martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XV NOTICIAS DEL HOSPITAL. EL TESTAMENTO.

-¿Te sientes ya mejor? -preguntó doña Loreto al acatarrado de su hermano, observándole cómo sorbía, entre soplidos, la humeante taza de poleo que sostenía entre las manos.

-Sí, Loreto. Esta infusión caliente, me va despejando la congestión, ¡que vaya tres días que llevo con ella encima! El día de la caída de José creo que pillé demasiado frío con ese viento tan fuerte que soplaba y el rato tan grande que permanecí allí.

-Por cierto -comentó la hermana- y a propósito de él, ¿sabes qué creo?

-Que no las va a contar el pobre, ¿verdad?

-No, no van por ahí los tiros. Si estuviera para morirse ya lo habría hecho. Las primeras cuarenta y ocho horas suelen ser cruciales, según dicen los médicos. Y cuando ha pasado esa cuarentena es porque de esta escapa, seguro. Verás -continuó hablando pausada y calculadamente la hermana- yo creo que darías un buen golpe de efecto si llamaras a Ramón, el taxista, y les hicieras una visita al hospital. ¿Te imaginas lo bien que lo acogería Ana María? Primero, le traerías noticias frescas de su gente, por la que debe estar bastante preocupada. Además, María es nuestra ama de llaves. Y a su marido le ha ocurrido el accidente trabajando en el Ayuntamiento. Matarías dos pájaros de un tiro.

-Bien pensado, hermana. No te voy a ocultar que he llegado a pensarlo yo también, pero veía más peros que otra cosa. Explicado así, no sé... veo el motivo de la visita coherente y acertado.

-Y no sólo eso. José se tirará muchos días, incluso meses, en el hospital para recuperarse. Y su mujer, estoy segura de que no le va a abandonar. Ella, tendrá que comer también, y... ¿de dónde sacará el dinero? Déjale tú unos duros para que vaya tirando, que a buen seguro, terminaremos de granjearnos la amistad y el agradecimiento de los tres. ¡Que no te quepa duda de que ese dinero que prestarás será para ti como una inversión, pues...!

Don Álvaro achicó su mirada dejando la taza sobre la mesita de la sala, permaneciendo inmóvil después, como receptivo e interesado por el rumbo calculado de la conversación de su brillante hermana.

-...luego, tú, se lo cobrarás con intereses a la hija que será, a la postre, la que acabe pagándote, de la forma que tú quieres, la deuda.

-¡Loreto, si hubieras sido militar ganas la guerra civil dos años antes que el Caudillo!

La mujer sonrió con ganas...

-¡Qué bárbaro eres!

-¿Que no? ¡A estrategia no hay quien te gane! Te lo digo yo.

-Y yo te digo también que invites cuanto antes a cenar a Blas Archilla, el juez de paz. Sigo creyendo que José no morirá pero por si ello ocurriese, conviene que él tenga las cosas bien claras, y claras también las directrices que tiene que seguir. No quiero que un día la justicia venga metiendo las narices. Y ya que dices que te parezco buena estratega, pues eso, que no conviene dejar ningún flanco a merced del enemigo.

-¡Esa es mi hermana! -le contestó, jaleándola, mientras se levantaba hacia el mueble bar para coger su botella de brandy y una gran copa de cristal.

Las llamas se elevaban, mientras tanto, en la gran chimenea de la sala, devorando inclementes los secos troncos que, apilados, formaban la hoguera. De igual manera que ardían en su corazón la lujuria y las ganas pasionales de poder poseer a la mujer de sus sueños. Y en la mente depravada, y algo psicópata de su hermana, la llama del orgullo y el poder sobre todas las cosas.

-Miguel -preguntó al muchacho su tío- ¿Sigue tu hermano sin venir a dormir a casa? Me está preocupando mucho esto.

-Así es, y lo raro es que no nos haya dicho nada de que se iba. Lo último que sé de él es que estaba dando unos jornales con El Tiznao en un horno de carbón en la vega.

-Me preocupa que no sepamos nada. Tiene que comer y dormir... No es normal que no aparezca por aquí. Mira, vete y habla con Josefa la mujer, y le preguntas si sabe algo, que nos quedemos más tranquilos.

-De acuerdo tío. Enseguida voy.

-Espera -le pidió el tío Frasquito, cogiéndole del brazo y sujetándolo- puesto que vas a pasar por la puerta de Nicolás El Cigarrón dile que traiga la burra cuando quiera a que le cambiemos las herraduras, que ya tengo hechas unas pocas.

El herrerillo asintió con la cabeza quitándose mientras tanto el recio peto que le servía de protección laboral en la fragua. La tarde, pintada de verde invernal, se extinguía por momentos y el tibio sol de enero se escondía, tímido, entre los incesantes vapores blancos del cielo. “Si tuviera tiempo, me sentaría y escribiría la poesía más linda del mundo bajo este incomparable marco de la preciosa tarde invernal” pensó.

Las voces de los arrieros, regresando del campo, le devolvieron rápido a la realidad. Terminó de bajar la calle Nacimiento para doblar la esquina y dar a la calle del Molino, donde vivía El Tiznao. Un pequeño perro lanudo salió inmediatamente a darle un recibimiento de gruñidos y ladridos bravucones que fueron callados por una gorda mujer que, con los brazos remangados, apareció sobre el alféizar de la ventana. Era Amadora, La Tiznada.

En los pueblos, donde se conocía todo el mundo, era, y sigue siendo costumbre ancestral, eso de los apodos, nombre con el que se sustituye el propio de una persona. Generalmente tomado de alguna característica particular o familiar. Este, en concreto, estaba definido por el trabajo de Enrique, que así se llamaba realmente, al vivir de los hornos de carbón; leña de almendro o de encina, que se quemaba durante varios días, apilada de manera que no se vieran llamas, hasta convertirse en esa materia sólida y negra, como es el carbón vegetal. Luego, la otra particularidad de los apodos, en su vertiente femenina, es que la mujer que se casaba heredaba automáticamente dicho sobrenombre del marido, pasando en este caso a ser Josefa La Tiznada.

-¿Eres tú, Miguel?

-Sí Amadora, o lo que queda de mí -bromeó el muchacho- pues su perro no quería dejarme entero.

-Sí, es muy bravucón el animal, pero sólo cuando está en mi puerta. Luego lo ves por otras calles y nada más que des un golpe con el pie en el suelo, rápido esconde el rabo entre las piernas y sale a todo correr hacía aquí.

-Verá, quería preguntarle por mi hermano, pues lleva tres días sin aparecer por la casa. Las últimas noticias que tuve de él es que se encontraba con Enrique quemando hornos.

-Y así era, Miguel, pero nosotros de todas formas sólo lo hemos necesitado un día. ¡Que raro que no esté en vuestra casa! ¿No?

-Pues sí -resopló el herrerillo si cabe más preocupado ante la reciente información- No sé si esperarme para ver si llega su marido. Quizá él...

Iba a seguir la frase cuando le interrumpió La Tiznada, que sacaba sus pechos como cántaros y su cuello, mirando por la ventana hacía el fondo de la calle.

-¡Hablando del rey de Roma! Mira, ahí lo traes.

Efectivamente. Un hombre de unos cincuenta años, vigoroso y fornido, venía subiendo a buen ritmo la empinada calle, precedido por un gran perro de raza pastor alemán, que con su boca abierta, mostraba al herrerillo su larga lengua, mientras llegaba jadeante.

-¡Miguel! ¿Qué dices, hombre? -exclamó El Tiznado estando a su altura.

-Hola Enrique. Nada. Le estaba preguntando a su mujer acerca de mi hermano, pues hace que no lo vemos por la casa.

-Ah, sí -contestó el hombre quitándose la gorra y rascándose ardiloso la despoblada cabeza- estuvo conmigo un día echando un horno en la vega. Luego, ya me pude apañar sólo. Me dijo algo, creo recordar, de que iba a la cortijada de San Miguel, a no sé qué, o por lo menos, eso creí entender. De todas formas -continuó Enrique tratando de tranquilizar al muchacho- Antonio ya es grande y sabe cuidarse bien él solito. ¡Verás como le habrá surgido algo y pronto vuelve! No te preocupes.

-En fin, así será -contestó el herrerillo levantando ambos hombros- Bueno, os dejo entonces. Buenas tardes.

-Hasta luego muchacho -le contestó el matrimonio mientras el pequeño perro, jugueteando con el grande, ya no le hizo ni caso.

Miguel quería mucho a su hermano. Aparte de ser el único que tenía, la diferencia de edad le había llevado a sentir por él un afecto filial. Siempre que lo necesitaba para algo allí estaba él. Cuando volvía de algún sitio nunca se olvidaba de traerle algo. Lo último, el precioso perrito que era la locura de su amada y al que llamó Tiznón. En fin, que en momentos como éste, lo añoraba demasiado.

Con esa zozobra se durmió esa noche mientras sus sueños le hacían sufrir pensando en que se perdía en el infinito, tratando él, en vano, de llamarlo o poder agarrarlo de unas manos tendidas que se le resbalaban por momentos...

La entrada posterior de la almazara aparecía esa mañana repleta de bestias cargadas con pesados sacos de aceitunas. Se notaba que la temporada de ese fruto estaba en su momento más álgido. Gentes del pueblo y cortijeros hacían cola para descargar sus mulos mientras liaban un pitillo y charlaban. Entre ellos, aquel día, se encontraba Andrés.

Inocencio, el tontillo del pueblo, como se le conocía a este entrañable y bonachón personajillo, pequeño y vivaracho, que siempre se encontraba en los corrillos de las almazaras o en el de los viejos en la fragua, allá donde veía compaña, le pedía con gracia un poco de tabaco y un librito, cosa que, generoso, no le negó. Inocencio no tenía familia, ni dinero; sólo se sustentaba de las limosnas que le daban por las casas a las que acudía a pedir a diario.

Andrés, como alma caritativa que era, siempre había sentido mucha lástima por él. A veces le traía unas agobias o unos calzones que ya no usaba o cualquier otro detalle. Todo se lo merecía este hombrecillo, portador de un corazón casi pueril e inocente.

-¡Andrés! -gritó Rafael, el encargado de la almazara- ¡Vamos que me tienes a los mozos parados...! ¡Con la bulla que hay hoy!

-Ya voy, hombre. Esperando turno estaba. ¡A ver si hoy en todo el día me da tiempo de traer tres o cuatro viajes más!

-Aquí estaremos.

Después de haber descargado se pasó por la fragua. Quería saludar a Miguel y, al parecer, también contarle algo.

-¡Buenos días, trabajadores! -saludó el medianero a tío y sobrino, que le daban en esos momentos uno al fuelle y otro al martillo sobre el yunque.

-¡Caramba -contestó el tío Frasquito con su decana voz- cuánto bueno por aquí!

-¡Andrés, me alegra de verte! -contestó a su vez Miguel.

-Pues nada, que estoy acarreando la aceituna a la almazara. Que un día por otro se me va a encender allí. Y he pasado a saludaros rápido, que tendré que dar hoy algún viajillo más.

-Claro hombre -comentó el anciano- ¿y qué, a cómo la cambian este año?

-No me haga usted mucho caso, tío Frasquito, pero he oído que sobre las dieciocho libras.

-¡Ay, estos almazareros...! Acabarán quedándose con todo -terminó quejándose el herrero.

-Miguel ¿tienes un segundo? Querría que me comprobases de paso una herradura del mulo blanco.

-Claro, hombre. Venga, dejo esto y salgo contigo.

Cuando los dos estuvieron ya en la calle, Andrés se le acercó al herrerillo y con voz misteriosa le comentó:

-Oye, el llamarte ha sido sólo una excusa. En realidad, quiero contarte algo acerca de tu hermano.

-¿De mi Antonio? -preguntó nervioso- Hace, por cierto, varios días que no sabemos nada de él. Mi tío y yo andamos preocupados...

-Nada, de verdad, no le deis más importancia al hecho de que no sepáis en donde está. Yo si lo sé, pero no te lo puedo decir. Prefiero que os lo cuenten ella y él todo, cuando os visiten el domingo. Créeme, os vais a llevar una grata sorpresa.

-¿Ella, qué ella? -preguntó perplejo.

-Tranquilo, no te impacientes, ni me hagas más preguntas. Ya queda poco para el domingo. La espera valdrá la pena.

-¡Hay que ver cómo me dejas, Andrés...!

-Díselo también así a tu tío y hasta luego que se me va la mañana.

La bocina machacona de un ruidoso turismo Chevrolet se dejó sentir a lo largo de toda la calle Real a primerísima hora de la mañana. El coche, conducido por un señor fortachón de largos y negros bigotes abrazados a una gran y poblada barba, se detenía justo enfrente de la entrada principal de la mansión del alcalde.

Se bajó del coche el chofer quitándose una achatada gorra azul de lona, que arrugó entre sus manos mientras saludaba a don Álvaro, que bajaba en esos precisos instantes las escaleras de entrada.

-Buenos días, Ramón, siempre tan puntual cuando solicito tus servicios -contestó el alcalde, algo amable- Te vas a esperar unos minutos, pues tengo que visitar a una persona antes de partir. Ve mientras metiendo mi equipaje. Eloisa te ayudará.

-Como mande el señor. Enseguida -exclamó el cochero venido de un pueblo cercano mucho más grande y que siempre que necesitaba don Alvaro viajar, allí estaban él y su coche, solícitos.

El alcalde, bien abrigado, con un oscuro tres cuartos, ante la gélida temperatura de la mañana, tomó a buen paso la salida de la plaza en dirección hacía el barrio de las Piedras.

-¡Ana María! -preguntó momentos antes Cándida al ver a la muchacha echada sobre el zafero del cuarto lavándose la cara con fresca agua- ¿Por qué te has levantado tan temprano, hija? Hace frío esta mañana. No tenías necesidad.

-Perdone tía, pero no tenía ya sueño, además voy a ir a mi casa, quiero hacer unas cosillas allí y llegarme luego a por agua, así me voy entreteniendo algo, que el no saber nada de mis padres me va a volver loca.

-Como quieras hija, tal vez tengas razón y sea mejor distraerse que no pensar siempre en lo mismo. De todas formas, anímate, verás que pronto los tienes aquí.

-¡Dios lo quiera tía! Se me hacen los días eternos sin noticias de ellos. ¡Ojala pudiese ir yo a verlos! ¡Maldito dinero...!

Cándida calló. Sabían bien las dos que no lo tenían. Así que tendrían que resignarse y esperar. Sólo esperar.

Unos golpes templados y educados se sintieron en la puerta de José el albañil. Ana María, que acababa de llegar a ella, se recernió interiormente al oírlos y un nerviosismo atroz le corrió por todo su cuerpo. No esperaba a nadie, y su tía y su primilla, seguro que no serían. Tal vez fuera alguien con alguna noticia desagradable acerca de su padre.

Abrió la puerta de una manera pausada y temblorosa. Lo que vio al otro lado la dejó aún más helada. A la última persona del mundo que esperaba ver allí, de pie, junto al quicio de su puerta, era, precisamente, a él.

-¡Buenos días, Ana María! -saludó cariñosamente el alcalde adelantándose en el saludo ante la pasividad de la muchacha, que lo contemplaba como si de una aparición se tratase- Te extrañará el verme en tu casa, pero el motivo de mi visita es informarte de que salgo inmediatamente para Granada.

Ana María dio un respingo mientras se apoyaba fuerte sobre el quicio tratando de sostenerse.

-No, no te aflijas -la calmó- que yo sepa, no hay motivo de alarma. Solo deseo ir a ver a tus padres, pues tanto a él como a tu madre le hemos acabado cogiendo mucho cariño y admiración. Además los dos trabajan para mí y ahora no los voy a dejar en la estacada.

La muchacha escuchaba atónita. No terminaba de creerse las filantrópicas palabras de su interlocutor, pero a las pruebas tenía que remitirse, así que, no tuvo más remedio que pronunciar ella otras de agradecimiento.

-Don Álvaro, no sabe cuanto le agradezco lo que va a hacer. Todos lo estamos pasando muy mal. Yo aquí, a ciegas, sin saber nada de ellos. Mi padre debatiéndose entre la vida y la muerte. Y mi buena madre, a su lado, al pie del cañón, aguantando las embestidas. No sé la pobre, ni qué estará comiendo. Me pregunto si le podrá dejar...

-¿Algún dinero? -le cortó el alcalde- Claro mujer, como bien dices, tu madre tendrá que comer y salir adelante. No te preocupes que yo la proveeré para pasar este escalón, así como si me pide alguna otra cosa más que esté en mi mano. Lo mismo te digo a ti Ana María, si necesitas dinero a cuenta del trabajo de tu padre o cualquier favor, házmelo saber.

-Por mí no se preocupe, que voy saliendo bien en casa de mi tía, aunque muchas gracias de todas formas por el ofrecimiento. Lo que sí le quisiera pedir, si no es mucha molestia, es que le llevase a mi madre una muda de ropa, para que al menos tenga de quita y pon.

-¡Claro muchacha, lo que haga falta! Para mí no es molestia.

Entró ella en la casa, mientras don Álvaro esperaba fuera. Estaba contento. La idea de su hermana estaba calando hondo en el corazón de la joven. Eso, sin lugar a dudas, era un importante punto a su favor; punto que trataría de aprovechar.

Cuando abrió Ana María al principio la puerta, él se fijó en ella, como lo hacía siempre que la tenía cerca. Sus mejillas, rojas por el frío de la mañana, estaban rebosantes de salud. Su pelo, recogido en una gran cola, le dejaba su hermosa cara totalmente al descubierto, realzando aún más su mágica belleza. Sólo unas ojeras traicioneras, que don Álvaro le notó, delataban el sufrimiento y las malas noches que estaría pasando. Pero aún así estaba radiante. Al alcalde le dieron ideas en esos momentos de haberla cogido en sus brazos y habérsela llevado raudo hasta el taxi de Ramón y desaparecer con ella para siempre. Pero había que contenerse. Ya llegaría su hora.

La muchacha abrió de nuevo la puerta, apareciendo con un pequeño bolso, que portaba una muda de ropa así como una estampa de San Blas para que la pusiese su madre en el cabecero de la cama del hospital.

-Tome usted. Por lo menos le servirá para cambiarse y adecentarse.

-Muy bien, ya me voy, el taxista me está esperando para marchar. El camino es largo y queremos estar antes de mediodía. No te preocupes, le haré saber a tu madre cómo te encuentras. Hablaré también con los médicos para que me informen sobre su estado.

Sin más, tomó el visitante la cuesta de bajada llegando momentos después a su puerta, donde Ramón, al verlo venir, le dio a la manivela delantera, que hacía ponerse en marcha el motor.

La mañana del penúltimo domingo de enero amanecía suave y olorosa. Dos figuras, montadas en sendos mulos, se recortaban sobre el horizonte, que las claras del día iban pintando de azul. Dos figuras jóvenes, alegres y dicharacheras, que a veces ponían sus caballerías al trote, para otras juntarse al máximo y besarse los dos jinetes. Eran Antonio y Candela. Eran dos recién casados. Así es. La "desaparición" de Antonio, el no tener el herrerillo y su tío noticias suyas o el misterio de Andrés, el medianero. Todo se debía al amor. A ese gran y profundo amor que sintieron el uno por el otro cuando se vieron por primera vez. Amor que les había llevado a escaparse juntos.

Antonio no había querido desvelar el secreto, que nadie lo llegase a saber antes por el propio pudor de Candela. Así se lo había pedido ella. Le daba vergüenza lo que iba a hacer, pero por otra parte, no quería perder a Antonio, y el dinero para una ceremonia y posterior convite no lo hubiesen juntado ni por asomos; luego, no hubo más remedio que dar ese paso. Pero la unión de dos seres que se quieren, por encima de formalismos establecidos, siempre se impondrá y acabará triunfando, pues su poder es omnipotente.

El camino que bajaba al pueblo, a donde se dirigía la reciente pareja, tenía, esos días, un olor y un color especial. Los cientos, los miles de almendros que lo jalonaban, se encontraban en esa época del año vestidos con sus mejores galas, que ofrecían esplendorosas a los caminantes. Y es que la explosión floral de los almendros no dejaba indiferente a nadie. Parecía como si una gran nevada hubiese caído de repente sobre estos árboles dejando en cada tallo, en cada rama, en cada copa, unos suaves y aterciopelados copos de algodón. El paisaje, casi monocolor, debido a la mayoría en la zona de almendros malagueños, tempranos en su fruto y de una almendra larga y dulce, que ofrecen la flor blanca, solo se rompía con la aparición de esporádicos almendros cortos, que la daban de un rosa encarnado. Semejando, en la conjunción de los dos colores, a un cielo de blancas nubes, sobre un fondo rosado, por donde se asomaba el sol de la mañana.

No hubo ni habrá camino en la tierra por donde pasen dos enamorados que reúna tanto lirismo y romanticismo como el camino hacía el pueblo con los miles de almendros en flor. Y a su paso, la brisa juguetona de la mañana, iba dejando caer algunos pétalos de flor sobre los enamorados, queriendo bendecir con el color blanco la pureza de sus corazones y con el rosa la ternura de su amor.

Los vaivenes continuos del Chevrolet por la maltrecha carretera de tierra desde Granada en dirección al pueblo terminaron por despertar, sobre medio camino, al somnoliento alcalde, que, sentado en el asiento trasero, venía dando una cabezada.

Habían sido tres días, desde su marcha del pueblo, intensos y agotadores. Nada más llegar a la capital lo primero que hizo fue visitar el hospital. Las demás visitas a los parientes, como luego se producirían, podían esperar. Lo primero era lo primero. José estaba ingresado en la habitación ciento tres de la primera planta, en el área de traumatología. Después de pasar varias veces por los quirófanos y alguna que otra por la UCI por fin descansaba en planta.

María, nada más ver entrar por la puerta la figura inconfundible del cacique, dio un salto del pequeño sillón que había habilitado junto a la camilla del enfermo e inmediatamente se fue hacía él para abrazarle efusivamente.

-¡Don Álvaro, cuanto honor el verle a usted por aquí, no sabe cuánto se lo agradezco!

-No hay nada que agradecer, María, nada. Pensé que mi deber era venir a visitaros pues los dos lo merecéis. ¿Y José, que tal se encuentra? -preguntó mientras lo miraba, dormido en la cama, todo lleno de escayolas y vendajes.

-La verdad, nunca pensé que llegase vivo hasta aquí. El camino fue un suplicio de quejas y miedo. Y gracias por supuesto a don Felipe, que, con su saber hacer, lo vino conteniendo. Los médicos, una vez aquí, no contaban con él. Un milagro, se lo digo yo don Álvaro, un milagro, el que usted lo pueda contemplar en estos instantes con vida.

-Bueno, a veces también hay que creer en ellos. Ahora reponte, que ya afortunadamente pasó el peligro mayor -le animó, dándole un abrazo y unas palmaditas en la espalda- lo importante es eso, poder contarlo, y por lo que veo, este hombre tiene siete vidas como los gatos.

-¡El pobre! -exclamó María pasándole a su marido la mano por la dolorida frente- ¡Lo que ha tenido que sufrir...!

Un llanto convulsivo sobrevino entonces a la mujer. Un llanto de miedo y dolor contenidos por la zozobra de aquellos imborrables días.

El alcalde salió despacio de la habitación. No quería perturbar ese momento. Más tarde volvería para hablarle de su hija y dejarle ropa y dinero. El pasillo del hospital bullía apiñado de enfermeras de bata blanca.

-Señorita, por favor -inquirió a una de las que pasó a su lado- ¿me podría informar si está aquí el doctor de la planta y dónde tiene su despacho?

-Como no, señor -respondió solícita la interrogada- hacia la mitad de este pasillo, justo al pasar el mostrador de enfermería, a la izquierda.

-Muchas gracias, muy amable.

Un suave golpe en la puerta, sobre la que se podía leer “Jefe de planta” alertó a la enfermera ayudante para abrir enseguida y preguntar educada:

-¿Qué desea usted, señor?

-Pregunto por el doctor...

-¿Don Joaquín Torres-Albarrado?

-Seguramente, señorita. Desearía recabar información acerca de un paciente de esta planta.

-Pase, pase usted, que en seguida le atiende.

El despacho no era muy amplio, pero sí estaba bien iluminado. Justo detrás de la mesa blanca del doctor había una estantería apiñada con gruesos volúmenes de medicina y cirugía. Y ya en el lateral, junto a una puerta interior, aparecía un esqueleto de tamaño natural de aspecto muy real. Esa puerta se abrió de repente, apareciendo por ella un señor de unos sesenta años, mediano de estatura y calva prominente. Llevaba unas gafas de cristal ligero, que dejaban ver sus ojos grandes y vivarachos.

-¿Con quién tengo el gusto...? -preguntó el cirujano, dirigiéndose hacía él con la mano extendida en señal de saludo.

-Álvaro de Monteoliva, para servirle. Vengo de un pequeño pueblo de La Alpujarra, de donde soy su alcalde, expresamente para visitar e informarme sobre el estado de un paciente suyo, que tuvo la mala fortuna de caerse de un andamiaje en las obras que estamos llevando a cabo en la casa consistorial.

-¡Ah -exclamó interesado el facultativo- debe de tratarse de José Lozano, al que trajeron hace unos días más muerto que vivo en aquel vetusto camión.

-El mismo, no cabe duda -contestó el alcalde preguntándole a la vez- Me gustaría que me contase en qué estado se encuentra ahora, pues ando muy preocupado, se trata de un buen trabajador y mejor amigo.

-Claro, es lógico. Pero siéntese, por favor. Perdone que con la conversación se me haya pasado pedírselo -le rogó don Joaquín yéndose detrás de su mesa y esperando que el alcalde se sentara para hacer él lo propio- Pues verá usted, cuando me hice cargo de él, pocas esperanzas vi en ese momento de poder salvarle la vida. Venía en un estado deplorable, con una conmoción fuerte. Vamos, casi sin vida. Varias placas le hicimos que corroboraron múltiples fracturas, tanto en el pie derecho y la cadera, como en ambos brazos. La fractura del hueso occipital pudo ser la más grave, pues cubre el encéfalo. Afortunadamente no llegó éste a sufrir mayores consecuencias a pesar de haber perdido líquido cerebral.

El cirujano se levantó, yéndose hasta el esqueleto, tratando de explicar y localizarle mejor los huesos al inexperto en medicina del alcalde.

-Con este panorama, caballero, el quirófano y cuidados intensivos han sido durante dos días como su casa. Yo no sé que tipo de pellejo tiene su convecino pero ha superado todos estos graves momentos y, a su vez, va respondiendo bien al tratamiento. Y aunque hoy por hoy casi le puedo asegurar en un noventa por ciento que salvará la vida, también le informo que veo muy difícil que pueda volver a andar, aunque no imposible. De todas formas, habrá que darle tiempo al tiempo. Tal vez, de igual manera que ha logrado salvar su vida gracias a su dureza, pueda volver a hacerlo en un futuro, ayudado por especialistas en un centro de rehabilitación. Lo habrá visto ya, me supongo -terminó el médico.

-Así es -contestó don Álvaro algo serio- por cierto que no le he podido saludar por estar dormido, descansando.

-Sí, la enfermera le ha administrado un sedante. Necesita reposo absoluto y dormido es como mejor asimila el tratamiento y los dolores.

-Muchas gracias doctor, agradezco su detallada información, así como el tiempo que me ha dedicado tan cortésmente.

-Nada, caballero, para mí ha sido un placer, además para eso estamos.

-No dude -continuó el alcalde- si va alguna vez por La Alpujarra en visitarme. Su familia y su persona serán bien recibidos tanto en mi pueblo como en mi casa.

-Muy amable. Lo tendré en cuenta -contestó agradecido el cirujano levantándose del sillón y estrechando la mano de su amable interlocutor.

Hacía las siete de la tarde volvió de nuevo, una vez pasado por el hotel, tomado habitación y haberse adecentado, al hospital. El albañil sí estaba ahora despierto, despierto y esperándole, avisado de su presencia allí por la mujer.

-¡Hombre, José, si me lo dicen no me lo creo! ¡Estás estupendamente!-exclamó nada más entrar en la habitación y verle.

-Bueno -contestó el maltrecho enfermo, tratando de incorporarse a duras penas- bien bien lo que se dice... pero lo importante es contarlo.

-Así es. Lo importante es la vida, por encima de todas las cosas. Ahora, poco a poco verás como te vas recuperando y sanando todos esos huesos rotos, que no han sido pocos, por lo que he visto.

-Bastantes, don Álvaro. No sé si me habrá quedado alguno sano.

El enfermo aparecía tumbado en la camilla con el pie derecho escayolado, así como los dos brazos hasta la altura de los codos. La cabeza la tenía rapada completamente, dejando bien visibles, los cuantiosos puntos de sutura que le habían dado.

-En fin -cambió el alcalde- me alegro mucho que todo se vaya solucionando, estábamos todos muy preocupados. Por cierto, y como querréis saber cómo se encuentra Ana María...

Al matrimonio le cambió la cara al oír hablar de ella. ¡La pobre de su hija, sola y sin saber nada de ellos! ¿En qué mar de angustias estaría navegando?

-¡Calmaos, dejad de llorar! -les pidió- Os diré que la mañana de la partida fui a vuestra casa para hablar con ella e informarle de mi venida a Granada y de paso preguntarle si necesitaba mandaros algo de ropa u otra cosa. Así que aquí te he traído esta pequeña bolsa con alguna muda para ti, María. Así al menos te podrás cambiar. Por cierto, me dijo que no os preocuparais por ella, que se encuentra bien y con muchas ganas de veros de nuevo.

-Muchas gracias por el detalle -exclamaron los dos a coro- Está usted en todo -prosiguió María- Esas ultimas palabras nos consuelan y nos dan ánimos para superar esto.

-Y otra cosa más -comentó el alcalde sacándose la cartera de piel que guardaba en un bolsillo de su chaqueta- Acepta algo de dinero, María, que tú has de comer en algún lado y te hará falta.

-No, eso no, que no sabremos si se lo podremos pagar... -le contestó ella retirándole las manos.

-¡Acéptalo mujer! Tú tienes unas necesidades ahora y hay que salir del paso. Aquí estoy yo para ayudaros.

Y allí estaba él. El paladín incombustible. El mentiroso traicionero que cobraría con creces esas míseras monedas que ahora estaba soltando con gusto, sabedor de que podría comprar con ellas el amor, al fin, de su amada. Mientras tanto acudiría, antes de partir, a ver a su querida Claudia, la mujer más arrebatadora de un lujosísimo club de alterne de la capital.

Se empinaba el camino, entre pinos centenarios, para bajar después por una carretera donde las curvas parecían una serpiente gigante y caprichosa que no paraba de contorsionar su cuerpo en giros ondulantes. Un frenazo brusco del taxi hizo resbalarse del asiento trasero al distraído alcalde hasta toparse de narices contra el delantero, con la consiguiente protesta hacia el chofer.

-¡Válgame Dios, Ramón! ¿Es que quieres matarme?

¡Calle usted, don Álvaro! ¡Qué susto acaban de darme esos condenados jabalíes, que cada vez parece que haya más! ¡Mire qué piara...!

-¡Caramba, es cierto! ¡Qué lastima que no tenga a mano mi escopeta... menuda matanza...!

-Lástima don Álvaro -respondió rascándose la cabeza el conductor.

Diez minutos más tarde el coche estaba llegando a una venta, conocida como la venta del Lino, encrucijada de caminos para otros pueblos de La Alpujarra, encontrándose allí ubicado el famoso mesón del Jabalí, donde se servían ricas tapas y platos hechos con la carne del susodicho animal, aparte de destilar también buenos caldos del terreno.

Hicieron un alto, aprovechando mesa parada para certificar la calidad gastronómica y enológica, y dar fe de primera mano del por qué de la buena fama del famoso mesón.

Después del almuerzo pidió doña Ana a su invitado que la acompañase hasta la salita, cosa que el caballero hizo de mil amores cogiéndola del bracete, con paso corto y mucha cautela, hasta llegar y sentarla en su cómodo sillón.

-Espero que la comida haya sido de su agrado, don Javier.

-¡Por favor, apéeme usted del don y considéreme como algo suyo -le rogó el joven y prometedor abogado.

-Siempre tan cortés y tan amable. ¡No sé a quien le has podido salir porque, dispénsame, lo que es a tu padre...!

-Mi padre tiene su mala fama ganada a pulso, cada uno hace para él. Bien es sabido en todo el pueblo que no nos llevamos bien, que nunca nos ponemos de acuerdo en la forma de ver la vida, pero en el fondo sigue siendo mi padre...

-¡Buen hijo, y noble! -respondió la dama- ¡Emilia, por favor, tráele a don Javier, si le apetece, un café y unas pastas. Y a mí, tráeme la infusión de siempre y mis pastillas, ah y sírvete tu también algo y lo tomas aquí con nosotros!

-Me honra usted, doña Ana. Enseguida les sirvo.

-Es como mi hija. Le tengo un gran cariño -le comentó a su invitado una vez que se hubo marchado la criada- y por eso quiero dejarle algo también en mi testamento. ¡Hijo, a nadie le gusta que llegue este momento, puedes creerme! Todos pensamos que eso le ocurre a otros y que a nosotros nunca nos va a llegar. Pero todo lo que comienza tiene que terminar y así presiento yo mi vida, en la parte final.

-¡No diga usted eso! Si la veo más mejorada que nunca...

-Encima eres un adulador. Lo tienes todo completo -contestó riéndose la octogenaria anciana- Si, hijo, aunque me quieras ver así, presiento que mis días se acaban. Este corazón mío pronto dejará de latir.

Iba a decir algo el abogado, cuando entró Emilia con el servicio.

-Gracias, déjalo en la mesa y siéntate aquí, a mi lado, al fin y al cabo, contigo no tengo secretos.

-Te decía, Javier, que presiento que no es mucho lo que me queda y quiero, antes de partir, dejar atados todos los cabos sueltos de mi herencia. Desgraciadamente Dios no ha querido, o no lo hemos merecido, darnos descendencia. El no poder tener un hijo ha sido siempre una quimera para mí. Por otra parte, no me quedan familiares maternos o paternos, así que tengo claro qué voy a hacer con mis bienes y a quién dejárselos. Quiero, y este es un ofrecimiento formal, que seas tú el encargado de tramitármelo todo y presentarlo ante el notario para que de fe de mis últimas voluntades.

-Doña Ana -contestó serio y con pose profesional el abogado- es un honor para mí que me confíe usted este asunto tan importante. Pongo mi humilde sapiencia profesional y humana a su entera disposición y, por supuesto, puede contar con mi discreción.

-Lo sé, Javier, lo sé, por eso estás aquí. Porque estoy al corriente de tu valía y de tu nobleza. Y porque te aprecio desde niño.

Hubo un silencio de complicidad entre los dos, mientras endulzaban sus bebidas y le daban un ligero sorbo. El sonido metálico de los clips de apertura del maletín marrón del abogado al abrirse avivó de nuevo la conversación.

-Muy bien. Aquí traigo los documentos necesarios para empezar la tramitación, necesito que usted me los firme. Después pasaremos a la inspección de escrituras y demás títulos y, por supuesto, a tomar fidedigna nota de sus voluntades.

Mientras hablaba con voz seria y mirada baja, el abogado estaba siendo observado por doña Ana, que lo miraba con ojos tiernos de madre. Tal vez como el hijo que nunca tuvo. Pudiera haber tenido uno con la misma edad que este joven y pudiese haber sido, por qué no, otro reputado y brillante abogado admirado por todos... “¡Que pena es esta vida” -pensó- “y que pena es llegar a viejos sin más consuelo que tus recuerdos algo borrados, que son el único compañero que te queda.”

Entre dos luces, entró por la calle Real don Álvaro montado en el taxi con dirección a su casa. Dos toques seguidos de bocina alertaron al servicio, saliendo Eloisa a la misma plaza a recibirlo. Éste bajó con porte elegante, poniéndose el sombrero negro de fieltro y calándose el trescuartos.

-Muy bien, Ramón, aquí tienes lo convenido, ya te avisaré si necesito hacer algún viaje más.

-A mí coche y a mí ya sabe usted que nos tendrá disponibles siempre que nos necesite -le contestó el taxista haciéndole la reverencia mientras montaba de nuevo para enfilar a paso lento la recta calle.

-Buenas tardes, don Álvaro -preguntó Eloisa- ¿qué tal el viaje?

-Algo cansado por tantos kilómetros. Cuando subas mis maletas te llegas a la casa de Ana María, la hija del albañil, y le pides que baje a mi casa. Dile también que le avise a su tía.

-Enseguida, señor. Termino con el equipaje y me llego.

No tardaron las avisadas en estar frente a su puerta. Se las veía impacientes y nerviosas, sobre todo a la joven. La inminencia de noticias acerca de su padre la tenía alterada. Se hacía mil conjeturas sobre su estado de salud. Muchas de ellas no eran, precisamente, muy buenas; aunque en el fondo quería ser optimista y positiva. No tardó en abrirse. Eloisa las condujo hasta la sala. Allí, frente a la chimenea, se encontraba esperándolas don Álvaro.

-Sentaos, mujeres, sentaos -les pidió mientras atacaba de fino tabaco su pipa de marfil- Como sabéis, sobre todo tú Ana María, he querido hacer este viaje, del cual acabo de llegar, para visitar a tus padres y enterarme de primera mano cómo están. También he hablado con el médico que lo lleva y su opinión es que está fuera de peligro...

Las dos resoplaron aliviadas con fuerza. La muchacha se tapó la cara con las manos, dando gracias interiormente por lo escuchado.

...yo particularmente, Ana María, me he encontrado a tu padre mejor de lo que esperaba. ¡Mujer no te voy a ocultar que está todo escayolado y su cabeza con muchos puntos, pero como le decía a él, conservar la vida es lo importante! Me dijo el cirujano que llegó muy mal. Bueno y llegó, por los cuidados que recibió por parte de don Felipe, por cierto, que os manda saludos desde Granada, donde se ha quedado unos días para visitar a viejos colegas, y de paso, hacer él también un seguimiento de tu padre.

Don Joaquín Torres-Albarrado, que es como se llama el médico que lo atiende, me comentó también que pasó varias veces por el quirófano para soldar varios huesos rotos, entre ellos los de la pierna y cadera derecha y los de los dos brazos, pero lo que sí me resaltó el doctor es que tu padre tiene una fortaleza enorme. Otra persona no hubiese aguantado el impacto como él, por lo que confía en que esa fortaleza le lleve también a una pronta y deseable recuperación.

-¿Y mi madre, don Álvaro, cómo está?

-Sí, eso -preguntó también Cándida.

-Ella es una mujer fuerte e íntegra. La pobre está en todo momento a su lado. Las noches debe de pasarlas mal, sin apenas descansar. Todo un ejemplo.

Ana María calló, con los ojos arrasados por las lágrimas. Era duro. Pero las fuertes y confortantes, a la vez, palabras del alcalde le estaban abriendo una puerta a la esperanza para una pronta visión de sus padres.

-Cándida, ¿sería mucho pedirte que me dejaras un minuto a solas con la muchacha? -pidió el alcalde.

-¡Como no, don Álvaro. Esperare fuera.

El alcalde cerró tras de ellas la delicada puerta de la sala quedando, una vez más, a solas con su quimera. La muchacha no sintió miedo esta vez ante ese hecho. Se limitó a secarse las copiosas lágrimas con su pañuelo rosa y mirarle a los ojos.

-Ana María, lo que acabas de escuchar es todo cierto. Están maravillados con la milagrosa salvación y pronta recuperación de tu padre, cosa que celebro. Has de saber también que le di la bolsa con sus cosas a tu madre, así como algo de dinero, que no quería coger, por cierto, y que al fin accedió a ello gracias a mi insistencia, agradeciéndolo mucho. Tampoco dejaron los dos de preguntarme por ti y que tal te encontrabas.

Don Joaquín también me habló de algo que no he querido comentar en presencia de tu tía y que quiero que tú también sepas acerca de tu padre. Tanta rotura de huesos como ha sufrido, tanto en el pie como en la cadera, es probable que le imposibiliten a corto plazo, el poder volver a andar...

-¡No me diga usted eso, por favor... no me lo diga...!

-Calma, Ana María, calma. He dicho a corto plazo. Hoy en día, afortunadamente, hay muy buenos centros, así como muy buenos profesionales para hacerle una buena terapia de rehabilitación. Créeme, esos centros, si llegara el caso, que ojala que no, pueden llegar a hacer milagros.

-Sí, don Álvaro -contestó juiciosa la muchacha, algo más calmada y resignada- pero usted sabe de sobra que no están a nuestro alcance y mi padre, como pobre, nunca podrá acceder a ninguno de ellos.

-Ana María, sé que a veces no me he portado demasiado bien contigo y por ello tienes motivos justificados para no confiar en mí, pero ahora quiero pedirte que cuentes conmigo para echaros una mano, sin otro interés que la recuperación total de tu padre, puedes creerme.

-Por un lado se me hace muy difícil creerlo a usted y, por otro, tampoco queremos mi familia y yo causarle más molestias de las que ya está teniendo por nosotros.

-¡Lo entiendo, pero lo hago con gusto...!

-Sólo el tiempo terminará por aclararme esa duda y darme la razón o quitármela. De todas formas, gracias de nuevo por todo lo hecho hasta ahora. Si me disculpa...

El alcalde hizo sonar la campanilla, acudiendo Eloisa al instante.

-Acompaña a la joven hasta la puerta. Buenas noches, muchacha y si necesitas algo, ya sabes donde me tienes.

Él también salió de la sala dirigiéndose a su despacho, donde estaba su hermana esperándole.

-Álvaro por una vez has dado la talla delante de ella- le comentó nada más entrar- Sé que te habrá resultado difícil meterte y actuar en el papel de víctima...

Él asintió con la cabeza, sentándose en un sillón a su lado.

-Así es. Esa mujer me saca de quicio. Tiene en sus manos la posibilidad de hacer felices a sus padres y todavía lo duda...

-No, no lo duda, Álvaro, no te equivoques. Al contrario, lo tiene muy claro. Nada la va a hacer cambiar por lo que veo. Nada. Nuestro papel de momento, si es que nos queda alguna posibilidad, es seguir en la misma línea de desconcierto que le estamos marcando.

-No sé si podré hermana. ¡La deseo tanto, que me abalanzaría sobre ella sin contemplaciones...!

-Te comprendo, pero ese no es el camino. Tú allanas muy pronto la vereda para llegar hasta ella, pero esa vereda es tortuosa y larga. Con el suceso de su padre tenemos a nuestro favor un filón emocional que podemos utilizar en su contra. No lo desaproveches. ¡Mira por dónde no hay para nosotros mal que por bien no venga!

La pipa de don Álvaro acababa de expulsar al techo del despacho la última voluta de humo, apagándose instantes después. Presagio, quizás, de que sus ilusiones de poseerla se apagarían también si no terminaba haciéndole caso y dejaba, muy a su pesar, sus impulsos descabezados que durmieran.

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