Miguel se alejó andando de La Lomilla con el cabestro del burro echado por los hombros y seguido de la bestia, por la suave pendiente que bajaba del cortijo hasta el camino, mientras observaba los desnudos, aún, almendros y las también desnudas breveras e higueras.

Sobre las dos de la tarde una sartén de humeantes migas se ofreció ya a su hambrienta vista. Justo entre dos grandes olivos, y mantenida por dos piedras a modo de estreves, se encontraba puesta la sartén. Benigno las movía y movía sin parar; era el más joven y el más inquieto del grupo. Puede que se debiera a la casualidad el hecho de que él estuviera meneándolas, pero dicen los entendidos en los menesteres que para que salgan como bizcochos de buenas debe echarles el aceite un rumboso, un lento para mantener la lumbre y un ardiloso para moverlas. Todo ello, unido al punto sabio de harina que le había echado Antonio, hacían de ellas un nutritivo y sabroso manjar, aderezado con cerrajas y vinagreras, todas ellas verduras sabrosas que se criaban allí mismo, a pie de campo, y que servirían de preciada engañifa.

Comieron todos y bebieron. Rieron y charlaron luego, aposentados sobre las grandes y salientes raíces de un olivo cercano. Antonio y Miguel se habían levantado momentos antes para dar un ligero paseo.

El mayor liaba un cigarrillo, comentándole a su hermano:

-¡Oye, estoy la mar de contento! El otro día estuve en la cortijada de San Miguel, en una matanza, y me lo pasé de miedo junto a Candela.

-¿Qué dices? -exclamó exultante Miguel- ¡No sabes cuánto me alegro!

-¿Sabes? Creo que le gusto, vamos, que veo que me corresponde. No imaginas, hermano, lo que eso supone para mí… ¡con lo que me gusta!

-¡Me acabas de hacer el hombre más feliz de la tierra! Ya sabes que siempre te dije que no perdieras la esperanza con ella. Hacéis muy buena pareja. Me alegro mucho por ti.

-Estas navidades me ha dicho que quiere bajar al pueblo, aunque no es seguro. De todas formas, si ella no viene, subiré yo a verla.

-¡Así se habla, no la dejes pasar, pues es una muchacha muy bonita!

-Oye ¿y tú cómo vas con Ana María? ¡No quiero perderme por nada del mundo la obra de teatro de pasado mañana! Allí haréis los dos de marido y mujer, ¿no?

-Sí, estamos ensayando duro; creo, y si los nervios no nos traicionan, que haremos una buena obra entre todos.

-Así lo creo yo también -le contestó Antonio, dándole una fuerte calada al pitillo, para después arrojarlo al suelo- Y ahora nos tenemos ya que liar con esto, que si no se nos viene el aparejo a la barriga.

-Tienes razón, yo me voy también, que ahora las tardes no tienen nada y quiero pasarme a darle el parte al tío antes de lavarme y mudarme para el ensayo. Por cierto, lo de mañana sigue en pie ¿verdad?

-¡Claro que sí, Miguel! Todo por mi hermano pequeño, que es un bribón...

Ana María esa tarde era un puro nervio. Sería el último ensayo antes de la representación, pues a la noche siguiente, que era ya la de Nochebuena, no se ensayaría, así que todo tenía que quedar esa tarde perfilado. Y a la muchacha le pesaban las pocas horas de ensayo que había tenido, entre unas cosas y otras. Lo que jugaba a su favor era la buena cabeza con que contaba y eso la hacía tener tanta auto confianza que le daba seguridad.

Lo que sabía también era que el peor enemigo que le podía acechar en esos momentos eran los traicioneros nervios, acrecentados por tener que estar en todo momento al lado de su amado, y a veces, cogidos de la mano.

Todos esos pensamientos tenía mientras ordenaba la casa, dejaba la cena preparada junto al fuego y se cambiaba para que no se le hiciese tarde. Las campanas de la cercana torre no tardaron en dar las ocho. Y no tardó Julia, junto a las demás compañeras, en estar aporreándole la puerta.

-¡Hija, que ya te llaman! -le avisó el padre, que acababa de llegar momentos antes de la obra.

-Sí... enseguida... ya estoy...

-¡Primilla! -vociferó la loca de Julia metiéndose hasta la cocina- ¡Que no tenemos toda la tarde!

A ella se le notaban también los nervios y el acelero del último ensayo y, por consiguiente, la cercanía ya de la representación definitiva de la obra.

-¡Uy, eres un huracán, prima! ¿No te puedes esperar un segundo? ¿No ves que ya salía?

-¡Venga...venga... no te aciqueles tanto, que no vas a una boda...!

José no paraba de reírse de las cosas de Julia, mientras atizaba la lumbre, moviendo su cabeza de un lado para otro, murmurando entre dientes “Estas mozuelas...”

El salón parroquial estaba a reventar la última noche de ensayo. Todos daban un repaso de última hora a sus cuartillas, situados junto al escenario. La obra partía desde Nazaret para seguir después contando toda la odisea de San José y la Virgen a lomos de su borriquillo hasta llegar a Belén para proceder al empadronamiento mandado por los romanos. Luego la peregrinación por el pueblo de posada en posada pidiendo alojamiento, hasta que sólo pudieron encontrar un humilde pesebre en el que compartir el mayor y más satisfactorio suceso de la cristiandad con una mula y un buey.

La adoración de los tres magos venidos de oriente sería el colofón que pusiera fin a una obra bien llevada en el plano técnico y artístico por María Esperanza y sus muchachas; luego no cabría duda de que, con esas bases, la obra supondría un rotundo éxito.

El ensayo esa noche, para colmo, salió bordado, como así lo atestiguaron las mujeres de la Sección Femenina, que quedaron encantadas, recordándoles a todos que el día veinticinco de diciembre, día de Navidad, debían estar los actores y las actrices participantes a las cuatro de la tarde sin falta. O sea, dos horas antes de la función, pues había que vestirse con las ropas de la época y ambientarse. Así lo prometieron.

Miguel y Gabriel acompañaron acto seguido a las mozuelas hasta sus casas, junto con Cándida y la madre de Julia, que un rato antes las estaba esperando entre puertas, ataviada con su negro mantón de lana. Por el camino, entre descuido y descuido de la vieja, fue aprovechando Miguel para hablar lo que podía con Ana María y hasta para cogerle la mano furtivamente. Cosa que de buena gana hubiese intentado también Gabrielillo, pero cualquiera se atrevía, con la presa de la madre.

Con un guiño de despedida se dejaron de ver esa noche las dos parejas. Había que descansar algo. Las navidades asomaban ya sus blancas narices por la chimenea. Unas navidades que, lo que era en el pueblo, se celebraban a lo grande, con parrandas callejeras muy divertidas y ruidosas. Por lo tanto, había que velar armas y reponer fuerzas para lo que se avecinaba.

Y con el sueño de que éstas fuesen las mejores de su vida, se durmió por fin Ana María sobre la medianoche. No sabía ella que una estrella, que brillaba más que ninguna otra en el silencioso y lejano firmamento, había recogido su deseo para hacerlo realidad.

Sobre las ocho de la mañana del día siguiente una suave música de bandurrias y guitarras despertó dulcemente a la muchacha. A la cabeza de ese grupo, en la calle, se encontraban Antonio y Miguel. Éste había planeado con su hermano días antes esa bonita sorpresa para la mujer de sus sueños, que no lo esperaría. Y allí estaban ellos, bajo el balcón de la amada del herrerillo, mientras sonaban estos bellos versos hechos canción:

En los pueblos de mi Andalucía
los campanilleros por la madrugá
me despiertan con sus campanillas
y con sus guitarras me hacen llorar...

La muchacha escuchó embelesada y emocionada tras su ventana los sonidos armoniosos y las dulces quejas de los instrumentos de cuerda entremezclados con la entonada y profunda voz del cantaor. Le parecía un sueño del que no hubiese querido nunca despertar. “Ni el rey David con toda su corte de esplendor” -pensó- “habría llegado nunca a tener un despertar así.”

A esa canción siguió otra igual de bonita que la anterior para irse el grupo sonando calle abajo, logrando abrir a su paso, algún balcón más, llamado por la curiosidad.

Esa fiesta, como era la Navidad, llena de magia y misticismo, le agradaba enormemente a Ana María. No podía evitarlo, era la época del año que más le gustaba. Sólo el anhelo de no poder al final ver a sus tíos le embargaba el corazón, para que toda la felicidad fuese completa. “¡Qué se le va a hacer!” pensó mientras se vestía rápidamente.

En unos instantes bajó a la cocina, donde su madre, a punto de irse al trabajo, le estaba terminando de preparar unos humeantes y deliciosos papaviejos, que consistían en una masa hecha de harina y huevos con un poquito de levadura y sal. Se cogía una porción con la cuchara y se vertía en la sartén con el aceite bien caliente, no tardando las tortitas en estar doradas y apetecibles para su consumo. María sólo los hacía por Navidad u otras fechas señaladas y, aunque gustaban mucho a todos, no se podían permitir otra cosa.

-¡Buenos días hija! ¿Has sentido tú algo como una ronda parada en nuestra puerta? -le preguntó irónica la madre.

-Sí, lo sabe usted de sobra. ¡Ha sido maravilloso! Gracias por su comprensión. Si hubiera visto a Antonio lo bien que canta y lo guapo que iba Miguel, recién peinado y con los colores de la mañana en su cara...

-Los he visto, hija, los he visto, y... ¿sabes? tienes razón en todo lo que has dicho. Antonio tiene una voz dulce y melodiosa y Miguel es un muchacho que ha dado un crecido y se ha puesto bastante guapo. ¡Creo que tienes buen ojo, hija...! -le dijo sonriéndose un poco.

-¡Madre, cuánto le quiero...! Pero por favor, pare, que me está sacando los colores...

-Lo siento, pero no me lo he podido cocer. En fin... ahora me tengo que ir, pues hoy tendré un día agotador en casa de los Monteoliva. ¡Las fiestas, hija, vienen para los ricos a base de mesa y mantel y llenos de invitados!

-¿Y... cuándo volverá entonces?

-Seguramente pasadas las doce. Cuando regrese, padre, tú y yo cenaremos esta noche en unión y armonía, como mandan los cánones en Nochebuena. La señorica me tiene algo suculento preparado para que me lo traiga y, seguramente, unos trozos de leche frita con canela, que serviremos a los postres.

-¡Qué bien suena eso, madre! ¡Humm... me ha puesto las delicias ya en el paladar! Aquí estaré yo mientras haciendo algo en la casa toda la tarde, pues hoy ya no tendremos ensayo. Por cierto, quiero que estén todo lo más cerca de mí en la representación padre y usted.

-Sí, mujer, no hace falta ni que te pongas esas palabras en la boca. ¡Tu padre y yo no nos perderíamos eso ni por todo el oro del mundo!

-¡Gracias madre, venga ese abrazo!

La mañana, por otro lado, había amanecido ajetreada en el pueblo. Don Álvaro, el boticario, Bonilla, el sargento de la Guardia Civil, don Blas, el juez de paz, que no entendía bien cómo era él el único Blas que había en el pueblo, a pesar de tener a ese santo por patrón, don Felipe el médico, que ya se nos jubilaba a finales de año, y otros caciquillos de segunda fila llenaban en esos momentos el pomposo bar, con aires de cafetín, del Casino. Todos impecablemente vestidos con elegantes trajes y camisas de cuellos almidonados.

-¡Pepe -llamó don Álvaro al camarero- venga, sírvenos otra ronda de coñac, que la mañana esta fría, joroba!

-¡Y a toda marcha, Pepe! -le ordenó el sargento Bonilla- ¡Caray, que nos hemos quedado tiesos en la iglesia oyendo la misa de alba!

Después de dos copitas don Álvaro preguntó al sargento:

-Manuel, ¿qué pesquisas estáis llevando para dar con los ladrones de cortijos? Hace un mes me entraron en La Cepa. El medianero me dijo que vio a cuatro hombres, casi todos con una larga barba, cómo aprovechando las sombras de la noche, me robaban gallinas y conejos.

-Pues mire usted, don Álvaro, tenemos fundadas sospechas de que puedan ser maquis que aún se esconden en los calares aprovechando sus cuevas y lo escarpado del terreno. Pero no dude ni un segundo en la labor eficaz de la Benemérita, que será, tarde o temprano, la que meta en cintura a todos esos rojos insurrectos.

-Así lo espero, Bonilla, así lo espero. Don Felipe, ¡está usted muy callado! -prosiguió hablando irónico el alcalde- Ande, tómese otra copita, que seguro que será mejor remedio para el cuerpo que sus medicinas. Además, ¡cualquiera diría que jubilarse es morirse!

-De eso se trata, Álvaro, de eso se trata. Creo que para mí será un poco morir, ¡vamos que no llegaré a acostumbrarme a esa nueva vida! Han sido muchos los años de dedicación a mis pacientes y a la devoción de mi profesión de médico que, ahora, al llegar a su ocaso, se me está viniendo el mundo encima.

-¡No lo crea usted así, don Felipe! -terció don Ernesto- Cuando una etapa de la vida se agota, la que se ofrece nueva hay que recibirla como otra oportunidad de poder hacer algo distinto y romper un poco con la rutina de la anterior.

-Sí, Ernesto, pero han sido tantos años...

-¡Bueno, bueno! -exclamó el sargento- ¡No son fechas hoy como para ponerse tristes y melancólicos! ¡Pepe, otra ronda, que la pago yo!

Así pasaron hasta las doce de la mañana, aproximadamente, en el Casino, hablando de sus cosas, para luego salir todos a darse una vuelta por la plaza del Generalísimo, con sus encopetados sombreros, y sus trajes clásicos. A esa hora, la oblonga plaza, aparecía muy concurrida. La mañana ayudaba, pues el sol lucía en el alto cielo, terminando de calentar las pocas zonas de sombra que aún quedaban.

Unos tenderetes, puestos de manera aleatoria, aportaban un mosaico multicolor al recinto, mientras los mercaderos, con sus mil voces, incitaban a la gente a comprar:

-¡Alpargatas de cáñamo... babuchas...! ¡Venga, mujeres, las más baratas oiga...!

-¡Telas para pantalones... delantales... pañuelos...!

Las mujeres hacían corrillos en torno a los puestos del pequeño mercado buscando telas, probándose babuchas, animadas por las pillas voces. Aparte, si había un día en que se debía estrenar algo a lo largo del año, ese era el de Navidad, que ya se avecinaba.

Los niños, alegres y divertidos, también pululaban guiando sus gangas con desparpajo por el recinto, entremezclándose entre el bullicio.

Ana María, su prima y algunas amigas más del barrio, bajaban en ese momento para la plaza a dar una vuelta también por el mercadillo.

-¡Ya verás primilla como encontramos algo bonito para ponernos mañana!

-Julia, yo sólo podré comprarme algo baratito -le contestó Ana María- que ya sabes cómo tengo la economía y, encima, como dejé de ir a la partidora...

-¡Yo tampoco estoy sobrada, pero algo habrá que estrenar estas pascuas! Además, también se podrá ver -dijo socarronamente- a algún mozuelo que ande por allí...

-¡Anda ya, que no piensas en otra cosa! ¡Pero qué diablo eres...!

-¡Pues no, si te parece! ¡Oye, que tú tienes a tu Miguelillo, que está por todos tus huesos! Por cierto, hablando del rey de Roma...

Ana María miró instintivamente hacía la salida de la calle Real que desembocaba en la plaza, viéndole entrar, efectivamente. Venía con su hermano, Gabrielillo y otros amigos más. Querían dar una vuelta también ellos por la plaza, que era el sitio de lucimiento y reunión de todos los pueblos.

Miguel la miró también cómo bajaba la cuesta con su aura de belleza y elegancia. Su vestido rosa resaltaba su juncal silueta. Su pelo, recién lavado, caía con sus mil rizos en cascadas sobre sus hombros, y sus bellos ojos, que ahora lo estaban mirando, le agradecían el despertar tan maravilloso que había tenido esa mañana.

Había demasiada gente. No querían llamar la atención, pero sus miradas seguían cruzándose cada dos por tres durante el rato que estuvieron los dos en la plaza. Miradas que no pasaron desapercibidas, de todas formas, para el pérfido del alcalde, que, separándose un poco del grupo momentos antes, había estado todo el rato espiando, de una manera discreta, a la muchacha.

Un gesto de desaprobación, mezclado con celos e ira, hicieron en él un cóctel muy peligroso. A partir de esos momentos, el herrerillo, pasaba, sin habérselo propuesto en su sencilla vida, a tener frente a él al peor enemigo que un hombre pudiese desear y, encima, con el agravante de no sospecharlo siquiera. Pobre Miguel...

Ana María, aunque había divisado al alcalde, se comportó como si no estuviese el allí, dándole la espalda en todo momento. Eso, unido al ciego amor, que no te deja ver a nadie más que al que quieres ver, imposibilitaron a los muchachos haber podido captar esas miradas reprobatorias que les lanzó el vil y canallesco personaje.

José volvía del trabajo junto a Pedro. Hoy tenían permiso para coger tempranera en la obra, para ya no volver al tajo hasta el día veintiséis, luego, tendrían día y medio de descanso, que, por supuesto, se habían ganado a pulso. Se pararon a la altura de la taberna:

-Oye, José, ¿entramos y tomamos unos vinos? ¡Que un día es un día, caramba, y estamos en Navidad!

-No es mala idea, Pedro; además saludaré de paso al tío Matías, que hace tiempo que no lo veo.

-¡Si es que te has vuelto muy formal, -bromeó el amigo, dándole una palmada en la espalda- desde que no entras a los bares!

-Ya me conoces, y no quiero mezclar...

-Sí, ya sé -le cortó Pedro-, no sigas, que me conozco tus sermones.

La tarde llegó rápido. Ana María vio bajar en esos instantes, a través de la ventana de su cuarto, al grupo de amigas que se dirigían a casa del alcalde para pedirle el correspondiente permiso del baile de esa noche. Ese baile sería maravilloso, como lo era esa noche. Eso pensó la muchacha mientras le bullían los nervios por el estómago, como mariposas inquietas. Deseaba estar con su amado. Parecía que no quería llegar la hora.

