martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XIV LAS LUMBRES DE SAN ANTÓN. LA VENGANZA.

-¡Ana María! ¡Ana María! -gritó moderadamente Clara la de Ramón, mientras daba, de paso, varios golpes en la puerta de su casa.

-¡Ya va...! ¿Quién es? -preguntó la muchacha, abriendo en esos momentos, mientras se secaba las manos con el delantal- ¡Ah, eres tú, Clara! Perdóname que no te haya oído, pero es que estaba en el fondo de la cocina terminando de fregar cuatro platos.

-No pasa nada, mujer -le contestó la amiga, portando en la mano un pipote vacío de agua- Me preguntaba si tenías tiempo, que te vinieras conmigo a la fuente.

-No es que me haga falta pero por acompañarte, me llegaré. Espera, que entro y cojo yo también un cacharro.

Clara la esperó de pie, junto al quicio de la puerta. Se le notaba un tanto nerviosa. Ana María no tardó en salir.

-Cuando quieras nos vamos -le comentó mientras tomaba la cuesta de bajada en dirección a la fuente de los Cipreses.

-No, espera…-exclamó la amiga- Oye, si te parece, y dado que aún queda mucha tarde, vamos mejor a la fuente de Santa Lucía.

-¿Allí arriba? -preguntó algo extrañada- Pero... sabes de sobra lo lejos que nos pilla.

-No importa -le contestó Clara tomando rumbo hacía el camino de la citada fuente- de paso tenemos más tiempo para hablar. Además, ¿no dicen que ese agua es buena para el estomago?

-Eso dicen. Pero tú estás muy rara, y me vas a decir ahora mismo qué te pasa o qué quieres -inquirió la muchacha.

-La verdad -se sinceró sabiéndose ya descubierta- es que el buscarte para ir a por agua ha sido sólo la excusa para dar un paseo contigo y preguntarte algunas cosas.

-¿Ves como tú querías algo? A mí no me engañabas. No sabes disimular.

-Sí, tienes razón. Quería hacerte algunas preguntas sobre un tema muy serio. Tal vez sean sólo conjeturas mías, Dios lo quiera. Y si es así, ruego que me perdones, pero eres mi amiga y prefiero equivocarme, y pedir perdón, antes que arrepentirme después por no haber movido ni un sólo dedo por ti.

-Me estás empezando a preocupar, ¡oye, déjate de tantos misterios y ve de una vez al grano -le contestó Ana María parándola en medio del camino y sujetándola con una mano sobre el hombro.

-La cosa es sobre ti, y el... alcalde -informó lacónica la amiga.

La muchacha abrió sus grandes ojos con asombro dirigiendo su mirada, íntegramente, a la cara de su interlocutora. Ésta notó cierto desasosiego en ella, cosa que la hizo pensar que sus sospechas eran fundadas. Siguió hablándole ante su manifiesta pasividad:

-Intuyo que algo está pasando entre él y tú. A esa conclusión me ha llevado el ir atando estos días varios cabos sueltos sobre vosotros dos.

-¡Clara... por favor! ¿Cómo puedes pensar...?

-No, déjame hablar, ya he estado conteniéndome muchos días, por favor.

-Claro...claro...

-El cuento que nos contó a Angelitas y a mí el alcalde, con el pretexto de pedirte perdón le sirvió para tenerte en su casa, que era lo que él quería, cuando fuiste a pedirle el permiso para el baile. Y ese nerviosismo exacerbado y esa negativa constante que nos dabas por respuesta... Y esa invitación tan amable, como sospechosa, del otro día para sacarte a relucir en la conversación, metiendo mentiras para sacar verdad...

Las obras que está llevando a cabo tu padre en el Ayuntamiento… ¿por qué lo eligió a él, cuando ya tenía buscado a Luís el de Juana? O tu madre, ¿crees que a su edad es normal que la haya escogido para ese puesto tan importante y sin tener nunca una relación con vosotros? Ana María, abre los ojos, te lo digo como amiga, que ese va a por ti.

Cesaron la conversación al cruzarse con Elías el de los burros, un marchante de bestias, que alquilaba también algunas a los recoberos de la zona. Vendría, probablemente, de alguna feria de ganado, pues traía una buena remesa de jumentos.

El sitio adonde se dirigían no estaba ya lejos. El camino dejó de empinarse, por entre almendros desnudos y olivos ya vacíos de fruto, para, al pasar un recodo, dar vista por fin a la preciosa y solitaria fuente.

Un gran pilar principal, con un adorno frontal un tanto arqueado, recibía la transparente agua que manaba, de la boca a modo de caño, de una especie de figura mitológica, que no se sabía bien qué era, para repartirla después por una conducción de pequeños pilares que servían de abrevadero al numeroso ganado caprino y lanar existente en el término y desembocar, por fin, en dos pilares, de mayores dimensiones ya, que servían de lavadero para la ropa. Todo desembocaba al final en una gran alberca, cuya recogida masiva de agua se destinaba para el riego de los cercanos huertos. Su nombre venía dado por una pequeña ermita que se alzaba, blanca y serena, sobre el cerrete que la coronaba, albergando en ella, una modesta capilla en honor a la santa.

Su poca concurrencia se debía más a la lejanía en sí del pueblo que a la calidad, como agua carbonatada, de su manantial.

-Pues eso -continuó hablando Clara una vez que se hubo alejado Elías- Que si es lo que me imagino puedes estar en un serio aprieto.

-¿Y... tú qué te imaginas? -preguntó un tanto indagatoriamente.

-La posible verdad, Ana María. Que ese hombre se ha fijado en ti y te está presionando de alguna manera para que le pertenezcas...

-¡Qué barbaridad! -contestó airada- ¿Cómo puedes pensar eso? Sí, puede que una serie de coincidencias te hayan empujado a creerlo y te agradezco enormemente ese interés de hermana mayor que me estás demostrando, pero te juro que todo lo que puedas estar pensando está totalmente infundado y sólo son suposiciones tuyas, puedes creerme.

-Mira, los años no pasan en balde y sirven para coger experiencia en la vida y amplitud de miras. Por ello nadie me va a bajar de la burra sobre lo que yo pienso de todo esto, aunque me jures y perjures, seguiré pensando lo mismo. El motivo de meterme, con tu permiso, en donde no me llaman es por una causa altruista hacía una buena amiga. Pero si esa buena amiga estima oportuno que no se debe nadie inmiscuir en sus asuntos o problemas, yo seré la primera en respetarla y apartarme a un lado. Como también te digo que si cambias de parecer o necesitas un hombro donde apoyarte, o un consejo, o tal vez una conversación liberadora que no pueda contener más tu corazón, y quieras que alguien la escuche, no dudes ni por un momento en avisarme, que allí estaré yo.

-Gracias Clara, de verdad. No es este el caso, pero para mí como si lo fuese. No creas que se me vayan a olvidar esas palabras de buena y sincera amiga.

Ana María quiso haber pronunciado alguna palabra más, pero su garganta, hinchada por la emoción contenida, no dejó pasar ninguna de momento. La muchacha no quería que se le notase nada, pero estaba confundida, sin reacción.

La llegada providencial de Gabrielillo, que bajaba por el camino de Los Llanos, en dirección a la fuente, montado en un mulo tordo, mientras canturreaba entre dientes, vino a servir de válvula de escape para ella y de rápido cambio de conversación.

-¡Caramba, cuánto bueno por aquí! -terció el mozo- No se acostumbra a ver a menudo estas vistas por la fuente, ¿dónde camináis?

-Ya ves, Gabrielillo -respondió Ana María- aquí hemos venido Clara y yo a por un poco de esta agua, mi padre lleva un par de días algo pachucho del estómago.

-¡Vaya por Dios! Seguro que este agua lo aliviará al pobre. Por cierto, llevamos ya muy avanzados los preparativos para la gran lumbre de San Antón que montaremos en el barrio. ¡Os quiero ver por allí a todas...!

-¡Sobre todo a Julia! -rió Ana María.

El muchacho se puso rojo. Habitualmente no era muy hablador. Con las mujeres solía gastar mucho pudor. Hoy venía un poco cambiado por culpa de unos traicioneros vasillos de vino que le había echado Paco Pérez, el del cortijo de La Cepa, donde llevaba varios días podándole las viñas.

-¡Ja, ja! -rió Clara también- ¿Has visto cómo se le ha puesto la cara de roja en cuanto le has nombrado a tu prima?

-¡Vale, no os riáis más de mí! Ya sabéis lo corto que soy, como también que me gusta Julia. ¡Caramba aunque me haya dado mucha vergüenza decíroslo!

-Ya lo sabemos hombre, que era broma. Venga, termina de darle agua a tu mulillo y nos vamos haciendo el camino todos juntos -le contestó Clara.

Las lumbres de San Antón, que tienen por costumbre celebrarse el quince de enero, ó sea, la noche que antecede al día de su celebración, convertían al pueblo entero en una pura hoguera. Cada barrio se afanaba porque su pira de leña y trastos viejos fuera más grande que la de sus vecinos y, así, todos competían, se divertían y de paso daban continuidad y esplendor a esa ancestral tradición.

La del barrio de Ana María era enorme ese año, es más, no se recordaba en la historia reciente ninguna lumbre de esas proporciones. Todos los niños y muchachos se habían pasado el día anterior y toda esa mañana apilando toda la materia prima posible, sillas viejas, mesas, tablas, ramas... en fin, toda la madera susceptible de perecer en la hoguera, hasta formar una gran galvera, de considerable altura, que podía llegar muy bien a los doce metros y que, cuando empezara a arder, saltarían las llamas por los astillejos. Varias bolinas bien secas, dispuestas de base, servirían de mecha.

Esa noche en el pueblo arderían al menos, aparte de la que nos ocupa, unas seis más. Además, en la plaza de la iglesia se rifaría, por parte del sacerdote, el famoso marranillo de San Antón, que, con los paseos que se había dado el animal durante la época en que estuvo por las calles, se había puesto, con la ayuda de todos los vecinos, digno de ser el mejor invitado para una matanza.

Ana María, Clara, Angelitas y Julia llegaron juntas, sobre las siete de la tarde, hora en la que ya estaba anocheciendo, al lugar en donde aparecía, alta y arrogante, la gran pila como si no supiese nada de su pronto final. El herrerillo, Gabrielillo y otros amigos más pululaban por allí, dando vueltas y ultimándolo todo.

-¡Buenas tardes, muchachas! -saludó sonriendo Miguel al femenino grupo.

-¡Hola! -contestaron todas a su vez.

-¡Vaya lumbre tan enorme que vamos a formar aquí con todo esto! -exclamó Julia mirando de arriba a abajo tamaña montaña de madera.

-¿Te sorprende, eh? -preguntó Miguel- La verdad es que este año es superior con diferencia a otras.

-Y yo creo -afirmó Gabrielillo metiéndose en la conversación- que es superior a todas las del pueblo, pues sobre el mediodía me he dado una vuelta por ellas para comprobarlo. Quizás la del mirador se pueda acercar un poco a ésta, pero no nos llega ni por asomo.

-¿Y cuándo pensáis prenderle fuego, Miguel? -preguntó Ana María expectante.

-Ya mismo, Ani, en cuanto las gentes empiecen a llegar de los campos y juntemos a la máxima posible, que este espectáculo no de lo debe perder nadie.

-Nosotras vamos a la plaza de la iglesia a enterarnos de la hora en que se rifa el cerdo -comentó Julia tirando del grupo- Hasta luego muchachos.

Medía hora después la mediana y rectangular plaza de la iglesia parroquial se encontraba abarrotada de gente. Se diría que todo, o casi todo el pueblo, estaba congregado allí en ese momento. El cura, que resaltaba ligeramente por encima de la multitud gracias a estar subido sobre un pequeño taburete, saludaba al populacho mientras que con un ademán de silencio les pedía a continuación que se callasen.

El alcalde, a su derecha, acompañaba al canónigo, mientras sostenía un pequeño saco de arpillera en donde se contenían todas las matrices de las papeletas que se habían vendido. Don Nicolás pidió de entre el público una mano inocente para proceder a extraer el número premiado. Acercaron a Carlitos, el hijo de Pedro, el ayudante de José en las obras. Un muchacho rubito y regordete, con cara de serafín.

Metió su inmaculada e inocente mano, un tanto nervioso e inseguro de verse entre tanta gente, por fin en el saco, revolviendo ligeramente todas las papeletas ayudado por el alcalde, sacando el agraciado número: El 178.

-¡El 178! -gritó alzando la cabeza el cura.

-¡El 178! -repitieron los ecos de la muchedumbre.

-¡Yo, aquí! -gritó eufórico don Ernesto, el boticario, que asistía al sorteo colocado en las primeras filas.

Un recelo popular en forma de murmullo corrió de boca en boca entre los desencantados asistentes.

-¡Vaya, al que menos le hace falta...! ¡No, sí...!

-¡Con la necesidad que tengo yo, Dios mío -gritó Pepe Cortés, el gitano- pa mis nueve churumbeles...!

Había que resignarse, la suerte era la suerte. Tan caprichosa como injusta, a veces... o tal vez, la suerte no hubiera tenido nada que ver en ello... En fin, que los pobres seguirían siendo pobres y los ricos, pues no se quedarían sin otra matanza, cosa que verificó una semana después don Ernesto, y a la que tuvo el gusto de invitar al cura y al alcalde. ¡Quién como ellos!

Sin más tardanza se marcharon todos a sus consabidas lumbres. Antonio, preparó su yesquero dándole a la ruedecilla precisos y refilados golpes para que la chispa saliente encendiera el cordón hasta ponerlo, a base de soplidos, al rojo vivo.

Todo estaba preparado. Los mozuelos en su sitio. Los espectadores en el suyo. Las viejas, con sus negros mantones, algo más cerca, como queriendo quitarse el frío reinante de esa hora en el descampado. San Antonio Abad, ese joven cristiano del alto Egipto, que descubriera que la verdadera riqueza era servir a Dios despojándose de todo lo terrenal, daba pie a que esa noche, aparte de quemar sobrantes y trastos inútiles, se quemaran también los malos augurios y los espíritus diabólicos. Mientras, en el lado más prosaico, se bebía, se cantaba y se reía, siendo esa una noche de veladas divertidas.

La fatídica mañana del día dieciocho de enero comenzó muy ventosa. Las nubes se desplazaban raudas por el ancho cielo llegando a parecer guiñapos raídos que se alargaban por el horizonte. El viento, más abajo, también soplaba fuerte en las semidesiertas calles del pueblo, doblando a su paso las ramas de los árboles y las macetas de las ventanas.

Hacía frío, mucho frío. Pedro, tiritaba sin tapujos, enfundado en su gran chaqueta de pana mientras se frotaba sus ateridas y frías manos, junto a la pared sur del Ayuntamiento, a la espera de que llegase José. Un ruido, entonces llamó su atención. Se asomó al lateral norte, donde estaban colocados los andamios, y pudo ver a Simón que andaba ocupado en algo subido en ellos. Se extrañó, no obstante, de verlo a esa hora en la obra. No era nada habitual en él. Al contrario. Siempre solía llegar como una hora más tarde, alegando en todas las ocasiones que venía de hacerle recados al alcalde. José siempre refunfuñaba al principio pero comprendió que no conseguiría nada con ello y optó por dejarlo como cosa perdida.

Al ver a Pedro dejó lo que estaba haciendo, de una manera disimulada, para bajarse del andamiaje y venir a donde estaba él, invitándolo a un sospechoso cigarrillo.

-¡Uf, hace un frío que pela esta mañana, Pedro! ¡Y este vientecillo tan molesto que te cala los huesos...!

-¡Pues a ti parece no importarte! -le contestó el compañero, un tanto indagatoriamente- Pues no sé qué hacías allí arriba tú solo. Además, veo que esta mañana has madrugado más que nunca.

-Calla, mi mujer, que ha estado toda la noche con un terrible dolor de muelas -le comentó el taimado obrero, contestando en parte a su pregunta- Cualquiera la aguanta cuando está así. Y yo, cansado de oír sus quejidos, he saltado de la cama y me he ido a la taberna del tío Matías a tomarme un cortado de anís, viniéndome luego para acá.

-¡Ya... ya... las muelas son muy malas! En fin... mira, por ahí viene ya José, tan puntual como siempre.

Una mirada sibilina y una sonrisa de maldad asomaron a la pérfida cara de Simón en el instante en que sintió ese nombre. Apenas si miró cómo llegaba y mucho menos lo saludó al dar éste los buenos días como siempre. Sólo se limitó a preguntarle por dónde empezarían hoy la faena.

El día se preveía, por otra parte, cargado de trabajo. Sobre todo porque había que terminar de enlucir la parte más alta de la pared norte del edificio. Y eso supondría mucha carrucha para subir mezcla y, lo más peligroso, muchas horas de andamio con el agravante del peligroso viento, que se hacía por momentos más notable. Pero, qué remedio, el trabajo no se podía detener.

Eso lo sabía José, que, sin más preámbulo, y dando ejemplo en todo momento, tomó los palos amarrados con tomiza que configuraban el improvisado andamio que él mismo atase y supervisase al inicio de las obras. Y por más que quiso a lo largo de la mañana ignorar el molesto meteoro, llegó un momento en que éste se apoderó de la situación consiguiendo que no hubiera más remedio que desistir a esa altura.

Eso pensó haciéndole gestos a Pedro, que se encontraba en la otra punta de la alfajía, para que se acercase y bajara con él. Ya harían algo dentro del edificio para más seguridad. No tuvo el peón más tiempo que el volver la cabeza cuando, y de repente, notó cómo se elevaba mientras todo empezaba a temblar bajo sus pies. La alfajía que mantenía a ambos se estaba levantando por su lado y cayendo por el lado del maestro mientras las cuerdas que agarraban el palo iban cediendo una tras otra, como si hubiesen estado flojas o se hubiesen partido de golpe.

José quiso agarrarse al palo más cercano, como un náufrago se agarra febril a una tabla que flota entre el oleaje de alta mar, pero todo fue tan rápido que no le dio tiempo, para su desgracia. Sólo pudo lanzar un grito estremecedor, ahogado por el fuerte viento reinante, que caló hasta el fondo del alma de Pedro, que veía cómo su amigo y compañero volaba literalmente por el aire, bajando a una velocidad de vértigo rumbo al duro y mortal suelo. Impotente y agarrado al vertical palo del andamio, que había permanecido firme, observó aterrado, siendo testigo de primera mano, cómo el cuerpo del maestro, envuelto entre las alfajías, se desplomaba sin remisión.

La caída fue dura. Terrorífica. El impacto contra el suelo había sido mortal de necesidad. Unos metros más a la derecha se encontraba una pila de tierra. Quizás, si hubiese caído el infortunado albañil sobre ella, le hubiese amortiguado el golpe. Pero no fue así

A Simón no se le veía por ninguna parte. Pedro aparecía pegado al palo, como conmocionado, y Federico, que apenas sí se había enterado, por estar descargando el agua de sus bestias, tardó un mundo en reaccionar.

Y allí estaba el herido, el quizás moribundo, tumbado boca arriba con los brazos y los pies estirados, casi flotando sobre una gran charca de su propia sangre, que le salía a hilo por la boca y por una gran brecha del occipital.

El primero que llegó fue el alcalde, avisado por Simón, que, en vez de socorrer antes al herido había corrido en busca de su amo sin acordarse, o sin querer acordarse, del médico.

Pedro, una vez repuesto y bajado, si fue sin dudar en busca de él. Ya ejercía como titular de la plaza don Luís salas, el nuevo y jovencísimo facultativo que apenas llevaba una quincena a cargo del pueblo, siendo éste su primer destino. Hombre de unos veintiséis años, alto, moreno, con el pelo acaracolado y de aire un tanto extranjero, quizá sudamericano. Servicial y solícito, dejó la consulta llena de pacientes para coger raudo su maletín de emergencias y correr a toda prisa detrás del guía.

Una vez que lo hubo conducido al lugar de los hechos, y no fiándose de su bisoñez, se llegó también a avisar a don Felipe, el viejo, pero lleno de experiencia y veteranía, médico. Y allí se juntaron los dos. Lo primero que hicieron fue llevarse las manos a la cabeza y mirar al cielo para después presinarse, tal verían el cuerpo del albañil cómo yacía sobre el frío suelo dando la impresión de poder estar muerto.

Le observaron detenidamente y pasaron a la acción.

-¡Rápido, está en parada cardiorrespiratoria! ¡Hay que reanimarlo! -le gritó don Felipe al médico más joven mientras le presionaba el tórax al accidentado con un ritmo frenético y el otro le insuflaba aire en un boca a boca agónico.

-¡Un... dos... tres... ya! ¡Nada, que no responde! ¡Venga, otra vez! -volvió a gritar con las cuerdas vocales de punta- ¡Respira, Dios mío, respira! ¡Ha vuelto con nosotros! -exclamó enfervorizado don Luís, al tiempo que le administraba medicamento por una vía que le había cogido momentos antes.

-¡Lo tenemos estabilizado! Hay que parar ahora esa hemorragia craneal, sigue muy grave pero puede que con estas maniobras lo salvemos, colega -le comentó moderadamente optimista el viejo médico con un brillo de esperanza racional en sus ojos.

Mientras los doctores luchaban por mantener con vida al casi malogrado José, las gentes del pueblo habían ido llegando de todas partes, haciendo un gran corro alrededor del accidentado.

-¡Atrás, atrás, dejen espacio para poder respirar! -gritó don Felipe, levantándose y dirigiéndose a la muchedumbre.

-¡Atrás, atrás! -gritó también la pareja de la Guardia Civil, con el sargento Bonilla a la cabeza, que llegaban en ese instante, colocándose entre los médicos y el gentío a modo de barrera.

Faltaba María, a la que nadie había avisado todavía, con los aceleros, y también Ana María, que se encontraba en la fuente a por agua con su prima, y que tampoco nadie había ido a darle la noticia, pero que no tardarían en hacerlo.

Carmela la de Jacinto, pasando por su casa, la puso en aviso, enterándose también de dónde estaba su hija. María llegó al lugar del suceso en segundos haciendo aspavientos con los brazos, chillando y llorando como una loca. La multitud iba haciéndole paso mientras la miraban compasiva.

Llegó hasta la altura del sargento Bonilla, que impedía con todas sus fuerzas que entrase la mujer, pues no quería que viera a su marido en ese estado, podría ser traumático para ella. Además, los médicos necesitaban libertad para proseguir con la ardua y loable tarea de poderlo mantener con vida.

-¡Aparta, mal nacido... aparta! -gritó la desesperada mujer como una posesa mientras daba fuertes golpes sobre el pecho del sargento.

-¡Que le he dicho que no, mujer, espere...! ¡Además, los médicos no dejan pasar a nadie!

-¡Yo soy su mujer y tengo derecho a verlo y a estar con él! ¡Puede que se le esté acabando la vida y no vaya a estar ya más conmigo! ¡Usted no puede detenerme...!

Los razonamientos, y sobre todo la fuerza de empuje que imprimió, hicieron desistir al sargento en su negativa y reconsiderar la situación, dejándola que se acercase. María se abalanzó sobre el cuerpo inerte de su marido dándole cuarenta besos mientras lloraba y profería hirientes gritos de desesperación.

-¡José, esposo mío, no te vayas! ¡No nos dejes a la niña y a mí! ¡Te necesitamos con nosotras...!

-María -exclamó don Felipe- por favor, hágame usted caso. Aquí no le hace ningún bien a su esposo ni a usted misma, ahora está en las manos de Dios solamente. Nosotros ya hemos hecho lo que con nuestra ciencia hemos sabido y podido, por favor...

Ella ya no escuchó las últimas palabras del viejo facultativo. Acababa en esos precisos instantes de caer rodada al suelo, con el conocimiento perdido, muy cerca del cuerpo de su esposo. Don Luís, rápidamente, la atendió pidiendo a alguna persona de entre las muchas allí congregadas que le echaran agua fresca en la cara y le hiciesen aire.

Carmela, sin saliva en los labios, llegó en esos momentos a la fuente de los Cipreses, sabedora de que Ana María se encontraba allí. Había tardado lo suyo, pues sus pies, en cuestión de carreras, no lograban ya ganar medallas.

La muchacha, que estaba ajena a todo lo que estaba pasando, al enterarse de la trágica noticia, tuvo una fuerte subida de tensión nerviosa que le llevó hasta romper de un fuerte golpe el cántaro de barro. Quien la vio allí, la vio en el Ayuntamiento, seguida de la también afectada Julia.

El tumulto de gente que observó al llegar la puso más histérica.

-¡Mi padre…! ¿Qué le ha pasado a mi padre? ¡No, que no se haya matado, por favor Dios mío...! ¡Que no le haya pasado nada...! ¡Dejadme pasar! ¡Mi padreee...!

-Muchacha, espera -la sujetó el sargento- no creo que debas ver esto...

-¿Y mi madre? ¡Pero si está también tirada por los suelos…! ¡Ella también...! ¡Mi pobre madre...!

Ana María, presa de un fuerte shok, contemplaba los sucesos como si se estuvieran desarrollando en otra dimensión o fuera ella misma como un holograma, que no pudiese intervenir ni tocar nada. Aun así, se armó de fuerzas y se fue hasta su padre, arrodillándose junto a él, llegando a mancharse las rodillas con la sangre derramada.

-¡Don Felipe…! ¿Vive? ¡Dígame usted que sí, por favor…! -preguntó con la resignación del entendimiento en el rostro la valiente joven.

-¡Ana María, no debías de estar aquí...! ¡Esto es muy fuerte para ti, por favor...!

-¿Vive? -volvió a preguntar lacónicamente la muchacha.

-Si, hija, vive. Estaba con el corazón parado hace unos momentos. De milagro hemos logrado reanimarlo y tratamos de estabilizarlo para poder evacuarlo de urgencia a un hospital.

-¡Gracias Dios mío! ¡Dentro de lo malo...! -susurró la hija mientras perdía su mirada en el ancho cielo repitiendo, como si de una oración se tratase, palabras de agradecimiento a Dios y a los médicos.

María abrió los ojos torpemente en esos momentos rodeada por Cándida y La Ceniza, que no paraban de darle aire con un abanico mientras la tenían recostada sobre el duro suelo a unos metros de José.

-¡Mi... marido...! -balbuceó- ¿Cómo está, Cándida?

-Tranquila, mujer tranquila. Ya sé que le habla muy bien el sano al enfermo, pero tus nervios y tu desesperación no lo van a ayudar.

-¡Que viva, por favor...lo necesitamos con nosotras...!

José había dejado de sangrar. Una limpieza de herida y unos apósitos habían ayudado a ello. El corazón, ayudado por la química de los medicamentos que le habían introducido, seguía, de momento, funcionando aunque de una manera algo arrítmica. La estabilización parecía lograda, pero la urgente evacuación era la verdadera razón de su salvación.

Luciano, el alguacil, sin pérdida de tiempo, ya venía en esos instantes montado en la cabina del camión de Ángel que, a golpe de claxon, avanzaba a toda marcha mientras la gente allí congregada se apartaba deprisa.

Una cama, traída de la cercana casa de Rosario, mujer que regentaba la fonda que llevaba su nombre, y que estaba ubicada en la plaza del Generalísimo, justo enfrente del Ayuntamiento, iba a servir como improvisada camilla de ambulancia. Cama que sujetaron bien con tomizas sobre el cajón del camión y los barandales.

Don Felipe quiso ir con el enfermo. El camino era largo hasta Granada y las complicaciones eran probables durante el trayecto. Un médico cerca, en esas condiciones, podría resultar vital. María se lo agradeció mucho, llegando a emocionarse al ver el humano gesto del viejo doctor.

-Cándida -llamó María a su prima hermana estando apunto de partir- cuida estos días de Ana María, por favor, que la pobre queda sin consuelo...

-¡Por favor, prima, eso no hace falta ni que me lo pidas! Sabes que para mí es como una hija más.

-Otra cosa que te pido -prosiguió- que no le escriba a mi cuñado Domingo, el pobre no le va a solucionar nada a José y, estando malo del corazón, puede ser contraproducente.

-Descuida. Por nosotras no se enterará. Ahora sube, venga, no te demores más que tu hombre debe llegar a Granada pronto.

-Sí, hija, sí, tienes razón -y diciendo estas últimas palabras subió al cajón para hacer el largo y penoso viaje junto a su marido y el viejo médico.

El camión se empezó a mover, sin más tardanza, a las órdenes de su chofer, el servicial comerciante, que pisaba a fondo el acelerador enturbiándose la plaza con el negro humo proveniente de su escape para perderse segundos después por el fondo de la calle Real en dirección a su destino.

El momento que llegó después de la partida fue tenso, muy tenso. Un largo silencio impregnó a la muchedumbre, que miraba para el suelo, apesadumbrada. Julia abrazaba a su prima. Le había echado su chaquetilla de lana por encima, pues tenía los pelos de punta por la fuerte emoción y el aún tenaz viento, que persistía en ser el odioso invitado al suceso.

-¡Venga, vámonos para mi casa primilla...!

-Sí, Ana María -también le pidió Cándida- Vámonos, que aquí ya no hacemos nada. ¡Verás como Dios no quiere que tu padre nos abandone!

Un suspiro fuerte exhaló la muchacha al oír aquellas palabras de esperanza y consuelo. Un suspiro que voló en la lejanía, hasta el corazón de su madre, que iría transida de dolor sobre el acerado cajón del camión pidiendo, seguramente, que llegasen pronto y que escaparan con bien de ésta trágica situación

La muchedumbre convocada allí, una vez que hubo abandonado Ana María el sitio, se fue marchando lentamente, en pequeños corrillos, comentando cariacontecidos la mala caída de un hombre tan bueno y noble como lo era José.

Pedro, mientras tanto, sentado en un rincón, junto a las tejas apiladas en el suelo, había ido reponiéndose mentalmente de la tremenda visión del impacto y recomponiendo los trozos del rompecabezas del por qué de la rotura del andamio. Su mente giraba como un torbellino embravecido. Echó un vistazo a las cuerdas, no estaban rotas ni cortadas, pero sí aflojadas hasta poder salirse perfectamente las cabezas de los palos por ellas. Cosa que motivó, sin lugar a dudas, el fatal accidente.

Sabía de primera mano lo fuertes y consistentes que hacía José los nudos y cómo se aseguraba bien después de que todos estuvieran repasados, hasta el punto de ir uno por uno comprobándolos. Sólo, en consecuencia, podría haber un motivo para que todo cediera. Y al llegar a esa conclusión un fuerte sentimiento de rabia e indignación asomó a su cara hasta dejarla del color de una amapola.

Se fue hasta donde estaba Simón, que, como el que no quiere la cosa, trataba de evadirse de allí de manera disimulada.

-¡Simón, maldito! -exclamó con toda la acritud del mundo- ¿A dónde crees que vas?

-Pues... -respondió el aludido atropelladamente- me iba para mi casa. No puedo soportar más la tensión de ver lo que le ha pasado a un buen amigo.

-¿A un buen amigo? ¡Hipócrita, miserable! -le respondió iracundo mientras se abalanzaba sobre él cogiéndolo con sus anchas y recias manos de la solapa dándole unos cuantos zarandeos- ¡Miserable! ¿Has sido tú, verdad? ¡Tú y tus malditas rencillas y peleas! ¡Tú y tu maldita venganza...!

-¡Pedro, Pedro! -gritó haciéndose la víctima- Pero... ¿que estás diciendo? ¿Cómo se te puede pasar por la tela del juicio que yo sea capaz de semejante atrocidad?

-¡Canalla de eso y más te creo capaz! ¡Te conozco bien! ¡A mí no me engañas!

-¡A ver! ¿Qué pasa? -preguntó con voz grave y marcial, logrando imponerse a los dos individuos, el sargento Bonilla, que, a pasos agigantados, estaba llegando a la altura de éstos. El cabo Rosales y el guardia Lupión le seguían detrás para darle escolta.

-¿Me queréis decir qué ocurre aquí y el por qué de la pelea?

-¡Mi sargento aquí tiene usted al criminal! -le contestó firme y seguro Pedro- ¿A qué espera para detenerlo? -le observó, con los ojos salidos de sus orbitas, mientras lo sujetaba todavía.

-¿Quieres calmarte? Piensa que lo que acabas de decir constituye una acusación muy grave si no se tienen pruebas -le informó el miembro del orden, serio y preocupado.

-¡Cabo, coja a Lupión y háganme un examen ocular en el lugar de los hechos mientras me van contando estos dos testigos cómo sucedió todo -ordenó el suboficial.

-Aquí hay poco que contar mi sargento -relató Simón- sólo hay que achacar a la mala suerte y al fuerte viento el triste suceso de hace un rato.

-¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes tener esa sangre fría después de lo que has sido capaz de hacer miserable? -le volvió a insistir Pedro a su compañero de obras.

-¡Ya está bien! -terció malhumorado el sargento- ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no se puede acusar a nadie sin pruebas? ¡Te la estás jugando, Pedro, te la estás jugando!

-¿Usted quiere pruebas? Está bien, véngase conmigo que le enseñe las cuerdas -cosa que hizo reuniéndose con los dos subordinados- Mire. Partidas no están, sólo aflojadas por una mano criminal. Luego, el viento con sus vaivenes hizo el resto, ayudando con su efecto, a potenciar la causa.

-¿A ti qué te parece Rosales? -preguntó el sargento.

-¡Humm... no sé! Yo se lo achacaría al viento. No creo a Simón capaz de ello.

-Pedro -llamó el alcalde mientras salía del edificio, apartándolo de los demás- He escuchado tu conversación, así como tus graves acusaciones acerca de las causas del suceso sobre un leal y fiel servidor mío como es Simón. Yo siempre te he tenido por una persona cabal y juiciosa. Lo que insinúas, aparte de no tener ni pies ni cabeza, puede ser muy peligroso para ti y puedes llegar a pagar un alto precio por ello. Considéralo antes de ir más lejos. Tienes mujer e hijos y este trabajo lo necesitas. Aparte, sabes que me tienes de tu mano para lo que necesites. Si denuncias, habrá una inspección y cuarenta mareos para mí. Y tú no querrás perjudicarme, ¿verdad? Pero si aún así estás decidido, adelante. Vete con el sargento y pon esa maldita denuncia.

El obrero calló, sopesando los pros y los contras que podía conllevar el dar ese paso. Ahora, con el chantaje del alcalde, lo veía todo más negro. “Maldita sea” -pensó- “ese canalla se saldrá con la suya.”

-Bonilla -le comentó aparte don Álvaro, después de dejar a Pedro sumido en un mar de dudas- no me fío de ése, está muy seguro de la implicación de Simón cosa que nosotros no creemos, ¿verdad? ¡Quién lo iba a creer de mi hombre de confianza! De todas formas, llévatelo para el cuartelillo con la excusa de tomarle declaración y cursarle la denuncia. En tus manos dejo el que cambie de parecer. Si le hacen falta unos cuantos mamporros, dáselos -exclamó seco y tajante haciendo el gesto- No quiero fisgones de Granada metiendo las narices en mi pueblo, ¿comprendes? Además, eso nos conviene a los dos. En tu informe oficial cuenta que sólo fue un desafortunado accidente laboral.

El sargento escuchó atento, tomando buena nota, como servicial esbirro del malvado cacique, de toda su sarta de mentiras.

-Además -prosiguió el alcalde- no ha habido ninguna muerte, que sepamos, luego, no hay por qué alarmarse tanto.

-Así se habla don Álvaro. El cuartelillo lo hará de fijo cambiar de parecer.

-¡Mi buen amigo Bonilla, veo que me ha entendido a la perfección! Cada día estoy más contento de que propusiera tu ascenso a sargento en aquella conversación en Granada a mi buen amigo el coronel de la Guardia Civil Montes-Ocaña.

La casa cuartel de la Guardia Civil, que componían cuatro números, un cabo, y el comandante de puesto, labor que desarrollaba el sargento en cuestión, se hallaba en el camino de salida del pueblo, en dirección oeste. Se trataba de un caserón enorme. Tenía cuatro pisos de altura y amplia fachada, algo vetusta ya, que jalonaban varios balcones de duro y forjado hierro, y en la que destacaba, y predominaba, el harto conocido y temido color verde oscuro que identifica a la Guardia Civil. Sobre la gran puerta de dos hojas que flanqueaba la entrada, rezaba una inscripción que delataba el recinto y que hacía honor también a su legado castrense. Ésta decía así: "Casa cuartel de la Guardia Civil. Todo por la patria".

El guardia de puertas saludó, mosquetón en mano, de manera militar, ataviado con su uniforme de reglamento y su tricornio, al jefe de la guarnición, cuando entró con el testigo y la pareja al recinto. Éste no era otro que Pedro, pues a Simón lo habían ignorado.

La habitación de la izquierda, nada más entrar, era la sala de armas y sitio también donde tenía instalado su despacho el sargento. Siguieron por el pasillo adelante hasta bajar por unas empinadas escaleras que dieron vista a una fuerte puerta con un pequeño postigo. Se trataba de la sala de interrogatorios.

El lugar era sombrío y húmedo. No podía tener ventanas por estar debajo del suelo. Sólo había un pequeño tragaluz casi tocando el techo y que daba a un patio interior, dando norte si era de día o de noche. Todas estas connotaciones le conferían a la habitación un aire sórdido y macabro. Una mesa cuadrada y cuatro taburetes, un cuadro del Caudillo junto a un crucifijo y la tenue luz de una bombilla en el techo, eran todo el mobiliario de aquella lúgubre estancia.

-Siéntate -terció el sargento alisándose el recio y puntiagudo bigote pelirrojo- ¡Rosales déjanos solos! Ya te llamaré si te necesito.

-No entiendo mi estancia en este lugar -comentó algo extrañado Pedro al quedarse a solas con el sargento- Le recuerdo que yo he venido aquí a que se me tome declaración por los hechos y a formular una denuncia y no a que se me interrogue.

-No, no se trata de eso, te lo voy a decir por las buenas y de una vez por todas -le contestó algo salido de quicio el sargento- Está muy feo querer incriminar a un buen compañero y mejor persona en un hecho tan grave y de tanta trascendencia para él y su familia.

-¿Un buen hombre? -replicó atónito- ¿Pero... usted de qué lado está?

-¡De aquí en adelante -contestó el interrogador, airado y enérgico, dándole un fuerte puntapié intimidatorio a un taburete- hablarás cuando yo te lo ordene. ¿De acuerdo? Tenlo presente. Esto que ha pasado hoy se debe a un fatal cúmulo de circunstancias en las que nada ha tenido que ver Simón, y tú, como buen compañero, quieres cargarle el muerto. Todo el pueblo sabe de tu enemistad con él y de las peleas que tuvisteis siendo vecinos...

Pedro, embravecido por las fuerzas que dan la razón y la verdad, se levantó furioso dando un fuerte puñetazo en la mesa, cosa que no fue muy bien recibida por el sargento que le propinó dos contundentes golpes con una porra, uno en la espalda y otro en la cabeza, que le hicieron tambalearse y caer posteriormente al suelo.

-¡Maldito hijo de puta...! -gritó a continuación furioso- ¡Rosales! -llamó de fuerte voz al cabo que permanecía de pie al lado de las escaleras y que no tardó en presentarse- ¡Llévatelo y que duerma esta noche en el calabozo! Así aprenderá a no levantar falso testimonio sobre hombres honrados y a guardar decoro y respeto a la autoridad.

El pobre peón, hundido moralmente por las injusticias de la justicia, y apaleado por ella misma, recostó por fin su maltrecho cuerpo sobre un catre hediondo que había debajo de un ventanuco lleno de telarañas. Catre que sería testigo de las largas horas de llanto y desolación en la interminable noche de una piltrafa de hombre desencantado con la Guardia Civil, el Régimen y sus caciques, que se interponían todos ellos en conjunción para salvaguardar a sus adeptos.

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