martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo VII LA MADRINA DOÑA ANA. FIESTA CORTIJERA.

-Hoy será un día muy caluroso -pensó Ana María que, sobre las ocho de la mañana, volvía de la consulta de don Felipe de entregar su costura.

Aquellos últimos días de septiembre estaban haciendo gala al tan famoso dicho del veranillo de San Miguel, pues la temperatura y sensación de calor no tenían nada que envidiarle a los meses más fuertes del estío. Se limpió con su pañuelo rosa levemente la frente, el paso era largo y le hacía sudar un poco. Tendría la mañana ajetreada.

Se fijó, mientras pasaba por la esquina de la almazara en dos niños, de unos ocho o diez años, que padecían una enfermedad contagiosa, fácil de observar a simple vista, muy generalizada en el país, por otra parte, producida por un parásito que se introduce por debajo de la piel manifestando multitud de vesículas que generan un picor muy molesto y que no era otra cosa que la sarna.

Pero ellos, entre arrascones, canturreaban este estribillo:

¡Un, dos, tres, sarpullío inglés,
que desde lejos parece sarna
y desde cerca es!

Es grandiosa la idiosincrasia del pueblo andaluz, que de sus enfermedades y penas sacan un motivo jocoso. No tardó en llegar a casa. Tiznón salió a recibirla a la puerta. “¡Cuánto ha crecido el cachorro en tan poco tiempo!” -pensó mientras lo cogía en brazos introduciéndolo dentro. “¡Y qué pelo más suave y sedoso tiene, parece de algodón!”.

-¡Madre, ya estoy aquí! -gritó la muchacha.

-Bien, llegas a tiempo para desayunar -contestó María apartando el cacico ennegrecido de cocer la leche sobre las estreves del rincón.

-Madre, he pensado en ir esta mañana a hacerle una visita a doña Ana, mi madrina. Hace algún tiempo que no sé de ella y quiero ver cómo anda -le comentó mientras desayunaban.

-Has tenido buen acuerdo hija, lo agradecerá. Pásate de camino y le dejas el desayuno a tu padre cuando te vayas.

-Por cierto, ¿me deja que coma allí con ella? Sabe que le encanta siempre que me quede un rato y hablemos de nuestras cosas.

-Bueno, si te apetece, hazlo y distráete un poco. Te sentará bien, pues te noto triste y pensativa estos días.

Así era. La muchacha, después de darle muchas vueltas a su situación, decidió que a la única persona que podría contarle hoy por hoy sus penas, sus angustias y su miedo, era a ella. Se arregló un poco, un vestido fresco de color crema bajó por su cabeza, alborotando sus preciosos y rizados cabellos negros, dándole un aire exótico y excitante, hasta encajarse en su sitio, a unos dedos de los tobillos, ciñéndolo con un coqueto cinturón a juego, que llevaba una flor roja en la hebilla. Lavó su cara, arregló su pelo y se dispuso a marchar.

Vivía la dama en una enorme y hermosa casa solariega justo al lado del lavadero de la Fuente Alta. Contaba el edificio también, a su espalda, con una amplia y frondosa huerta, jalonada de frutales varios, así como un variado muestrario de flores de todo tipo.

Era viuda de un funcionario de justicia, don Narciso Robledo, a la postre, juez de paz durante muchos años en el pueblo, casi todos los de su retiro, y persona muy querida y respetada por todos.

No dudaron en ser los compadres, a requerimiento de José, ya que lo querían como a un hijo, y todos los arreglos de la casa corrían a cuenta profesional suya. Y así se llamó su hija, Ana, por la madrina y María por la madre.

La muchacha respiró ligeramente, el calor a esa hora de la mañana se dejaba notar, y la empinada cuesta desde el pueblo hasta la casa se hizo larga, pero por fin ya estaba allí. Golpeó dos veces con el pomo cromado de la vistosa puerta de dos hojas, un tanto convexas, y esperó que abrieran.

No tardó en hacerlo una mujer joven, de unos treinta años, rubia, ojos claros y piel blanca y tersa. Era Emilia, la criada.

-¡Buenos días, Ana María! ¡Cuánto tiempo! -saludó efusiva.

-Sí, Emilia, unos días por una cosa y otros por otra, la verdad es que se pasa el tiempo volando -contestó.

-Entra, sígueme, doña Ana está en la huerta leyendo; se alegrará de verte.

Bajaron unas suaves escaleras hasta llegar a un corredor amplio que desembocaba en la puerta de salida a la huerta. Todo eso lo conocía bien, de corretear de niña y pasar muchas horas de muchos días allí en la casa de su madrina.

Emilia le abrió esa puerta y allí estaba doña Ana. Podía divisarse amparada bajo un manto de sombra, propiciada por un gran naranjo, sentada en una mecedora y ojeando una revista de actualidad, que le mandaban cada mes por correo.

Era una dama octogenaria ya, maestra nacional jubilada, pero su porte y distinción, aún sentada, denotaban que era merecedora de ese titulo. Su pelo, blanco tirando a amarillento, lo recogían varias orquillas fijando el cuidado peinado. Su cara la marcaban dos salientes pómulos que casi escondían su boca. Pocas arrugas para su provecta edad, si acaso sólo algunas que produce la expresión de la dulzura, y cuerpo alto y espigado, que movían unas piernas bien torneadas, aunque algo torpes y cansadas.

Emilia le habló:

-Señora, ¿a que no sabe quién ha venido a verla?

Ana María adelantándose, saludó cortés y reverentemente a la dama.

-¡Ahijada! -contestó alegre y sorprendida dejando la revista sobre una mesa de mimbre que estaba a su lado, cogiendo su bastón de empuñadura de nácar, haciendo ademán de levantarse- ¡Cuánto tiempo! ¡No sabes lo que me alegro de volver a verte!

-¡No, no se levante usted! -le rogó la muchacha- Por favor...

-Gracias hija, a mi edad lo que menos me funcionan son las piernas, si no fuera por eso bajaría aún al pueblo y me daría largos paseos, ¡con lo que me ha gustado andar...!

-Ya se sabe, señora, que los años no pasan en balde, aunque yo la veo más joven y guapa que nunca, y además, se lo digo de verdad.

-¡Calla aduladora, ya pasarás por mi puerta! ¡Joven y guapa tú, muchacha, que estás como una rosa con sus pétalos llenos de rocío, fresca y lozana!

-Pero... quien tuvo retuvo -contestó graciosa la muchacha.

-Bueno -giró la conversación doña Ana que miraba a su ahijada fijamente a los ojos tratando de adivinar qué la traía por allí- ¿Cómo te va la vida? Presiento que algo te ocurre, las viejas sabemos leer bien las miradas e interpretarlas, y la tuya no es precisamente de alegría y regocijo.

Ana María tardó unos segundos en contestar. Mientras cogía aire acercó una silla de mimbre, cerca de la mecedora de su madrina, y se sentó parsimoniosa.

-¡Cuéntame, mi niña, el mal que te aflige tanto! Tú sabes que no quiero ver nunca en esa carita ni un atisbo de pena, pues eres muy joven aún, tiempo tendrás.

Ella se dejó caer en su regazo con los ojos arrasados en lágrimas durante unos segundos, preocupando seriamente a la anciana, que, mesándole el cabello con sus huesudas manos, trataba de consolarla.

-¡Llora hija, que llorar ayuda a desahogarse! Las lágrimas suelen arrastrar las penas y ahogarlas en el río del olvido.

La muchacha, con esas suaves palabras, se fue calmando poco a poco. El blanco de sus ojos estaba enrojecido y sus mejillas destellaban por tanta lágrima derramada.

-¡Ya estás mejor! ¿Verdad? Venga, dime qué te pasa.

-Pues verá, madrina, quiero empezar pidiéndole perdón por venir a molestarla contándole mis problemas pero, créame, después de darle mil vueltas he encontrado en usted a la única persona que puedo hacerla partícipe de mi secreto.

-¡Chiquilla -interrumpió doña Ana- a mí no me molestas! Te quiero como a la hija que nunca tuve, tanto como tu madre, y a veces hay cosas que ni ella sabe pudiéndolas saber una buena amiga, pues eso pretendo ser yo para ti, como una madre y una buena amiga a la vez, pero con la perspectiva de la experiencia que dan los años; así es que confía en mí.

-¡Muchas gracias madrina! -contestó la muchacha limpiándose la cara con su pañuelo rosa y guardándoselo otra vez en el pequeño bolsillo de su vestido, prosiguiendo.

-Estoy aturdida, presionada, confundida, me pasa algo muy gordo y no sé que consecuencias podrá acarrear. Se trata de don Álvaro, el alcalde.

-¡Don Álvaro! -exclamó la dama apoyándose fuerte en su bastón de puño de nácar- ¿Qué te ocurre con ese mal nacido?

-Usted lo ha dicho, ese mal nacido, pues no tiene otro nombre, lleva ya algún tiempo haciéndome la vida imposible. Y al principio se andaba por las ramas, pero ahora viene a por mí. ¡Figúrese, me lo ha dicho bien claro, que le gusto, que está obsesionado conmigo, que lo pone todo a mis pies si...!

-¡Canalla, mal hombre! -gritó enfurecida- Ahora comprendo tus ojos de tristeza, tus llantos y tu desazón. ¡Que mal debes de estar pasándolo! ¡Pobre muchacha!

-Y más aún porque no puedo decírselo a nadie, incluso me ha amenazado con dejar a mi padre sin trabajo, cerrarle todas las puertas y hasta hundirnos si lo cuento.

-Me lo creo, de ese cabrón no se puede esperar nada bueno.

Doña Ana era una mujer templada. Su mesura y su educación no le permitían decir tacos, pero esta vez estaban justificados. Su exasperación, al oír las palabras de su ahijada, había llegado al límite, no se pudo contener.

Y así -continuó contando cariacontecida Ana María- cada vez me está acortando más el círculo. Se inventa mil excusas para hacerme ir a su casa. La última vez allí, me agarró fuerte, e intentó besarme.

La muchacha no podía más, quería contarlo todo. Se acababa de abrir un canal de comunicación, una gran válvula de escape por donde escapaba esa presión que de haber seguido un minuto más, le hubiese partido el pecho en mil pedazos.

Se hizo un silencio espeso entre la dos. Por los pequeños y cansados ojos de la dama afloraron unas furtivas lágrimas de comprensión y de pena. Hasta los pajarillos que poblaban las ramas de los numerosos frutales, cesaron su canto, y un ligero viento que hasta entonces se dejaba sentir, dejó de mecer las trémulas hojas de un jazmín cercano, haciendo la escena fotográfica.

Las dos mujeres se abrazaron calladas. Ese silencio expresaba más que las palabras, era más sabio. Así permanecieron segundos... minutos... rotos por la llegada de Emilia, la criada.

-Perdón señora, ¿les traigo algo?

-Sí, Emilia, ¿te apetece un zumo de naranja, ahijada?

-Muchas gracias; de acuerdo, me lo tomaré.

Mientras se iba la criada, comentó la muchacha a la dama:

-Madrina, quisiera quedarme para almorzar, si usted lo ve bien, así se lo hice saber a mi madre.

-Claro hija, por supuesto. Me encantará que lo hagas, estoy muy sola, además, nos vendrá genial a las dos. Todavía recuerdo tu comida favorita, patatas a lo pobre, ¿verdad?

Ana María esbozó una leve sonrisa de aprobación, contestando:

-Sí, veo que tiene usted buena memoria.

No tardó en llegar la criada con la jarra de zumo recién exprimido y los vasos, dejándolo todo sobre la mesa.

-Gracias Emilia, puedes retirarte. Por cierto, mi ahijada se queda a almorzar con nosotros; su plato preferido son las patatas a lo pobre, disponte a prepararlo.

-Como ordene la señora, enseguida -contestó la criada haciendo la reverencia y marchándose ardilosa para la casa.

Ana María le sirvió cortés el vaso a la dama, llenándoselo prudentemente. Ambas bebieron un ligero trago, les vendría bien a sus maltrechas gargantas, algo congestionadas por el llanto. De otro trago, la muchacha se terminó el suyo. Dejándolo en la mesa se dirigió de nuevo a la dama.

-¡Ya ve, así están las cosas! Yo, una muchacha decente y en mi sitio. ¡Qué habré hecho para merecer esto!

-Nacer guapa, Ana María, y eso en una mujer es la más dura de las profesiones, no lo olvides. Trata de sobrellevarlo y aprende a convivir con ello para poder sobrevivir en este áspero y machista mundo.

-Pero... ¡es que estoy perdida, no sé qué hacer! ¡Ese desplante, y el desprecio que le hice en su casa...! ¡Me lo va a hacer pagar, seguro!

-No te oculto, sin preocuparte más de la cuenta, que ese hombre es el más rico y poderoso del pueblo, quizás de la comarca. En sus manos tiene armas para destruir a cualquiera, y mucho más guiado por los consejos de su pérfida hermana. Lo peor que podía haberte pasado es que ese bastardo se fijara en ti, pero uno no elige esas cosas, aún así no quiero que te vengas abajo. Tú eres fuerte e íntegra, tendrás que luchar a brazo partido en desigual lucha, pero también hay cosas que él no se puede saltar a la torera por muy alcalde y rico que sea.

De momento estate tranquila, pero vigilante, has hecho bien en no contárselo a nadie aunque sufras mucho por ello, por ahora es lo mejor, lo más prudente y seguro. No dudes en tenerme informada de todo lo que te suceda y si la cosa se desborda ya sabremos que hacer. ¡Cuenta conmigo, yo te apoyaré hasta el final! Confía en mí.

Las dulces palabras y los sabios consejos de la dama, acabaron levantando sus maltrechos ánimos. Se sintió liberada, feliz, confortada; veía las cosas de otro color. Sentía ganas de acariciar la vida de nuevo y hasta la mañana le pareció más radiante.

El almuerzo fue largo y entretenido. La hora de marcharse llegó para la muchacha, no sin antes haberle cogido un ramo de tiernas azucenas a su madrina para que lo depositara en el hermoso jarrón de su sala de estar. Con un abrazo de madre a hija se despidió de ella, prometiéndole volver pronto.

En la cuesta de bajada hacía el pueblo, cerca de donde pasaba, se encontraba esa tarde el alcalde con un miembro de la corporación inspeccionando un solar que acababa de adquirir el Ayuntamiento. Aunque don Álvaro estaba inmerso en sus cosas, al volver un momento la vista hacía un lado, le pareció haber visto pasar como un relámpago a la muchacha. No sabía si había sido real la visión tan fugaz o que verdaderamente su subconsciente le había traicionado y la veía ya en todos lados, tal era su obsesión por ella.

Ana María lo vio, vaya si lo vio, y por eso voló la cuesta abajo tratando de pasar lo más rápido e inadvertida por el lugar. Al llegar a su calle, jadeante aún por la carrera, oyó una voz a sus espaldas que le resultó muy familiar, era la de Julia.

-Prima, hija, ya esta bien, llevo todo el día esperándote. Tu madre me dijo que estabas en la Fuente Alta, en casa de doña Ana.

-Así es, he estado almorzando con ella, hacía tiempo que no pasaba el día allí. ¡La pobre... se encuentra tan sola...!

-¡Vale, vale, yo también estoy sola y además tengo que hablar contigo!

-Vente a mi casa y me cuentas. Jugaremos después un rato con Tiznón. ¡Ya verás qué grande está y qué pelo más bonito se le ha puesto!

-Venga, de acuerdo primilla.

Entraron las dos en la vivienda. Su madre no estaba, habría salido para hacer algún recado. Las muchachas pasaron directamente al cuarto. El perrito se deshacía en cabriolas al verlas entrar, ladrando juguetón.

-¡Tiznón, bonito! -exclamó Julia mientras trataba de acariciarlo.

-¿Te has fijado en lo que ha crecido? -le preguntó a su primilla entusiasmada.

-Sí, está precioso -contestó- ¡y además lo tienes tan limpio!

En ese momento, en la calle, sonaron los cascos de una caballería acercándose y una voz machacona y soez que iba pregonando:

-¡Tomates! ¡Buenos tomates de la vega! ¡Baratos señora, vamos que se va el tío y no viene otro! ¡Tomaaates!

Julia, tan guasona como siempre, tiró del brazo de su prima, llevándola hasta la ventana que tapaba una vieja persiana. Algo tramaba. Su mente no podía estar quieta unos segundos. Cuando el vendedor se acercó aún más con su mulo cargado de rojos tomates que portaban dos capachos y quedó a la altura de la reja donde estaban las muchachas, volvió a pregonar:

-¡Señora, buenos tomates, baratos y buenos, tomaaates!

En ese momento, con voz fuerte gritó Julia parapetada detrás de la ventana:

-¿Y por qué los cargaste?

El vendedor se quedó unos segundos callado, sorprendido. Giraba su cabeza para todos lados, tratando de averiguar de dónde provenía la voz. Como no vio a nadie ni escuchó nada más, siguió con su cantinela...

-¡Tomates, buenos tomaaaates...!

De nuevo la misma voz socarrona de antes se dejó oír:

-¿Y por qué los cargaste?

El vendedor, con la cara roja de ira, no se contuvo más y echándose mano a la bragueta, mientras miraba hacía todas las ventanas, gritó:

-¡Los cargué porque me salió de aquí, de aquí! -y con aspavientos se cogía los testículos hasta hacerse daño.

Las muchachas no pudiendo reír más, se tiraron al suelo pataleando. Hasta la barriga les dolía ya de tanta risa. Y Tiznón, queriendo unirse a la fiesta, saltaba y daba cabriolas sin parar de ladrar.

-Primilla -le dijo Ana María casi sin poder respirar y con lágrimas en los ojos- ¡eres el demonio en persona pero me divierto mucho contigo y con tus bromas! ¡Tienes unas ocurrencias! ¡Pobre hombre, cómo se echaba mano ahí...! ¡Qué bicho eres! Como aquella vez que venía un recobero comprando gallinas y tú le preguntaste si compraba también las tuertas ¿te acuerdas? y él contestó ingenuo que eso era igual, que las compraba todas, tuertas y derechas...

-Sí, me acuerdo -contestó entre grandes risas todavía.

No podían más, y por fin pararon. Cuando se hubieron serenado un poco, Julia le comentó:

-Oye, venía a decirte que desde mañana voy a trabajar en la partidora de almendra que pone todos los años Ángel. Se cobra poco, a razón de seis reales por arroba de almendra malagueña partida, y el trabajo es muy repetitivo y cansado pero se pasa muy bien, pues al ir muchas mujeres del pueblo, allá que acuden los mozuelos detrás, por las tardes, a liarse su cigarro y hablar con ellas. Y hasta algunos las ayudan a partir aunque esto no le gusta mucho a Ángel, que dice que las entretienen. ¿Por qué no te apuntas tú también? Conmigo vas a estar divertida.

-¡No, si eso no hace falta que me lo jures, bicho! Hablaré con mis padres a ver qué les parece.

-Vale, ya me tengo que ir, pues mira la hora que es con las bromas.

-¡Uy, sí! -comentó Ana María al abrir la puerta de la calle- Ya casi es de noche.

A lo lejos divisó a sus padres acercándose a casa. Andaban juntos calle arriba, tranquilos, contentos. José venía contándole a la mujer que las obras del Ayuntamiento se alargarían más de lo previsto y eso les llevaría hasta el mes de enero como mínimo.

-¡Figúrate, María, tres meses más! ¡Es estupendo!

-Marido, me alegro mucho.

Les notaba unidos, felices. Tiznón salió a recibirles meneando ágil su rabito y manteniéndose a ratos erguido sobre sus patas traseras, como queriendo, de un fuerte salto, llegar a los brazos de sus amos.

La cena fue frugal, austera, como correspondía a una familia pobre, pero llena de unión y cálidas miradas de amor.

El huerto olía esa noche a membrillos maduros, con su aroma profundo y envolvente. El cielo estaba precioso. Una ligera brisa, presente toda la tarde, jugueteaba y se enredaba en los bonitos cabellos de la muchacha, que, momentos antes, con la mirada cómplice de su madre, había bajado a él.

La luna, esa mágica y misteriosa luna de verano, iluminaba su rostro, como queriendo resaltar su también mágica belleza. El marco era incomparable para un encuentro de amor que no tardó en producirse.

Los chasquidos de pisadas en el suelo le hicieron mirar instintivamente hacía el sitio en el que apareció la figura espigada de Miguel en esos instantes.

Los dos se miraron a corta distancia. Sus ojos se hablaron. Sus corazones latían con fuerza, con tanta, que ambos podían oír los latidos del otro. Por fin se unieron y se besaron dulcemente.

-Ani...

-Chss, calla -le susurró ella- ¿Has visto qué bonita está la luna esta noche? Es como si nos observara, tan quieta y callada, hasta parece bendecir nuestro amor, ¿verdad?

-Así lo parece Ani, me encanta que seas tan romántica, y además estás muy poética esta noche, ¡a ver si me vas a quitar el puesto! -contestó el herrerillo sonriendo.

-No Miguel, yo nunca sabré escribir cosas tan bonitas como tú; simplemente, a veces dejo que hablen el corazón y mis sentimientos más profundos.

-¡Y te parece poco! ¡Ya se contentaría la pluma con poder tener las palabras que le sobraran al corazón y a los sentimientos!

-Yo estaré poética esta noche, pero tú estás muy profundo...

Él la miró. “Para profundo –pensó- la profundidad de sus bellos ojos azules, el amor que siento hacía ella...”

-¿En qué piensas? Te has quedado muy callado.

-En ti Ani, estaba mirando tus ojos y pensando qué sería mi mundo sin ti, si podría seguir viviendo y si tendría sentido mi vida.

-Miguel, nadie nos va a separar, ¡no consentiré que ningún mal na...!

Calló bruscamente. Había estado a punto de cometer una tontería, de escapársele alguna palabra que pusiese a Miguel en aviso sobre lo que estaba pasando. El subconsciente estuvo cerca de traicionarla, era demasiada la presión, alguna fuga era irremediable.

Él al parecer no lo había notado. Ella respiró aliviada, al percatarse, cambiando rápido de conversación:

-¡A ver cuando me terminas de leer los versos que hiciste para mí! Estoy deseosa de escucharlos hasta el final.

-¡Claro, claro! Pero más que leértelos te los voy a recitar, pues los llevo aquí, en mi cabeza, ya que expresan lo que más me gustaría que fuese verdad.

Miguel cogió la mano de su amada y mirándole fijamente a los ojos, le recitó:

Y el jazmín de mi ventana,
viendo mi cara de amante,
me murmura: No estés triste,
ella te quiere, ¿lo sabes?

Dos gotas de rocío asomaron a las pupilas de la joven rodando rápido por sus encarnadas mejillas hasta perderse en sus rojos labios. No podía hablar. Él, después de unos momentos de silencio, le comentó:

-Me da la impresión de que te ha gustado y ojala sea verdad el último verso, con eso me harías el hombre más feliz de la tierra.

-¡Es verdad, Miguel! ¡Es verdad, te quiero! -contestó ella abrazándolo fuerte- ¡Por favor, cuida de mí, tengo miedo de que pase algo que nos separe...!

-No seas tonta, mujer -contestó el herrerillo algo extrañado- nada ni nadie nos va a separar nunca, ¿por qué dices eso? Por lo pronto mañana sí me separo de ti -continuó hablando, ya distendiendo el momento, que se empezaba a poner algo tenso- pues nos vamos como te dije, a la fiesta cortijera de San Miguel, espero pasármelo bien, aunque sin ti...

-No te preocupes hombre y procura ser muy feliz en tu día y divertirte mucho en la fiesta, pues sabiendo eso yo lo seré también.

La luna estaba ya en el cenit cuando se despidieron. Las estrellas se escondían ante su luz arrebatadora, los grillos, más abajo, comenzaron su monótono concierto y en el ambiente seguía flotando el profundo y envolvente olor a membrillos maduros.

-¿Que te queda Miguel? -le preguntó su hermano Antonio asomándose a la habitación- ¡Venga, que son las once y tenemos dos horas de camino hasta la cortijada! Ya sabes que nos esperan al mediodía para compartir una gran sartén de migas con todos los asistentes a la fiesta cortijera.

-Ya estoy hermano -le contestó el herrerillo mientras se ponía el chaleco y se enfrascaba la gorra- cuando quieras.

Salieron ambos a la calle. Dos mulos tordos los esperaban pacientes en la puerta amarrados a sendos goznes de la fachada. Les soltaron los cabestros y de un brioso salto subieron a sus lomos para, momentos después, tomar la senda de los espinos, que les conduciría a la salida del pueblo.

El día se presentaba muy caluroso. El sol caía con justicia sobre ellos y las pisadas toscas de las bestias levantaban una polvareda seca y asfixiante sobre la dura tierra. El camino se empinaba, serpenteando entre almendros, higueras y olivos. Las retamas de cuando en cuando molestaban al paso de los caminantes y el olor a tomillo y romero se dejaba notar en un aire que surcaban verderones y jilgueros.

Los arrieros que se cruzaban en su camino saludaban a su paso y a veces se paraban en alguna sombra a liar un pitillo con Antonio preguntándoles hacía dónde se dirigían.

Algo pasada la una y media de la tarde dieron vista a la cortijada. Era grande, con un agrupamiento mínimo de diez o doce casas, todas de dos plantas si exceptuamos los corralones, bien encaladas y con tejados de launa y chimeneas de teja de la zona.

El camino pasaba justamente por el medio. Se dirigieron a la casa de Sebastián, la de la era grande, lugar donde ya se notaba a lo lejos el gentío y el bullicio de los cortijeros. El anfitrión les vio llegar y acercándose una vez bajados de las caballerías, les saludó con agrado, indicándoles la puerta de los corrales donde encerrar a las bestias.

Aquello estaba muy concurrido, quizá más de lo que esperaban. Sobre la era habían puesto un gran toldo, que utilizaban para la recogida de las aceitunas, a modo de sombraje. Los hombres ocupaban la parte derecha de la era, junto a una mesa matancera, que sostenía una cubilla de unas cinco arrobas de buen vino de la tierra.

Alguno rasgaba una guitarra y otro se arrancaba por fandangos, el ambiente era genial. No tardaron en estar probando ese maravilloso caldo que le ofrecía generoso el bueno de Sebastián. Aquello era mistela.

Al poco rato, la mujer del anfitrión llamó a la concurrencia, dando fuertes golpes con una rasera al culo de una vieja sartén y gritando a la vez, con su pañuelo de pico anudado en la cabeza, mientras se limpiaba el sudor que le corría generoso por la frente, con su delantal:

-¡Vamos, que el rancho está listo y se enfría!

Todos los asistentes, con la cuchara en la mano, y como si de un ritual se tratase, se sentaron en el suelo alrededor de la gran paila de humeantes migas de harina de maíz. Era grandísima, a Antonio le recordaba a la que ponían en los montes allá en la siega y en la cual podría comer un regimiento.

Las migas se acompañaron de tropezones, trozos de engañifa, longaniza, morcilla, pimientos fritos y, como no, el tan fresco y deseado gazpacho, con su tomate, su pepino, su vinagre y su sal.

El buen vino cortijero corría sin miseria ayudando a pasar bien la comida por las gargantas de los comensales. Y entre ruidos de cucharas, risas y chascarrillos se pasó ameno y agradable el copioso almuerzo. De postre se sirvió cuajada de almendra y roscos de anís.

Mientras que las hacendosas mujeres lo retiraban y limpiaban todo, los hombres se liaban su pitillo entre charlas sobre las cosechas y el tiempo, pasando la sobremesa.

Las jóvenes se adentraron, mientras tanto, en un olivar colindante a la era donde un gran olivo centenario les daba sombra y frescor. Sobre una de sus grandes ramas se hallaba construido un hermoso mercedor, que las mozas utilizaban para su diversión por turnos al estar muy solicitado.

Sobre él subida se hallaba Candela, la joven que le gustaba a Antonio. Muchacha bien parecida, de cimbreante y garboso cuerpo y risueños ojos. No se atrevía a tirarle los tejos, quizá debido a lo que le parecía a él una diferencia de edad insalvable, aunque en realidad los diez o doce años que pudiera llevarle, no se antojaban demasiados, por lo menos, ella lo miraba también con cierto interés.

La muchacha se elevó al aire, en un fuerte vaivén que le propiciaron los empujones de sus amigas, haciendo que los pliegues de su ancha falda volaran rumbosos hasta dejar ver sus blancas enaguas, mientras cantaban:

Esta es la más chica,
esta es la más grande,
esta es la que llega
a la puerta del tío grande.

Más allá, en la misma finca, las viejas, recostadas sobre el duro y rugoso tronco de un frondoso olivo, hacían gala de sus experiencias, recordando vivencias y anécdotas pasadas y sufridas a lo largo de sus largas y azarosas vidas.

La tarde ya había refrescado. Los músicos estaban sentados en círculo mientras afinaban sus respectivos instrumentos. A la guitarra estaba Antonio el de Tomasa; a la bandurria, Sebastián, el anfitrión; al violín, Jesús el Molinero y a los platillos, Gabrielillo, el niño. Todos trataban de poner su instrumento de cuerda al mismo tono.

Los copleros rondaban de pie, cerca de los músicos, observando el quehacer de estos. Las mujeres ya se habían colocado, mientras tanto, en hilera, sentadas todas en sillas de enea, ataviadas con sus vestidos típicos, y con sus ágiles manos calentaban los palillos.

El jaleo era indescriptible y un tanto anárquico en esos momentos pero, de repente, en un mágico instante, todos esos sonidos dispersos que pululaban cada uno por su lado en el ambiente entraron en armonía, se sincronizaron y se sometieron a un orden. Y el aire se llenó de notas y sonidos bellos y armoniosos.

Sebastián dio el toque de entrada. Era importantísimo que todo, tanto música como voz, empezaran a una, pues de lo contrario, cualquier retraso por parte de los músicos o del coplero, podría hacer que se tuviese que empezar de nuevo. Todo empezó al unísono. Los tocaores se arrancaron con las notas de las mudanzas, baile que se ejecutaba por parejas o grupos de muchachas.

Antonio estaba ya bailando con Candela. Daba saltos prodigiosos alrededor de ésta, con una flexibilidad y una destreza consumadas. Ella le seguía el baile tocando unas castañuelas adornadas con cintas multicolores de seda, que a sus movimientos enérgicos, se rizaban, dibujando en el aire caprichos de colores.

Su vestido era elegante. Una blusa blanca de algodón, de mangas largas con encajes en puño y cuellos. Sus hombros los tapaba un precioso mantón alpujarreño, bordado con muchas flores. Su falda era lisa, bordada primorosamente en pura seda. Puchos hasta la rodilla, de tela blanca con pasacintas de colores y alpargatas de esparto.

Él también iba elegante, con su pantalón negro, fajado a la cintura por un gran fajín rojo. Su camisa blanca impoluta y sin cuello, chalequillo oscuro de pana abotonado, pañuelo al cuello. Completaban la indumentaria medias gruesas de hilo blanco y toscas alpargatas.

La era estaba llena de parejas. Todas marcaban el compás con precisión. Los bailarines se provocaban, huían y se perseguían mutuamente, y, cuando giraba fuerte la bailaora, su falda cogía un gran vuelo, hinchada de aire, que dejaba ver sus blancas y bordadas enaguas.

La voz rasgada y el grito remarcado del segundo coplero, que no era otro que Antonio, se dejó notar en la era. Se arrancó con unas coplillas muy populares:

Yo me iré a tierra extranjera,
sólo por verte vendré,
cruzaré la mar serena
y por ti preguntaré,
bella flor de la canela.

Vivo tan enamorado
de tu hermosura y belleza
que no me lleva cuidado
de entrar contigo a la iglesia
y arrodillarme a tu lado.

Antonio, mientras cantaba, miraba a Candela, como diciéndole que todo eso era verdad, que lo sentía muy adentro. Ella también lo miraba, quizá se entendían sólo con la mirada y pensaran los dos lo mismo…

Y el coplero prosiguió:

Tú que eres la alegría
he venido por mirarte,
prenda del alma querida,
que al llegar a ser tu amante
¡qué dicha sería la mía!

Con la lunita de enero
te he comparado mil veces
por ser la luna más clara
que tienen los doce meses.

Eres rubia encantadora
del color del carmesí,
aquí tienes quien te adora,
quien se derrite por ti
y en gotas de sangre llora.

Después de esta última copla se hizo por parte de todos un pequeño descanso, había que refrescar las secas gargantas. Miguel estaba delirando de lo bien que se lo estaba pasando en una fiesta cortijera, a la que no había asistido en ninguna ocasión. Veía contento a su hermano cómo rondaba ya sin tapujos a la rubia y bella Candela.

El vino corría por doquier. Las mujeres pasaban mientras tanto, unos platos de tapas de todo tipo, longaniza, jamón, queso. Había que reponer fuerzas para seguir dando batalla.

Pasaron así todos un pequeño rato, entre risas y bullicio, y de nuevo Sebastián volvió a dar la entrada. Un nuevo coplero arrancó el fandango del robao.

Cuando la guitarra siente
el golpe del tocador
es madera y no lo siente.
¿que será de mi corazón
que está sentenciado a muerte?

En los montes más copiosos
que tiene mi Andalucía
mataron a un hombre mozo
tan sólo porque decía
¡vivan los cuerpos garbosos!

La noche tocaba ya a la puerta de esa tarde tan inolvidable y maravillosa. Miguel se acordaba de su Ani, ¡qué bien lo hubiesen pasado juntos, allí, en esa fiesta los dos! Pues de este modo, y aunque se estaba divirtiendo, no era igual sin ella, y más, viendo tantas parejas de enamorados que se cortejaban.

La música cesó y con ella el baile y el cante, marchando todos hacía el porche de la casa del anfitrión, donde en un pequeño y cóncavo nicho se albergaba una talla policroma, en madera de encina de casi un metro de altura, del patrón de la cortijada a la cual daba su nombre, como era San Miguel. Y allí, a sus pies, depositaron las mujeres un gran ramo de flores frescas del campo, con su gran aroma y colorido, honrando así, de una manera reverente y devota al querido patrón.

Andrés, el medianero de don Álvaro, se arrancó con una quintilla dedicada al santo entre el fervor y el silencio:

A San Miguel el patrón
de esta bella cortijada
pedimos con devoción
en esta noche estrellada
que nos dé su bendición.

Todos aplaudieron con fe, deseando se cumplieran los buenos deseos del trovero, mientras la noche terminó de cerrarse.

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