martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo X LA PROPOSICIÓN. ENTIERROS DE PRIMERA Y SEGUNDA.

De los cuatro días que habían pasado ya del mes de noviembre, dos llevaba José en cama, a vueltas con la herida en la ceja que le produjera la pelea. Se le había infectado, a consecuencia del polvo y de la suciedad en la obra, y no presentaba buena espina. El enfermo aparecía con la parte izquierda de la cara bastante hinchada y de un color morado tirando a negro, por un fuerte derrame, pues a pesar de su dureza y su aguante, no había tenido más remedio que sucumbir ante los consejos de su mujer y la evidencia de la infección. Además, el trastorno y los mareos que le aquejaban hacían que, al estar subido casi todo el día en el andamio, se acrecentara el peligro de una mala caída.

Aparte de la preocupación de ver en ese estado a su marido, se le sumaba a la pobre María la cuestión económica, pues el poco dinero que aún les quedaba se lo estaba llevando el médico en cada visita. Con todo, ella trataba de ocultar, en la medida de lo posible, la tremenda situación a su hija, aunque, como ésta no era tonta, se percataba muy a las claras del infierno por el que estaban pasando sus progenitores. Veía a su padre sufrir mucho, sin poder aportar un real a la casa, y eso le martirizaba.

Con esos pensamientos estaba, haciendo faenas en la cocina cuando oyó tocar a la puerta. Se secó un poco las manos con el mandil, se alisó el pelo y salió a abrir. Al otro lado se encontraba una chica de unos veinte años, pequeña y coqueta, que María conocía muy bien, era Eloisa, la camarera de doña Loreto. Se extrañó mucho verla por allí. Pensó que quizás don Álvaro se habría cansado de la baja de José e iría a decirles que ya tenían a otro. Pues ni por un momento, pudo sospechar que la cosa iba por otro camino mucho más distinto y peligroso y que estaba a punto de caer en una trama de consecuencias imprevisibles.

-¡Buenos días, Eloisa! ¿Qué te trae por aquí?

-¡Buenos días, María! Verá usted, me manda doña Loreto para pedirle que, en cuanto pueda, se pase por su casa, pues le urge hablarle de un asunto importante.

-¡Gracias muchacha! Dile que después del mediodía, en cuanto lo deje todo arreglado, me pasaré por allí sin falta.

-De acuerdo, así se lo haré saber a mi señorica. Hasta luego entonces.

-Adiós, hasta luego -contestó María mirando pensativa a la muchacha mientras bajaba a buen paso la empinada cuesta. Cerró después la desvencijada puerta, sumiéndose en un mar de cavilaciones acerca del extraño llamamiento.

Ana María estaba en la partidora de almendras. Cuando llegara al mediodía se lo haría saber, a ver qué opinaba ella. José dormía en esos momentos gracias a la medicación administrada por don Felipe.

No lo quiso molestar, había pasado mala noche. Lo miraba feliz cómo descansaba. Le ponía muy triste verlo enfermo, él era su amor, el hombre que la había hecho mujer, el padre de su hija. Lo necesitaba mucho ¿qué haría ella si le faltase algún día? ¡No quería ni pensarlo!

Aprovecharía el momento, mientras tanto, para llegarse al Auxilio Social y traerse algo sustancial para poder hacer un pobre almuerzo. Serían ya sobre las dos de la tarde cuando volvía con el rancho en su negra y quemada olla de porcelana y llegaban casi a la par Angelitas y Clara, que venían de la partidora, comentándole a la mujer:

-María, nos ha dicho su hija que se ha ido a almorzar a casa de Julia, que no la espere usted.

Ana María, en realidad, se comería unas almendras de las que partían para así engañar a su maltrecho estomago, que rugía sin parar. Era una buena hija, prefería que no les faltase la comida a su madre y a su padre enfermo. Ella podía apañarse

Durante el almuerzo María le comentó a su marido la visita que había tenido por la mañana. José se extrañó, no intuía a qué podría deberse, lo achacaba a algo relacionado con la obra o su enfermedad. ¡Qué lejos estaba también de adivinar la verdadera causa de ella!

María se puso un vestido discreto y algo pasado de moda, que era lo más decente que tenía en su desierto armario. Lavó su cara con jabón en una zafa que descansaba sobre un viejo zafero sin espejo, peinando después las abundantes canas que teñían de plata sus cabellos, echándoselos para atrás, hasta configurar su secular moño, y se dispuso a partir hacía la casa del alcalde.

-José, me voy -le dijo a su marido, que volvía a la cama mermado bastante por las medicinas -la niña no tardará en llegar, pues me dijo que esta tarde la pasaría contigo para cuidarte y darte ánimos. Marido, ¡qué bendición de Dios es nuestra hija! ¿Verdad?

José no contestó, la emoción ahogaba su garganta y dos lágrimas asomaron por sus pupilas resbalando lentas por sus maltrechas mejillas mientras la sentía alejarse.

La tarde, aunque soleada, estaba fresca como correspondía a ese mes del año. María se pertrechó su toca negra de lana, encogiéndose de hombros, mientras caminaba despacio. No tardó en llegar. Le abrió la puerta, bien uniformada, la simpática y agradable Eloisa.

-¡Buenas tardes María! Siga, por favor, detrás de mí al salón, que enseguida vendrá doña Loreto.

Esperó unos minutos de pie, junto a un gran sillón orejero, su llegada. Estaba triste por la situación de su marido y si encima ahora le daban malas noticias de la obra, peor que peor, aunque creía que esas cosas debería decirlas don Álvaro y al parecer quien iba a hablar con ella era su hermana. No acertaba a entender que se traían entre manos los dos.

María notó un olor suave y sofisticado que precedió a la majestuosa entrada de la dueña de la casa, empujada en su silla de ruedas por Eloisa, que la condujo hasta la esquina de la gran chimenea que dominaba el salón. Hasta allí fue a saludarla, haciéndole la reverencia.

-Buenas tardes tenga usted, doña Loreto, creo que me había mandado llamar esta mañana y aquí estoy, como ve, sin tardanza.

Ella no contestó aún. La miraba de arriba abajo, moviendo su cabeza en el mismo sentido, preguntándose si la cosa iría a funcionar. Pero el paso ya estaba dado, no habría vuelta atrás.

-Pues verás, María -comenzó la señorica sin ni siquiera invitarla a que se sentase- como sabes estamos muy apenados por la desgraciada desaparición de nuestra querida Isabel, pero la vida sigue y el vacío que ha dejado en esta casa debemos de volver a rellenarlo. Las necesidades diarias así nos lo reclaman. Aunque tampoco puede hacerlo cualquiera. Necesitamos una persona de buenas referencias, honrada y fiel, trabajadora y con experiencia, que sepa tomar las riendas de una casa tan importante y sepa, también, estar a esa altura.

María la miraba atónita y perdida, “¿A dónde quería llegar? ¿No le estaría queriendo decir...?”

-Así -prosiguió hablando la señorica- que mi hermano y yo, después de darle vueltas y sopesar los pros y los contras, hemos llegado a la conclusión de que tú eres la persona idónea para el puesto vacante de ama de llaves en esta casa.

La aludida se quedó blanca como el papel. No esperaba oír jamás esas palabras. Aquello podía ser el fin de las penurias de su familia. Tardó en reaccionar. La señorica le concedió ese tiempo pidiéndole, ahora sí, que se sentase. Por fin, aunque con palabras atropelladas, pudo exclamar:

-Pero... doña Loreto, aunque usted y su hermano me honran con esa proposición creo, y es mi deber decírselo, que no estoy a la altura de una casa de esta envergadura. Y no es por temerle al trabajo, pues no he hecho otra cosa en mi vida, pero tengan también en cuenta, que soy una humilde y pobre mujer con un marido y una hija que atender...

-Lo sabemos -contestó la señorica haciéndose cargo- ya te comenté antes que habíamos pensado en todo. No te preocupes, las cosas se pueden solucionar. De momento sólo te pediríamos una jornada de mañana a la noche y para dormir te irías a tu casa. Incluso si en las horas de trabajo tuvieses algún problema allí, te podrías ir sin miedo y luego volver. Además, no tengo que decirte lo que esta oferta, caso de que aceptes, supondrá para el bienestar de los tuyos, no olvides eso, pues estando con nosotros no dudes de que las faltas que ahora tenéis, que lo sé bien, desaparecerían de la noche a la mañana.

La señorica no quería dejar escapar esta oportunidad, que se le fuera de las manos, por eso limaba con habilidad y astucia todos los contratiempos y peros que pudieran surgir convirtiéndolos en soluciones y así terminar de convencerla.

María, enterada ya de las intenciones de la visita, estaba ahora más perdida que nunca y miles de dudas y preguntas la asaltaban, “pero... ¿a qué viene que se fijen en mí, a mi edad, los dueños de la casa más poderosa del pueblo?” Seguramente habría muchas mujeres más preparadas que ella, no lo entendía.

Doña Loreto la vio muy callada y pensativa y aquello no era bueno para ella por lo que pasó rápidamente al contraataque, dándole en su ego personal y en su fibra.

-Verás María, mujeres como tú no se encuentran en este pueblo, créeme, nos hemos informado bien. Que sepan coser tan bien como tú, lavar, ser ordenada y trabajadora, educada y poco amiga de chismes, que eso para una casa respetable como esta es cosa importante. Además -prosiguió la señorica mirándola fijamente a los ojos- aún no hemos hablado de lo que percibirías de sueldo para ti y para tu necesitada familia, que eso tampoco debes de olvidarlo. ¡Mira al pobre de José cómo lo tienes en casa y mi hermano, de buena fe, no ha querido echarlo, pues es un buen trabajador y ahora que está en una situación mala no quiere hacer leña del árbol caído, prefiere esperar a que se recupere para que pueda volver de nuevo a ese puesto de trabajo que le tiene guardado. Como ves, ahí tienes una prueba de nuestras buenas intenciones.

La mujer no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Sabían de ella, al parecer, mucho más de lo que ella misma creía. Lo habían calculado y estudiado todo para no recibir un rechazo y lo habían encaminado para que la única opción pasase por tener que decir sí al ofrecimiento. Luego no tuvo, por menos, que aceptar y dar las gracias por todo ello.

-Se lo agradecemos enormemente, señorica, ¡no sabe usted cuanto! pues antes con las obras y ahora con esto nos están quitando muchas hambres y mi familia y yo somos agradecidos.

María hablaba ya más confiada y segura, preguntándose para sus adentros “¿Y por qué no? ¿Por qué no puedo yo ser la elegida para el cargo de ama de llaves de esta gran casa y sacar a mi familia de la miseria y de las privaciones que padecemos? ¿Quién le puede quitar ese deseo a una madre?”

Doña Loreto supo qué se le estaba pasando por la cabeza en esos instantes a María, lo leía en el brillo de sus ojos, y la remató.

-Y como te decía, si entras a nuestro servicio te daremos cinco reales al día y además en confianza que de todo lo que te falte, patatas, tocino, carne... en fin, cosas de primera necesidad, puedes llevártelas a tu despensa, pues aquí como sabes, nos sobra de todo eso.

Se rió con malicia y orgullosamente al decir esas palabras, como dando cuenta de su poderío y grandiosidad frente a la indefensa y pobre mujer, que nada tuvo que oponer ante el generoso ofrecimiento sino bajar la cabeza en señal de deuda y agradecimiento.

Doña Loreto la despidió llamando a Eloisa y comentándole, que hiciese con su familia las oportunas diligencias, pues urgía que se incorporase prontamente al puesto.

Ella sabía que ya no habría vuelta atrás, que ese ofrecimiento estaba amarrado, y que no habría podido negarse, no la habrían dejado. Esto llegó a asustarla un poco. Salió de la casa. Necesitaba respirar algo de aire limpio. Se ahogaba allí dentro. Su cabeza daba mil vueltas sobre el eje de la proposición. Decidió, antes de ir a casa, dar un paseo hasta la ermita de San Antón.

El camino que salía del pueblo y conducía hacía ella como paseo era precioso y en esta época del año el manto verde de los montes confería al paisaje unas notas bucólicas y románticas. Jalonaban el camino, unos frondosos olivos, que mostraban orgullosos sus cuajados frutos, como una madre muestra orgullosa a su hijo recién nacido entre sus brazos. Los desnudos almendros y las verdes cañaveras, agrupadas en cientos, moviéndose al empuje del viento, terminaban de rellenar el paisaje.

Y allí estaba María, debajo del arco de medio punto de la antigua edificación, de pequeñas dimensiones, blanca, de cal moruna y rojas tejas, que distaba del pueblo aproximadamente un kilómetro en dirección este. Impasible y paciente, le aguardaba la imagen de dicho santo, que una vez al año honraban con una misa en su honor y durante los meses de marzo a diciembre soltaban un pequeño cerdo por las calles del pueblo para que fuese alimentado por sus habitantes hasta hacerse grande y, después, rifarlo entre todos, aprovechando los beneficios para el mantenimiento de dicha ermita.

Ana María acababa de llegar en esos instantes a su casa, entrando directamente al cuarto de su padre, creyendo encontrar allí a los dos, pero sólo estaba él.

-¡Buenas tardes padre! ¿Cómo se encuentra?

-Estoy bien, hija, sólo me noto un poco de tirantez en la cara pero es normal, así me lo ha dicho don Felipe. Hasta que no se pase la hinchazón estaré así.

-Pero será por poco tiempo, padre; usted es fuerte y joven aún y muy luchador, ¡verá como en pocos días está de nuevo en la obra!

-No sé, hija no sé... -exclamó ligeramente abatido.

-¿Por qué dice eso? -preguntó extrañada Ana María.

-Verás, han llamado a tu madre a casa de don Álvaro. Quieren hablar con ella y mucho me temo que es para decirle que ya no cuentan conmigo en el trabajo.

La muchacha se sobresaltó al oír aquello. Un raro presentimiento corrió por su cabeza. Su madre en casa de don Álvaro... aquello no debía de ser bueno. Por las obras no sería el llamamiento, de ello estaba segura. Entonces...

-¿Pasa algo, hija? -preguntó José preocupado- te has quedado tan callada...

-No es nada. ¿Y cuándo se fue?

-Después de almorzar, ya debería de estar de vuelta, pues son... -se incorporó ligeramente en la cama, sacando de la mesita de noche su reloj de bolsillo, con una larga y brillante cadena, que fuera de su padre, para mirar la hora- Sí, ya debería estar aquí, son las seis y media.

-Bueno -contestó la joven- mientras iré encendiendo el rincón. Vaya levantándose para darse un calentón que la tarde está fría.

Allí estaba el perrito, sobre el apagado rescoldo de la cocina, haciendo honor a su nombre. Levantó sus pequeñas orejas al oír llegar a su ama, moviéndole ligeramente el rabo y levantándose algo lento.

-Hola Tiznón, ¿todavía duermes? Estoy triste, ¿sabes? -le habló a su perrito como consolándose con él- No me gusta la visita de mi madre a esa casa, no me gusta; algo se nos viene encima y no es nada bueno, te lo aseguro.

El animal la miraba con las orejas de punta y un leve ruido salía de su garganta, sin llegar a ser un ladrido. Parecía entenderla.

Las llamas se alzaron altas en el rincón mientras ponía sobre el fuego las estreves. Haría una sopa de fideos que les calentase el cuerpo. María no tardó en llegar:

-¿José te has levantado, cómo estás? -preguntó al verlo junto al fuego.

-Bien, mujer, la cama me mata; no estoy acostumbrado a estar tanto tiempo en ella, pero... cuéntame, ¿para qué te querían? -preguntó impaciente.

-Madre -preguntó sofocada Ana María queriéndose adelantar a su respuesta- me ha dicho padre que había ido usted a la casa del alcalde, mandada llamar por él.

-Sí, hija, y me han dejado de piedra. ¡No os podéis imaginar la proposición que me ha hecho la señorica!

José la miraba perdido. Ana María ni la miraba. Imaginaba lo peor, lo que no hubiera querido escuchar nunca, las más duras palabras, y ahora las iba a escuchar de labios de su propia madre, era atroz.

-¡Pues me ha pedido -continuó María- que sea ni más ni menos, su nueva ama de llaves...!

-¡Pero... mujer y cómo es eso! -preguntó atropelladamente José- ¿Cómo han podido ofrecerte ese puesto a ti? Creía que era por lo de las obras...

-Pues no, marido mío, y van a por mí, pues todos mis peros me los ha arreglado doña Loreto rápido. Además, las condiciones son muy ventajosas, y estoy segura, y eso es lo que más me alegra, que las penurias se van a acabar a partir de ahora en esta casa.

-Pero… ¿tienes que estar allí interna? -seguía preguntándole el albañil, bastante nervioso.

-No, dormiré en casa. Y si tengo que venir durante el día a ella, también me lo permiten. Como veis se portan bien conmigo y me facilitan las cosas.

-¡No sé, mujer! La proposición es favorable para esta familia, no lo oculto, pero tampoco te oculto mi extrañeza por semejante petición. No sé, hay algo raro en todo esto. No olvides que para ellos somos una familia de rojos y no estamos bien vistos en esta sociedad.

-Sí, José, y también la éramos antes de llamarte a ti para que te encargaras de las obras del Ayuntamiento y no te hiciste tantas preguntas –contestó enérgica la mujer- Piensa que me juego el bienestar de mi familia. No quiero ver pasar más hambres y penurias en esta casa. ¿Que es un tanto rara esta proposición? De acuerdo, pero no me voy a sentar a adivinarla mientras se nos escapa a todos el tren de la felicidad y el bienestar, espero que lo entiendas...

-No te pongas así, mujer, quizá tengas razón en que hay que verlo por el lado positivo. Una oportunidad como esta en estos tiempos no conviene rechazarla, perdóname.

-Estás perdonado, marido. En el fondo, yo también me hice esas preguntas cuando estaba frente a ella, pero... ¡qué porras! Si ha querido que sea yo la elegida, pues para mañana es tarde. Por cierto, ¿y la niña?

Ana María llevaba rato sin estar allí. Nada más escuchar las primeras palabras de su madre, se había marchado de casa sin rumbo fijo acompañada por Tiznón. No quería seguir escuchándola. ¡Pobre, ella sería la marioneta que moverían en su función los Monteoliva, una función que no pararía hasta ver en su mansión a la bella hija. ¡Si por un momento pudiera María adivinar la verdadera razón...!

Se preguntó si ya había llegado la hora de descubrir la verdad antes de que su madre se metiera en la boca del lobo y, lo que es peor, que le abriera la puerta a ella también y entonces ya no habría solución.

Le vino otra vez a la mente la sapiente y amable figura de doña Ana. Mañana iría a verla de nuevo. Le pediría consejo y le indicaría qué podía ser lo mejor. Estaba segura. Confiaba en ella.

La conversación, ya en la cena, giró sobre el tema monográfico de la proposición. Ana María no comentó nada y eso le preocupaba enormemente a su madre. Hablaría luego con ella. José tenía seguro que lo último que quería ver en su casa eran el hambre y la necesidad. Lo tenía claro, igual que María. No había que darle entonces más vueltas. Mañana daría la contestación positiva.

José no tardó en irse a la cama, se encontraba aún débil y algo cortado por las medicinas. María le echó otro leño al fuego y le pidió a su hija que la acompañase un ratito junto a él, que debían de hablar. Así lo hizo, obediente como siempre. Una vez juntas las dos, le habló suave:

-Hija, te noto muy seria y cabizbaja, ¿te ocurre algo? Desde que te has enterado de la noticia no hablas nada, ni siquiera estás con nosotros. Piensa que tu padre y yo queremos lo mejor para ti y que no te falte de nada. Yo con la costura gano dos pesetas y es un trabajo que no va a ser eterno pues don Felipe no tardará ya en jubilarse. Ahora se me ofrece la oportunidad de mi vida; sí, ya sé que todo esto es muy extraño, que no se le encuentra explicación. Pero también sé que no debo dejarlo pasar, pues creo que sabes muy bien lo que significa. Quizás no lo entiendas ahora pero cuando tengas tu propia familia, verás como si.

-No es eso madre -se decidió a hablar Ana María- si yo lo entiendo, de verdad, y creo que en otra casa, esa misma oferta sería más satisfactoria, pero viniendo de los Monteoliva le pido que tenga cuidado, pues ya sabe la mala fama que les precede de dictadores y prepotentes. Piénselo, por favor.

-¡Hija, no sé cómo me dices eso, acabándote de decir...!

-Sí, ya sé lo que acaba de decirme y tiene razón, pues es una buena madre, por eso le quiero y no deseo que sufra, ni que la engañen. Entiéndame.

-Tu padre y yo ya hemos tomado la decisión, no podemos dejar pasar esta oportunidad y tú lo sabes. Lo sentimos mucho, hija, pero por muchas razones que haya en contra, esto no tiene ya vuelta atrás.

Ana María se levantó de la silla, con un gesto educado y sin decir ni una palabra más se retiró a su habitación acompañada de Tiznón. María se quedó en el rincón, cabizbaja y pensativa, sufriendo en silencio, pues no quería ver a su hija triste, pero las necesidades y estrecheces eran, en ese momento, un enemigo demasiado poderoso.

La mañana del cinco de diciembre amaneció radiante. El cielo lucía todo su azul posible y no había ni una telaraña en el ancho horizonte que podía divisarse desde la casa de Ana María, que hablaba con su primilla en la puerta. El comentario no era otro que el ofrecimiento hecho por los Monteoliva a su madre, cosa que Julia veía genial y no terminaba de entender el gran disgusto que tenía su prima, pues al puesto de trabajo fijo se le uniría el estar en una casa en la que sobraba de todo y eso era una garantía en aquellos tiempos tan malos que corrían.

-Prima -le comentó Ana María- hoy no iré a la partidora pues debo estar cuidando a mi padre, que no termina de encontrarse mejor.

-¡Vaya por Dios! -exclamó Julia- ¿Qué se le va a hacer? Lo importante es que se mejore pronto. Por la tarde cuando termine, ya me pasaré a ver cómo sigue.

-Vale, aquí estaré.

Julia bajó la empinada cuesta con sus ardiles y su gracejo habituales, perdiéndose por la última esquina. Ana María se dispuso a entrar en la casa cuando, de pronto, las campanas de la cercana torre empezaron a dar las treinta, toque que antecede al doblar de las campanas y que avisa que acaba de fallecer una persona en el pueblo. Las tres campanadas secas al final delataron que había sido un hombre; si hubiesen dado dos correspondería a una mujer. ¡Siempre el hombre por encima de todo, hasta en el aviso de muerte!

Su madre se asomó a la puerta y también lo hicieron el resto de vecinas, preguntándose las unas a las otras quién podría haber sido el desdichado. La muerte, siempre tan cercana y tan presente en todas las sociedades, no dejaba de tener en las zonas rurales unas connotaciones trágicas, filosóficas y religiosas, en el sentido de darse cuenta de lo poco que somos y lo mal que nos portamos siendo la vida tan corta. Luego, el hecho se agrava y se siente más en los pequeños pueblos, pues todo el mundo se conoce. El roce es más continuo y estrecho y el impacto es mayor, por lo que un fallecimiento se convierte en una noticia de primer orden.

Carmela la de Jacinto venía dando el aviso. Nadie lograba adelantársele nunca. Para eso no había otra igual en todo el pueblo.

-¿No sabéis, muchachas? No hace ni media hora que don Emilio acaba de fallecer. Sí, don Emilio, el señorico de la calle Real. Al parecer ha sufrido una embolia y no ha salido de ella. Ya veis, vecinas, afortunadamente se mueren los ricos igual que los pobres, ¡ahí sí que somos todos iguales, no valen los dineros!

-¡Vaya por Dios! -murmuró María, al igual que todas las demás vecinas que hacían corro junto a Carmela.

-No estaba tan mal ese hombre. Años tenía, ¿no, Carmela? -preguntó María.

-Estaría rondando los noventa o por ahí. Lo sé porque era quinto de mi padre que en paz descanse. Ya ves, y el pobre lleva ya más de diez años enterrado.

-Mi marido -prosiguió contando María- le estuvo arreglando hará poco el tejado de su casa, preparándoselo para el invierno, y el hombre se portó muy bien con él en asunto de los duros, pues no le escatimó ni un real. Al final, por lo contento que había quedado, nos regaló un conejo de su corral para que nos lo comiéramos frito.

-¿Quién le iba a decir a él que no vería el invierno? ¡Dios lo tenga en su santo seno!

Don Emilio Rivas era otro de los terratenientes que tenía el pueblo, aunque no de la envergadura del alcalde. Pero gozaba de un patrimonio bastante solvente, con dos cortijos en las cercanías y dicen que algunas casas en alquiler en la capital que le reportaban buenos duros.

Había sido procurador en Granada y su mujer maestra nacional, también en la capital. Infortunadamente ella murió largos años atrás, en el diecinueve, el nefasto año de la pandemia de la gripe. No habían tenido hijos, por lo que don Emilio pasó una época grande de su vida bastante solo. Por navidad, y muy de vez en cuando, unos sobrinos, hijos de un cuñado suyo, que vivían en Baeza, se dignaban venir por el pueblo para hacerle una corta, fría y cumplida visita, sólo eso.

El entierro se preveía, de todas formas, concurrido y nutrido de altas personalidades, tanto del pueblo como de otros cercanos. Lo que se llamaba, por los propios curas, al haber mucho dinero de por medio, un entierro de primera.

Bajaron María y su hija, cerca ya del mediodía, a la casa en donde se ubicaba el Auxilio Social para llevar a casa algo caliente ese día también. No tenían que pasar necesariamente por la calle Real para llegar hasta allí, pero dieron un rodeo aposta para ver el movimiento de entrada y salida en la casa, que ya tenía puesto en su misma puerta el estandarte para avisar a la gente que allí yacía un difunto.

El caserón era enorme, a la usanza de los caciques de la época. Dos plantas de alzada, con un precioso patio de luces en el interior revestido en su zócalo de vistosa cerámica granadina, adornado por vistosas y coloristas macetas de geranios.

Madre e hija se detuvieron un momento entre un corrillo también de curiosas que observaban lo mismo. Estaba entrando en esos instantes, por el fondo de la calle, un aparatoso chevrolet negro, con unos guardabarros salientes en color marfil y unos cromados y vistosos faros redondos. El coche era propiedad de Jaime, el sobrino mayor del difunto, y venía acompañado de Marta y Teodora, sus dos hermanas.

Se detuvieron en la misma puerta, una vez que hubo dado la vuelta en la cercana plaza, ante la atenta mirada de los muchos curiosos que allí se agolpaban. La muerte de un cacique en el pueblo era un verdadero acontecimiento social y constituía para los pobres, aunque en otro sentido, por supuesto, sin desearle a nadie la muerte, como un día de carácter especial, rompiendo por momentos, la monotonía general de la cotidiana vida.

Ese día, y hasta que no se verificase el entierro, los hombres, por el hecho de no señalarse, se mantenían sin ir a los trabajos, haciendo corrillos en la puerta del infortunado mientras liaban un pitillo y celebraban en público las bondades del finado. Luego debajo de la chimenea ya se diría otra cosa. Las mujeres ese día poca cosa hacían en la casa. Se limitaban a seguir comentando entre vecinas el suceso.

Ana María y su madre, después de ver llegar a los familiares, y una vez que estos hubieron entrado en la casa, prosiguieron su camino hacia donde se dirigían. Al pasar por la puerta de don Nicolás, el cura, sintieron algunas voces, aunque más que voces parecían tristes lamentos, que procedían del interior. Y al momento vieron salir, gorra apretada en mano, a un labriego con los ojos rojos y húmedos. Era Gregorio, el del cortijo Viejo, que muy apenado, y a preguntas de madre e hija, les contaba que acababa de morir su pobre padre, cerrándole él mismo para siempre sus ojos a la vida.

Las dos le dieron al instante al apenado labriego su más sentido pésame, informándole que estarían, como no, en su entierro; cosa que agradeció ese buen hombre. Gregorio también se llamaba su padre, hombre curtido por la labor y los rigores del campo, que no había podido contar nada de su sedentaria vida. Sólo trabajar día tras día, de sol a sol, para poder criar a sus seis hijos y a los hijos del amo de su cortijo, de paso. Un cortijo pequeño y mísero, con techos de palos y launa, que se quedaba estrecho para tanta familia, incluidos los abuelos.

Ahora había llegado su final, o su victoria. ¡Quién sabe si la muerte, tan macabra y fea, no habría venido a redimirlo de un mundo de esclavitud y miseria para llevarlo a un lugar donde por siempre disfrutara de todo lo que nunca había podido tener aquí, descanso y tranquilidad!

Los dos entierros tuvieron lugar al día siguiente. Claro está, el de don Emilio más nutrido y numeroso y de más pompa y boato, con representación de la Guardia Civil y demás autoridades del pueblo; la personalidad lo merecía. Mientras que a Gregorio, infeliz hombrecillo, que lo habían traído en su ataúd desde el cortijo a lomos de una mula, sólo lo acompañó en su ultimo adiós la clase pobre del pueblo, eso sí, una vez que se hubo terminado el primer entierro. No era apropiado mezclar los dos. Si Dios dio ejemplo, desde el primer hasta el último aliento de su vida, de humildad y pobreza, ¡qué poco lo estaban secundando muchos de los que se santiguaban con alarde en los primeros bancos de la iglesia domingo tras domingo!

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