martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XXIV LOS HILOS DE DOÑA LORETO. LA VISITA DE MARÍA A LA CÁRCEL.

En todos los sectores del pueblo afines al cacique había sentado bien y agradado la condena impuesta a la acusada. Muy distinta era la opinión al respecto de los familiares y amigos de ella y, sobre todo, de Miguel. Se le veía taciturno y meditabundo caminado como alma en pena por las calles del pueblo, volviéndose más huraño cada día que pasaba sin ella. Subía de tarde en tarde a la antigua casa de doña Ana, que ahora administraba él en su ausencia, para abrir las ventanas y regar esa fecunda huerta, cuajada de frutales y flores varias.

Allí, junto a los rosales, descansaba a veces, recordando los tiempos tan felices pasados junto a su amada. ¡Cómo la echaba de menos! Hasta Tiznón, al que ahora también cuidaba, y que solía llevárselo al campo, con sus ojillos tristes notaba la falta de su ama.

-¡Miguel! -le gritó Pedro que pasaba por un camino cercano montado en su mulo.

-¡Pedro, cuánto tiempo...! -le contestó el herrerillo pasando el barranquillo que los separaba y saludándolo- Hace ya tiempo que no te veo ¿qué tal por ahí?

-Bien, aunque no es lo mismo vivir fuera de tu pueblo y de tus gentes. Don Álvaro me acorraló demasiado y ya sabes que tuve que irme. Afortunadamente, y aunque nunca quiero que se muera nadie, acabó sus días como merecía. Lástima lo de Ana María...

-Así es Pedro, lástima que su muerte haya traído también la muerte en vida de mi amada Ani.

-Una lástima Miguel, que lo digas, pero sigo confiando en que saldrá pronto de ese sitio. Ella es una muchacha buena, sin antecedentes ni nada.

-Dios te oiga. ¿Y qué? -preguntó deseando de cambiar un tema de conversación que le dolía demasiado- ¿Piensas volverte a venir a vivir al pueblo?

-Lo haré sin ninguna duda, aquí sigo teniendo mi casa, aquí me he criado.

-Claro. Bueno, ya nos veremos entonces por ahí, ahora te dejo, que tengo el agua saliendo rebosante por la parata. Me ha alegrado mucho de verte.

-Y yo también Miguel, ya nos veremos.

La llegada nuevamente al pueblo de doña Loreto, después de unos días, se produjo bajo otro contexto. Venía radiante por su adinerada capacidad de hacer justicia no sólo por haberlo hecho contra su enemiga más odiosa, sino que eso servía también de aviso a navegantes. Toda persona que se quisiera enconar con ella o tratar de hacerle frente se lo debería de pensar muy mucho. Nadie osaría desafiar sus poderes, a pesar de estar sola en el mundo. Los Monteoliva seguirían mandando en el pueblo aún con el último superviviente.

-Loreto, ¿te tomas la infusión conmigo en la terraza? -le preguntó una distinguida señora, algo mayor que ella, de pelo ondulado y blanco.

-No, no me apetece Leonor. Si te parece nos la tomamos las dos aquí dentro, prefiero no ver pasar a esa chusma de arrieros que a estas horas vuelven de los campos.

-¡Bueno mujer, la tomaremos entonces aquí si quieres, pero esa pobre gente seguro que no te ha hecho nada!

-¡No quiero ni verlos, una gentuza de esa calaña fue la que mató a mi hermano!

-¿Ya estás otra vez? ¿No habíamos quedado en dejar correr el tema?

-Es que no me lo puedo quitar de la cabeza prima, han sido demasiados años juntos y ahora mira, ¿ves qué sola me he quedado?

-No estás tan sola, ahora me tienes a mí -le contestó doña Leonor Loyola, una prima lejana de la señorica por parte de madre que había vivido toda su vida en Toledo, al ser su marido militar de alta graduación en la academia de infantería de dicha ciudad. Sólo hacía un par de meses que se había quedado viuda, viuda y sola, pues no había podido tener descendencia.

Enterada del caso de su prima le propuso venirse a vivir con ella al pueblo y así darse compañía las dos, cosa que vio con agrado doña Loreto.

-Si prima, tienes razón, la soledad es como una silenciosa gota de agua que va horadando la mente hasta lograr perforarla, saliendo entonces agolpados todos los recuerdos y vivencias para perderse en las ignotas llanuras del tiempo.

-¡Caramba! -exclamó doña Leonor parando de mover la cucharilla en la taza- me has dejado anonadada, no sabía que eras una filósofa tan profunda.

-Te falta saber tantas de mí y yo de ti, claro.

-No te preocupes prima, las largas noches de invierno que vendrán después del otoño dan para mucho. Llegaremos a ser buenas amigas.

-¡Deja esa bandeja de comida en su sitio! ¿Es que no has tenido bastante con la tuya? -le gritó la enorme mujer que estaba encargada del comedor esgrimiendo una porra en la mano- La próxima vez, quizá te guste mejor probar el sabor de esto, ¿lo entiendes?

-Esa bandeja es mía, yo no le he quitado la suya a nadie.

-¡Mentirosa! -le recriminó una soez mujer de unos cincuenta años con los pelos engriscados y los dientes roídos.

-Ramona, llévate la bandeja, es tuya. Y en cuanto a ti, Ana María, quiero verte callada todo lo que queda de día ¿de acuerdo? -exhibió su autoridad la guardia de prisiones dando un fuerte puñetazo en la mesa.

La muchacha, una vez terminada la comida para todas, menos para ella, se marchó con el grupo hacia su celda. Permanecería como dos horas allí hasta salir al patio sobre las cinco de la tarde. No llevaba ni cinco minutos en su lugar de reclusión cuando la fuerte reja a modo de puerta se abrió, entrando a empujones una mujer menuda y retraída.

-¡Adentro! -le gritó de malos modos la celadora- Que es donde debes estar.

La frágil joven de unos veinticinco años de edad a la sazón, tez curtida y pelo corto y negro, saludó a una indagante Ana María, que la miraba detenidamente, como escudriñando sus profundidades.

-Hola, me llamo Soledad, ¿y tú? -preguntó la recién llegada.

-Ana María, encantada de conocerte.

-Yo también, aunque el caprichoso destino haya querido que nos conozcamos aquí y no en otro lugar más normal.

-Sí, ese destino que juega con nosotras como hojas secas al viento, dejándonos caer en el lugar más insospechado.

-¿Llevas mucho tiempo aquí?

-No, sólo unos días y la condena es de treinta años...

-A mí también me han echado los mismos.

-Bueno, espero que salgamos de aquí entonces siendo buenas amigas.

-¿Salir? -preguntó la recién llegada- Yo no pienso en eso, me quedan muchos años de condena por delante y luego, ¿a dónde iré? ¿Quién me quedará? Déjalo, mi nueva y última casa es esta, así que tengo hecha ya la idea.

-Mujer- se acercó Ana María amable hasta su lado cogiéndola de las manos- te veo muy desesperanzada y con la moral muy baja. A nadie le seduce la idea de estar entre rejas media vida, pero la esperanza debe de florecer día a día en nuestros corazones como antorcha perenne de nuestra fe para lograr salir de este infierno.

-Amiga -le contestó la recién llegada- apenas te conozco, pero veo en tus ojos que tú no has hecho nada malo para estar aquí.

Ella le contó su historia, como Soledad a su vez le contó la suya, pues tiempo precisamente es lo que les sobraba a las dos.

Desde muy niña en que murió su madre, víctima del dolor miserere, sufrió lo indecible a manos de una madrastra tirana y cruel que sólo quería a los tres hijos que traía de su anterior matrimonio. Un poco como el cuento de la cenicienta, sólo que ese terminaba de una manera más feliz.

A los dieciséis años la casaron con un ricachón cuarenta años mayor que ella, recibiendo sólo palizas y malos tratos en su matrimonio. Hace unos meses ya no pudo más. Después de pegarle repetidas veces con la fusta del caballo primero y luego con su larga y dura correa de cuero y ancha hebilla, sólo porque no estaba la comida a su gusto, se revolvió desde el suelo cogiendo un hacha que colgaba de la pared, asestándole varios hachazos entre la cabeza y el pecho, dejando al maltratador ahogándose en su propio charco de sangre, mientras iba a entregarse al cuartel.

-Lo has debido de pasar muy mal, Soledad, ¡cuánto desaprensivo anda suelto por el mundo!

-Sí, Ana María, pero eso, aunque esté entre rejas, ha supuesto para mí una verdadera liberación, te lo juro. Prefiero estar aquí cumpliendo mi condena, pues ello supone que por fin ese mal nacido no le estará pegando debajo de tierra a más nadie.

-Quien pase por los muros de una cárcel Soledad -comentó pensativa la muchacha- creerá seguramente que todas las personas recluidas dentro serán escoria de la humanidad, pero la auténtica verdad y la verdadera reflexión que yo me hago es que fuera, en la calle, libres y sintiendo la brisa sobre sus rostros, se encuentran muchos de los verdaderos habitantes de este lugar, sólo que por su dinero, su poder o sus artimañas, nunca lo pisarán.

-¡Te he dicho mil veces que no quiero recibirlo, Eloísa! ¡Invéntate cualquier excusa y que se vaya! -exclamó enfurecida la señorica.

-¿Qué es, Loreto?

-Nada prima, el pesado de Javier, el abogado, que vendrá de nuevo a ver si me puede ablandar el corazón.

-Quizá sea meterme donde no me llaman, pero creo que deberías de escucharlo.

-¿Para qué? Tú no lo conoces. Además, Ana María está cumpliendo justa condena y no hay más que hablar.

-Tendrías que hacerme caso, tal vez...

-Mira prima por no oírte -le contestó malhumorada- lo haré, pero será la primera y la última. ¡Eloísa!

-Llamaba la señora.

-¿Sigue todavía ahí el abogado?

-Así es señorica, es más, me había dicho que mientras no cediera usted, ahí se iba a quedar.

-Está bien, hazle pasar de una vez.

-¿Se puede, señoras? -preguntó el abogado.

-Adelante, adelante, déjate de cumplidos Javier -le contestó doña Loreto secamente- y dime de una vez a qué has venido.

-Perdón -cortó la tercera interlocutora- tal vez querríais hablar en privado.

-Espera prima antes de irte. Javier, te presento a doña Leonor Loyola, viuda de don Alberto Echevarría y Palacios, coronel de infantería, y que ahora como sabes, tengo el inmenso privilegio de contarla como mi invitada.

-Encantada, señora, es un honor conocerla -saludó educado el abogado contestando después a la pregunta que le hiciera doña Loreto- A lo que he venido lo sabe usted de sobra. Exijo la libertad de Ana María al no ser ella la causante de la muerte de su hermano.

-¿Como te atreves a insinuar eso en mi casa? ¡Eres un atrevido!

-Tranquila, sosiéguese, que no pretendo alterarla, sólo hacerle ver que una muchacha inocente, embarazada encima con un hijo de su difunto hermano, se está pudriendo en la cárcel sin tener ninguna culpa.

La señorica calló. La mención del hijo de su hermano, sangre también de su propia sangre azul, la tentó por momentos. Hasta ahora la nube de venganza de su tormenta no había abierto los claros necesarios para poder ver brillar la luz del entendimiento en su cabeza. Aquella observación le hizo vacilar, o quizás, empezar a darle media vuelta a una llave que abriera en un futuro cercano la remota posibilidad de esperanza para la muchacha.

-Calla, luego...

-Luego nada Javier, ¿qué te estás creyendo? ¿Acaso has olvidado el terrible crimen ocurrido en esta casa?

-No, no se me olvida que una persona ha resultado muerta en ella, como espero que no olvide usted tampoco que está pagando por ello una persona inocente como ya le he repetido.

-¿Has terminado ya de repetirte, Javier? -preguntó doña Loreto con desidia.

-Sí ya he terminado. Pero su mente estoy seguro que no podrá decir lo mismo desde ahora, se lo garantizo -le contestó mirándola a los ojos el atrevido abogado, que sin más comentarios salió de la habitación.

A su salida se encontró a doña Leonor que lo miró curioso. El abogado no dudó en llamarle la atención.

-Señora, hable usted con ella, tal vez pueda convencerla de lo hablado. Quede con Dios.

-¿Está usted seguro, don Ezequiel? -preguntó María al director del centro con el corazón en un puño.

-Seguro no hay nada, pero José ha estado progresando a marchas forzadas, por tanto y de seguir así su trayectoria, antes de Navidad es muy posible que pueda estar en el pueblo caminando a su antojo.

-¡Que alegría más grande acaba usted de darme, nada me podría haber hecho más feliz, se lo juro!

-Lo sé... lo sé... -le contestó el rechoncho director aguantando estoicamente los abrazos de la mujer- Aunque los parabienes no deben de ser para mí sino para su marido, pues gracias a su tesón, esfuerzo y voluntad, ha sido capaz de triunfar donde otros fracasaron. Personas como él son también las que han cubierto de fama y de gloria a este centro que tengo el honor de presidir. Bien y ahora la dejo María. Mañana pediré unos análisis para José.

-De acuerdo don Ezequiel y gracias por todo.

No tardó su marido en regresar de rehabilitación, dándole feliz la buena noticia.

-¿Eso ha dicho el director, María?

-Así es marido mío, sin quitarle ni una coma. ¿Sabes? Me gustaría escribirle a la niña. Mañana hablaré con el padre Serafín, el capellán del centro, para que me redacte una carta.

-Bien pensado mujer, sin duda se alegrará enormemente de recibirla.

La carta no tardó en estar en manos de Emilio, el cartero del pueblo, que, triste, como había hecho con otra venida desde la Argentina tuvo, muy a su pesar, que devolverlas a su procedencia reseñando en el sobre "ausente".

-¿Habló usted con la señorica, don Javier? -preguntó el herrerillo a un esperanzado abogado en la huerta de doña Ana.

-Hablé, muchacho, hablé, aunque al principio no quería recibirme, como siempre, pero debió de interceder esa prima suya venida de Castilla, pues después de decirme que me fuera me volvió a llamar.

-Eso es buena seña ¿no?

-Bueno Miguel, por algo se empieza. No te quiero de todas maneras crear falsas expectativas, pero mis palabras creo que lograron ablandar un poco su duro y tosco corazón.

-¿Qué le dijo? -preguntó éste interesado.

-La verdad. Que Ana María no fue la culpable de esa muerte y ella lo sabe de sobra, lo que pasa es que la venganza la tiene ciega.

-Maldita mujer, algún día...

-Calma muchacho, ya bastantes fracasos han pasado como para volver a empezar de nuevo. Hay que tener paciencia. Yo te aseguro que lo perdido con el juez volveremos a ganarlo cuando la señorica se decida a afrontar y decir la verdad.

-¿Qué quiere usted decir con eso don Javier?

-El hijo que Ana María lleva en sus entrañas, quiera ella o no, tiene sangre de su hermano, por tanto ahí podemos tener una razón de peso para incidir sobre ella y lograr el objetivo. Hablaré con la tozuda señorica una y otra vez hasta que me termine echando de su casa, si es preciso, pues no debemos flaquear.

-¡Qué raro me resulta seguir sin tener contestación de nuestra hija, José! -le comentó su mujer preocupada.

-Sí que lo veo extraño yo también, sobre todo porque las noticias de la carta le habrán hecho dar saltos de alegría.

-A ver si está haciendo un hueco para venir personalmente a vernos y darnos la sorpresa.

-Puede ser, mujer. De todas formas no me gusta este silencio.

Nada, evidentemente, sabían aún los padres de la muerte de don Álvaro. Aunque los periódicos hablaron de ello así como de quién había sido la asesina, y don Ezequiel estuvo al corriente, no se les quiso decir nada por no trocar la recuperación del enfermo. Estando en esa conversación entró en la habitación el padre Serafín con la misma carta que él había escrito días antes.

-José la carta que mandemos para vuestra hija nos ha sido devuelta por el servicio de correos alegando ausencia de su destinatario.

-¡La carta! -exclamó María- ¿Cuándo ha llegado devuelta?

-Ahora mismo acaba de dármela el portero y os la he traído enseguida.

-¡Dios mío a la niña ha debido de pasarle algo, marido!

-Calma mujer -la tranquilizó José- quizá ahora esté en Granada pasando unos días en la casa del Albayzín.

-¡Quita...quita, las madres tenemos un sexto sentido para esto y te digo que este guisado tiene moscas, de eso estoy segura!

-Tranquilícese mujer -le aconsejó el sacerdote- puede que lo que ha dicho su marido sea lo acertado.

-No, necesito enterarme. Lo más pronto posible me voy para el pueblo sin más tardanza.

-Si con eso te vas a quedar más tranquila, adelante -murmuró José- y tal vez sea lo mejor también para salir de dudas. Por mí no te preocupes, ya sabes que últimamente me manejo bien.

-Por eso marido, esta vez que puedo me voy a llegar porque si no, no me voy a quedar tranquila. Mañana arreglo la maleta y pasado mañana salgo en el tren para Granada.

Se iba despidiendo septiembre, con su chaqueta de dos caras contentando al verano y al otoño. Gabrielillo y Miguel charlaban esa mañana en la fuente de los Cipreses mientras daban agua a las caballerías.

-Hay que ver Miguel, pasado mañana es nuestro santo de nuevo. ¿Recuerdas que buena fiesta nos hizo mi abuela el año pasado?

-El año pasado no -le corrigió el herrerillo- Ese día estuve yo con mi hermano Antonio en la cortijada de San Miguel invitado a una fiesta cortijera y a una velada de trovo.

-Es cierto, cómo pasa el tiempo.

-Va a hacer ya dos años Gabrielillo, aunque aún me acuerdo del regustillo en la boca que me dejaron los buñuelos que nos hizo.

-Vente este año y le pedimos que nos los vuelva a hacer.

-No, de verdad que no puedo. Primero que no voy a estar ese día en el pueblo y segundo que no está el horno para bollos, por...

-Sí, perdóname, se me había pasado lo de Ana María. Y qué vas a hacer, ¿irte para Granada?

-Sí, ese día iré a la cárcel a verla. Luego pienso quedarme un par de semanas más acompañándola y de paso ver la casa que ha heredado allí.

-Eso está bien compañero, es lo mejor. Dale ánimos de mi parte y dile que no nos olvidamos de ella.

-Gracias hombre. Clara y Angelitas y su primilla Julia también me han pedido lo mismo. Se alegrará mucho de saber de vosotros.

-¿Con quién te vas entonces, con Ángel?

-Así es. Aprovecho que va cargado de almendras a la partidora de un pueblo cercano a la capital, una vez allí, o bien andando, o bien con alguien que me pare, estaré pronto en mi destino.

Los mulos, levantando sus grandes cabezas del pilar y empinando sus largas y puntiagudas orejas, indicaron a sus amos que tenían hecho el cupo de líquido elemento. En la intersección de las dos ramblillas se separaban los caminos de los dos amigos, tomando cada uno rumbo a su destino.

Sobre las dos de la tarde del día siguiente aún estaba Miguel por llegar a la capital. Una hora antes lo había dejado el comerciante en el pueblo donde descargara, distante de ésta unos diez kilómetros. La enterragada y polvorienta carretera que se estrechaba cada vez más en la lejanía hasta hacerse un fino hilo aparecía interminable ante sus ojos.

Un coche que otro pasaba lento y humeante obviando de todo punto al caminante. Miguel decidió parar. Una finca cercana de olivos brindó al muchacho la sombra necesaria para sentarse y almorzar. Destapó su cantimplora, bebiendo un agua calentuza que le alivió en parte la sequedad de su boca y garganta. De un hatillo que llevaba sobre la espalda sacó un trozo de pan y un poco de queso de cabra, dando en poco tiempo buena cuenta de ello.

Eso, y una ligera siesta que se echó bajo el sombraje, le sirvieron para retomar el camino con más bríos, llegando en poco tiempo a su destino. Le costó encontrar la dirección ante la inmensidad para él de la capital y la falta de conocimiento de ella. Un guardia terminó de guiarlo, dejándolo sólo a dos manzanas de la casa que buscaba.

El precioso barrio árabe del Albayzin presentaba a esa hora de la tarde un aspecto mágico, como toda Granada al atardecer. La gente bullía por sus estrechas y tortuosas calles, por donde otrora pasaran, altivos y distinguidos moros, vasallos de Boabdil el Chico, ataviados con su fez y sus largas túnicas dirigiéndose a la mezquita para orar.

La calle por donde caminaba el herrerillo se empezó a empinar hasta desembocar en una plazoleta de medianas dimensiones. De otra mayor, que salía de ella hacia la derecha, le llamó la atención una majestuosa casa de tres plantas con fuertes balcones de hierro forjado y un escudo nobiliario en el centro de la fachada.

Comprobó la placa donde había escrito Calle de los Abencerrajes y el número cuarenta y cinco también coincidía, luego... El muchacho estaba fascinado por la visión. Ni en sueños se hubiera imaginado una construcción de esa envergadura. Aquello superaba todas sus expectativas. Del bolsillo del pantalón sacó una llave de grandes dimensiones, que bien pudiera haber pertenecido a algún judío sefardí por la hechura de la misma. La hundió en la cerradura, chirriando ésta en cada una de sus vueltas, hasta conseguir abrirla.

Su sorpresa siguió creciendo cuando poco a poco fue visionando el interior. Nada más entrar, y después de pasar un recibidor amplio, se encontró con un espacioso y magnifico patio interior cerrado por cuatro recias columnas acanaladas terminadas en sendos capiteles jónicos, que sostenían un cuadrado pasillo superior, rodeando todo. Sin duda, tal construcción debía de haber pertenecido a una persona de cierto rango social. Tan absorto estaba en dicha contemplación, que no oyó como alguien le empujaba a una puerta, que él no había tenido la precaución de cerrar

Se escondió rápidamente detrás de una de esas grandes columnas del patio esperando a ver quién entraba. Una dulce mujer rubia, de unos veinticinco años, alta y juncal, de preciosos ojos verdes y tez muy blanca, penetró en esos instantes precavida y mirando hacía todos lados, como asustada.

Miguel, al verla, salió de su escondite, situándose detrás de ella.

-¡Jesús! -exclamó sorprendida la intrusa- ¡Qué susto acabas de darme! ¿Quién eres y cómo has entrado aquí?

-Eso mismo debería yo de preguntar, señorita.

-No te entiendo. Yo soy Esperanza, la mujer encargada de cuidar de la casa en tiempos de Doña Ana.

-¡Válgame Dios! -suspiró aliviado el herrerillo- O sea que tú... Bien, permíteme que me presente. Me llamo Miguel y soy el novio de Ana María, la chica que ha heredado esta casa. La verdad es que no me hablaron de ti.

-Bueno, ella sí debía saber de mi presencia aquí, quizás se le haya olvidado contártelo.

-Seguramente, pues estos últimos meses han sido muy ajetreados. Y bien Esperanza, me imagino que sabes lo de la nueva dueña.

-No, ¿qué tengo que saber? ¿Le ha ocurrido algo?

-Por una historia demasiado larga para contártela ahora, se encuentra cumpliendo condena aquí en la cárcel.

-¡Qué me dices! –exclamó sorprendida la joven.

-Así es por desgracia. Yo he venido a quedarme unos días y poder visitarla en la prisión.

-Miguel, si te vas a quedar aquí, ¿donde voy yo a dormir ahora?

-¿A dormir? No te entiendo -preguntó confuso el herrerillo.

-Verás. Mi pobre padre murió de tuberculosis hace unos meses. Yo vivía sola con él al fallecer mi madre años antes después de una larga enfermedad. Al faltar el cabeza de familia los ingresos más fuertes desaparecieron no teniendo yo más remedio que vender la casa, pues los recibos y los gastos que ella generaba se me acumularon uno tras otro. Pensé en esos momentos en esta casa tan grande y tan vacía, así que a sabiendas que algún día me pasaría esto, aquí me instalé y aquí sigo como ves. Sé que he hecho mal, pero no tuve elección, era esto o la calle.

-Te comprendo Esperanza, no no llores, por favor -le pidió Miguel acercándose a ella, tratando de consolarla- ya nos apañaremos.

-¡Si es que todo, desde la muerte de mi padre, me ha ido de mal en peor!

-Aunque así sea apela a tu bonito nombre, te dará lo que necesitas y no dudes de que Ani y yo te ayudaremos también en todo lo que podamos. Venga, deja ya de llorar de una vez, a partir de ahora no estarás sola.

Las cálidas y sinceras palabras del muchacho le sirvieron de bálsamo a la triste y desesperada mujer sintiendo por primera vez cómo su nombre tomaba, pronunciado en los labios del apuesto y joven muchacho, connotaciones tranquilizadoras y sugestivas.

-¡Miguel cuánto siento que me veas entre estos barrotes!

-Ani, yo sé que tú eres inocente y pronto saldrás de aquí. ¿Sabes? A pesar de lo mal que lo estarás pasando sigues igual de guapa que siempre -la piropeó el herrerillo tratando de darle ánimos.

-Gracias aunque sea mentira -le contestó cabizbaja la muchacha- Oye, felicidades en tu día. Siento no poder darte un beso, pero...

-Tranquila, que todos los besos que no puedes darme ahora los voy guardando en una caja para después sacarlos y tirarnos tres meses seguidos besándonos.

-¡Exagerado! -exclamó Ana María logrando sonreír algo.

-Bueno -prosiguió Miguel- ¿cómo te encuentras de ánimos?

-Tengo de todo. Algunos días me levanto más optimista y consigo ver la vida de otra manera, pero otros... y lo peor es la noche, que me la paso pensando en ti.

-Ani... -No pudo el herrerillo refrenar unas furtivas lágrimas que corrieron raudas y diáfanas por sus blancas mejillas.

-Oye que yo no quería hacerte llorar en tu día, faltaría más.

-Lo siento fíjate y luego soy yo el que quiere venir a darte ánimos.

-Lo mejor -aconsejó la joven- es que lo tomemos como un mal sueño esto tarde o temprano pasará. Por cierto. ¿Sabes que me he echado aquí dentro una buena amiga? Se llama Soledad.

-¡Qué paradoja de nombre! -contestó Miguel- Antes de que se me olvide, y a propósito de amigas, todas las tuyas te mandan muchos besos y recuerdos, y Gabrielillo también.

-Devuélveselos de mi parte, a ellas también las hecho mucho de menos.

-Otra cosa Ani, yo también me he echado una amiga aquí en Granada se llama Esperanza.

-¿Esperanza? Mi madrina me habló de ella, tengo ganas de conocerla, ¿que tal es?

-Bueno, ya te contaré. ¿Y tu embarazo, cómo lo llevas?

-Los médicos me ven todas las semanas y hasta ahora creo que todo va bien. Si siento seguir aquí es por nuestro hijo, el pobre no tiene culpa de nada y no es justo que venga a nacer en una fría cárcel.

-¡Maldita sea la vieja! -murmuró entre dientes- ¡Ojalá antes de que nazca el niño estés fuera de aquí!

-Treinta años no son treinta días -aseveró con pena la muchacha.

Un pitido sordo frenó la conversación de los dos enamorados. La media hora de visita había transcurrido muy de prisa. Ana María, poniendo sus manos sobre el cristal separador, las unió simbólicamente con las de su amado, que ya las tenía puestas, permaneciendo así sus manos y sus miradas unidas por el hilo de la esperanza los segundos que le dejaron a ella.

-¿Podemos hablar, Loreto? –preguntó doña Leonor tomando su infusión de la tarde.

-Dime prima -le contestó, después de soplar el contenido de la taza.

-No te molestes por lo que vaya a preguntarte, apenas si nos conocemos y no quiero que pienses mal de mí.

-¡Qué cosas dices!

-La trágica muerte de tu hermano, ¿se debió realmente a un asesinato o a otras causas?

La taza de doña Loreto cayó sobre su regazo, yendo después a parar al suelo, haciéndose añicos.

-¿Ves como estás nerviosa? -aseveró desengañada ella- Pues por algo debe ser, no me dejas ya ninguna duda.

-Parece -contestó la señorica- que os habéis puesto todos de acuerdo para acosarme de frente y por derecho. Primero el abogado y ahora tú.

-No sé prima, sólo que me parece que no has contado la verdad y quizás quieras hacerlo tranquilamente conmigo.

Vaciló unos instantes la interpelada antes de contestar, dándose cuenta de que la única vía que le quedaba era la de la verdad. Pero hasta con la verdad quería negociar. Era avara no sólo con el vil metal sino con todo lo que se moviera también a su alrededor. Quizás podría rentabilizar su abdicación y matar varios pájaros de un tiro.

En primer lugar su sobrino no nacería en una sucia y mal oliente prisión, luego, ya lo recuperaría, sin ningún género de dudas. No le supondría mucho, ni le importaría, arrancarlo de los brazos de su madre, es más, disfrutaría con ello.

Esa muchacha, aunque ahora estaba más encumbrada por la herencia recibida, no podría hacer frente, ni resistir al terrible empuje de sus maquinaciones y su odio.

-¿Qué te pasa, estás llorando? -preguntó doña Leonor.

-Sí prima -contestó cínicamente- no puedo más, tienes razón, necesito confesar.

-Tranquila, todos nos equivocamos, pero reconocerlo es lo más loable y dice mucho a tu favor.

-Esa tal Ana María ha sido siempre la quimera de mi hermano. Debo confesarte que desde que la vio por primera vez se enamoró perdidamente de ella, aunque él quisiera hacerme creer otra cosa. Ayudado por mí la presionamos hasta lo indecible, pero la joven nos dejó claro desde el primer momento que el dinero y el poder no la seducían. Hasta la chantajeemos con lo del accidente de su padre pero no hubo manera. Mi hermano estaba cada vez más loco, teniendo yo que planificarle un viaje al Almendral donde se quedarían solos los dos, llegando, y lo reconozco, pues me consta que ella no se dejó, a violarla sin remisión. Luego la suerte le sonrió, llegando a heredar una gran fortuna. Al verse en esa posición vino de nuevo ese fatídico día a la casa con la intención de desquitarse verbalmente de todas las vejaciones a la que la habíamos sometido y reconozco que en todo lo que dijo llevó más razón que un santo.

No te he dicho tampoco, prima, que la violación trajo consigo un inesperado embarazo. Luego, al ver mi difunto hermano que se marchaba el amor de su vida, y encima con un hijo suyo en las entrañas, sacó la maldita escopeta, intimidándola. Hubo un momento en el cual, si yo no hubiese intervenido, Ana María y su hijo estarían ahora muertos. No lo pensé, me dejé caer de la silla...

Doña Leonor escuchaba expectante y horrorizada como si de una novela radiofónica se tratase, de esas en que la ficción acaba superando a la realidad.

...abalanzándome sobre él, con tan mala fortuna, que cayó contra el suelo pillándose la escopeta debajo, disparándosele en el acto.

-¡Jesús! -exclamó la prima- ¡Qué cuadro!

-Dímelo a mí. Mi dolor en ese momento fue inmenso al ver al único hermano que tenía gritando desesperadamente mientras se desangraba. Esa mirada suya se me quedó grabada para siempre en el alma. El final ya lo podrás deducir tú. Al no haber más testigos que ella y yo le eché directamente la culpa, cargándole con el muerto y nunca mejor dicho. Unos buenos duros a un juez corrupto bastaron para hacer el resto.

-¡Pero eso fue cruel e intolerable! -exclamó enfadada doña Leonor.

-Lo sé. En ese momento sólo quise hundirla para siempre.

-Pobre muchacha, no imaginas ni por un momento lo mal que lo estará pasando en esa prisión y encima embarazada. Te voy a ser muy sincera prima, si quieres que siga un minuto más en esta casa debes darme formalmente tu palabra de que te retractarás de lo declarado haciéndose por fin justicia.

-Lo que me pides no es viable ni aconsejable para mí, Leonor, incurriría en perjurio ante el tribunal, aparte del revuelo que se armaría en el pueblo, generando confusión entre los nuestros si la ven libre. Necesito utilizar otro atajo para ello, moviendo de nuevo mis poderosos hilos.

-A medida que te voy conociendo más miedo me vas dando. No sé lo que estarás tramando ahora, pero sigo manteniéndote la advertencia que acabo de hacerte, así que tú verás.

-Leonor tienes mi compromiso formal de que esa muchacha estará en la calle antes de quince días.

Los grandes penachos de un negro y compacto humo elevándose en el cielo de la estación parecían como la consecuencia de un pavoroso incendio. El tren, reducida ya su marcha al entrar en ella, terminó parando en el andén cuatro. María, con una pequeña maleta marrón, bajó del furgón de cola buscando perdida la puerta de salida. Antes, preguntó a un mozo la dirección correcta para ir a la estación de autobuses.

El que la dejara más cercana al pueblo, ese cogería. No sabía leer, pero ya seguiría ella preguntándole a la gente. Las indicaciones del muchacho sólo le sirvieron para terminar de perderla aún más en la gran ciudad. ¡Cuántas vueltas dio, pasando una y otra vez por el mismo sitio! Todos le decían que la estación andaba cerca, pero, en su acelero, parecía alejarse cada vez más y más de ella.

En su torpe y dubitativo caminar se adentró por unas callejuelas enrevesadas y estrechas. “Ahora, pensó, sí que me he perdido del todo.” Sus ojos, de repente, vieron pasar no a mucha distancia a un muchacho que iba acompañado por una mujer rubia. La cara de él le resultó demasiado familiar.

-¡No puede ser! -exclamó confundida- Debo de estar volviéndome loca, ¿Miguel aquí?

Un grito desesperado alertó a la pareja, que se volvió a mirar rápidamente.

-¿María? -murmuró Miguel extrañado- ¡Sí, es María!

-¿De quién hablas? -preguntó a su vez Esperanza.

-¡Es María, la madre de Ani, debe de haberse enterado de lo de su hija! ¡Madre mía, vaya papelón que me ha caído!

-María... pero... ¿a dónde va usted por aquí? -preguntó el herrerillo acercándose y abrazándola.

-¡Dios mío, me vienes como caído del cielo, hijo! Aunque... -se paró un momento a pensar- ¿Y tú?

-He venido a darle una vuelta a la vivienda que heredó su hija. Lo siento, perdone que no le haya presentado a esta mujer, ella es la que cuidaba de la casa en vida de doña Ana. Esperanza, esta es María, la madre de Ani.

Se saludaron las dos mujeres, alegrándose de conocerse.

-Por cierto Miguel, este viaje lo he hecho porque ando muy preocupada por mi hija. Le escribí en fechas recientes una carta y me ha sido devuelta por Emilio reseñando que está ausente, ¿sabes tú qué pasa?

Miguel se quedó lívido al oír aquellas palabras, que deducían que la pobre mujer aún no sabía nada al respecto, por tanto a él, indefectiblemente, le correspondería el mal trago de ponerla en antecedentes.

-María, venga a la casa, allí podremos hablar más tranquilos.

-¿Ocurre algo? ¡Por Dios, no me asustes!

-Tranquila señora, enseguida le cuento.

La madre daba gritos al enterarse de la noticia, llorando, chillando y haciendo aspavientos con los brazos como las locas.

-Señora, siento mucho lo que acabo de contarle pero era necesario. No se preocupe, de verdad, ella es inocente y pronto saldrá libre.

-¡Claro...! -siguió divagando María sin escuchar a nadie- Con razón me vino la carta devuelta, no, si se lo dije a mi hombre, que esto no era por bueno. ¡Lo sabía! ¡Quiero verla! ¿Me oyes? -le gritó a Miguel zarandeándolo.

-Cálmese y escúcheme, sólo se permiten las visitas de doce a doce y media. Mañana le prometo que la llevaré a que vea a su hija, aunque le advierto que a lo mejor no es buena idea.

De una farmacia cercana le trajo Esperanza unos tranquilizantes que sirvieron para calmar bastante.

Octubre se estrenaba esa mañana en Granada, barriendo con una ligera brisa las caducas y primerizas hojas que se habían hartado de bambolearse colgadas en las altas ramas de los árboles cercanos.

María estaba ya levantada, aunque apenas eran las ocho.

-¡Buenos días! -saludó Miguel.

-¿Nos vamos ya? -preguntó maquinalmente la mujer.

-Aún no podemos sólo son las ocho. Mire, comprendo su desazón, pero entienda que no vale de nada estar esperando cuatro horas en la fría puerta de...

No quiso el herrerillo pronunciar esa fatídica palabra. No quiso herir más a la pobre madre y, en parte, tampoco se quiso herir a él mismo.

Las horas transcurrieron lentas, muy lentas, pero al final llegó la esperada y odiosa hora en la que la afligida madre se encontraría con su hija.

La cara de ella fue todo un poema al ver allí a la persona que nunca hubiese querido ver encontrándose en esas circunstancias. Miró al herrerillo, gesticulando éste, como queriendo decirle lo siento, no he podido evitarlo.

-¡Hija mía... hija mía...!

-Madre -le hizo señas para que cogiera el teléfono- ahora puedo oírla.

-Hija mía ¿qué te han hecho? ¿Cómo estás aquí? –preguntó atropelladamente una desesperada madre viendo en ese trance a una hija.

-Tranquilicese usted, todo es una pesadilla, una confusión que pronto se aclarará, por favor, no llore más que me está destrozando el corazón.

María no escuchó más, su cuerpo rodaba ya por el suelo sin darle tiempo a Miguel de sujetarla. Ana María se levantó rápidamente del taburete donde estaba sentada mirándola nerviosa en el suelo. Un guardia se acercó, sentándola apoyada contra la pared, tratando de reanimarla dándole aire, acción que también secundó Miguel.

La situación no terminaba de calmarse. El herrerillo, cogiendo el teléfono le comentó a Ana María.

-Era un error traerla y yo lo sabía, pero no he podido evitarlo.

-¿Cómo se ha enterado de esto?

-Ani te escribió una carta al pueblo y se la devolvieron al no estar tú allí, eso la hizo sospechar y venía en busca tuya. Por razones de casualidad, buscando la estación me vio por la calle y así pasó todo.

-¡Caramba hay que ver qué coincidencia! ¡Y yo que no quería darle ese sufrimiento tan terrible!

-Ya, pero al preguntar por ti no tuve más remedio que contarle lo que pasaba, no la iba a dejar que se encajara al pueblo, hubiera sido peor.

-Tienes razón, esto no se podía tapar eternamente, tarde o temprano tendría que descubrirse.

-Mire usted don Alejandro, esto es lo que necesito ahora y lo necesito ya.

-Me va usted a volver loco, doña Loreto. Primero que la encarcele con la máxima pena, ahora que la suelte... Lo que me pide no es tan fácil, ¿por qué demonios no lo pensó eso usted antes?

-Las cosas se hacen con un origen, con un fin, y ese lo doy por cumplido ya. Le repito que ahora está en juego el honor y la reputación de mi futuro sobrino, el único continuador de la dinastía de los Monteoliva y con eso no se juega.

-A estas cosas -replicó el juez moviendo la cabeza- hay que darles un aspecto legal, aunque sea ficticio. Mover muchos papeles y tocar a mucha gente...

-Entiendo. Habrá que sobornar a respetables e influyentes personajes y su silencio valdrá mucho. Tome, coja este talonario con varios pagarés firmados por mí en blanco -instó la señorica al corrupto juez- y que cada uno se tape la boca según sus necesidades. En sus manos lo dejo. Ahora me marcho, pues me espera un largo camino de vuelta. Que tenga usted un buen día.

-¿Por qué no nos dijiste nada? -preguntó María al herrerillo visiblemente afectada, una vez en la casa.

-Mire, lo primero es que su hija no quiso y visto lo que ha ocurrido esta mañana, le doy la razón. Lo segundo es que ella, a pesar de la condena que sacó, siempre ha tenido y tiene la fe y la esperanza de que pronto se hará justicia, además, la recuperación positiva de su padre también pasaba por desconocer los hechos.

-¡No, eso no es así, mi marido y yo también tenemos todo el derecho del mundo a saber el acontecer de nuestra hija y más en un caso tan grave!

-Bueno -medió Esperanza- de una manera o de otra ya se ha enterado usted, señora María, ahora lo importante es no perder los nervios y tratar de no hacer más sufrir a su hija viéndola en ese estado.

-¡Le habla muy bien el sano al enfermo! -le contestó María- ¿Tú tienes hijos?

-No señora, ahora no. Tuve uno más lindo que todo, de un mal hombre que me sedujo dejándome después tirada. Ese hijo mío... -trató de continuar hablando, pero su garganta se lo impidió unos momentos- ... cuando contaba tres años de edad murió en mis brazos a consecuencia de un ataque de meningitis diciéndome que tenía mucho calor y que no veía bien. Aun siento en mi carne el pellizco de sus manecitas tratando de agarrarse a la vida. ¡Fue horrible...! Por tanto, le ruego que no me haga más esa pregunta.

-Perdóname hija -le contestó acontecida María- lo siento, cómo iba yo a saber...

-Señora, lo mejor -le aconsejó Miguel- es que vuelva usted al centro con su marido, informándole que la devolución de la carta sólo fue un descuido de Emilio y que Ana María está bien y con ganas de verlo de vuelta por el pueblo. ¡Créame, aquí no le favorece ni a usted ni a su hija que se quede y él puede sospechar, por el contrario, si usted prolonga su viaje! Yo le aseguro que la próxima vez que vea a su hija la verá libre y feliz.

-Tal vez sea lo mejor Miguel, aunque imagina los ánimos con los que me iré. ¡Cuídala mucho, por favor, sé que en tus manos estará bien!

-No se preocupe María, no falto ni un día a verla, eso le da muchos más ánimos para sobrellevar esa situación tan injusta por la que atraviesa.

-¿Se te ha pasado ya Ana María? -le preguntó Soledad, su compañera de celda, aún con el susto en el cuerpo.

-Sí, creo que sí, ha sido horrible. ¡Imagínate, verme mi madre aquí entre rejas y yo sin esperarla! Me he querido morir en ese momento.

-¡Mujer, me has dado un susto de muerte cuando has entrado en la celda! Traías los ojos desencajados y tus nervios te hacían subir por las paredes. Después, cuando te has calmado y te has quedado dormida he estado rezando por tu madre y por ti, pidiendo que pronto podáis abrazaros sin que un cristal y unas rejas os lo impidan.

-¡Gracias Soledad, eres la mejor amiga que se puede tener! ¡Ojala pronto estemos las dos fuera sin tener delante las rejas que tu dices!

-Agradezco también tus buenas intenciones. Tú no has hecho nada por tanto pronto lo conseguirás, pero conmigo no te engañes yo sí es verdad que he matado a un hombre, aunque ese hombre fuera más criminal que yo, así es que tengo sin remisión que pagar mi culpa en esta maldita ratonera.

-Soledad se hará justicia contigo también, no pierdas la calma. De acuerdo, has cometido un crimen y eso yo no lo voy a justificar nunca, pero también hay que ver las concurrencias del hecho, con toda la historia de abusos y vejaciones que hay detrás de él. Por tanto ese crimen ha sido una consecuencia directa de las malas acciones de ese individuo, en las que tú has sido más victima que él. La vida a veces nos somete a pruebas durísimas y las reacciones del ser humano pueden resultar imprevisibles. No te sientas culpable, si tu padre no te hubiese obligado a casarte con ese malnacido y te hubiera dado otro cariño y otro cuido, esto no habría llegado a ocurrir nunca.

-Ya Ana María y me encanta lo que acabas de decir, pero, lamentablemente, el curso de la vida es como el de un río. Su corriente, que es el tiempo, sólo discurre en una sola dirección, hacía el mar de lo eterno.

-Escucha, conozco a unos buenos amigos abogados que no dudes en que te van a ayudar a salir de aquí, déjame que hable con ellos.

Una semana había pasado ya del mes de octubre, haciéndole a éste perder su bisoñez. Esa mañana de lunes día ocho, dos distinguidas señoras esperaban en la sala de invitados de la cárcel provincial, la pronta llegada de una reclusa muy especial.

-Adecéntate un poco muchacha -le requirió la jefa de la guardia- que tienes una visita de mucha clase esperándote.

-¿Una visita yo? -preguntó extrañada.

-Venga, no las hagas más esperar... ¡Vamos, date prisa!

La condujeron desde su celda, por amplios pasillos, hasta una sala que había al fondo de uno de ellos y que se reservaba para visitantes ilustres o entrevistas con los abogados. Unas esposas que rodearon sus muñecas nada más salir de su celda la pusieron sobre aviso de quién podía ser la persona que la visitara. El chirrido metálico de la puerta al abrirse distrajo la atención de las dos mujeres que esperaban detrás, sentadas en sendos sillones, y que no se trataba de otras que de doña Loreto y de doña Leonor.

-Señoras -informó la jefa de la guardia- aquí tienen ustedes a la interna, tienen media hora para hablar con ella. Si hay algún problema sólo tienen que llamar a la puerta.

-Muchas gracias por todo -le contestó doña Loreto.

Ana María ya sabía quién la estaba esperando antes de entrar, a quien no conocía era a la otra persona que la acompañaba.

-Buenos días muchacha -saludó la señorica mirándola a la cara- Siéntate, que tenemos que hablar. Antes de nada te quiero presentar a mi prima doña Leonor.

-¿Así que tú eres la famosa Ana María? -preguntó ella sin parar de mirarla.

-Mucho gusto -contestó educada la muchacha- No sé -prosiguió dirigiéndose a doña Loreto- qué ha venido a hacer aquí, ni que desea de mí ¿Acaso no me ha hecho ya bastante daño? ¿No ha llenado mi corazón a rebosar de amargo sufrimiento? ¿O es que ha venido a jactarse de todo eso viéndome esposada y tras las rejas? Por favor... váyase.

-Tranquila y escúchame, que no va por ahí el motivo de mi visita. Todos nos equivocamos alguna vez y a mí me ha pasado. Javier y mi prima me han hecho ver que estaba cometiendo una terrible injusticia contigo.

-¡Miserable, no quiero oírla más, váyase le he dicho! -exclamó alterada la muchacha levantándose.

-Sí, reconozco que me merezco esas palabras insultantes tuyas y mucho más, pero te repito que estoy arrepentida por lo que hice.

-La palabra arrepentimiento no figura en su vocabulario, haga el favor de no hacerse más la hipócrita conmigo -le contestó secamente la valiente joven.

-Muchacha -terció doña Leonor- sabemos de tus padeceres y tus razones, pero deja a mi prima que termine, por favor.

Ana María volvió a sentarse, quedando a la expectativa.

-Gracias -prosiguió la señorica- Las dos sabemos realmente lo que pasó en esa habitación. Siento de veras haberte inculpado, trocando con ello tu vida. No sé, aproveché aquella coyuntura para vengarme de ti por no corresponder a mi hermano, como si eso del amor fuera lo que los demás quisiesen y no una. Me equivoqué gravemente por ello y para tratar de reparar mi error he vuelto a hablar con el juez que lleva el caso para que reconsidere las peticiones hechas por tu abogado, de libertad para ti.

-Sí -contestó la muchacha- don Rafael le había pedido eso al juez, denegándolo siempre. Me consta que don Javier ha hablado con usted también para que se retracte de lo dicho en el juicio y diga de una vez la verdad.

-Sabes bien que no puedo hacer eso. Hay muchas cosas en juego, entre ellas mi prestigio, Ana María.

-¿Y qué pretende con ello, sacarme de la cárcel y no lavar su culpa?

-Muchacha, tómalo como una especie de convenio entre tú y yo. Tú sales de aquí y te quedas viviendo en Granada, al menos de momento, y yo me sentiré aliviada por lo que hice.

-¿O sea, que me da la libertad desterrándome encima fuera de mi pueblo?

-Será sólo una temporada, entiéndelo. Las gentes del pueblo no deben de saber que estás libre tan pronto, ha sido demasiado lo que presuntamente has hecho para ello.

-¡Váyase por donde ha venido ahora mismo miserable!- le contestó enérgica- No accederé a ningún chantaje suyo más. Si quiere aliviar su conciencia, diga la verdad de una vez en un nuevo juicio.

-Olvidas también otra cosa muy importante; ese hijo que llevas dentro es sangre de mi sangre.

-¡No meta a mi hijo por medio, no lo consentiré!

-Lo quieras o no es así -replicó tranquila la señorica- Ese hijo también me pertenece, es un Monteoliva, y no quiero que nazca en una cárcel.

-¡Acabáramos! -exclamó Ana María- Ahora veo sus verdaderas intenciones. Lo que le importa de todo esto es su maldita reputación, el orgullo hipócrita y desfasado de un linaje tirano y opresor.

-¡No te consiento...! -gritó la señorica.

-¡A la porra con sus hilos y su buena fe, aquí ha venido disfrazada de cordero no dejando hasta ahora entrever su verdadera piel de lobo! ¿Sabe lo que le digo? Si usted está dispuesta a lo que le he dicho, saldré de aquí, si no, no abandonaré esta cárcel. Antes que su sobrino, es mi hijo, eso no lo olvide usted nunca. Y si tengo que tenerlo en este inmundo sitio, así será. El día que salga de aquí será para ser libre de verdad, no para cambiarla por otra donde sus barrotes sean el chantaje y la injusticia, que no hay peor prisión que esa.

Las sabias palabras de la muchacha impactaron de lleno en el sentimiento de doña Leonor, mientras que doña Loreto se recomía por dentro sabiéndose vencida.

-De todas formas Ana María -le contestó la señorica- la orden del juez para tu libertad no tardará en llegar, así que vete preparando.

-Veo que no la detiene nada en sus propósitos y lamento profundamente esa venda tan grande que tapa sus ojos. Algún día se dará cuenta de lo ciega que ha estado y el mal tan grande que hizo, ya que tanto habla de él, a su sobrino.

-¿Y la niña, María? ¿Estaba allí? ¿Qué pasó con la carta? -todas esas preguntas y más le hizo José a su mujer, una vez que volvió del viaje.

-Tranquilo hombre, todo está bien -le contestó su esposa, tratando de ocultar a duras penas la verdadera y terrible situación por la que atravesaban la hija de ambos y ella misma.

-Te noto triste, ¿pasa algo?

-No José, nada, sólo es el cansancio del viaje.

-¿Seguro? -incidió José en su pregunta.

-La niña está bien. Cuando le llegó la carta se encontraba en Granada limpiando la casa de la herencia, llevando allí unos cuantos días. Al parecer el cartero no estaba enterado y optó por devolverla, eso es todo.

-¿Cómo la has encontrado?

-Bien, algo triste por no tenerte allí todavía. Se extrañó mucho de verme en el pueblo, desconocedora de la carta.

-Es normal. Bueno, me alegro que todo haya sido por eso, he estado muy preocupado.

-Nada, ya puedes tranquilizarte. Y ahora debes de volver a centrarte en la recuperación, siquiera por tu hija.

-Sí, María, estas navidades pienso darle la alegría y que sean las más felices del mundo.

Su mujer no dijo nada. Se excusó para ir al servicio, derramando allí dentro copiosas lágrimas de dolor.

El penúltimo mes del año pasó con su sinfonía de hojas secas interpretada por el viento, que dibujaba las notas en el espacio.

La libertad de Ana María llegó como predijo la señorica. La muchacha no tuvo más remedio que abandonar la cárcel a la pura fuerza, haciéndole ver don Javier también que todo tenía su lado positivo. Incluido el alegrón de su madre al verla libre, pues es lo primero que ella hizo, ir a visitarlos al centro a pesar de su avanzado estado de gestación.

Al pueblo no fue de momento, no por hacerle caso a la malvada mujer, si no porque no estaban allí sus padres y a Miguel lo tenía aquí también. La espera del bebé, por otro lado, se hacía cada vez más corta.

-¿Cómo te encuentras esta mañana? -preguntó Esperanza que, como una fiel amiga, estaba en todo momento a su lado.

-No sé, siento unos ligeros calambres por el vientre, aunque sólo serán nervios, pues aún me quedan unos días para salir de cuentas.

-Bueno, piensa que también podría adelantarse, de todas maneras, la fecha exacta va en las lunas.

-Puede ser Esperanza. ¿Sabes? Llevo sintiéndolo ocho meses y pico dentro de mí y tengo ya unas ganas locas de conocerlo y abrazarlo, no sé, será maravilloso poder tenerlo en mis brazos, tan pequeñito...

-Así es. Cuando nació mi hijo me sentí la mujer más feliz de la tierra. Pequeño, frágil, moviendo sus bracitos...
Esperanza no pudo más y rompió a llorar desconsoladamente.

-Lo siento... lo siento... -exclamó acontecida la muchacha- no he debido de hacer ese comentario, de recordarte ese momento. Esperanza mi hijo cuando nazca será tuyo también. Va a tener la mayor suerte del mundo, nada más y nada menos que dos madres, dos corazones latiendo apasionados por él.

-¡Ana María... abrázame!

No hay comentarios: