martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo VI SEGUNDO ROCE. LOS BAILES.

La fuente de los cipreses estaba esa mañana de mediados de septiembre muy concurrida de lavanderas y labriegos que pasaban a dar agua a sus caballerías. Era muy popular, distaba unos trescientos metros del pueblo, en dirección oeste. Existía desde tiempo inmemorial, aunque hacía pocas fechas que acababa de ser reconstruida en ladrillo rojo macizo y canalizada el agua, que salía abundante por dos caños en forma de cabeza de gárgola. El líquido elemento seguía corriendo desde el pilar de la fuente a otro un poco más lejano y de éste ya desembocaba a una balsa de medianas dimensiones.

Y allí estaban María y su hija, su primilla y Cándida, su madre, Josefa la pastora y una mujer mayor, de pelo corto y blanco, cara surcada de arrugas, que parecían confluir todas en las comisuras de los labios, y enjuto cuerpo que movía con cierta vivacidad aún. Era Matilde la Ceniza, lavandera del cacique, don Francisco de Castro, abogado ya retirado y que gozó de cierta fama y prestigio en los tiempos en los que ejerciera, aunque sólo dedicó su oficio a tapar los trapos sucios y las cuentas opacas de los ricos terratenientes de La Alpujarra.

El apodo de la lavandera le venía dado, precisamente, por su oficio, pues una vez lavada y enjuagada la ropa se le echaba ceniza encima, que actuaba como lejía desinfectante en los tiempos que no se podía contar con tan necesario elemento químico. Ya bullía Matilde allí, juntando unos palos de almendro, para echar la lumbre y que ésta se fuera haciendo y convirtiéndose después en ceniza mientras empezaba a lavar la carga de ropa que traía en una gran canasta.

-¡Vaya -comentó María- parece que vienes hoy cargada, Matildica!

-Así es -contestó la aludida- el hijo de don Francisco, que vino anoche de Granada, al parecer, a descansar unos días del bufete, según dice él. Pero yo me calo -siguió diciendo Matilde- que su padre lo ha mandado llamar, pues le está dando muchos disgustos.

-¿Y eso? -preguntó curiosa Josefa, que enjuagaba unas sabanas y las retorcía sobre la dura piedra de la balsa mientras salían chijates de agua y jabón por todas partes.

-Nada, que don Javier, su hijo, aunque ha seguido la misma carrera que el padre, no ha continuado con su labor protectora sobre los pudientes. Tiene muy claro que su deber es ayudar a los pobres y necesitados, aunque eso, según el viejo, sólo le está trayendo dolores de cabeza; visitar los bajos fondos y traer poco dinero a casa, amén de los peligros que ello conlleva. Don Francisco dice que los pobres se las apañen solos o que no se metan en líos con la justicia, y si es así, ir a por ellos hasta terminar de dejarlos con lo puesto. El hijo no comulga con sus ideas, por eso viene muy poco al pueblo y cuando lo hace es para discutir con él. ¡Menudo cuadro!

-¡Vaya, Matilde -comentó Ana María- creo que es maravillosa la labor de ese chico, aunque el padre esté en contra! Seguro que lo necesitamos más que ellos y si él está ahí dándoles su apoyo jurídico intuyo que será muy querido en Granada.

-Estoy segura de que así es -contestó Matilde atizando los palos de la lumbre que se habían desparramado un poco- Por cierto -preguntó dándole un giro a la conversación- ¿Cómo andará la pobre de Rosa, que lleva ya más de quince días sin su niño? La mujer debe estar pasándolo muy mal. ¿La habéis visto?

-Ayer estuve en su casa -contestó Julia- y la encontré en un estado deplorable. Apenas si come, tiene las ojeras marcadas de no dormir y sus ojos a cada paso se empapan en lágrimas recordando a Angelito.

-¡Pobre! ¡Qué injusticia han hecho con el niño y con ella! ¡No sé cómo se habrá atrevido el sinvergüenza del boticario!

-Y me contó a mí Rosa -siguió hablando Julia- que estuvo allí en la botica a pedirle compasión, llorándole incluso, y que éste permaneció impasivo, contestándole que no se hubiera metido en el huerto, que así aprendería para otra vez y que le diera a su hijo más educación. Rosa no se pudo contener más y llegó hasta a insultarlo, diciéndole de todo. Él la amenazó con llamar a la Guardia Civil si no se iba del local, así que todo el pataleo no le sirvió para nada, sólo haberse rebajado a un hombre malvado y sin sentimientos.

María movía la cabeza de un lado para otro, como diciendo que no podía ser, que a perro flaco todo se le vuelven pulgas y que a la pobre de Rosa qué más le podía pasar. Pero estaba equivocada, porque el destino, tan caprichoso a veces, haría callar sus pensamientos en breves instantes.

Efectivamente, todas cesaron la conversación al ver aparecer por el camino de la fuente a la citada mujer, que venía con una canastilla pequeña con dos o tres trapos superpuestos como queriendo tapar algo en el fondo. Su actitud no era normal, venía con la cara como de sofoco, de un rojo subido, sus cabellos algo revueltos, los ojos desencajados y el vestido un tanto rasgado por el hombro. Su paso era corto y dubitativo.

Las lavanderas se quedaron mirándola extrañadas, notaban que algo malo le habría sucedido. María se adelantó, preguntándole:

-¿Rosa, mujer, qué te ocurre?

La aludida no contestó, se limitó a soltar la canastilla, desparramándose los pocos trapos y dejando ver en el fondo una sospechosa y larga soga de esparto. No pudo más y arrancando a llorar amargamente se echó en los brazos de María.

La visión que les produjo a todas la cuerda les había erizado los cabellos. María volvió a hablar.

-Pero… ¿qué ibas a hacer, insensata? ¿Acaso crees que puedes dejar a Angelito solo en el mundo? ¿Te has vuelto loca?

-¡No, no estoy loca, pero quiero morirme! ¡Por favor Dios, acuérdate de mí y llévame con mi marido allá en donde esté! ¡No quiero vivir más! -gritó fuera de sí la atribulada viuda.

Todas hicieron un corro junto a ella, ante la gravedad de la situación, tratando de consolarla.

-Mujer -la aconsejó Matilde, la más mayor- precisamente le acababa de preguntar a esta gente por ti y que cómo te encontrabas. Me habían dicho que mal pero yo te veo imposible. Así no puedes seguir, piensa en tu hijo. ¿Qué le querías quitar, lo único que le queda en el mundo? Necesitará de nuevo sentir ese calor de madre cuando vuelva y no dudes que lo hará pronto. Así que deja ya de llorar de ese modo muchacha, que me estás partiendo el corazón.

-¡Venga, mujer! -le rogó visiblemente afectada Ana María- Hazle caso a Matilde, que nos tienes a todas en vilo y no queremos verte así.

-Toma, Rosa -le dijo María, que venía con el pipote de barro lleno de agua- bebe un poco y échate por la cara que te refresques, que te va a dar algo.

Así lo hizo, arrastrando el agua cientos de lágrimas que rodaron por sus sofocadas mejillas, mientras empezaba a querer contar algo entre hipos de nerviosismo.

-No es ya sólo por lo que le está pasando a mi hijo, vecinas -aclaró- Es que acaba de pasarme otra cosa peor, otra cosa que no tiene nombre...

-¡Calma, calma! -trató de serenarla María- Ven, siéntate aquí, en el pollo, ¿qué nos quieres contar?

-Pues veréis -prosiguió Rosa- estaba hace cuestión de media hora en mi casa, haciendo las faenas de siempre, cuando tocaron a la puerta. Abrí enseguida, por si era alguien con alguna noticia de mi hijo... –respiró unos segundos que a las lavanderas les pareció una eternidad- Mi sorpresa al abrir la puerta fue encontrarme con don Nicolás, el cura, que me saludó amablemente dándome los buenos días y preguntándome si podía pasar. “Claro, claro” le contesté yo, acomodándolo en una silla en el comedor. “Usted dirá que le trae por esta humilde casa” le pregunté. Él, con su voz profunda y parsimoniosa, me informó que el día anterior había estado en el reformatorio donde estaba mi hijo y que estuvo un rato con él.

Imaginaos por un momento el vuelco que me dio el corazón al oírle pronunciar esas palabras. Quise preguntarle cuarenta cosas a la vez, que cómo estaba, qué hacía, qué comía, si estaba llorando, si se acordaba de mí... A parte de esas preguntas me dio respuesta y me animó para que no me preocupara, que había muchos niños de su edad con los que jugaba a diario y que es normal que me echara de menos, pero era todo un hombrecito y comprendía que debía estar allí un tiempo.

Yo escuché esas palabras con el alma y el corazón partidos, pensaba en lo que estaría sufriendo mi hijo, a pesar de todo. “Pero por otro lado -me siguió diciendo el cura- no olvides, Rosa, que también están sujetos a la dura disciplina del centro. Horas de levantarse, comidas, aseos, y el saltarse esas normas también le podría acarrear que se quedase más tiempo allí por mala conducta”.

“¿Y qué puedo yo hacer por él? Una pobre viuda indefensa y sin recursos.” No tenía que haberle hecho esa pregunta -siguió narrando Rosa mientras la tensión se cortaba entre las lavanderas- pues sólo sirvió para ponerle en bandeja al cura la obscena proposición que traía premeditada. “Verás -me dijo poniéndose en pie don Nicolás- te voy a ser sincero. No te veo mucho por la iglesia pero en las pocas veces que lo has hecho me he fijado en ti, has llegando a despertar en mí el deseo carnal del hombre que guarda todo sacerdote y que no creo que pueda con él.”

¡Juro que me quedé atónita al oír las palabras de ese mal nacido! Su rictus firme y serio, por otro lado, me estaba llegando a intimidar. No sabía si echarlo a patadas o salir yo corriendo o que me tragase la tierra allí mismo. Ante mi pasividad él me apuntilló: “Tengo poder para sacar a tu hijo de allí en veinticuatro horas, sólo tienes que acostarte conmigo, hacerme feliz una noche, y volverás a abrazarlo muy pronto. No lo pensarás mucho si lo quieres tanto.” “¡Canalla, miserable!” -le contesté yo intentando darle puñetazos en el pecho que paraba con sus gordas manos “¿Cómo te atreves a hacerme esa proposición tan ruin, ese chantaje, y jugar con los sentimientos de un niño? ¡Canalla, no eres digno de ese hábito que llevas puesto! ¡Blasfemo, mal cura! ¡Sal ahora mismo de mi pobre pero honrada casa! ¡Te denunciaré...!” “Vale -me contestó impasible- me voy pero si lo consideras mejor ya sabes dónde encontrarme. Ah y no intentes denunciarme pobre diabla ¡quién te iba a creer! Tu palabra al lado de la de un cura no vale nada, no te esfuerces.” Y cerrando la puerta me dejó de rodillas en el suelo empapada de lágrimas maldiciendo a la iglesia, a los curas y todo lo que olía a ellos… Así que me levanté del suelo, cogí una cuerda, disimulada entre los trapos, y la verdad, por duro que os parezca, venía decidida a quitarme la vida.

Ninguna de las presentes que acababa de escucharla quería dar crédito a sus palabras, eran demasiado crueles, no podían ser. Todas se preguntaban “¿Pero qué clase de cura tenemos aquí en el pueblo? Podía, de no haber sido por nosotras, haber provocado la muerte de una buena mujer. ¡Más bien es un hereje que vive para fornicar comiendo bien de la iglesia y encima chantajeando y aprovechándose del dolor y los sentimientos de la pobre gente!”

-¡Bueno Rosa! -sentenció Matilde- Tranquila, tú te has mantenido en tu sitio, donde tiene que estar una mujer cabal y decente, aunque te duela. ¿No ibas a querer ver a tu hijo pronto a tu lado? Pero tu valía e integridad las has antepuesto a tu deseo y eso te honra. ¡Pronto volverás a abrazar a Angelito, no lo dudes!

-¡Simón! -le gritó José- ¡Creo haberte pedido la piqueta veinte veces ya! ¿Qué pasa, no ves que estoy parado mientras tanto?

-Tranquilo -contestó sin inmutarse desde el fondo del andamiaje- ¿Tienes prisa? Si es así, baja tú a buscarla.

-Óyeme -contestó serio el maestro- quedemos en que no habría más discusiones entre nosotros en el trabajo ¿verdad? Te recuerdo que tú eres mi peón, te guste o no. ¡Así que marchando y alárgame la piqueta!

Esas palabras autoritarias, pero razonables, no le sentaron nada bien a Simón, que las acató aunque arremetiendo contra él y contestándole:

-¡Vale, ya te la echo! ¡Pero procura tener poco trato conmigo, aunque seas el maestro en esta obra y yo tu peón, como tú dices, porque no hemos hecho una guerra y la hemos ganado para estar a las ordenes de los rojos!

José ignoró este duro comentario y subiéndose desde el andamio al tejado se fue al otro lateral.

En ese momento unos chasquidos de herradura venían sonando en dirección al edificio en obras. Era don Álvaro, que llegaba del Almendral y se acercaba hasta allí para ver cómo se estaba desarrollando el trabajo. Al momento de divisarlo, se le acercó Simón sujetando con ardiles los estribos de la jaca y ayudando al cacique a bajarse.

-¡Buenos días tenga usted don Álvaro! -saludó mientras hacía la reverencia gorra en mano a su señor.

-¡Qué, Simón, mi buen amigo! ¿Cómo vais? -preguntó el alcalde.

-¡Bueno, podíamos ir mejor! -se quejó haciéndose el interesante.

-¿Ocurre algo? -preguntó arrugando el entrecejo.

-Nada, este José, que siempre está de peleas conmigo y encima mandándome sin ton ni son. Si estoy abajo quiere que esté arriba, si estoy arriba, abajo... ¡Yo no sé el por qué, y con todos mis respetos, lo ha cogido usted para que realice estas obras, con lo buen albañil que es Luís el de Juana y además es de los nuestros!

-Bueno, cálmate y sobrellévalo lo mejor que puedas -le contestó el alcalde esquivando entrar en el tema- Y sigue manteniéndome puntualmente informado de todo, ¿estamos? Por cierto ¿dónde está ahora?

-En la parte de atrás del tejado, no nos oye.

-Bien, mejor -contestó el cacique girando la cabeza y notando que pasaban cerca de su lado, Clara la de Ramón y Angelitas, las muchachas que solían ir siempre, alternativamente, a su casa a pedirles el permiso para hacer baile. Apartándose discretamente del esbirro, les salió al encuentro.

Las muchachas, al intuir que el alcalde se dirigía hacía ellas, se pararon rápidamente, saludándole con un buenos días a coro.

-¡Buenos días muchachas! -contestó sospechosamente efusivo don Álvaro- ¿Qué? ¿Tendréis esta noche baile, me supongo? Pues sois el grupo que más se prodiga a la semana y hasta me he enterado que os han puesto el continillo por ello.

Las muchachas se rieron lo más formalmente posible contestando:

-Así es, en eso estábamos...

Iban a seguir hablando cuando el alcalde las paró:

-Escuchadme un momento, necesito que me hagáis un favor.

-Usted dirá, don Álvaro -contestaron al unísono las dos.

-Veréis, es que la otra mañana, vuestra amiga Ana María, que creo que está en vuestro grupo de bailes, estuvo a punto de sufrir un percance por mi culpa, pues me descuidé y me quedé muy cerca de haberla atropellado con mi jaca. Debo de reconoceros que fue una gran torpeza por mi parte cómo la traté después de ocurrir esto, pues perdí los nervios y le hice que se sintiera muy mal.

Por eso ahora quisiera reparar de algún modo el mal rato que pasó por mi culpa, así es que os ruego que le digáis que sea ella la que venga a pedirme el permiso esta noche a mi casa, para así poder reparar con mis excusas el daño que le haya podido ocasionar. ¡Y os advierto que el baile no se celebrará si no es ella la que me lo pide! No por nada -dijo mintiendo descabelladamente- sino porque es mi deseo, y en él he puesto todo mi empeño, el querer disculparme con ella. Igual si tiene que venir aposta a mi casa, no lo hace, pero con esta excusa lo tendrá más fácil.

-Bien, así se lo haremos saber, don Álvaro, creemos que a ella no le importará, al contrario, ¡se sentirá halagada por tan maravilloso gesto de caballerosidad por su parte!

-De acuerdo, muchachas así espero que lo entienda -sonrió el alcalde- y buenos días.

-Buenos días don Álvaro, a mandar.

Haciendo el camino con él, desde El Almendral al pueblo, había venido esa mañana Andrés, el medianero, que se dirigió a la fragua del tío Frasquito para que le herraran los dos mulos de labranza que tenía en el cortijo.

El herrerillo lo recibió en la puerta:

-¡Buenos días Andrés! ¿Cómo estás, hombre?

-Bien Miguel -contestó- ¡Ya ves, he hecho un hueco esta mañana, en la recogida de almendra para venir con los mulillos, que los tenía descalzos.

El muchacho lo estaba comprobando justo en esos instantes, levantándole la pata delantera al precioso ejemplar de mulo castellano que tenía delante.

-¡Efectivamente, compañero, tienen las herraduras en las últimas -contestó amarrándole al animal las patas traseras para evitar que soltara alguna coz imprevista y, cogiéndole ya una de las patas delanteras, procedió a quitarle la herradura vieja y rasparle los cascos para hacerle buen asiento a la nueva.

-¿Y qué? ¿Cómo vas por El Almendral? ¡Que no te he visto desde que te arreglé aquella reja de arado!

-Tirando, muchacho, ahora un poco menos solo con la cuadrilla que me buscó mi señorico para la recogida de la almendra; por lo menos tengo con quién hablar. Por cierto -siguió hablando el medianero mientras el herrerillo ponía ya la herradura nueva y la remachaba con fuertes clavos al casco de la pata del mulo- Sebastián, el de la cortijada de San Miguel, la que está al lado de la Rambla Seca...

-Sí, la conozco, estuve allí en una ocasión a hacer un trabajo -cortó Miguel.

-Bueno pues Sebastián, como te decía, el del cortijo grande de la era, estuvo la otra tarde en busca mía, pues al parecer, el día veintinueve de septiembre, día de San Miguel, el patrón de la cortijada, va a celebrar una fiesta cortijera con bailes de robao y mudanzas, y ya a la noche quiere organizar una gran velada de trovo y es por eso que cuenta conmigo para que asista. Me comentó también que se lo diría a tu hermano Antonio, para que se pegue unas coplas mientras bailan, que tiene fama de buen coplero.

-Se apaña bien para esas cosas, aparte de que le gustan mucho, igual que a ti Andrés. Seguro que con la participación de los dos, y sobre todo con la tuya, contribuiréis a que ese día sea un día grande, no lo dudes -le contestó Miguel parando un momento y mirándole a los ojos- Además, cuando Sebastián te ha ido a buscar es porque querrá tener en su fiesta a los mejores troveros de la zona.

-¡Quita, quita! ¿A dónde vas, hombre? Yo me defiendo nada más, no sé que voy a hacer con gente del nivel en este mundillo y que están invitados también a la fiesta, de Tomás el de Dulce, Paco El Tarabita o Pepe El Mulero. ¡Fíjate qué personajes! Me van a dejar a la altura de una alpargata, sino salgo corriendo antes -se rió bromeando.

-¡Menos lobos! No te menosprecies tanto que sé que te das buen apaño en esos quehaceres y saldrás airoso en las controversias.

-La única manera de saberlo es acudiendo esa noche con tu hermano. Además es tu día ¿no? ¡Qué mejor sitio para celebrarlo!

-¡Pues sabes que no es mala idea compañero! Hablaré con él, igual te pillo la palabra. Bueno, pásame el otro mulo, que éste ya está listo para salir corriendo -contestó ardiloso el herrerillo.

Llegaban ya de la fuente María y su hija, casi rozando la una de la tarde, cuando a su par llegaron también a la puerta de la casa, Clara la de Ramón y Angelitas.

-Hola, Ana María, ¿podemos hablar contigo un momento? -le pidieron tirándole con discreción del brazo, mientras la madre se disponía a entrar.

La muchacha se extrañó un poco, pero esperó a ver qué era.

-Oye -le preguntaron las amigas- ¿Estamos en hacer baile esta noche, verdad?

-Claro -contestó ella- sin falta ya le estáis pidiendo el permiso al alcalde.

-Bien -habló Clara la de Ramón- precisamente de eso queríamos hablarte. Verás, nos hemos topado hace un rato con él en la puerta del Ayuntamiento y ha estado hablando con nosotras acerca de ti y de un suceso que os pasó hace unos días en la puerta de Josefa la pastora.
Y nos ha dicho -continuó relatándole su amiga- que se siente muy avergonzado por no haberte pedido disculpas sabiendo que no fue tuya la culpa y quiere que esta noche seas tú la que vaya a su casa a pedirle el permiso, para así poder darte las excusas oportunas en persona y nos ha recalcado que no dejes de ir pues tiene mucho interés en ello; aparte, que si tú no vas no nos dejará hacerlo.

Ella sabía muy bien el tipo de excusas que querría darle el malvado cacique, y más en su casa, en su tela de araña. La paciencia y la resignación se le estaban agotando… ¡Dios y qué sola se sentía!

Levantando la cabeza las miró contestándoles con un nudo en la garganta:

-Siento defraudaros, pero no lo voy a hacer.

-Y eso… ¿por qué? -preguntaron apresuradas las dos amigas.

-Es que es mucho lo que me pedís. Vosotras no lo entendéis, ese hombre no me cae bien, no es buena gente, y lo de meterme en su casa... No sé, habrá otra solución...

-Pero, ¿qué solución Ana María? -preguntaron atónitas no entendiendo la contestación- Nos ha dejado bien claro que si tú no eres la que vas, adiós baile.

-¡Por favor, tratad de comprenderme, tengo mis motivos!

-Tus motivos -contestó Angelitas- es que nos vas a dejar sin diversión esta noche, seguro, y a saber por cuantos días más de seguir en esa postura; mira, piénsatelo, luego vendremos todos sobre las ocho. Por favor, no nos falles.

La muchacha estaba en una encrucijada terrible, la acababan de poner entre la espada y la pared. Por un lado, el hecho de no poder contarles la verdad de lo que estaba pasando entre don Álvaro y ella la martirizaba sicológicamente. Pedirle otra vez que se metiera en la boca del lobo era demasiado, convenía no volver a tentar la suerte.

Por otro, estaban sus amigas y sobre todo, Miguel, ¡cuánto se acordaba de él! Los ratos en los bailes eran maravillosos e inolvidables ¡cómo perdérselos!

Casi no comió al mediodía notándose cabizbaja y preocupada. Su madre lo captó enseguida, así es que le preguntó:

-Hija, tienes mala cara, ¿te ocurre algo? No has comido apenas y te encuentro seria y pensativa.

-No... nada madre... -contestó con voz apagada Ana María.

-¿No será por algo que te hayan dicho tus amigas antes?

-Al contrario, ellas han venido a decirme que tendremos baile esta noche, y que si iba a ir.

-¿Seguro hija? -le volvió a preguntar.

-Seguro, es que me ha afectado el caso de Rosa esta mañana en la fuente, ¡pobrecilla!

-Bueno, si es por eso... –contestó María poco convencida y no queriendo ahondar más en la verdad, terminando de quitar la mesa.

-Hija -prosiguió diciéndole- friega esos cacharros, que yo me voy a coger la costura un rato, pues el trabajo de don Felipe lo tengo algo atrasado y debe de estar haciéndole falta.

Una vez terminada la faena encomendada se encerró en su cuarto y echándose el la cama se derrumbó. Sus ojos eran dos fuentes. ¡Nada, que no tendría más remedio que tragar, estaban sus amigas y estaba él, su Miguel, su amado! Acariciaba la cabeza a Tiznón, como pidiéndole respuestas, pero el perrito sólo se limitaba a ladrar suave y menear su colita.

Llegó la hora convenida y ya estaban Clara la de Ramón, y Angelitas, con todo el resto del grupo en la puerta, incluida, por supuesto su primilla, que fue la que entró a llamarla.

-Vamos, pero... ¿todavía estás sin arreglar? ¡Que estamos todas esperándote fuera!

-Voy a ir así mismo Julia, no tengo ganas de ponerme otra ropa ni de arreglarme, no me encuentro muy bien esta tarde.

-¡Venga, venga! Ya verás cuando veas al herrerillo como se te quita todo -le dijo pícaramente, tirándole literalmente del brazo y sacándola de la cama.

Un breve arreglo de cabellos con la misma mano fue toda la compostura que se hizo para ir al baile, no daba la situación para más. Ya en la calle la esperaban impacientes las amigas, incluidas las dos viejas que les servían de carabina.

-¡Hola, Ana María! -saludaron todas.

Ella apenas abrió la boca, sólo se limitó a decirles:

-Vamos que se hace tarde.

Por fin llegaron a la puerta de don Álvaro. Julia la cogió del brazo y tiró de ella, ante su pasividad, para que tocara en el picaporte diciéndole:

-Venga primilla, ¿qué te pasa? ¡Que no te van a comer y encima se va a disculpar don Álvaro contigo!

-No es eso Julia, tú no sabes nada.

-¿Nada de qué? -preguntó intrigada.

-Es igual, ya te contaré alguna vez. Ahora entraré, ¡qué remedio!

Y, adelantándose, dio unos suaves golpes en la puerta.

No tardó en abrir Isabel, saludando con cariño a la muchacha, puesto que le tenía gran aprecio aunque le tratase poco, viendo en ella a una chica callada, servicial, noble y sencilla.

-Buenas tardes Isabel, venía a pedir el permiso a don Álvaro para el baile de esta tarde.

-Sígueme hasta el salón, creo que te está esperando.

-¿Da usted su permiso, don Álvaro? Vengo con Ana María.

-¡Pasad, pasad! -contestó levantándose de su sillón a la vez que cerraba una ancha carpeta llena de folios.

-Bien, yo me retiro -contestó Isabel- Volveré cuando hayan terminado.

La muchacha hubiese querido que el ama de llaves no se marchara de allí, habría sido su salvaguarda, pero el cacique lo tendría todo bien calculado y los estorbos quitados de en medio. De nuevo estaban, en muy poco espacio de tiempo, cara a cara don Álvaro y ella, ¡y en la casa de aquel! Mientras doña Loreto, desde una habitación contigua, y resguardada de la vista por un recio cortinaje, les espiaba en silencio, esperando que su hermano siguiera al pie de la letra el plan trazado.

El cacique la miraba de arriba a abajo deseándola cada vez más. Hasta de cualquier manera la encontraba atractiva y sensual. Su deseo iba creciendo por momentos, no sabía qué le habría dado esa mujer, sin darle nada, ni siquiera calor o alguna leve esperanza, sino todo lo contrario, repulsa y odio.

Ella marcaba las distancias, no alzaba la mirada, para no encontrarla con la suya, se mantenía a la expectativa en una calma chicha antes de la tormenta. Y el primer trueno estalló.

-Muchacha he hecho esta maniobra -le habló con voz suave don Álvaro- para volver a tenerte aquí en mi casa, ya ves que puedo hacerlo cuando quiera pues eres como una hormiguita en mi mano, que sólo con cerrarla... -calló, no pretendía ser muy violento pero su gesto expresivo le transmitió por primera vez el verdadero poder que tenía su pretendiente y eso la asustó.

-Quiero que sepas -prosiguió el alcalde y sin rodeos- lo obsesionado que estoy contigo. Necesito tenerte cerca y pronto, ¿por qué te empeñas en seguir rechazándome? Pídeme lo que quieras… lo que sea...

Ana María callaba, jurando para sus adentros no volver más a esa casa pasara lo que pasara.

-Te callas, no dices nada -continuó hablándole el alcalde con la voz algo más exasperada- Sabes que lo estoy intentando por las buenas, que te estoy dando tiempo y trato de ser lo más comprensivo posible contigo, pero recuerda que la paciencia tiene un límite, y si persistes en tu cabezonería me veré obligado a tomar otras medidas más drásticas. Recapacita, abre los ojos, te lo ofrezco todo, poder, dinero, riquezas... Cualquier otra mujer en tu caso no lo dudaría ni por un instante, no sería tan insensata a la vista de todo esto, no tengo hijos ni herederos y sería todo para ti. ¿Qué te pasa? ¿Es que no tienes aspiraciones? Piensa en tu familia, en la falta de dinero y comida que estáis pasando. ¿No quieres que eso cambie y poder hacer felices a tus padres? Abre los ojos, en tus manos está darnos a todos un futuro mejor.

-¿Ha terminado usted ya, don Álvaro? -preguntó la joven fría e impasible- Si es así, me gustaría pedirle el permiso para el baile de esta noche, que es a lo que he venido. Además, me están esperando mis amigas fuera.

-Pero... ¡y todo lo que te he dicho! ¿No ha supuesto nada para ti? -preguntó mientras se acercaba a ella cogiéndola por los brazos e intentando besarla furtiva y violentamente, a la par que ella movía la cabeza rápidamente de un lado a otro, tratando de esquivar el traicionero y nada deseado beso, para apartarse lo más lejos de él, haciendo fuerzas con las manos sobre su pecho. Cuando lo hubo conseguido y mirándole esta vez fijamente a los ojos le habló claro y duro:

-¡Antes prefiero estar muerta que echarme a sus brazos, téngalo siempre en cuenta! ¡Quédese con su riqueza y sus posesiones! El número uno de mi escala de valores para entregar mi vida a un hombre es el amor y ése sí que no lo conseguirá nunca de mí. Pues con su poder, sí, podrá llegar si se lo propone a mandar en mi vida, pero en mis sentimientos y en mi corazón olvídese, ¡para eso no vale su asqueroso dinero! Buenas tardes.

Esas palabras calaron hondo en el recio e impermeable corazón de don Álvaro, eran como un adiós rotundo a todas sus ilusiones de tener por las buenas a su amada. Esa vía diplomática que había estando utilizando hasta a hora acababa de saltar por los aires y caer hecha añicos a sus pies. Así que no insistió más, sólo se limitó a decirle que el permiso para el baile estaba concedido y que podía retirarse, llamando con viva voz a Isabel para que la acompañase a la puerta.

En el instante en que se hubo retirado Ana María salió doña Loreto, empujando su silla de ruedas, del escondite desde el cual había presenciado sin ser vista el lance, hablándole a su hermano así:

-Lo tenemos complicado, muy complicado, lo de intentarlo por el soborno, la ostentación y el poder; no nos ha conducido a sitio alguno sino es al odio más visceral de la muchacha y a alejarnos de nuestros propósitos. Ana María es una mujer asquerosamente noble e íntegra, que no se le compra ni se le adula con nada, ni como vemos, llamada por el orgullo...

-Pero... ¿cómo puede haber gente así? -interrumpió el alcalde vociferando y andando a pasos agigantados de un lado a otro del salón, tirando su apreciada pipa por los lujosos suelos de moqueta- ¿Cómo puede...? Mi grandeza, mi posición y mis sentimientos hacía ella... ¿Qué han conseguido? Nada, que me odie aún más que la primera vez que me vio, que me tenga por un monstruo y que don Álvaro de Monteoliva se haya rebajado a la hija de un albañil republicano, dejándolo despechado y humillado.

-Escúchame, son momentos duros para pedir tranquilidad, yo te aseguro que acabas de perder una batalla, pero no la guerra, que esa te garantizo que la ganarás. Se ha agotado un venero, habrá que buscar otro por donde entrarle por derecho, confía en mí. De momento, permaneceremos algún tiempo sin mover ficha, creyendo ella así, que te has dado por vencido, que la das por perdida, que se confíe, y así tendremos más tiempo, para planear mejor nuestro próximo ataque, que será nuestra venganza...

Don Álvaro quedó pensativo y algo ilusionado con las palabras pronunciadas por su hermana, aunque, también, bajo de moral y esperanzas por la clase de mujer que tenía enfrente.

Julia la estaba esperando apoyada en la misma puerta, algo preocupada por la tardanza. Al verla por fin salir le preguntó:

-Primilla, ¿por qué has tardado tanto? Creía que te ibas a quedar a vivir ahí dentro para siempre.

Ana María no contestó, se limitó a echar andar hacía la casa de Dulce, lugar del baile, pensando qué cerca había estado ese comentario de la verdad sin saber lo que allí dentro había ocurrido.

Terminó de llegar la comitiva a la puerta de reunión. Estaba muy concurrida, pues todos los muchachos se encontraban haciendo corro con su pitillo en los labios y sus risas y jolgorio, mientras la tarde se cerraba ya en noche.

Entraron sin más tardanza cuando Dulce acabó de abrirles. Dentro, en un gran salón, se encontraban los músicos templando sus instrumentos de cuerda, consistentes en una bandurria, que hacía trinar con cierto desparpajo Juan el Molinero y una guitarra que rasgaba con maestría José María el de Pilar.

Las viejas arrastraron sus sillas de enea hasta pegarlas a la pared del salón y allí se sentaron, poniendo sus recios y negros mantones sobre el respaldo, aprestándose a contemplar el espectáculo. Mientras los chicos y las chicas se iban entrevistando con quienes serían sus parejas en el baile.

Miguel, antes de dirigirse hacia la suya, había estado observándola y la verdad es que le notaba mucha pena en los ojos, no era la misma, ¡daría lo que fuese por saber qué le pasaba! Así que sin más, se fue hacía ella para tratar de enterarse por sus mismas palabras.

-¡Hola, Ani! No sabes lo que me alegraría de verte si no fuera por esa cara de tristeza que tienes esta noche...

-No te preocupes Miguel, no es nada -le contestó tratando de recomponer su ánimo mientras su mente vagaba todavía por la casa del alcalde- sólo es un mal día, créeme…

-¡Ojala pudiera, Ani, pero tú no me engañas! Aunque si no quieres contármelo tus razones tendrás, sólo te pido que si puedes, aparques lo que tengas por esta noche y lo intentemos pasar bien. Al fin y al cabo estamos juntos ¿no? y eso es lo que importa.

Ana María se convenció ¡qué porras! esa noche era esa noche. Estaba Miguel, él que no tenía que comprarle con nada su amor, pues ya se lo había regalado ella tiempo atrás, y la música, esa alegre música empezó en esos instantes a sonar…

No, no le había engañado su oído, los músicos comenzaban a tocar el bonito pasodoble de los nardos, del maestro Padilla, pieza muy popular y que hizo llenarse rápidamente la pista, siendo el herrerillo y Ana María los primeros en saltar a ella. Bailó la pareja a buen ritmo, dando giros de verdaderos profesionales, se dejaba ver que no era el primer baile que acometían juntos.

Las viejas cuchicheaban entre sí sobre la buena pareja que hacían, mientras reían felices, escuchando el bonito pasodoble que les evocaba aquellos inolvidables para ellas años mozos, donde todo era felicidad y diversión y las penas brillaban por su ausencia. “¡Jesús, qué tiempos aquellos, quién pudiera volver a ellos, y lo pasado, pasado!”, acabaron exclamando.

Después de bailar tres o cuatro piezas, la joven pareja buscó la penumbra de un rincón.

-Miguel -le dijo ella- todavía no has terminado de leerme la poesía que empezaste aquella tarde, es más, desde entonces, ya no has vuelto a ir por el huerto y ahora, aunque no te lo creas, es cuando más te necesito, no quiero estar sola.

-Es verdad Ani, tienes razón, el trabajo en la fragua y el ayudarle a mi hermano Antonio en sus faenas me ha robado todo el tiempo pero créeme, no dejo por un momento de pensar en ti. Mañana sin falta nos veremos, te lo prometo ¿vale?

-Vale, confío en tu palabra.

-Por cierto, ayer estuvo Andrés el del Almendral -le contó el herrerillo dándole más conversación- en la fragua a errar los mulos y me invitó a una fiesta cortijera y a una velada de trovo en la cortijada de San Miguel, en la Rambla Seca, el día veintinueve de este mes, o sea el día de mi patrón y el de la cortijada. Mi hermano está en ir y marcarse allí algunas coplas, que ya sabes lo que le gustan.

-¡Estupendo Miguel! -le contestó ella con un halo de tristeza que no pasó desapercibido al herrerillo.

-¿Ocurre algo?

-¡No, nada! Simplemente te deseo que lo pases muy bien ese día, ¡y ten cuidado con las cortijeras -bromeó dándole un toque de más alegría a la conversación- que no estarán acostumbradas a ver a un muchacho tan guapo como tú por allí!

-¡Venga Ani, no te rías de mí! ¡Aunque si no quieres quedarte sin novio para siempre, vente conmigo a la fiesta -siguió corriendo él la broma - y así me tienes controlado!

-¡Ojala pudiera, Miguel, ojala pudiera...!

Las viejas llevaban ya media la botella de anís cuando de nuevo sonó la música. Esta vez era un bonito vals de vueltas que a la joven le encantaba bailar por su ligereza de movimientos que abarcaban toda la pista de un extremo a otro. Cogió a Miguel de la mano, levantándolo de la silla, y se aprestaron a bailarlo, olvidando por momentos, al compás de la bonita melodía, las penas que la ahogaban, el atolladero, el callejón sin salida que ahí fuera no la dejaba respirar ni vivir en paz.

No hay comentarios: