martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XX LA TRAMPA.

-¡Pescaooo! ¡Pescao fresco, señora! -gritaba José María el pescadero a primera hora de la mañana por la calle Real entrando a la plaza en dirección a la casa de los Monteoliva.

-¡Boquerones... jureles y sardinas que van dando blincos en las cajas...!

Un viejo jumento de orejas gachas le servía de medio de transporte para la venta ambulante. Del puerto más cercano había salido a altas horas de la madrugada haciendo todo el camino de noche para poder estar temprano en el pueblo.

Las mujeres, dejando sus quehaceres, se dirigieron hasta el lugar en donde se encontraba el vendedor.

-¿A cómo van hoy las sardinas? -preguntó Carmela la de Jacinto.

-Tirás de precio Carmela. Voy a atender a doña Loreto y en seguida te pongo un par de puñados.

-¡Venga termina! Y ponme barato el género, que la vida está muy mala.

-Buenos días José María. Hola Carmela -saludó Eloísa a ambos al pie de la escalera de la mansión, adonde había llegado a pararse el pescadero, cosa que hacía siempre, indefectiblemente, al llegar al pueblo. La primera venta de género, la calidad superior, era para los Monteoliva. No podía ser de otra forma.

-Hola muchacha -le contestó el vendedor preguntándole- ¿Qué desea hoy la señorica?

-Póngame boquerones, ¿son gordos como para hacer anchoas?

-¡Gordos y frescos, niña, gordos y frescos!

-Bien. Y unas sardinas también para las migas.

Carmela la miraba curiosa, cosa que ella observó sin darle más importancia, conociéndola. Cuando terminó de comprar y hacía ademán de entrar en la casa, aquella le llamó aparte.

-Perdona muchacha, dirás que me gusta enterarme de todo, pero ¿es verdad que don Álvaro le ha pedido a Ana María que se case con él? Creo que ella le ha contestado que sí y por eso le está pagando a sus padres la recuperación. ¡Hija a mí no me lo creas, sólo te digo lo que he oído!

Eloísa se puso seria, llegando a enfadarle mucho el comentario.

-Mire Carmela, todo eso es falso. Dígale a quien se lo haya chismorreado que no vaya por ahí soltando calumnias que puedan ensuciar la honra de una buena muchacha de conducta intachable.

-¡Sí, intachable, pero bien que está metida en esa casa mientras sus padres está bien lejos!

-¡Basta ya! -respondió airada la moza- No consiento que siga ofendiéndola más pues quien la ofende a ella me ofende a mí también. De sobra sabe de su decencia. No tolero, por ello, ni un comentario más en ese sentido.

-¡Bueno mujer, no te pongas así! Yo sólo te preguntaba si era verdad lo que se murmura por ahí, pero veo que no te ha caído bien.

-Así es, que lo sepa. ¡Usted y otras como usted en vez de tanto chisme y tanto jaleo lo que deberían era estar haciendo algo más provechoso en sus casas! Conque, con Dios, y buenos días.

Eloísa subió las escaleras, roja de ira, irritada por el mal rato que había supuesto para ella escuchar a la cotorra de Carmela cómo le sacaba los ojos con sus comentarios a su amiga.

¡Si lo que ella sabía acerca de la fechoría de don Álvaro llegara este trasto a saberlo, para qué querían más! ¡No habría periódicos para contener tanta página escrita, tantos chismes! Afortunadamente, el secreto estaba a buen recaudo.

La mañana, mientras tanto, seguía gastando su tiempo diario, como gastaba marzo ya sus últimos días. Concretamente tres le quedaban para pasar el testigo al luminoso abril.

La primavera, entrada hacía poco más de una semana, había terminado de explotar toda la floración en el campo, cosa que podía comprobar por el camino el alcalde, montado en su yegua, en dirección al cortijo del Almendral. Desde las verdes retamas o las pinchudas aulagas, pasando por las amarillas bolinas o las esparteras, hasta los mismísimos frutales, como las bien cultivadas breveras o higueras. Todas daban fe del prodigioso milagro que obra esta estación del año, tamizándolo todo de tierno verdor y colores por doquier, aún a pesar de no haber sido un invierno de los más lluviosos.

Andrés, que se encontraba arando en una finca cercana al cortijo, se percató de su llegada.

-¡Sóooo mulos! -les gritó a la pareja de bestias para que se detuvieran dejando la besana de tierra por donde iba. Los animales, pacientes, tomaron a bien el momentáneo descanso, quitándose las pesadas moscas una y otra vez con su larga cola.

-¡Buenos días don Álvaro! No le esperaba hoy por aquí.

-He venido -contestó justificándose- a ver cómo se encuentran los tileros del barranco y de paso matar algún magallón.

-Algo temprano es para lo primero -le contestó el medianero- aunque he visto los de la parte más baja algo adelantados.

-Seguramente que de ellos se pueda hacer ya una primera colecta.

-Haré un hueco en cuanto termine de arar -le contestó Andrés, recogiendo las subliminales ordenes al vuelo.

-Bueno, te dejo. Al mediodía volveré.

Ana María no tardó en llegar a su trabajo esa mañana, encontrando a Gracia, consolando a su hermana en la cocina.

-¡Muchachas! Pero... ¿qué os pasa? -preguntó preocupada e interesada por ellas.

-Mi hermana, que te ha defendido esta mañana a capa y espada y mira por ello el mal rato que se ha llevado.

-¿De qué me ha defendido? ¿Me queréis contar lo que ha pasado?

Eloísa, cesando el llanto, terminó de limpiarse los ojos con su húmedo pañuelo, poniéndola en antecedentes.

-¡Será posible! -exclamó incrédula la joven al enterarse de la cuestión.

-Esa Carmela -prosiguió Eloisa- es muy amante de los chismes y me he dado cuenta también de la mala fe que tiene. ¡Ahora, se ha oído de mí lo que no está escrito, para que se entere!

-Bueno, en el fondo hay que disculparla. La pobre está sola y el único distraimiento que tiene es lo que lleva y trae. Eso no ha salido de ella, sólo va esparciendo rumores y comentarios sin calibrar, en sus cortas luces, el grado de alcance que puedan producir -le contestó un alma noble, con voz resignada, como era Ana María.

-¡No te entiendo! -le replicó confusa Eloisa- ¡Te pone como un trapo viejo intentando manchar tu honra y encima la defiendes!

-No me interpretes mal. Te doy las gracias por dar la cara por mí, estate segura de que no ha sido en vano, pero las cosas hay que tomarlas según de quien vengan.

-¡Vale, allá tú con tus diplomacias, solo sé que delante de mí no te van a volver a ofender más!

-¿Sabéis que os digo? -prosiguió Ana María- Que en el fondo, Carmela lo que ha destapado es un rumor silenciado a voces que está, seguramente, creciendo por el pueblo como una pequeña bola de nieve que, al rodar, se va alimentando de más chismes hasta hacerse grande y compacta. Por tanto, estoy en vías de solucionar esto de una vez por todas, tenga las consecuencias que tenga.

-¿Hay acaso algo que no nos hayas contado? -preguntó frunciendo el entrecejo Gracia.

-Así es, hay algo -les contestó mientras se dirigía a cerrar la puerta de la cocina, cogiendo una silla, sentándose al lado de las dos y preguntando- ¿Don Álvaro está en la casa?

-No, salió temprano para el Almendral -le contestó Eloisa- ¡Pero no sé a qué viene tanta intriga y misterio!

-¿Y doña Loreto dónde se encuentra?

-Debe de estar en su cuarto. Mi hermana le ha llevado hace poco el desayuno allí. Creo que don Álvaro le ha debido de pegar su constipado.

-Mejor. Así os podré hablar con total libertad. Veréis... el domingo pasado, después de vernos Miguel y yo en el mirador, volvió él a mi huerto a petición mía, una vez se hubo despedido del grupo.

-¡Con razón tenía tanta prisa esa noche, ahora lo comprendo! –murmuró Eloísa guardando su pañuelo en un bolsillo del delantal.

-Pues eso, que lo cité a solas para informarle del lance con el alcalde.

-¡Se lo contaste al fin! -exclamaron las dos hermanas, levantándose de sus sillas y rodeándola.

-¡Chss... bajad la voz, nunca se sabe si la malvada dueña pudiera estar oyéndonos!

-Sí, claro... -terció Gracia- ¡Enhorabuena, has sido muy valiente y creo que es lo mejor que has podido hacer!

-¿Cómo se lo tomó? ¿Cual fue su reacción? -preguntó Eloisa.

-Se lo tomó mal, muy mal. Lo que le dije, le partió en dos el corazón habida cuenta de lo que me quiere, aunque después de la primera y lógica reacción al enterarse actuó muy maduro y comprensivo, depositando una total confianza en mí, cosa que en esos momentos necesitaba y por ello lo agradecí mucho.

-¡Pobre Miguel! A uno no le dicen eso todos los días. Pero por lo que nos estás contando es digno de encomio su comportamiento. No dudes que te creyó y sigue manteniendo los mismos pensamientos de antes hacía ti.

-Eso, Gracia, es lo que me da fuerzas en estos momentos para vivir y seguir luchando por mi futuro. Esa mano tendida, sacándome de un mar de lodo y podredumbre, sin reprocharme nada, muy al contrario, dándome ánimos y recargando mi espíritu con el único gas que puede hacerlo brillar, como es la confianza, y por ende con ella, mi implícita inocencia. ¡Comprenderéis ahora por que lo quiero tanto!

Eloísa volvió a sacar su pañuelo. Estaba visto que las lágrimas no querían abandonarla esa mañana, pero ahora se habían tornado dulces por la felicidad y la emoción.

-Y eso no es todo –prosiguió la muchacha- entendiendo que esta situación no debe continuar por más tiempo, me ha pedido...

Calló unos segundos, buscando con sus ojos los ojos abiertos y expectantes de las amigas, encontrando que ellos ya habían adivinado las palabras no pronunciadas aún por ella.

-¡No! ¿Es eso cierto Ana María? -preguntaron las dos a coro.

-Sí, totalmente -contestó serena.

-¡Es maravilloso y nos alegramos mucho por ti! Esta casa no te está haciendo ningún bien -exclamó la cocinera- La fuerza interior que os va a proporcionar el estar los dos juntos y arropados os valdrá para acometer la rampa de subida tan fuerte que os encontraréis al principio de vuestro camino, no exento de riesgos y múltiples peligros. No quiero que olvides las siete plagas de Egipto que te mandará don Álvaro una vez te hayas ido, si es que...

Interrumpió Gracia su discurso todo lo más discretamente que pudo, pues lo que iba a decir después hubiera podido producir una mella negativa en el ánimo de su amiga, aunque no por ello, dejara ella de pensarlo y sobre todo, de temerlo.

-¿Pasa algo? -preguntó con mirada preocupada la joven.

-No, nada.

-Ibas a decir si es que me deja marchar ¿verdad?

-Mira Ana María, no quiero desilusionarte, sólo prevenirte. Ándate con cuidado que el señorico no estará dispuesto a per...

-¡Calla! -exclamó Eloísa derivando su mirada hacía una pequeña ventana que había en un lateral de la cocina y que daba al patio de lavar- He sentido unos ruidos que provenían de ahí -les informó a las dos- no podemos fiarnos, tal vez la señorica...

¡Miauuu... fuuuf...! De repente uno de los gatos de la casa atravesó en esos momentos la citada ventana, yendo a caer justo al lado de ellas, con el consiguiente susto que les proporcionó.

-¡Maldito gato! ¡Vaya repullo que nos ha dado el muy...! ¡Sal de la cocina a cuatro pies, condenado! -le gritó escoba en mano Eloísa con las risotadas a la par de las dos compañeras.

Nadie sospechó que el felino, hasta entonces dormido plácidamente sobre el regazo de doña Loreto, se había visto lanzado por los aires como maniobra de despiste por parte de ella al verse comprometida cuando escuchaba discretamente al otro lado de la ventana. Luego, despacio, sin apenas hacer ruido, se volvió a su cuarto, enterada ya de todo, confirmando con ello sus fundadas sospechas.

-¿Qué? ¿Cuántos han caído esta mañana? -preguntó el medianero a don Álvaro, volviendo este montado en su jaca, al cortijo.

-Sólo dos -contestó- no sé, creo que la escopeta necesita una limpieza, se me ha encasquillado dos o tres veces cuando tenía las piezas a tiro. La voy a dejar aquí. Pasado mañana, que tengo que volver de nuevo, me ocuparé de darle un adecuado repaso.

-Como usted vea. ¿Se queda para almorzar?

-No, me marcho inmediatamente. Quiero pasarme esta tarde por el Ayuntamiento para solucionar un tema de las obras. Por cierto, mañana vendrá al cortijo el herrerillo. Ahora cuando deje la escopeta dentro te daré las llaves para que pueda entrar, pues me tiene que arreglar una reja de la casa por dentro.

-Como usted mande don Álvaro. Por aquí estoy.

El alcalde metió la escopeta dentro de la vivienda, a ojos vista de Andrés y en un descuido de éste, la cargó de nuevo, en una hábil maniobra, convenientemente camuflada en la alforja de su yegua, sin percatarse el medianero de ello. Después, cerrada bien la pesada puerta, le entregó las llaves, marchándose sin pérdida de tiempo.

-¡Buenos días tío Frasquito! -saludó Tomás, el mozo de cuadras al propietario de la fragua.

-Hola Tomás -contestó el viejo parando unos segundos el fuelle de la chimenea- ¿Qué se te ofrece?

-Mi señorico, que necesita mañana sin falta a Miguel en el Almendral. Una reja de la entrada no la ve con garantías y se rumorea que los maquis no andan lejos últimamente.

-¡Hay que ver esa gente! ¡Cuándo van a comprender lo perdido que está todo y que bastantes tiros se han pegado ya! -exclamó el viejo moviendo la cabeza.

-Así es tío Frasquito. Bueno, no me puedo parar más. Dígaselo usted a su sobrino y no lo eche en olvido.

-Descuida Tomás. En cuanto vuelva se lo digo. Ha salido a un mandado y no tardará.

La noche, cálida y primaveral, fue testigo de un nuevo encuentro de los dos enamorados en el huerto de ella. Se besaron nada más verse, renovando con ello su pacto de amor.

-¡Ani, ahora los días se me están haciendo larguísimos pensando en lo pronto que estaré para siempre a tu lado!

-¿Sigues pensando todavía en esa locura Miguel?

-¡Claro que sí! La otra noche tomé la decisión más acertada de mi vida y no pienso echarme atrás.

-Lo sé, te estaba tanteando. A mí también me pasa igual. Cuento las horas que faltan para estar contigo definitivamente, aunque...

-¿Aunque qué? -preguntó el herrerillo- Te noto triste y pensativa, a pesar de todo.

-No lo puedo evitar, esto que vamos a hacer es muy peligroso. Debemos de tener mucho cuidado con el alcalde, es más, temo que ni siquiera nos deje intentarlo.

-Mientras no lo sepa, todo irá bien.

-Sí, pero no sé cómo diablos se entera de todo y se anticipa a todo. Parece como si tuviera el don de la ubicuidad.

-¡Esta vez no se saldrá con la suya, Ani! No siempre va a ganar él en la vida. Alguna vez deberá de perder, digo yo.

-¡Hummm -murmuró la joven- esa palabra seguramente no figura en su diccionario, por tanto te reitero que andemos con mucha cautela! ¡Si descubriera el pastel, no sé qué haría con nosotros!

-¡Maldito cacique! Todo lo controla, todo tiene que ser suyo, aunque sea a la fuerza. ¡No sabes la rabia que me da, encima, el tener mañana que ir al Almendral y recordar lo que allí te pasó! Es inhumano.

-¿Al Almendral? -preguntó nerviosa la muchacha- ¿A qué tienes que ir allí?

-Una reja de la casa se le ha roto, al parecer.

-¡Miguel -exclamó muy seria- tengo un pálpito! No vayas mañana a ese sitio, por favor. Puede tratarse de una trampa.

-Debo de ir Ani, entre otras cosas, porque si no lo hago puede llegar a sospechar de lo nuestro.

-Sí, de acuerdo, pero de todas formas, esa llamada inesperada me huele a encerrona.

-No digas tonterías. Estoy seguro de que él no sospecha nada y sería peor no ir.

-Veo que no te puedo convencer, aunque prométeme que te lo vas a pensar. Sigo teniendo un mal presentimiento con ese aviso. Hazme caso.

-Vale, de acuerdo, te prometo pensármelo si así te quedas más tranquila.

Palabras, besos y abrazos, terminaron de escribir un guión que la noche se encargó de encuadernar en un irrepetible volumen de vivencias y recuerdos inolvidables prologado por la tenue luz de la luna.

-No te he visto con mucho apetito esta noche, hermana -le comentó don Álvaro viéndola, algo desganada, retirarse de la mesa.

-¡Ese resfriado tuyo, que lo he debido de coger yo por el mismo precio, y no me está dando tregua!

-¡Verás cómo se te quita cuando te diga que mañana será un gran día para nosotros y malo, muy malo para el herrerillo!

-Eso ya me gusta más. Mandaste a Tomás a dar la razón, ¿no?

-Así es. El herrerillo estará como un clavo mañana a primera hora en el cortijo.

-¡Estupendo! Procura llevar el plan a la perfección, no quiero que falle nada.

-Todo está dispuesto según tus cálculos, o sea que tranquila.

Doña Loreto tosía, afirmando con la cabeza. Don Álvaro no quiso cansarla más así que la dejó reposar en su silla marchándose a su despacho a revisar la correspondencia del día. De entre las numerosas cartas recibidas le llamó la atención una, con sobre timbrado, del centro de rehabilitación donde se encontraban los padres de Ana María.

La leyó detenidamente, moviendo reiteradas veces la cabeza de arriba a abajo, en señal de complacencia. Luego, la volvió a meter en el sobre siguiendo su actividad normal.

-¡Miguel... Miguel...! ¡Hay que ver con el niño éste, cada día es más difícil levantarlo! -se quejaba el tío Frasquito llamando a su sobrino.

-¿Qué es, tío? ¿Qué pasa?

-Que son las seis y media de la mañana y hemos quedado en ir al Almendral a solucionarle el arreglo de la reja a don Álvaro. No sé qué te está pasando últimamente. Cada vez llegas más tarde y te cuesta un trabajo levantarte por la mañana...

-No tengo muchas ganas de ir hoy al cortijo, tío, ¿por qué no lo dejamos para mañana? -le preguntó el joven algo ensoñascado aún.

No era este un muchacho que se hiciera el remolón ni para el trabajo ni para madrugar. Esta vez sólo pensaba, al formularle esa petición a su tío, en las palabras de advertencia pronunciadas por Ana María la noche anterior. En el fondo, puede que ella tuviese razón.

-¡Anda, anda! ¿Cómo lo vamos a dejar para mañana? ¡Levántate y arreando! -refunfuñó cada vez más enfadado el viejo- A otro cliente a lo mejor podíamos capearlo de otra forma, pero al alcalde...

-Está bién -protestó resignando, destirándose y bostezando, mientras se tiraba del catre- estoy listo en dos minutos.

La brisa mañanera, chocando constantemente sobre su rostro por el camino, terminó de despejarlo, llegando pronto a su destino. Andrés ya preparaba sus mulos para otro día de aradura. Después de los consabidos saludos, el medianero entregó al herrerillo las llaves de la casa, marchándose sin más dilación al tajo.

Su faena no se prolongó demasiado. Sobre la una de la tarde ya estaba la reja bien derecha y arreglada del todo, así es que terminó de recoger sus herramientas, cargándolas en las alforjas del burro, dejando las llaves, tal y como convino con Andrés, debajo de un gran macetero que había al lado de la puerta de entrada y sin más, montando en su jumento, tomó el camino de vuelta al pueblo.

Serían las nueve de la mañana del día siguiente, último día del mes de marzo por más señas, cuando apareció por el Almendral la marcial figura del alcalde. Andrés, a esa hora, llevaba ya mediodía arando en la finca de la lomilla. Sabía que vendría esa mañana, pero la urgencia de la labranza, lo había llevado a seguir con el tajo desde las primeras horas del día.

El cacique, bajando brioso de su cabalgadura, entró directamente en el corralón de su medianero, cogiendo las llaves del cortijo y penetrando en él. A los pocos minutos salió dando voces, bastante subidas de tono. Voces que llegaron hasta el labriego, que dejándolo todo, corrió a ver qué pasaba.

-Don Álvaro, ¿qué ocurre? He sentido voces y he venido a toda prisa.

-¡Andrés, mi escopeta, que ha desaparecido del cortijo!

¿Su escopeta? -preguntó extrañado- ¿Es que no está donde usted la puso?

-No, no está. Ya sabes que la dejé aquí cuando me fui el otro día, para venir a limpiarla y ahora... ¡ha desaparecido!

-¡Pero eso es imposible! -exclamó atónito el labrador- Nadie ha podido entrar en la casa, las llaves las he tenido colgadas en todo momento en mi corralón! Sólo ayer, ya sabe que se las di al herrerillo para la faena.

-¿Y estuviste aquí con él en todo momento?

-No, no lo estimé oportuno. A Miguel lo tengo por buena persona y no cabe esperar eso de él.

-Cuando se marchó... ¿lo viste tú? -preguntó cada vez más encolerizado el alcalde.

-Pues no, estaba en mis faenas y convinimos que dejase las llaves debajo del macetero de la entrada, luego las recogería yo.

-Pero, ignorante, ¿acaso no has pensado ni por un momento en todos los objetos de valor, incluido el que me han robado?

-Le repito que nunca he desconfiado de ese muchacho.

-Ni yo tampoco. Pero ahora las evidencias me inclinan a pensar en que él ha sido el ladrón.

-Perdóneme usted, don Álvaro, yo no soy nadie para orientarle en su manera de proceder, pero creo que se está precipitando.

-¡Tú no sabes la gravedad que supone este hecho! Con una escopeta se puede realizar hasta un crimen, y sin duda, a posteriori, se sacaría en conclusión a quien pertenece el arma, por tanto, no tengo más remedio que volverme al pueblo y denunciar el delito.

-Está bien, como usted vea señorico, pero yo sigo pensando que Miguel no ha sido el culpable de este robo.

-¡Entonces habrás sido tú, pues eres el único que tiene las llaves! -le contestó acusadoramente un colérico don Álvaro, molesto porque se le llevase la contra- ¡Porque no creo yo que la escopeta tenga patas...!

-¡Llevo muchos años a sus órdenes, señor, y quizá me pueda acusar de muchas cosas, pero de ladrón no, lo sabe usted bien!

-¡Yo sólo sé que me ha desaparecido la escopeta! Monta tú también, nos marchamos los dos al cuartel.

No tardaron don Quijote y Sancho Panza en entrar por la puerta del edificio de la Benemérita, cuadrándose rápidamente el guardia de puertas, mosquetón en mano, al ver al alcalde.

-¡A ver Julián! Tu sargento, ¿dónde está?

-Aquí, don Álvaro -le contestó éste bajando las escaleras a toda prisa mientras terminaba de abrocharse el negro y reglamentario cinturón de charol.

-¡Bonilla necesito poner una denuncia por robo! Pasemos al despacho.

-Sí, claro... -exclamó el sargento abriéndole la puerta e invitando con la mano, a que pasase él primero.

-Usted dirá -comentó el comandante de puesto una vez acomodados los tres en sendas sillas.

-Esta mañana volvía al Almendral, para pasármela allí arreglando mi escopeta de caza, que dejara dos días antes en el cortijo. ¡Cual no habrá sido mi sorpresa al ver que el arma me había desaparecido!

-¿Desaparecido? -preguntó sorprendido el rollizo sargento, mesándose los largos pelos de su bigote.

-Así es, no ha quedado ni rastro de ella en el sitio que la dejé.

-Y... ¿usted ha notado algún desperfecto en la casa o alguna otra cosa que le faltare? ¿Alguna ventana forzada o alguna puerta rota?

-Nada, absolutamente nada de lo que me preguntas. La persona que haya sido ha tenido que entrar y salir por la puerta principal, utilizando mis propias llaves.

-Esas llaves, ¿en manos de quién estaban?

-Sólo en las mías y en las de mi medianero aquí presente, del cual, por supuesto, no me voy a poner a sospechar.

-Claro...claro... –murmuró el suboficial tratando de atar cabos- Y tú Andrés, ¿has visto u oído algo sospechoso estos días por allí?

-Nada mi sargento. Todo en calma.

-¡Pues sí que es raro...!

-Tengo que decirte, Bonilla -prosiguió el alcalde- que ayer se pasó toda la mañana el herrerillo dentro de mi cortijo, adonde fue mandado por mí para arreglar la reja de una ventana.

-¡Hummm... -murmuró contrariado- no tengo yo a ese muchacho...!

-¡Ese muchacho es el único que ha podido ser, Bonilla! -afirmó levantándose de la silla el alcalde dando un fuerte puñetazo en la mesa- ¡Por tanto te aconsejo que lo interrogues inmediatamente para esclarecer la verdad!

-Tranquilo, don Álvaro -le apaciguó el miembro de la benemérita, tratando de calmarlo- Siéntese de nuevo. Daré orden de que así sea.

-Perdona, comprende mi desesperación al saber que un arma de fuego de mi propiedad anda rodando por ahí. ¡A saber qué pueden hacer con ella! Los tiempos que corren no son buenos.

-Lo entiendo, créame que sí, pero todo esto hay que hacerlo según el procedimiento rutinario. Primero se procede a tomarle a usted informes para escribir la denuncia.

El guardia primero Rodríguez, habitual escribiente, tomó detallada nota de todo cuanto allí se dijo, terminando en una media hora dicho protocolo. Una vez que salió el escribiente ordenó don Álvaro a Andrés que se saliese también del despacho, quedándose a solas con el sargento.

-¡Bonilla, sácale a ese condenado la verdad de una manera ú otra cuando lo tengas aquí! No seas clemente. Lo tenía por un buen muchacho pero está visto que a esta clase de gentuza no se le puede dar ninguna confianza.

-Así se hará don Álvaro, descuide. ¡Si ese rufián es el culpable, tenga por seguro que le sacaremos dónde tiene escondida el arma!

-No puede ser otro. Nadie ha entrado en el cortijo, excepto él. Además, aprovechó el momento para irse cuando mi medianero estaba arando en una finca al otro lado del cortijo. Por algo sería. Algo tendrá que esconder.

-¡Rosales!... ¡Lupión!... -llamó el comandante de puesto al cabo y a un número saliendo de su despacho.

-¡A sus órdenes mi sargento! -contestaron al unísono los agentes en la puerta de la sala de armas.

-¡Vayan inmediatamente a la fragua del tío Frasquito y tráiganme a Miguel, su sobrino! Se le acaba de acusar formalmente mediante denuncia formulada por don Álvaro del robo en el Almendral de una escopeta de caza.

-¡Enseguida señor! -gritaron ellos marcialmente, enfundándose las capas y bajándose el barbuquejo de sus tricornios.

La Guardia Civil, ataviada con su uniforme y su arma de reglamento, estando de ronda por el pueblo, camino o cortijos, siempre imponía un halo de respeto y de miedo. Los anchos capotes de sempiterno color verde que llevaban le conferían un aire de superhéroes, paladines de la justicia y luchadores incansables contra el ladrón y el criminal. Aunque también les precedía la mala fama de gente de mano fácil y pocos escrúpulos a la hora de sacar una información, envalentonados por la mirada cómplice del régimen.

Aquel día, por ello, al verlos la gente pasar resueltos por la calle, fueron muchos los que los siguieron con cierto disimulo, curiosos por saber qué tramaban.

La fragua estaba muy concurrida a esa hora. Varios cortijeros habían traído sus bestias para errarlas. Labriegos que se mezclaban con algunas personas mayores, incapacitadas ya para las faenas, que mantenían cualquier conversación sobre esto ó aquello, pasando así el día. Cesó de repente toda actividad, quedando todo en silencio, cuando hizo acto de aparición la pareja.

-¡Buenos días! -saludó el cabo dirigiéndose al tío Frasquito- Venimos a por su sobrino Miguel, el cual ha sido acusado por don Álvaro de un robo en el Almendral.

Al pobre anciano casi le da un patatús al oír aquello. Varios de lo de allí presentes corrieron a sujetarlo, viendo que se desplomaba.

-¡Rápido, recostadlo aquí, sobre esta albarda! -gritó el herrerillo, repuesto ligeramente de la impresión que se llevó también- ¡Pobre tío! Acercarme un poco de agua.

El viejo herrero se repuso algo, al contacto de su cara con el líquido y frío elemento, pudiendo articular algunas palabras.

-¿Mi sobrino acusado de ladrón? ¿Es que os habéis vuelto locos? -les gritó exasperadamente a pesar del aturdimiento.

-Nosotros sólo cumplimos órdenes, Francisco, y eso nos han ordenado.

-¿Órdenes de quién? ¿Del cacique del pueblo o de vuestro comandante?

-Mire, no sea tonto y no se complique más la vida. Por lo que ha dicho podríamos llevárnoslo a usted también, pero voy a hacer como si no lo hubiera oído, así que...

-Tío -terció Miguel- déjelo. Iré con ellos. Verá usted como todo esto es una equivocación, un malentendido que se aclarará rápidamente.

Mientras esto sucedía dentro de la fragua, fuera, las gentes, enteradas unas por otras, se habían congregado en la plazoleta contigua, haciendo ya multitud.

-Sobrino no vayas con ellos. ¡Tú no sabes como las gastan en el cuartelillo!

-Tío si no fuera por las buenas me considerarían más culpable aún por ello. Hágame caso y estése tranquilo, verá como vuelvo pronto con todo resuelto de una manera favorable.

-¡Venga! -gritó el cabo Rosales- ¡Basta ya de contemplaciones, les recuerdo que esto no se trata de querer o no querer! Yo tengo una orden por cumplir y la ejecutaré a rajatabla, conque... ¡andando!

La pareja, abriéndose paso entre la masa de gente allí congregada, tomó la calle Rosario en dirección al cuartel, no tardando en llegar.

-Mi sargento, aquí tiene usted al acusado, en cumplimiento de su orden.

-Descansa cabo y retírate. En quince minutos vuelve al despacho, te necesitaré.

-Hola muchacho, conque... ¿así andamos ahora?

-No sé a qué se refiere usted con esas palabras, sargento -le contestó Miguel.

-Pasa para adentro. ¡Rodríguez, lápiz y papel, que quiero apuntar lo que nos dice este rufián!

Miguel se sintió herido y ofendido por esas últimas palabras y por la negativa de presunción de inocencia, que brillaba por su ausencia, claro, que eso era una cosa impensable en estos tiempos y en este régimen cuando se cogía a un muerto de hambre como era él, acusándole automáticamente y condenándolo a la vez, teniendo pocas posibilidades de alegación y defensa.

El despacho del comandante de puesto no era muy grande, pero sí dispuesto en una cuadratura perfecta. En la pared de la izquierda al entrar, se abría una ventana de medianas dimensiones, que daba directamente a la calle.

-¿Y bien? -habló el sargento- Me supongo que mis agentes te habrán puesto al corriente de la acusación que pesa sobre ti.

-Sólo me han dicho que don Álvaro ha puesto una denuncia contra mí por robo.

-Correcto muchacho. La cosa pinta muy mal para ti, pues te informo que el botín de esa fechoría ha sido un arma de fuego y la legislación penal vigente prevé una pena muy dura para este supuesto.

-¿Un arma de fuego? -preguntó extrañado el herrerillo.

-Mira, si fueras inteligente, que creo que lo eres, confesarías inmediatamente tu crimen, pues con ello te evitarías males mayores. Incluso don Álvaro estaría dispuesto a suavizar su postura. Ahora mismo sólo quiere que el duro peso de la ley caiga sobre ti. Pero calla... -prosiguió el sargento al ver que Miguel quería hacerle algún comentario- empecemos por el principio. ¿Es verdad que estuviste ayer de mañana en el Almendral, llamado por el denunciante, para proceder al arreglo de una reja?

-Así es.

-¿Y no es verdad también que estuviste solo en él todo el tiempo, sin presencia para nada del medianero, y que cuando te marchaste de allí tampoco estaba presente?

-Sí, es cierto -contestó el herrerillo viendo con miedo como la acusación tomaba forma.

-Luego pudiste muy bien fijarte en la escopeta de caza, desarmarla y meterla en las alforjas de tu burro, ¿verdad?

-Sí, pude hacerlo al estar solo, pero no lo hice, es más, ni siquiera vi que por allí hubiese ninguna escopeta. Mire, yo no soy ningún ladrón. Usted debe de saberlo mejor que nadie por los informes que tenga míos por aquí y don Álvaro también. A él siempre le he arreglado cosas en el cortijo y que diga si hasta ahora le había faltado algo.

-Veo que te mantienes firme en tu mentira. Escucha chaval, don Álvaro es una persona muy poderosa y de mucho crédito en este pueblo y para mí cualquier palabra que diga va a misa. Él me ha asegurado que dejó allí la escopeta y que nadie más ha entrado en el cortijo excepto tú, luego...

-¡Luego tengo que ser yo el ladrón! -contestó Miguel con rabia.

-Baja esos humos muchacho que así no nos vamos a entender tú y yo. Bien Rodríguez, pasa a limpio esta declaración y formaliza la denuncia. Por ahora tenemos bastante con lo que ha dicho y veo con ello que no tiene ninguna intención de contarnos la verdad.

-¡Es lo único que he hecho hasta ahora!

-¡Silencio! ¿Te he pedido yo que hables? Contesta sólo a petición mía -le reprendió el sargento- Rosales -ordenó al cabo en el momento en que este entraba en el despacho- bájalo a los calabozos. Unas horas de meditación, quizás le hagan cambiar de parecer.

Miguel, acontecido y hundido, aunque con la idea clara de que aquello era una maniobra orquestada por el cacique para separarlos, enterado al parecer de sus planes, “acompañó” como un perrillo tirado por la soga de su amo al cabo hacia los calabozos. Tan tétrico sitio ponía los pelos de punta a cualquiera. ¡Cuantos inocentes habrían pasado por allí gritando en su silencio justicia! Bonita palabra, que, fonética y humanamente suena tan bien, pero que a los oídos del régimen del Caudillo llegaba siendo estéril.

-¡Ana María... Ana María! -llamó Eloisa a su compañera, buscándola entre los pucheros.

-Estoy aquí, en el patio de lavar. ¿A qué vienen esos gritos?

-¡Oye, ha ocurrido algo espantoso! ¡Algo que te va a partir el corazón!

A la muchacha empezaron a temblarle los pies, echando mano de una cercana silla para sentarse.

-Eloísa se trata de Miguel, ¿verdad?. Por favor, no me asustes y dime de una vez lo que pasa.

-¡Así es, se lo acaban de llevar preso, acusado de robar a don Álvaro!

Cada palabra, cada sílaba pronunciada por la amiga, fue destrozando sus nervios y su corazón. Las sabias, pero estériles advertencias hechas a su amado, se le agolparon en la sien deseosas de salir.

-¡Mira que se lo dije! ¡Si lo sabía yo pero no quiso hacerme caso! ¡Condenado cacique!

-¡Calla no hables más aquí y menos en ese tono! Esta noche nos veremos en tu casa.

-Sí -respondió la muchacha bastante alterada- tienes razón, me parece lo más juicioso.

-Sólo te aconsejo que actúes en el trabajo, aunque sé lo difícil que te resultará, con toda la naturalidad del mundo. ¡Ah y no vayas a aparecer por el cuartel bajo ningún concepto hasta ver en qué paran estas misas, es lo más conveniente! -le advirtió.

Se marchó la criada a continuar sus quehaceres dejando a Ana María sumida en la tristeza, sin reacción ante el mazazo de la noticia, a pesar de que la presentía

-¡Que no! Le digo que no puede ver al acusado -le trataba de explicar Julián, el guardia de puertas, al tío Frasquito, habiéndose personado el anciano, en la misma puerta del cuartel.

-¡Es un abuso! ¿Saben? Esto que le están haciendo a mi sobrino es un abuso en toda regla. ¡Aquí no tenemos más justicia que la de los caciques! ¡Parece mentira que en pleno siglo veinte todavía se pueda manipular a la gente!

-Mire -le contestó algo alterado ya Matías - siga mi consejo y váyase antes de que pueda oírlo el sargento. Le aseguro que lo pasaría mal si ello ocurriese.

-¡Yo sólo quiero saber algo de él y no me moveré de aquí hasta conseguirlo!

-Muy bien, haga lo que usted quiera. Luego no diga que no le avisé.

Más de cinco horas llevaba el herrerillo encerrado como una alimaña en el pequeño y lóbrego cuartucho de calabozos. Unos pasos se sintieron de repente, al fondo del pasillo, encaminados en su dirección. Eran el sargento y el cabo, dos buenas piezas de artillería.

-¡Rosales abre la puerta y conduce a este insurrecto a la sala de interrogatorios!

Miguel fue conducido entonces sin más miramiento hacía dicha sala, esperando ya en ella el autoritario sargento dispuesto a la faena. Una triste bombilla colgaba del alto techo, mecida a veces por la corriente de la puerta al cerrarse y abrirse. La humedad nada discreta saliente de las paredes, quizá no fuese tal, sino más bien, lágrimas derramadas por tantos dolores, palos y heridas producidas en esa maldita habitación a muchos infelices.

-Bueno -arrancó con ironía el interrogador- espero que las horas pasadas en tu habitación de hotel de cinco estrellas te hayan servido para aclarar las ideas porque si no, la que te espera es menuda.

-Mire. Mis ideas las tengo bien aclaradas, nunca las he tenido mejor. Le repito que no tengo nada que ver con ese robo y por tanto, nada más que contestarle. ¡Que le quede claro que soy totalmente inocente y como tal me declaro!

-Muchacho, no quiero volver al principio. Te recuerdo que tú has sido la única persona que estuvo el día de autos en el cortijo.

-¿Y eso qué? Ni siquiera vi por allí la susodicha y maldita escopeta de marras. Tal vez esté equivocado y la tenga en otro sitio.

-¡Basta! -cortó áspero el suboficial mirándolo con aviesas intenciones- Yo nunca voy a poner en duda la palabra de don Álvaro ¿me oyes? ¡Nunca! Por tanto, mide bien tus palabras antes de decirlas.

-¿Le arreo, mi sargento? -exclamó airado el cabo.

-¡Dale dos hostias bien dadas a ver si se le bajan los humos a este pájaro! -le contestó decidido su superior.

El acusado trató de esquivarlas levantando a su vez la mano para repeler la agresión, pero dos fuertes palos con una larga porra, propinados por el sargento, le acababan de machacar los riñones, dando con sus huesos en el suelo. Dolorido, y con un hilo de sangre manando de su boca, lo levantaron inmediatamente, volviéndolo a sentar en la silla.

-¡Ahora vas sabiendo cómo las gastamos! ¿Eh? Así que, yo que tú, reconsideraría mi postura -le amenazó el agresor.

El herrerillo intentó contestar pero no pudo. El labio inferior lo tenía partido y el flujo de sangre se le hacía por momentos más intenso.

-Toma -le echó el cabo un trapo sobre la mesa- límpiate, que nos lo vas a poner todo perdido.

-¿Y bien? -volvió a preguntar el sargento.

-No sé de que me habla. Yo nunca he robado nada y menos una escopeta de caza, a sabiendas de lo poco que me gusta practicarla -le contestó a duras penas un dolorido Miguel.

-¿O sea que se la ha llevado el ratón Pérez, no? -murmuró el cabo.

-Déjese de bromas, le repito lo mismo. Pueden registrar la casa si quieren y se convencerán de que no fui yo.

-Lo haremos muchacho, lo haremos. ¡Removeremos Roma con Santiago hasta dar con ella, no te quepa duda! Y cuando aparezca...

-No aparecerá...

-¡Silencio! -gritó el sargento, propinándole de nuevo otro par de mamporros, esta vez, entre el pecho y la cabeza, causándole sendos moratones instantáneos- ¡Osado y contestón nos salió el niño! Muy bien, si te gusta esta medicina pasarás unos días encerrado en la "suite" recibiendo tu ración diaria hasta que confieses. Créeme, pasarlo bien, no es precisamente lo que te espera.

-Quiero... un... abogado... -pidió con la voz trémula el herrerillo.

-¿Un abogado para una alimaña como tú? ¿Estás de broma, gentuza?

-¡Cabo, llévatelo! De momento va servido.

Miguel, herido por dentro y por fuera, rota su esperanza y su creencia en la justicia, se derrumbó sobre su camastro, lamiéndose sus propias heridas como lo haría cualquier perro. En ese momento él no era mucho más en manos de unos agentes que más que justos, eran justicieros, disparando antes de preguntar y conculcando los derechos más elementales que necesita cualquier persona humana para sentirse como tal. La ancha mano dada por el Caudillo a este cuerpo les hizo sentirse siempre en posesión de la absoluta razón, dispensando con ello su propia justicia.

Una justicia atroz y subjetiva que no entendió nunca de presunción de inocencia, pagando por ello muchísimas víctimas inocentes la intolerancia y la represión en la más absoluta impunidad.

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