Dos golpes sonaron en el picaporte de la puerta del alcalde. María misma fue a abrir. Eran Carmela, Clara y Julia, que también entró con ellas esta vez.

-¿Venís a por lo del permiso verdad? -preguntó el ama de llaves a las muchachas.

-Así es, tía -le contestó Julia- Don Álvaro está ¿no?

-¡Sí, sí, pasad, que enseguida le aviso!

En el mismo pasillo esperaron las muchachas.

-¡Hombre, pero si son las del continillo! ¿Qué a pedir el permiso para el baile, supongo?

Las muchachas observaron extrañadas la atípica simpatía del alcalde esa tarde. Sería por las fechas, pensaron.

-Ya ve, don Álvaro, aquí estamos como siempre -le contestó la mayor.

-Está bien, pero... pasad, pasad, entrad un momento al salón -les pidió mientras miraba para atrás y veía a María muy cerca de ellas.

Las muchachas obedecieron.

-María, dígale a Eloisa que nos sirva aquí en el salón una bandeja con mantecados y una botella de anís, que se note que estamos en pascuas.

-Enseguida lo ordeno, señor -le contestó solícita el ama de llaves.

El anfitrión acomodó a sus invitadas en mullidos sillones muy cerca de la chimenea. Ellas se miraron extrañadas ante tanta hospitalidad, pero ninguna abrió la boca. Don Álvaro trató de entablar con ellas una conversación distendida e informal.

-Así que el continillo prepara baile, ¿no es cierto? ¡Claro, que si esta noche no se baila cuando se va a bailar! Sólo una cosa os voy a pedir. Que a la hora de la misa del gallo estéis todas en la iglesia, aunque eso no tendré ni que advertíroslo, ¿verdad?

-Así es don Álvaro -le respondieron todas a coro.

-Claro...claro... y vuestros novios también, por supuesto.

-Nosotras no tenemos aún, don Álvaro -respondió la metiche de Julia- Tendremos tiempo.

-Sí, pero esta mañana -prosiguió el alcalde- y ahora que has hablado, te he visto en la plaza, mientras acompañabas a tu prima, mirando a ese muchacho bien parecido de la fragua...

-¡Yo no miraba a nadie, don Álvaro, en todo caso, la que miraría sería mi prima, que parece que se entienden los dos! -le contestó enérgica Julia acusando a Ana María para salir ella airosa de tamaña situación.

Había sido un acto reflejo. Luego le pesó el haber puesto al descubierto esa relación.

-¿Veis como era verdad que andáis con novios...! -terció don Álvaro, feliz por haber escuchado de labios de Julia la confirmación de sus sospechas- Es normal. Estáis en la edad. Sólo os digo, como consejo, que aprovechéis bien la juventud, que pasa muy deprisa, y ya no es lo mismo. Ahora, si me perdonáis...

Las invitadas se levantaron mientras cogían algunos mantecados más para el camino, despidiéndose del alcalde y dándole las gracias. A éste ya se le habían pasado las ganas de hospitalidad. Había conseguido enterarse de lo que necesitaba, luego ellas estaban de más en la casa.

-¡Hasta luego, muchachas, a divertirse! Y recordad lo que os he dicho.

Todas las amigas increparon a Julia, nada más salir de la casa, por haber sido tan indiscreta y tan mala amiga.

-¡Parece mentira, no sabemos cómo has podido vender de esa manera a tu misma prima...!

-Lo siento, de verdad, ¿que queríais que hiciera? Me puse muy nerviosa al decirme el alcalde que Miguel era mi novio y a mí no me vinieron otras palabras a la cabeza.

-Claro, ¿y nos ha podido inventarte algo? -le reprochó Clara, la mayor del grupo- ¡Has tenido que decir la verdad! ¡Ya verás cuando se entere tu prima!

-¡No, por favor, no se lo digáis, os lo ruego...! Seguramente él no se lo va a decir a nadie. ¡Por favor, que es capaz de pelearse conmigo...!

-Bueno, ya veremos... -le contestaron.

Clara quedó pensativa, de esas veces que se te queda la mente fija en algo. Quizás las preguntas que acababa de hacerles el alcalde tuvieran su por qué. La muchacha empezó a atar cabos. Como aquella vez que les hizo, a su amiga y a ella, que hablaran con Ana María para convencerla de que fuera ella la que pidiese el permiso y así poder tenerla dentro de su casa. Ahora empezaba a entender también las continuas y nerviosas negativas de la muchacha por no ir...

Tal vez no fuese casualidad tampoco que su padre hubiese sido el elegido para realizar unas obras tan importantes o que su madre se hubiese convertido, de la noche a la mañana, en el ama de llaves de la casa más pomposa del pueblo, aún a sus años...

“¡Para... para... Clara! ¿Qué estás pensando? No, no puede ser.” Se repitió una y otra vez en su interior. “Son elucubramientos tontos y disparatados.” De todas formas, esa tarde no era la más adecuada para poner a echar humo la cabeza. Le esperaban muchas horas de diversión y parrandas. Hablaría cualquier otro día con Ana María. Quizás, como buenas amigas que eran, se sincerara con ella. Tal vez necesitara desahogo ante un hipotético problema y no tuviese a quién confiárselo. Si era así, debía estar sufriendo mucho.

Don Álvaro rellenó su pipa y terminó su copa de licor mirando después plácidamente al techo del salón, orgulloso de que su sagacidad le hubiese llevado a descubrir algo más sobre Ana María, algo que haría, sin lugar a dudas, cambiar a corto plazo el rumbo de los acontecimientos en la relación de los dos enamorados.

La muchacha estaba ya como un pimpollo de arreglada cuando llegaron todas las chicas a tocar a su puerta para llamarla. Esta vez no fue su primilla la que se adelantara para ello, sino Clara, cosa que no dejó de extrañarle.

-¡Ana María, venga, que nos vamos para el baile...!

Salió ella sin más dilación, despidiéndose de su padre.

Ya por el camino, iba notando su frialdad. Y ello fue lo que le empujó a preguntarle:

-Julia, ¿te pasa algo? ¡No sé, yo que te conozco y sé lo dicharachera que eres, pues no me pareces la misma esta tarde!

-No es nada, primilla, de verdad, sólo es que me duele un poco la cabeza...

-¡Bueno, verás como luego en el baile se te quita todo...! -le bromeó sin darle más importancia.

Las horas que pasó en el baile junto a su amado le parecieron cortas pero, a la vez, maravillosas. Él estaba radiante esa noche y alegre y feliz como nunca, permaneciendo muy atento y solícito para con ella, cosa que no dejó de gustarle a la muchacha, viendo en ello una señal inequívoca del gran amor que Miguel le profesaba.

La misa del gallo, llevada a cabo todas las nochebuenas, siempre e indefectiblemente se oficiaba a las doce de la noche. Terminó, pues, momentos antes el baile, para poder cumplir así con los deberes religiosos. Luego marcharían cada uno a sus casas a cenar en familia para, después, volver a reunirse y celebrar la gran y tan esperada parranda de Nochebuena por todas las calles del pueblo.

La opípara cena que preparó ya tarde María, con alimentos traídos de la casa de doña Loreto, sirvió esa noche para, aparte de degustar unas viandas exquisitas y poco vistas en esa casa, que pasase la familia de José una velada inolvidable de Nochebuena, posiblemente la mejor que todos alcanzaron a recordar. Sólo quedó en el ambiente el resquemor por no haber podido estar su hermano y su mujer con ellos esa noche para que ya hubiesen tenido la felicidad completa.

Ese momento mágico de la familia vino a romperlo toda la mocedad del barrio reclamando a Ana María para que se saliese, pues iban a empezar la parranda. Y de nuevo su primilla, que volvía a no llevar la voz cantante. “¡Esto es rarísimo. Algo le pasa, seguro.” Esa no era la Julia que ella conocía. “Tarde o temprano”, pensó, “conoceré el por qué.”

Estaba junto a su puerta, cuando ella salió, todo el grupo. No faltaba nadie. Allí estaba Gabrielillo con su guitarra antigua, de clavijeros de madera, hecha de palo de santo y que daba un sonido fino y elegante. Y Clara, que venía con una botella vacía de anís, de esas de enrejadillo, que utilizaría a modo de instrumento musical. También Angelitas, que traía una gran zambomba, hecha con la vejiga de un cerdo, cogida de las muchas matanzas habidas y secada convenientemente; cuando se mojaba la mano en saliva y la hacía sonar, aquel instrumento emitía unos sonidos graves muy navideños. No faltaban tampoco algunas viejas, a modo de carabinas para con las jóvenes, así como innumerables amigos y amigas de nuestros conocidos, que también aportaron algún almirez y panderetas para hacer ruido.

Y allí, apoyado sobre el quicio de la puerta de la casa vecina, perfumado y elegante, estaba a quien ella quería ver esa noche y por el que vivía día tras día, su Miguel.

Empezó la parranda por el barrio alto, pasaron luego por el del mirador y de las chumberas, que era el más paupérrimo y más pobre de cuantos conformaban el pueblo, para terminar visitando, en contraste, el de la iglesia y la plaza. En fin, que no dejaron sitio esa noche donde no se escucharan los acordes de la guitarra de Gabrielillo, ni los sonidos de la zambomba, ni las risas y voces del numeroso grupo.

Casi en todas las casas que tocaban les sacaban sus inquilinos una bandeja con mantecados o dulces típicos que se hacían por esas fechas, como los pestiños, los roscos fritos untados de azúcar por arriba o el famoso pan de higo de cosecha propia, elaborado con especias y almendras, gozando el hecho en este pueblo de gran fama en toda la provincia. A todo esto se le acompañaba, por supuesto, la consabida botella de anís, para que terminaran de entonarse.

Gabrielillo, puesto de acuerdo con los demás, iba utilizando la caja de resonancia de la guitarra a modo de despensa. Apartaba ligeramente las cuerdas y por allí introducía toda clase de dulces navideños, haciendo acopio para después de terminada la parranda poder seguir todos en el mirador haciéndola por su cuenta.

Miguel llevaba esa noche una preciosa bufanda roja sobre una chaqueta en color claro que le resaltaba mucho. Su negro y ensortijado pelo le confería una belleza casi mágica a la luz de la luna. Ana María así lo creía, mientras le observaba de cerca, ya descansando de la parranda, allá en el mirador. Permanecían ellos dos, alejados ligeramente del grupo, sentados en un gran caracol que hacía el muro de ladrillo, cogidos de la mano, y diciéndose esas cosas tan bellas que sólo los enamorados de verdad se saben decir en esos momentos.

Ana María le calló los labios con el dedo índice, cuando se disponía a decirle algo más a su amada, susurrándole a continuación:

-¿Recuerdas que te dije esta mañana que hoy te merecías algo especial? Pues bien, nunca he sentido tantas ganas de besarte con un beso apasionado, como esta noche...

Y sus labios, tiernos y sensuales, buscaron con furia los de su amado para fundirse los dos en un torrente de pasión, rivalizando en esplendor, con la estrella de oriente, que lucía en el centro del firmamento.

-¡Y encima mañana ya vamos a ser marido y mujer...! -bromeó una vez repuesto el herrerillo.

-No seas tonto, aunque no me importaría, ¡te lo juro! -le contestó con una reflexión muy madura- que eso sucediese ya; pero también debemos de comprender los dos que aún somos muy jóvenes. Seguro que el tiempo que aún nos quede para ello nos servirá para madurar y poder saborear y valorar más nuestro amor.

Iba a contestarle Miguel cuando se acercaron algunas amigas hasta donde estaban, comentándoles:

- Pareja, ya está bien, ¿no?, que esta noche también es para estar en reunión y os echamos de menos. Además vamos a cantar algunos villancicos y dar buena cuenta de los mantecados y el anís.

-¡Tenéis razón, amigas! ¡Miguel, levantando los caballos, que nos vamos! -rió Ana María mientras tiraba de él incorporándolo de su duro asiento.

Angelitas ya estaba calentando la zambomba mientras hacía lo propio Clara con la botella. Todos hicieron una piña y se arrancaron con un villancico popular al que ellos le habían adaptado la letra y que decía algo así:

...Y vaya unas pascuas
que hemos pasao
aquí en el ramblizo
del chacho Conrao...

Así pasaron un buen tercio de la madrugada, siguiendo la farra hasta que sus cansados cuerpos no pudieron más, castigados también por el helor, que ya a esa hora de la noche, se les metía en los huesos; así que pusieron rumbo al puerto de donde provenían. Mañana sería otro día.

Ana María, de todas formas, no pegó ojo en lo poco que quedó de noche. A los dulces y fascinantes recuerdos de las horas pasadas se le unieron también los nervios propios de ese día que amanecía, día, por fin, de la representación teatral.

Pero no hubo problema. Todo salió a la perfección. El pueblo entero colaboró con su asistencia en un ambiente de respeto y religiosidad que no se recordaba en el lugar para engrandecer el acto.

José y María, todo lo cerca del escenario que pudieron, pues los señoricos tenían las primeras filas de preferencia, asistieron expectantes y callados, cómo no, a la obra. No se la hubieran perdido por nada.

Miguel y Ana María brillaron con luz propia, como artistas estelares de ella, y además, todo el mundo comentó la buena pareja que hacían. Bueno, quizá no todo el mundo...

Y un aplauso final, apoteósico y sentido, de reconocimiento unánime, vino a poner a todos los participantes, así como a María Esperanza y a sus muchachas de la Sección Femenina, una lágrima de emoción que les embargó dichosos.

Los días de vino y rosas se sucedían esa mágica e irrepetible Navidad entre la joven pareja.

En aquella tarde del veintisiete de diciembre, una tarde que se podía cotejar muy bien con cualquiera otra del mes de mayo por su bondad climática, las eras que había a la salida del pueblo, justo al lado de la carretera principal, se encontraban abarrotadas de mozuelas y mozuelos. Aquellas se habían llevado su pequeña cesta de comida para disfrutar al aire libre de un ligero bocadillo o de unos dulces caseros. Cosa que ya estaban haciendo, después de haber dado un ligero paseo, para procurar, así, abrir bien el apetito.

Las viejas, con su paso más corto, que también las habían acompañado, permanecían ahora sentadas sobre el ligero muro de las eras, algo cansadas. Sólo una cosa seguía preocupando a Ana María en aquella plácida tarde y era el distanciamiento de su prima.

“¿Qué le pasaría? ¿Le habría ella ofendido en algo?” Resuelta, y de una vez por todas, se fue hacía donde estaba, justo en el otro extremo de la circunferencial era, para pedirle explicaciones y, en su caso, perdón por si había obrado mal. Tal era su bondad, que siempre pensaba que podía ser ella en todas las cosas, la culpable.

Julia, que comía un pequeño bocadillo de pan con aceite y azúcar, tuvo tiempo de mirar de reojo, mientras tanto, para ver acercarse decidida a su primilla. Las piernas empezaron a temblarle y pidió a gritos, mentalmente, a la tierra que se la tragase en ese instante, cosa que no sucedió a pesar de su deseo.

-Julia, ¿podemos hablar un momento?

-Claro, primilla. Espera, dejo esto otra vez en el bolso -le contestó mientras hacía ademán de envolver de nuevo el bocadillo en un papel de estraza.

-¡No... no... sigue comiéndotelo! Venga, que luego se pasa el hambre. Vamos si quieres dando un paseo. Es que tengo que preguntarte algo.

Ella cambió ligeramente de color. Ya no tendría escapatoria. “Lo mejor” -pensó- “es contraatacar diciendo la verdad.” Así se sentiría libre, pues no podía soportar más ese peso de culpabilidad que se hacía insostenible por momentos.

Aligeró, conforme se alejaban del grupo, su merienda, limpiándose después el gracioso bigote de azúcar pegado en el aceite que se le había quedado, con un pañuelo bordado sacado del bolsillo de su falda de flores, comentándole a Ana María:

-Primilla, no... Déjame hablar a mí y explicártelo todo. La cosa viene del otro día, cuando fuimos a la casa del alcalde...

Ana María palideció. “¿Habría descubierto el pastel? ¿Habría metido alguna mentira incriminándola a ella?”

-... a pedirle el permiso para el baile. Por cierto ¿sabes? estuvo la mar de simpático con nosotras, ¡hasta nos hizo pasar al salón y nos invitó a dulces y anís! ¡Increíble, ¿verdad? Pues así fue. Además, puedes preguntárselo a la tita, verás como te dice lo mismo que yo. El caso es que don Álvaro, luego, nos enredó en una conversación informal y acabó preguntándonos si teníamos novio a las tres que estábamos allí. A mí me achacó que me había visto esa mañana en la plaza, cuando estábamos viendo el mercadillo, coquetear y fijarme mucho en Miguel.

-¿En Miguel? -preguntó nerviosa- ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

-¡Nada, nada, no te sulfures! Sólo que lo tomó por mi novio. Yo, la verdad, y aquí es donde te pido perdón, porque lo hice sin querer, pues le dije que a quien miraba Miguel era a ti, que os entendíais los dos...

Ana María bajó resignada los ojos al suelo. Las palabras que acababa de pronunciar Julia eran para los dos casi una sentencia de muerte. Sabedor el alcalde de esa relación, acabaría aplastando al intruso, como un matamoscas aplasta al pequeño insecto bajo su peso.

-¡Primilla! -preguntó Julia, al verla cabizbaja y abatida- ¿Qué te ocurre? No me asustes, por favor. Sí ya sé que he obrado mal, y más tratándose de ti. ¡Lo siento... oye, lo siento...!

Ella la miró fijamente de arriba abajo, pero con ojos comprensivos y bondadosos. ¡Qué sabía ella lo que acababan de desencadenar esas palabras! No podía hacerla culpable. Sabía de sus nervios y de la impresión que da el estar frente a ese personaje. Así que, cogiéndola de las manos, le contestó:

-Tranquila, Julia, tranquila. No pasa nada. No te voy a ocultar que me hubiese gustado que don Álvaro no se hubiese enterado de esto. ¡Ese ser repelente y malvado! Pero las cosas han sucedido así y pienso que tú no has tenido la culpa de nada. Sé también lo mucho que me aprecias y me quieres, y no por esto voy a dejar de ser la misma contigo. Y ahora, venga, sigamos disfrutando de la tarde, que está espléndida, no pensemos más en ello, ¡y de paso, vamos a echarles un ojo a Miguel y a Gabrielillo, que esas nos los quitan antes de nada...! -terminó bromeando Ana María.

-¡No sabes el peso que acabas de quitarme de encima, no me cabía el vestido en el cuerpo! Ya me has visto, que ni era la misma...

-Lo he notado. Sabía que lo estabas pasando mal, por eso fui a buscarte. Ahora me alegro de ello.

El sol sólo se veía ya en parte, mientras se escondía por detrás de la cima de un cercano monte, cuando las muchachas tomaron el camino del pueblo. Las chimeneas, a esa hora, comenzaban a vomitar espesas humaredas, preparándose para combatir el frío reinante durante la noche.

-Primilla -le comentó Julia mientras tomaban su calle entre la semioscuridad de la tarde- llevo todo el día dándole vueltas a una cosa. ¿Te la cuento? ¡Porque sabes qué día es mañana, ¿verdad?

-¡Miedo me das, Julia, miedo me das...!

-Mañana, tonta, es el día de los santos inocentes. Y sabes lo que eso significa, ¿no?

-¡Humm, ya estás tramando algo! ¿A que sí, diablillo? -le preguntó Ana María moviendo la cabeza.

-Así es, ¡cómo me conoces! Tú déjalo de mi cuenta. Le vamos a hacer una inocentada a Luciano el alguacil que ya la tengo pensada. Va a ser de las que hacen escuela...

-¡No me digas! -exclamó intrigada- ¿De qué se trata?

-¡Nada, nada! Mañana te lo explico todo. Ah, a las nueve me paso a buscarte, que tenemos que andar algo.

-¿Andar? No tienes apaño, pero...

-¡Hasta mañana te he dicho! Ya te explicaré.

Ana María no supo ni qué decirle. Presentía que la iba a meter en un berenjenal. Y que algo gordo estaba tramando ese bicho. “En fin”, pensó, “esperaremos a mañana a ver qué es.”

Tal y como había prometido, a las nueve en punto de aquella gélida mañana ya estaba el ciclón de Julia en la puerta de su prima. No hizo falta que la llamara, pues ya la había visto ella desde el balcón. Así es que bajó enseguida.

-¡Buenos días! ¡Anda que te vas tú a quedar dormida!

-¡Calla, calla, que no he podido pegar ojo en toda la noche, pues me venían unas carcajadas pensando en la ocurrencia de la inocentada...!

-Bueno -comentó Ana María- me tienes a tu disposición para ser tu cómplice en esta fechoría. Cuando quieras.

-¡Pues si estás lista cógete un pico pequeño, de los de las obras del tite, y una espuerta, que nos vamos al Cerrillo Colorao a por tierra de arcilla!

-¿Al Cerrillo Colorao a por arcilla?- preguntó extrañada- pero... ¿te has vuelto loca? ¡Dime ahora mismo qué te traes entre manos, peligro, que eres un peligro, que si no, no me muevo de aquí!

-¡Vale, por el camino te lo cuento todo! Venga, no perdamos más tiempo.

Las dos muchachas, sin demorarse más, tomaron el camino de la Fuente de los Cipreses, no tardando en dejarla atrás, para coger una angosta vereda jalonada de chumberas y pitas que las llevaría, en cuestión como de una hora, caminando en dirección oeste, a un mediano cerrete, que tomaba ese nombre al estar formado, casi en su totalidad, por tierra compuesta, principalmente, de silicato de aluminio, que le daba ese tono rojo, monocolor. Una vez allí, arrancaron con la piqueta una pequeña porción de esa tierra depositándola en la espuerta que habían llevado al efecto.

-Primilla, cuando lleguemos vamos a amasar esta tierra y después la vamos a ir cortando en porciones, con las que haremos unos roscos semejantes a los roscos fritos que se hacen ahora en Navidad. Cuando los tengamos hechos les daremos el retoque de baño. ¡Ya verás, quedarán como si fuesen verdaderos roscos comestibles...! ¡Lo que nos vamos a reír!

-Pero, Julia, eso es inhumano. Piensa en ese pobre hombre cuando vaya a hincarle el diente a alguno. Te digo que luego vamos a tener que perdernos del pueblo, pues el cabreo que cogerá será tremendo.

-¡Quita, quita! -le contestó ella haciendo unos ligeros aspavientos- ¿desde cuando nos preocupa a nosotras eso? Lo que nos interesa es saber luego la cara que va a poner y las maldiciones que nos va a echar. Y mientras, las dos, partiéndonos de risa.

Ana María se resignó y siguió acatando las órdenes de la loca de su prima. No podía con ella. Era un vendaval, un huracán. Todo lo hicieron en su casa, al no estar su madre, y con mucho sigilo, pues si las pillaban tendrían que dar explicaciones y se descubriría todo.

Verdaderamente, los roscos iban quedando con un realismo digno de encomio. Las dos habían ayudado muchas veces a sus madres a hacerlos de verdad en casa y la masa hecha con arcilla, o con harina, no diferenciaba gran cosa en el manipulado. Cuando estuvieron secos, cosa que consiguieron tendiéndolos una hora o cosa así al sol, sobre el tejado, Julia los adornó con cal moruna por arriba, a modo de un baño con azúcar glasé, de manera que resaltasen bien a la vista, y así de esta guisa, nadie que los hubiese visto, hubiera podido resistirse a la tentación de comerse alguno.

La joven los acomodó después, uno por uno, bien distribuidos en un plato hondo de la cocina de Ana María, tapándolos luego con un paño a rayas rojas y blancas, disponiéndose las dos a continuación a marchar a casa del alguacil, que permanecía el pobre, mientras tanto, ajeno totalmente a las maquinaciones que se cernían sobre él.

La muchacha quiso resistirse a ir, pero ella la empujó literalmente por la espalda, sacándola de la casa.

-¡Vamos tonta! Esto lo hemos hecho entre las dos, así que tendremos que seguirlo así hasta el final. ¡Además, ahora es cuando viene lo bueno, lo divertido!

No tardaron en llegar. Luciano se encontraba en esos momentos en la puerta de su casa, picándoles unas cerrajas a unos pájaros de perdiz que tenía encerrados en varias jaulas hechas de manera artesanal en madera y alambre, que colgaban de unas púas sobre la pared.

Había sido un cazador empedernido, gustándole mucho ir a dar el puesto con sus perdices cantoras durante la época de celo. Pero ya sus piernas y su edad le venían grandes. Aunque, como él solía decir “nadie me quitará nunca mientras viva poder oír su canto pomposo.”

Ana María lo miró ruborizada. “Pobre hombre” pensó. No era mala gente. Con ella siempre había tenido un trato cordial y amable. Desde la muerte, hacía ya tres años, de su mujer, Federica, persona buena y afable donde las haya, se había tenido que apañar solo, cosa que no hacía del todo mal, pues él mismo se cosía y se administraba.

-¡Buenas, Luciano! -exclamó con voz cantarina la guasona joven, mientras su prima se quedaba un poco en la retaguardia- ¿Qué, liado con las perdicillas?

-Así es, hijas. Son mi vicio. Viéndolas me imagino que sigo correteando aún por esos campos de Dios dándoles caza.

-¡Claro...claro...! -murmuró Julia.

-¿Qué se os ofrece, muchachas? -preguntó con su voz grave el alguacil.

-Pues nosotras veníamos de parte de mi madre -dijo mintiendo descabelladamente para dar más credibilidad a la cosa- a traerle unos roscos fritos de los que hemos hecho esta mañana en casa. Son pocos, pero siquiera para que los pruebe, pues ella se ha acordado de usted y me ha mandado corriendo.

-¡Pero chiquilla! -contestó visiblemente halagado el alguacil- ¿Para qué se ha molestado? Si era igual, mujer...

-Nada, nada que no es molestia! Tome, coja el plato y métalo para adentro, ya me pasaré a recogerlo vacío, no se preocupe.

El viejo, dejándolo todo, entró en la casa con el plato de los supuestos roscos más ancho que si llevase un millón de pesetas en él. Cosa que aprovecharon las dos bromistas para alejarse de allí a todo trapo.

Julia, aguantando la risa, con una gran pompa en los mofletes vino a desahogarse por fin dos calles más abajo, donde no la pudiese oír el afectado, seguida de Ana María, que iba detrás de ella resoplando por la carrera. Las risas contagiosas de la promotora de la broma iban "in crescendo" mientras imaginaba la cara que pondría el pobre hombre cuando descubriera la verdad. Se sentía muy feliz de que su magnífico plan se hubiese desarrollado según sus cálculos.

Lo que vino después fue otra historia que no le hizo tanta gracia. Todo el pueblo se enteró del suceso, como si de un bando se tratase, por las voces que profirió el alguacil en la puerta misma de Cándida al día siguiente, mientras la pobre mujer, ajena a todo esto, aturdida y confundida, se defendió como pudo.

-¡Sí, la graciosa de tu hija ayudada por tu sobrina! ¡Venir a reírse de un pobre viejo! ¡No les dará vergüenza! ¡Eso no se hace! ¡Y encima he perdido uno de los pocos dientes que aún me quedaban...!

Julia estuvo castigada todo ese día y los dos días siguientes, si bien, con la llegada del día treinta y uno de diciembre, y la nochevieja asomando, su madre se compadeció de ella y optó por levantarle el castigo. Eso sí, jurándole primero que no volvería nunca en su vida a hacer semejante tropelía.

Ana María sufrió también un serio correctivo por parte del padre, aunque la cosa no pasó a mayores porque conocía bien a su hija y sabía que eso no había salido de ella. De todas formas, le hizo ver que de la gente mayor nunca se debe de reír uno, ni dejar en tu presencia que otros lo hagan.

Nada más almorzar el día treinta y uno, Ana María marchó con sus amigas de nuevo a dar una vuelta por la carretera durante toda la tarde, luego formarían el consabido baile en esa noche tan ruidosa y mundana que era la Nochevieja.

Miguel no la dejó durante toda la velada. Bailaron, se divirtieron, rieron, pero sobre todo, hablaron.

-Ani, hace un año ya que salimos juntos -le susurró al oído- Es curioso. Te había visto montones de veces, pero aquella tarde de diciembre… ¿la recuerdas? cuando paseabas con tu prima por el mirador y yo me crucé contigo, noté una revolución dentro de mi cuerpo en esos momentos, como si algo se acabara de poner en marcha, haciendo resurgir todos mis sentimientos y sintiendo cómo se iba llenando a marchas forzadas mi corazón de amor. Luego, cuando tus ojos se pararon en los míos, tuve un segundo de fortaleza y temor a la vez. Pero lo que si tuve claro a partir de entonces, fue que serías para mí y que no te dejaría escapar.

-Miguel, lo recuerdo todo -le contestó la muchacha con voz hilarante- momento a momento. ¡Mira que yo no he creído nunca en los flechazos! Pero tú fuiste la excepción que me confirmó la regla. Y a partir de aquel instante yo también quedé contagiada por tu virus amoroso sin remisión.

Mientras hablaban sus dedos se entrecruzaban cálidos y generosos, viniendo esta unión física a fortalecer la unión sentimental que ya tenían. El colofón a tan mágico momento vinieron a ponerlo unos pomposos y alegres fuegos artificiales que subieron al cielo para explotar después en una cascada de chispas multicolores. ¡Aquella maravillosa Navidad sería la mejor navidad que pasarían y la recordarían por siempre a lo largo de toda su vida!

El alto cielo, despertado, seguramente, por los ruidosos y nada discretos fuegos de artificio, comenzó a vomitar, en ese instante, ligeros copos de nieve, que caían pausados sobre el frío empedrado de las calles. La blanca nieve semejaba por momentos a la luenga y blanca barba del agónico y decrépito año de mil novecientos cuarenta y cinco que, ya moribundo, exhaló un último aliento.

Doce toques que daban en ese instante las campanas del reloj de la ermita de San Blas, en el mirador, fueron para el año que se despedía como doce certeras cuchilladas en su corazón que terminaron acabando raudo con su efímera vida.

Mientras, dicen que se sintieron en ese mismo instante como unos llantos de niño pequeño, que se hicieron cada vez más intensos, y que, sin lugar a dudas, serían del nuevo año de mil novecientos cuarenta y seis, que estaba con frío y en pañales.

No hay comentarios: