martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo IX EL ADIÓS DE ISABEL. LAS CASTAÑAS ASADAS.

Amanecía el día treinta y uno de octubre, víspera del día de todos los santos. Más de una semana llevaba recluido en el cortijo del Almendral don Álvaro a causa de la muerte ocurrida hacía pocas fechas de la buena de Isabel. A él, que no era un hombre de mucha humanidad ni de melancolismos precisamente, su muerte, al parecer, sí le había afectado, le había sacado algo que guardaba muy dentro de su ser. Esto le tocaba la fibra. Era más que normal, otra persona en su lugar, estaría igual de afectado, habida cuenta del roce tan tremendo que habían dejado los largos años de convivencia y servidumbre bajo el mismo techo.

Hasta fue la comadrona en el parto de su madre cuando él nació. Y ella fue la primera persona que lo sostuvo en sus brazos y lo lavó y adecentó para ponerlo en el regazo de doña Carlota, la difunta madre del alcalde. Por todo eso y más, así se le veía, dar largos paseos por la heredad, cabizbajo y meditabundo, recordando, quizás, los mejores momentos vividos junto a esa gran mujer.

Y es que poco le duró la agonía. Cuando llegó al hospital, y después de las preceptivas pruebas y análisis, se dedujo un diagnóstico grave y complicado. El pulmón derecho estaba perforado por la cuarta costilla. La cadera rota. Y las demás contusiones tampoco eran muy leves que digamos, todo ello, además, agravado por su provecta edad.

Fue operada de urgencia, a vida o muerte; perdió mucha sangre durante la operación, pero logró salir de ella, recuperándose bien de la anestesia. Al final, un coágulo traicionero en una arteria del cerebro le hizo entrar en coma al día siguiente. Coma que la mantendría con un hilo de vida durante tres días, aunque el desenlace era previsto y esperado. Así se lo hizo saber a don Álvaro el equipo médico que la atendía, mientras esperaba paciente, mirando a la moribunda cómo yacía en su camilla esperando el fin.

El entierro fue multitudinario. Acudieron muchas personalidades de los pueblos cercanos y hasta de la capital. Amigos todos de la familia de los Monteoliva, pues ella por desgracia, no dejaba deudos. El pueblo llano también quiso rendirle su último homenaje, acudiendo masivamente al sepelio.

Hoy el alcalde, después de muchos días, sí bajaría al pueblo. Así se lo hizo saber a Andrés para que dispusiese su caballería al efecto. Esa noche la pasaría con su hermana en casa, al ser fecha tan señalada.

Abajo, en la población, o más concretamente, en la puerta de Rosa, se celebraba por todo lo alto la venida por fin, de su hijo. Lo trajo a primera hora de la mañana un furgón del reformatorio. Angelito venía más demacrado y delgado, asustadizo y huraño. Su madre no tardó en salir a su encuentro con gritos de alegría que rayaban en la locura:

-¡Mi hijo, por fin! ¡Que ya me moría sin él! ¡Angelito mío, a mis brazos hijo! ¡Habrás pasado tanto, me habrás echado tanto de menos...!

Era desgarrador, pero era un momento feliz, muy feliz. Ver ese cuadro de madre e hijo fundidos en un abrazo fraterno cortaba la respiración. Todas las vecinas que habían ido llegando alertadas por los gritos, al enterarse de la feliz noticia, les abrazaban y les daban parabienes. Entre ellas estaban María, su hija y su primilla Julia, que fueron las primeras en abrazar a la afortunada madre.

-Rosa -comentó María alborozada- ¡No sabes la alegría que siento, como madre que soy, de estar viéndote abrazada a tu hijo después de tanto dolor y sufrimiento que has padecido!

-¡Y nosotras también estamos muy contentas de que todo haya terminado bien! -exclamaron Ana María y Julia al unísono.

-¡Gracias, muchas gracias, a vosotras y a todas las vecinas, que sé que os alegráis de corazón por ello! ¡Disculpadme, no tengo palabras! -contestó la mujer con la voz entrecortada por los sollozos.

Todo esto les hablaba a sus vecinas la buena de Rosa sin soltar a su hijo, que continuaba triste y perdido. No quería volver a perderle de nuevo y el abrazo se hacía eterno.

María llamó aparte a su hija y a su sobrina y les dijo:

-¡Vámonos, madre e hijo querrán estar solos! Tendrán muchas cosas que contarse. En estos momentos él la necesita a ella y ella a él.

Y así, sin que se notase mucho, se fueron, haciendo mutis por el foro.

Cerca del mediodía bajaba la jaca del cacique, con paso marcial, la vereda de la fuente de los cipreses en dirección al pueblo. Las lavanderas dejaron por momentos los restregones de sus ropas sobre la dura piedra, secándose las rojas, frías y cortadas manos para saludar y hacer la reverencia una vez que pasaba el alcalde a su par, con aires señoriales y porte distinguido.

A las botas militares que usaba siempre que montaba a caballo se le unía hoy por el frío un gran capote verde que le regalara un familiar suyo, teniente coronel en la capitanía de Granada.

El trayecto desde la fuente al Ayuntamiento era corto. A la entrada de la plaza mirando a la izquierda, se divisaba el edificio consistorial, sitio a donde se dirigía en esos momentos el personaje.

En la puerta le esperaba Tomás, que lo había divisado nada más pisarla, ayudándole a desmontar y haciéndose cargo de la caballería. Albañil y peones, dejando el trabajo, habían salido a rendir honores.

-¡Buenos días don Álvaro! -exclamó Simón- ¡Cuánto tiempo! -como echándole bastante de menos y querer contarle cosas.

-¡Buenos días tenga usted! -exclamaron todos los demás.

El alcalde, como siempre no contestó. Se quedó, eso sí, unos segundos observando el rostro de José, notándole la mejilla derecha algo ensangrentada y el ojo del mismo lado, morado. Le llamó también la atención la cara de Simón, que presentaba rasguños varios y que delataban que allí había ocurrido algo.

Don Álvaro se calló y no dijo nada a José, pero sí llamó, sin distraer mucho la atención de los demás y después de que hubieran vuelto al tajo, a su perrillo faldero para que le informase puntualmente de lo sucedido.

-Oye Simón, vamos a ver, cuéntame lo ocurrido aquí, ¡que menudo aspecto tienes! -interrogó el alcalde.

-Verá señor, usted quiere que esté en la obra y yo estoy, pero le advierto que José y yo no terminaremos bien; no lo trago y encima el día que no vengo, se alegra y me critica a mis espaldas y eso sí que no se lo perdono.

-Pero... -preguntó don Álvaro- ¿Qué dijo?

-Le comentó a Federico -prosiguió el malvado de Simón- un día que no vine, ya sabe usted el motivo, que así no lo molestaría nadie y que trabajaría más tranquilo, ese mal nacido...

-Bueno, cálmate. Si de verdad está en contra tuya no te faltarán momentos para vengarte de él, ya llegará la hora. Por lo pronto, te aconsejo que hagas de tripas corazón y trates de sobrellevarlo, como si nada hubiera ocurrido, ¿me estás entendiendo Simón?

-No muy bien -exclamó- no sé a dónde quiere usted ir a parar, pero esa idea de la venganza me gusta, vaya que si me gusta. A esta gentuza hay que aniquilarla, son basura, escoria de la sociedad...

La verdad es que la pelea había sido cruenta. Esa mañana Simón alentó los ánimos yéndose directamente hacía José, que no sabía muy bien de qué iba la cosa, al no acordarse de aquel ingenuo comentario que le hiciera en su día a Federico.

Venía esa mañana de muy mal humor y de las palabras de reproche hacia José no tardó en pasar a la violencia y el albañil, claro está, no tuvo más remedio que defenderse.

Nadie los separaba. Federico no movía un sólo dedo para evitar que se siguieran sacudiendo los dos de lo lindo, hasta que llegó Pedro, que venía con un carrillo de piedras y tuvo tiempo de hacerlo antes de que se matasen. Luego, la llegada providencial del alcalde, impidió que volvieran a engancharse, aunque los ánimos seguían aún muy caldeados.

Al final las aguas llegaron de nuevo a su cauce, pero lo que no llegaría nunca era el entendimiento entre estas dos personas. El entendimiento entre la clase obrera y los burgueses y quienes les apoyan. El país no daba para más.

Al mediodía, cuando llegó José a su casa, su mujer y su hija se asustaron bastante al ver el aspecto que traía. El albañil presentaba una herida abierta en la ceja derecha por la que aún salía un hilillo de sangre que resbalaba por las inmediaciones del ojo, que tenía bastante hinchado, tanto, que ya se había cerrado por esa causa. En el labio inferior se apreciaba también una pequeña grieta delatora de algún fuerte golpe.

-¡Jesús, cómo viene mi hombre!- exclamó María al verle entrar.

-¡Padre, padre! -le gritó llorando Ana María por la impresión.

-No es nada familia -contestó él tratando de quitar hierro a un asunto que a todas luces no se podía esconder- Una caída tonta que he tenido en la obra, me resbalé... pero no es nada, de verdad, se curará pronto...

-¡Nada de eso! -exclamó su mujer- Ahora mismo vamos a ver a don Felipe, él te curará y nos quedaremos todos más tranquilos.

-¡Pero, mujer, sabes que no tenemos el dinero del medico! -exclamó apesadumbrado- Tampoco puedo perder ni un minuto en el trabajo y menos por esta tontería, pues ya sabes cómo es don Álvaro.

-¡A la porra don Álvaro y quien te haya hecho esto! Porque no creas que a mí me vas a engañar, de sobra sé de tus grescas con el mal nacido de Simón y algún día la vais a liar en fuerte.

-¡Cálmate mujer! Ha sido sólo un resbalón tonto y nada más.

-¡Padre, no se ha caído -gritó Ana María- deje ya de engañarnos a madre y a mí, por favor! ¡Ojala no trabajase ese hombre en la obra! ¡Dios, qué ser más odioso!

José, por no oírlas más tuvo que vérselas con don Felipe. La cura fue rápida, consistió en unos puntos de sutura y un vendaje en la ceja, advirtiéndole que tuviera la herida siempre tapada para evitar el polvo y los contagios al tenerla reciente y por consiguiente poco cerrada.

El susto de las dos mujeres fue morrocotudo. El almuerzo pasó en un comer sin comer viéndole a José la cara de santocristo, nadie tenía ganas. Y en esa situación se tuvo que marchar el albañil a su trabajo dejándolas llorosas y preocupadas.

Sobre las cuatro llegó Julia a casa de su prima, entrando alegre y ardilosa como siempre. Su semblante cambió drásticamente al ver el de las dos mujeres que tenía en frente, preguntando qué les ocurría.

-Mi padre, Julia, que se ha peleado en la obra con el mala gente de Simón y le hemos tenido que llevar al médico y todo, pues le han echado la ceja abajo, necesitando puntos.

-¡Qué me dices! -exclamó Julia- No sabía nada primilla, pero... ¿está bien no?

-Bueno, hubiese necesitado quedarse aquí y no pillar esas polvaredas en la obra, aunque ya sabes lo desgraciados que somos los pobres, sobrina; para nosotros no hay descanso ni excusa a la hora del trabajo, sólo el día que muramos dejaremos de trabajar -contestó resignada María.

-Sí, así es -murmuró agachando la cabeza- Bueno primilla -siguió Julia ya dirigiéndose a Ana María- ¿Estás lista? Si es así vámonos sin perder tiempo que ya estarán todas en el almacén de partidura.

-Sí, tienes razón, se me había pasado con todo el ajetreo. Enseguida cojo el delantal y nos vamos, espera.

El almacén donde se partía la almendra, estaba muy concurrido. El trabajo era continuo y repetitivo y el sonido acompasado del golpe seco sobre la dura cáscara se repetía y repetía como un eco cercano, que devolvía el sonido recibido. Sólo rompían esa rutina las conversaciones, risas y algarabías de las partidoras, haciendo más ameno y entretenido el trabajo.

-¡Buenas tardes! -exclamaron Ana María y su prima.

-¡Buenas tardes! -contestaron todos los presentes a coro.

Acto seguido se sentaron las dos en sendas sillas, cerca la una de la otra y a un lado del almacén, haciendo como un pequeño corro respecto a las que ya estaban.

Julia metió baza, con su forma de ser.

-Bueno, Jacinta -le preguntaba a una moza dura, poco agraciada- ¿de qué hablabais, si puede saberse?

-Pues de todo un poco, hija -contestó con su voz algo aflautada- el rato da para muchos temas de conversación. Ahora, justo antes de llegar vosotras hablábamos de la feliz noticia del regreso de Angelito, aunque no sé yo si dormirá muy a gusto el bárbaro del boticario al enterarse. Lo que debía de hacer es poner un guardia en su huerto para que los niños no vayan a llevarse su tesoro.

-Así es Jacinta -intervino Ana María- lo que ha hecho ese hombre con el pobre niño no ha tenido nombre. Pero Dios está arriba y estoy segura de que no dejará de mandarle su castigo.

-¡Y bien que lo merece! -contestó airosa Consuelo, mujer algo mayor, viuda de guerra, muy pobre y que se agarraba a un clavo ardiendo para poder sobrevivir por lo menos en la partidora.

La tarde siguió acompañando el ritmo lento y repetitivo de las operarias. La noche se acercaba. En el rincón que había al fondo del almacén, Bastián, el mozo de Ángel, hombre rudo físicamente, pero de modales cordiales, echó otro par de troncos, que lograron avivar un fuego que se extinguía por momentos en el ancho y acogedor rincón, dando calor a la habitación.

En esos momentos entraron Ángel y Pilar, su mujer, al almacén. Él llevaba sobre sus brazos un saco lleno de castañas y ella una botella de anís dulce y algunos vasos. Todas pararon de partir un momento al verles entrar. Venía también la madre de Ángel, doña Dolores, mujer de edad avanzada, buena gente, dicharachera, simpática y alegre, pues siempre se la veía riendo no queriendo penas a su alrededor.

El patrón, dirigiéndose a sus trabajadoras les habló:

-¡Muchachas cuando terminéis la faena que tenéis entre manos, y toda la que quiera, por supuesto, está invitada a una gran sartén de castañas y a una copita de anís, pues ya sabéis que esta es la tradición de esta noche! Así que darle a las manos, que Bastián ya lo va preparando todo.

Todas dieron palmas, alborozadas, por la buena ocurrencia. Estos detalles eran pocos usuales en los trabajos. El obrero, en general, contaba muy poco como persona y esos detalles no se tenían en ningún tajo. Ángel era diferente. Provenía de una familia pobre y él solo, con tesón, sacrificio y perseverancia, había sabido hacerse un hueco entre los muchos ricos que dominaban el pueblo. Ricos que no habían sudado su riqueza sino que se la habían encontrado puesta, pero sí que sabían utilizarla, en su gran mayoría, para avasallar y sobreexplotar al indefenso peón.

Y a diferencia de todos ellos Ángel sí que reinvertía su dinero en dar a los más necesitados un rato de felicidad. Y esa noche prometía ser alegre y divertida. A medida que habían dado de mano en las faenas del campo, los mozuelos se habían dirigido también al susodicho almacén a pelar la pava un rato. Allí estaban ya el herrerillo, Gabriel, Antonio el de Luisa… en fin, hasta Eduardo, el labriego mozo duro que cortejaba a Jacinta.

La llegada de Miguel había puesto algo nerviosa a Ana María, aunque ya lo esperaba ella; no podía controlarlo, su corazón latía a más revoluciones de lo normal, sería el amor.

Todos los mozuelos ayudaron al tosco de Bastián a descocotar las castañas. Esto consistía en hacerle una pequeña hendidura a cada una para evitar que explotasen al calentarse en la lumbre, aunque siempre había algún gracioso de turno que dejaba colar alguna que otra para después partirse de risa al ver asustarse a las mozuelas con los crujidos.

La sartén que las contenía era bastante grande, con muchos agujeros hechos en su base para que entrase bien el fuego por ellos y se asasen bien.

Esa noche todo el pueblo, o todos los que podían, pues por desgracia había gente también a la que ese "lujo" le estaba vedado, secundaban la tradición en la víspera de todos los santos, de asar castañas y beberse una copita de anís.

Ya estaba oscuro y la noche era dueña de la situación. Don Álvaro miraba por la ventana de su gran mansión. Observaba lo vacía que estaba la plaza a esa hora. Lo que más le llamaba la atención eran las grandes chimeneas, como todas puestas de acuerdo, vomitaban humo sin parar. “Como mi pipa”, pensó, mientras le daba una fuerte calada y el humo de ella también se elevaba efímero en el espacio del gran salón.

Eloísa, la camarera, le avisó de que en el comedor ya le estaba esperando doña Loreto para proceder a cenar. De su techo, colgaban, como símbolo de señorío y grandeza, unas finísimas arañas que realzaban el esplendor de la techumbre.

La decoración en su totalidad era exquisita. Un gran mueble en madera maciza estilo barroco, dominaba la parte de la izquierda. Justo enfrente se abrían dos grandes ventanales, que trataban de esconder sendas cortinas, abiertas por el medio, que volaban a cada lado, rematándose sobre la pared con unos cogidos bordados muy vistosos.

La mesa del comedor era bastante larga, de un color algo oscuro, a juego con el anterior mueble nombrado, y sobre ella, dos preciosos candelabros de seis brazos que soportaban vistosas velas rojas encendidas. Doce sillas de finas y elegantes patas terminaban rodeándola.

Lo que no se podía describir eran las viandas que ya se encontraban servidas encima de aquella oblonga mesa. Desde unas olorosas perdices en pepitoria, que cazara don Álvaro allá en el Almendral, hasta un revuelto de setas con huevo. Todo ello regado con buen vino del Cortijo de la Cepa, otra heredad de la familia, que conservaba una buena y afamada bodega. Y, cómo no, esa noche, castañas asadas regadas con una copita de anís y a los postres, boniatos asados cortados en anchas rodajas con un poquito de canela por encima.

Después de la opípara cena se trasladaron los dos hermanos al salón donde en la chimenea francesa ardían sin pausa unos troncos de almendro, que daban calor y vivificaban la habitación. A don Álvaro le fue servida una copa de brandy. A doña Loreto una infusión de menta poleo, retirándose posteriormente el servicio a una orden de la señorica quedándose los dos cara a cara.

A esas horas, en la partidora, ya habían dado todos los presentes buena cuenta de la gran sartén de castañas y de la botella de anís y se aprestaban a arrimarse al calor de la candela, pues gustaba doña Dolores de contar hermosos cuentos de ánimas que hacían rejuntarse de miedo a las mozuelas contra ellos, cosa que estos sin duda agradecían.

Esa noche se prestaba para ello, por tanto la historia debía de ser verdaderamente escalofriante. De calentar el ambiente ya se estaba encargando Julia...

-¡Muchachas, no oís ahí fuera lo feo que aúlla ese perro o lo que sea!

Todas callaron encogidas, algo se oía, pero resultaba vago e impreciso el ruido que se dejaba escuchar por los resquicios de la puerta.

-¡Ay, calla primilla! -le reprochó Ana María- ¡De verdad que estás consiguiendo que me asuste!

-Eso no será nada -rió maliciosamente doña Dolores- comparado con lo que os espera si queréis escuchar la historia que enseguida os voy a contar, y que, además, le pasó a una mujer de aquí del pueblo que todavía vive, gracias a su prudencia.

Los presentes permanecieron impasibles escuchando los prolegómenos de la historia y es que esta mujer las contaba muy bien y además con todo lujo de detalles, ¡vaya, que era un placer escucharla!

Hubo un corto silencio, sólo roto por el crepitar de los troncos y las respiraciones agitadas de las mozuelas. La narradora comenzó:

-Pues veréis muchachas, esto sucedió hace ya bastantes años aquí en el pueblo. Era invierno. Un invierno crudo y atroz como los de antes. El viento gélido soplaba por las desiertas calles a esa hora de la noche, transportando a los malos espíritus de un lado para otro, pues ya sabéis el refrán que dice “de las doce a la una corre la mala fortuna”. Unos tímidos copos de nieve empezaban a caer sobre los tejados de las casas y el frío empedrado de las calles.

Era impensable que a esa hora, y con lo que estaba cayendo, fuera nadie a deambular por las calles del pueblo, vamos, debía de estar loco. Eso pensaba nuestra amiga mientras trataba de apagar el quinqué que ardía junto a la ventana de su cuarto, pues se disponía a acostarse.

De repente, y como la vista es tan ligera, notó un bulto que caminaba encorvado y muy despacio por la calle abajo. Aparentaba ser una mujer, por llevar un raído vestido negro y un pañuelo también negro que le tapaba su rostro. Y además muy mayor por su paso lento y cansino, apoyándose en un raro bastón.

Al pasar la desconocida junto a la ventana de nuestra amiga se detuvo un instante, girándose para mirar hacía ella, como a sabiendas que estaba allí. Asustada, dio un respingo y se retiró del quicio para no ser vista, pero esa rara mujer permanecía allí, impasible y mirando hacía la casa. Nuestra amiga escudriñaba la silueta tratando de poder verle la cara, cosa que por mucho que lo intentaba, le resultaba imposible. Sólo podía ver que una de sus escondidas manos, de la que asomaban varios dedos secos como sarmientos, portaba una vela negra que llevaba apagada.

La misteriosa mujer, de repente, alzó ligeramente esa mano, haciendo el gesto de querer que se la encendieran. Ella no respiraba. Su propia silueta, reflectada por la luz mortecina del quinqué sobre la pared de su cuarto, también empezaba ya a asustarla por momentos. Las manos le temblaban ligeramente y un sudor frío le iba corriendo por la espalda. ¡Dios, y esa mujer sin irse, y mirándola fijamente...!

Los nervios le estaban jugando una mala pasada. Intentó de una vez apagar el quinqué, pero lo que consiguió fue que, al manotazo, éste cayera de la repisa desparramándose por el suelo todo el aceite que contenía con un gran chisperreteo, sumiendo a la habitación en una preocupante penumbra. Cuando terminó de poner orden alzó la vista hacía fuera, observando con alivio que ya la extraña mujer no se encontraba allí, había desaparecido como por ensalmo. “Bueno, mejor”, pensó, “así podré dormir tranquila”.

Este hecho, ocurrido una sola vez, puede darte que pensar, pero si sucede cada noche, puede llegar a ser grave y preocupante. Y eso le estaba pasando a ella, que cada noche, a la misma hora de ir a acostarse volvía a aparecer la extraña figura recortada de negro de la más extraña mujer. Y volvía a pararse justo al lado de su ventana y a alzar la mano para pedir lo mismo. Y así una noche y otra, sin importarle el frío ni la oscuridad. No hablaba, no hacía ruido ni al andar, parecía volátil...

Doña Dolores paró un momento, fijándose en las caras de pavor y miedo que estaba produciendo su relato, y una mueca de sonrisa maliciosa dejó entrever su desdentada boca.

“-De mañana no pasa”, prosiguió el relato la anciana, “iré a ver a don Paulino, el sacerdote, sin duda él me aconsejará.” Y así lo hizo. A la mañana siguiente acudió a misa de ocho y después de terminada penetró en la sacristía, confiada en aclarar el misterio.

-¿Da usted su permiso?

-Sí, pasa hija. ¿Qué se te ofrece?

-Buenos días padre Perdone si le molesto, pero necesito el parecer de usted ante un hecho grave que me está sucediendo cada noche.

El cura la miró intrigado, escudriñando sus ojos queriendo adivinar la causa.

-Hija -comentó éste- igual querrías confesarte por algo...

-¡No, padre! -cortó tajantemente la mujer- no se trata de ningún hombre, desde que murió mi Serafín no he tenido más varón.

-¡Perdóname, yo creí...!

-No pasa nada. Verá. Estoy notando que cada noche, al ir a acostarme, pasa una extraña mujer por mi puerta con una vela apagada en la mano, y…

-Sentémonos hija -le pidió el cura- La cosa puede ir para largo y a mi edad las piernas no dan para mucho.

-Gracias, prosigo, y al llegar justo a la altura de mi ventana se detiene alzándome la mano con ademán de pedir fuego para encender la vela. Y nada más, ni habla, ni murmura, ni nada, sólo el gesto.

-¿Y... has podido verle la cara alguna vez? -preguntó don Paulino.

-No, ninguna, y eso es lo raro, pues hago muchos intentos por conseguirlo, y la verdad, a veces, para enterarme de una vez quién es y qué es lo que quiere, siento deseos de salir a la calle y descubrirla pero el miedo me paraliza, ¿quién puede ser, padre?

El cura frunció el entrecejo mientras la miraba fijamente. Su mano derecha no paraba de rascarse la barbilla y su cabeza se movía ligeramente de izquierda a derecha.

-Hija, no te oculto que la cosa es muy grave -le contestó.

-¡Padre, no me asuste, por Dios...!

-Grave en el sentido de que esa mujer, o lo que sea, evidentemente no es de este mundo, es más, creo que esa aparición es... ¡la propia muerte!

Nuestra amiga se levantó de su silla, como movida por un resorte, y empezó a deambular por la sacristía como una posesa.

-¡Calma, calma...! -trató de serenarla don Paulino- Por favor, vuelve a sentarte, que terminemos de hablar...

-¡Pero, señor cura! ¿Usted cree que estoy para sentarme? ¡Por favor, póngase en mi lugar! -contestó hecha un manojo de nervios la mujer.

-Te decía antes que la cosa es muy grave, es cierto, pero también debes de saber que al acudir a mí has salvado tu vida.

-¿Sí, padre…?

-Así es hija y te diré lo que debes hacer. Escucha, te vas a llevar una botella pequeña de agua bendita, pues eso es infalible contra nuestra enemiga y más cuando la manda el diablo. La muerte quería que le encendieras la vela y si lo hubieses hecho habría significado tu final, vamos, que te hubiese llevado en ese instante con ella, pues ese era y es, no lo olvides, su propósito. Esta noche seguro que volverá y cuando lo haga y se pare junto a tu ventana pidiéndote lo mismo de siempre, abre ésta sin miedo y rocíale el agua bendita. Verás cómo huye rápidamente y desaparece para siempre de tus noches.

-¡Así lo haré, no lo dude usted! Me costará, pero debo hacerlo por mi bien.

-Así me gusta, hija, ahora ve en paz.

Nuestra amiga era un puro nervio esa tarde, imaginárosla, ella, sola e indefensa, esperando... ¡a la propia muerte! La tarde se le hizo cortísima y la noche llegó como una centella. A la hora de siempre, de nuevo la volátil y macabra figura de la vieja avanzó con su paso cansino por la calle. Y como siempre, al llegar junto a su ventana, se paró y con aire lento, se giró en su dirección y alargó el brazo derecho, portador de la vela, con ademán de que se la encendiese... En ese momento, la clara luna de enero, saliendo de entre unas nubes, dejó ver, por una décima de segundo la terrorífica y cadavérica faz de... ¡una calavera!

Ella, armada de valor, abrió con bríos la destartalada ventana y en un decir amén roció toda la botella de agua bendita sobre la aparición. Ésta, al sentir el agua caer sobre su cuerpo, lanzó un terrorífico grito...

En esos momentos, y como Bastián ya se sabía la historia, el que pegó un grito terrorífico fue él. Todos los presentes se levantaron de sus sillas chillando y pataleando por la terrible impresión, respirando fuerte y llevándose las manos al pecho, como agarrándose el corazón, mientras que el bromista, Ángel, su madre y su mujer, se retorcían literalmente de risa observando el cómico espectáculo que se ofrecía ante ellos.

Cuando ya no pudieron reír más pidieron disculpas, aunque se entendió como una broma y no le sentó mal a nadie.

Entre tanto, ya se había hecho tardísimo, así que todos se dispusieron a marchar. La buena de doña Dolores, eso sí, pidiéndoles de nuevo perdón, les dijo que si querían otro día conocer el final de la historia ella estaría encantada de contársela a quien quisiera.

La noche estaba triste y fría. Jacinta y Consuelo fueron a acompañar a Julia y Ana María hasta sus casas, ¡pues a ver quién era el guapo que salía a la calle solo después de oír el pasmoso relato!

En el preciso instante en que ocurría todo esto se encontraban doña Loreto y su hermano en la amplia sala de la chimenea. El servicio se había retirado momentos después de servidas las bebidas. Serían ya las dos pasadas de la madrugada. Don Álvaro encendió su pipa, mientras se llenaba la penúltima copita de anís. Su hermana había desistido de tomar otra, pues las medicinas para la artritis no lo hacían aconsejable.

-Oye, Álvaro -preguntó- ¿No has notado que falta algo en esta casa?

-¿Te refieres al vacío que nos ha dejado Isabel con su muerte?

-Efectivamente -reflexionó pensativa la señorica- y no sólo por ese vacío material, aunque la pobre, más buena que era no podía ser y trabajadora y servicial, sino también al de organización y de liderazgo que ejercía al servicio de esta casa.

-Ahora que lo dices, nada nos marcha igual sin ella. Es cierto, se echa de menos todo eso.

-Claro, al llevar tantos años con nosotros lo conocía todo al dedillo, nuestros gustos, costumbres, en fin... y con su saber estar, llevaba el compás como los músicos viejos, era el fruto de la experiencia. Eloisa es atenta, pero no tiene don de mando y su hermana Gracia por el mismo camino. Buena cocinera, pero no le pidas más. No sé, necesitamos a una persona que pudiera, en cierto sentido, suplir las carencias que tenemos ante la perdida de Isabel. Una mujer de cierta edad, sin ser mayor, que sepa planchar, coser, cocinar, en fin, una mujer para todo, una auténtica ama de llaves.

-Sí, pero... -murmuró el alcalde- ¿dónde está esa mujer? ¿Dónde podemos encontrarla? Y que sea de confianza, noble y honrada, habida cuenta de las riquezas que atesora esta casa. No se puede meter a servir a cualquiera.

-Hermano -le contestó doña Loreto con una mueca de malicia en su cara- yo conozco a esa mujer, la tenemos cerca, y no sé por qué extraña coincidencia que nos favorece, tenemos ahora la oportunidad de retomar nuestro ataque de frente sobre Ana María...

Don Álvaro dio un respingo al oír aquel nombre, era el mismo que retumbaba en sus oídos día y noche de una manera continua, haciéndose éstos últimos días más acentuado. Sería una premonición de algo.

-Me aturdes. ¿Por dónde vas? No me estarás queriendo decir... -exclamó el cacique poniéndose de pie y vagando a grandes pasos por la amplia sala.

-Calma hermano, la cosa es delicada. Efectivamente estás pensando en la misma mujer que yo... en María, pues con este pequeño pez en el anzuelo, pronto tendremos al grande, al deseado. Sí, ya sé lo que nos tendremos que oír, que si unos rojos en la casa de los Monteoliva, o que si tal o que si cual, pero qué más da, el que algo quiere, algo le cuesta. Lo mismo dijeron con las obras y al final todo se ha quedado en nada, ¿verdad, Álvaro?

-Cierto Loreto, bien mirado, esa mujer está muy necesitada, presiento que la proposición nuestra le puede venir muy bien y por supuesto, creo que no dude en aceptarla, tratándose de una casa del rancio abolengo de la nuestra.

-No dudes ni un segundo que aceptará, hermano, eso te lo garantizo yo, pues la propuesta la estudiaré y calcularé hasta en el más mínimo detalle. Vamos, que la encontrará irresistible, pensando que es una oportunidad única. Tú déjalo en mis manos.

Y al decir estas últimas palabras, una sonrisa malévola asomó por la comisura de sus labios y sus ojos brillaron con una luz inusitada, algo maquiavélica.

El fuego se apagaba en la hermosa chimenea francesa. La copa se vaciaba y el reloj agotaba sus horas de vigilia. Se retiraron a dormir. La señorica daba vueltas en su ancha cama meditando hasta el más mínimo fleco del plan que se aprestaba a ejecutar. Esta vez no fallaría nada, así se lo había prometido a su hermano y así debía de ser.

Don Álvaro, en la penumbra de su cuarto, aún sin acostarse, se imaginaba como sería su alcoba con Ana María allí con él y su mente divagaba por mundos de lujuria y placer.

No hay comentarios: