martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo IV LA VENIDA DE LOS SEGADORES. LAS RUEDAS.

El ruido de la pólvora al estallar en el ancho cielo denotaba a las claras que algo estaba sucediendo en el pueblo esa tranquila mañana del último domingo de agosto.

-¿Qué pasa? -se preguntaron las gentes asomándose a las ventanas por ver si se divisaba algo.

Unos niños corriendo y a voz en grito iban dando la noticia:

- ¡Los segadores, que vienen los segadores!

-¡Los segadores por fin! -exclamaron muchas mujeres corriendo al encuentro, que estaban haciendo su entrada en el pueblo en ese mismo instante, tirando los últimos cohetes.

¡Cuánta emoción y lágrimas que no se podían contener! ¡Cuántos abrazos de mujeres y niños a sus maridos y padres que volvían después de meses de estar fuera!

No era de extrañar la alegría del momento. Estos pobres hombres, llevaban mucho tiempo lejos de sus hogares, de su pueblo. Iban como cada año, andando a los montes, a pasarse la jornada de sol a sol, segando mucho y comiendo poco, durmiendo sobre el duro suelo del tajo, a la intemperie, entre los haces apilados de mies, tratando de traer unas míseras pesetas y así poder pagar las deudas contraídas por sus familias en las tiendas, que les habían estado dando fiado a la espera.

Miguel, saliendo de la casa de su tío Frasquito, marchó también a recibirlos, pues tenía sus motivos. Su hermano mayor se encontraba entre ellos, había estado de manijero en la partida. Lo divisó a lo lejos.

-¡Antonio, Antonio...!

Hacia él se acercó un hombre de unos cuarenta años de edad, alto, y curtido por el sol de justicia al que había estado expuesto. Al llegar a su lado, lo abrazó fuerte, subiéndole por el aire.

-¡Hola Miguel, no sabes lo que te he echado de menos!

-Y yo a ti, hermano, ¡estaba tan solo!

-¿Sabes? Te he traído una sorpresa.

-¿A mí? -preguntó lleno de nervios y curiosidad.

-Sí, mira.

Y bajando una mochila que traía sobre la espalda, se la puso en las manos. Por la parte de arriba se divisaba una cabecita toda blanca, a excepción de una mancha a modo de lunar que tenía en la misma frente. Era un precioso cachorrito que le habían guardado de la perra del dueño.

Miguel lo terminó de sacar de la mochila y, manteniéndolo en el aire, no dejaba de mirarlo, riéndose mucho y no creyéndose que fuera a ser el poseedor de tan tierno y lindo animal.

-Bueno -preguntó Antonio- ¿Te gusta o no? Si es así, habrá que buscarle un nombre...

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho- ¿Cómo le podríamos llamar...?

-Miguel ¿te parece que, como tiene ese lunar negro en la frente y va a estar en la fragua del tío, le pongamos "Tiznón"?

-¡Tiznón, caray…! -exclamó- Oye, pues resulta gracioso ese nombre y además le pega. ¡Gracias Antonio, pero ya sabes que mi mejor regalo, es saber que te tengo aquí de nuevo!

-¡Ya lo sé, venga vamos a casa!

Eran las cuatro de la tarde. La familia acababa de almorzar. José se fue al corralón a poner en orden todas sus herramientas, pues al día siguiente tenía que estar ya con todo preparado para el comienzo de las obras.

Madre e hija terminaban de fregar la sartén de las migas que habían preparado con harina de maíz y que se las habían podido comer con un “guardia civil” para cada uno como engañifa. María le comentó entre tanto:

-Oye, tienes que llegarte a la casa de don Felipe, el médico, y llevarle unas sabanas que me encomendó para la consulta, que se las tengo ya preparadas.

-Sí, madre. Déjeme que termine de barrer la cocina y me arregle un poco y en seguida voy, ¿vale?

En ese instante la puerta de la casa se abrió como si una bocanada de viento hubiese soplado fuerte sobre ella y sin dar tiempo a que madre e hija salieran siquiera de la cocina, ya había penetrado hasta ella una chica de unos diecinueve años, bajita y rechoncha, ardilosa, simpática y extrovertida. Un diablo, como solían decirle las dos a Julia, que era la muchacha en cuestión.

-¡Hola bicho! -le soltó Ana María.

-¿Cómo que bicho? ¡Pero bueno, vaya clase de prima que tengo. ¡Y la fama que me da! -contestó la graciosa joven con su cachondeo.

-¡Es cariñoso mujer, ya lo sabes!

-¡Claro hija! Escucha, esta noche en la placeta de la cruz de los caídos vamos a ir todas a hacer una rueda con los mozuelos. ¡Cuento contigo, no me puedes fallar!

-Espero que mi padre no me ponga ninguna pega -contestó meneando la cabeza- Por si acaso vamos las dos y se lo decimos, que está ahí en el corralón.

-¡Venga, que siempre tengo que sacarte las castañas del fuego, primilla!

-Padre -le llamó Ana María, entrando con Julia- Esta noche queremos ir con las mozuelas para hacer unas ruedas y divertirnos un rato. ¿Me dejará ir, verdad?

-¡Claro, hija! Pero no vengas tarde -contestó José que metía en una espuerta de pleita, una palustra y una piqueta.

Las dos muchachas salieron de allí, dirigiéndose otra vez a la casa.

-Oye -preguntó Ana María- ¿Por qué, ya que estás aquí, no me acompañas a casa de don Felipe, que tengo que llevarle una canasta de costura?

-Lo siento -se excusó su prima- pero mi madre me ha puesto unas tareas a mí también y quiero terminarlas, pues me ha dicho que si no, no hay salida. He venido escapada sólo a decirte esto.

-¡Vale! ¡Venga bicho, nos vemos luego! ¡Y pásate a por mí!

-Así lo haré, me pasaré con Angelitas, Clara y toda la peña sin falta y ahora te dejo, que me voy corriendo.

Con la misma agilidad que había venido se fue, dejándola preparando el encargo del médico. Una vez metidas todas las sabanas en una gran cesta, se la echó a la cadera y salió en dirección a la clínica, que se encontraba en la otra punta del pueblo, muy cerca de una de las dos tiendas de ultramarinos que había. Por el camino pensaba en el herrerillo, lo vería sin falta por la noche en las ruedas. Se acordaba de él. No tenía que pasar necesariamente por su puerta, pero, dando un pequeño rodeo, echó por allí, por si pudiera verlo aunque fuera de lejos, al menos con eso se conformaría.

No fue así por su parte, aunque él sí que la vio mientras daba de comer a Tiznón en el huertecillo. No se lo pensó dos veces, aunque la vergüenza y la timidez se lo comían por dentro. Cogió al perrito, se lo guardó debajo de su raída chaqueta y corrió detrás suyo sin que ella se percatase. La siguió y esperó a que saliera de la casa de don Felipe, y en el callejón de la almazara le salió al paso.

A la ruborizada muchacha casi se le cae la cesta ya vacía, por la impresión.

-¡Hola Ani! -balbuceó el muchacho.

-¡Hola Miguel! ¿Qué haces aquí? -preguntó acalorada.

-Nada -contestó impaciente el joven- Te he visto pasar junto a mi huerto y te seguí, pues aparte de que necesitaba verte, tengo un regalo para darte.

-¿Un regalo para mí? -preguntó extrañada.

-Sí, ¡mira! -contestó sacando al perrito de debajo de su chaqueta.

Ana María miró con curiosidad.

-¿Un perrito? ¿De dónde lo has sacado?

-Me lo ha traído mi hermano Antonio de la siega y quiero regalártelo.

-¡No, Miguel! -respondió enérgica- Lo habrá traído para ti, no puedo de ninguna manera quedarme con él.

-¡Ani, por favor, quédatelo! ¡Me harías con eso el hombre más feliz de la tierra, te lo juro!

La muchacha observaba sin parar al perrito; le gustaba, ella nunca había tenido ninguno.

Él remató el asunto.

-Hablaré con mi hermano, se lo explicaré; es muy bueno y lo entenderá. Venga, mételo en la cesta y llévatelo. Oye, por cierto -preguntó cambiando hábilmente de tema y dando por zanjado a su favor el otro- ¿Irás esta noche a las ruedas, verdad?

-Sí, por supuesto, pero ahora me voy, llevamos mucho rato aquí y puede vernos alguien -le observó, mientras ya iba caminando calle arriba en dirección a su casa.

-¡Y gracias por el perro, ahora no sabré qué decirle a mi madre!

-Dile que te lo has encontrado. Por cierto, se llama Tiznón.

La muchacha recorrió en un dos por tres el camino que le separaba de su casa con el perrito metido en la cesta. Al llegar procuró calmar su respiración y parecer lo más normal posible.

-Madre, ya estoy de vuelta del encargo –comentó acelerada, queriéndose marchar a su cuarto sin que la viese. Pero ésta, como la vista es tan ligera, notó el bulto y le preguntó:

-¿Qué llevas ahí escondido?

-Un perrito madre -contestó viéndose ya descubierta- Lo he encontrado por el camino, abandonado, y me ha dado lástima -dijo mintiendo y con miedo de que se le notase- ¿Podré quedármelo?

-Pero, ¿y si es de alguien? -preguntó pensativa la mujer- A ver, ¿dónde lo has encontrado, dime?

-Mire, no voy a seguir más con la farsa, me lo ha regalado Miguel, que le he visto cuando salía de la casa del médico; al parecer se lo ha traído su hermano de la siega. Yo quiero quedarme con él, por favor...

-Pero... ¿y a tu padre qué le vamos a decir? ¡Hay que ver hija en que líos me metes con tus cosas! Bueno, escóndelo en tu habitación y ya veremos.

-¡Muchas gracias, es usted un sol! Por cierto, me ha informado que ya tiene nombre, le ha puesto Tiznón.

La madre se sonrió ligeramente por la ocurrencia.

Ana María, le habilitó un lugar entre unas mantas viejas en su cuarto y le llevó un pequeño cuenco de leche, que el perrito lamió con ganas mientras le movía a su benefactora el rabito en señal de agradecimiento. A pesar de todo esto, la tarde se le hizo eterna, pues no veía que llegase la hora de marchar a la rueda.

Su primilla Julia llegó puntual y a la hora convenida, acompañada de una parvada de muchachas, entre las que se encontraban Angelitas, joven pelirroja, de mediana estatura, muy blanca de piel y que vestía un fresco vestido de gasa estampado que le hiciera su abuela, con la que vivía, pues era huérfana de padres a consecuencia de la maldita guerra civil; y Clara, algo mayor que ellas y que ya se le estaba pasando el arroz, según decía la madre de Ana María, porque contaba con algunos años más que las amigas, pero en verdad que no desfavorecía el grupo, pues no era mal parecida.

Mientras se marchaban las mozuelas calle abajo haciendo piña, observó con atención María a todas ellas desde la puerta entreabierta, despidiéndolas. No era pasión de madre, su hija destacaba del grupo, no sólo por su altura, sino por su estilo y elegancia. Iba vestida sencilla, pues los lujos no estaban precisamente a su alcance, pero llamativa. Su rojo vestido, de suave y fresca tela, tenía una caída elegante que realzaba la figura estilizada de la muchacha. Su ondulado pelo negro recogido por una felpa roja a juego, sujetando una delicada flor, y un pelín de pintalabios, terminaban de completar tan femenina estampa. Con sus risas y locuras, propias de la juventud, doblaron la esquina y María, con un sentimiento de orgullo, se adentró en la casa.

Todas las chicas, subieron presurosas unas empinadas escaleras de piedra en forma de "ese", que conducían a la plazeta de la cruz de los caídos, que ya empezaba a estar concurrida. La noche acababa de caer y las primeras estrellas del cielo se agrupaban como espectadores que se van acomodando en su asiento para disfrutar del espectáculo.

El llamado mirador era bastante espacioso, lo cerraban, por el lado de fuera, unos altos muros de ladrillo macizo que remataban en la parte superior formando dos niveles a modo de grandes escalinatas, sobre las que se agrupaban, sentadas, las viejas del pueblo, con sus moños y sus lutos seculares, guardando celosas a las chicas que les habían encomendado del decir de las gentes.

A todo lo largo del mirador varios árboles menudos trataban de no estorbar al gentío que había allí convocado y al fondo se recortaba, entre dos grandes cipreses, una enorme cruz de mármol gris, que recordaba a los caídos por la patria en la reciente guerra civil. Y ya, el lateral de adentro, lo cortaba una gran y preciosa ermita que guardaba a una joya querida por todos los habitantes del pueblo, como era su milagroso patrón San Blas, santo que desde hacía ya más de trescientos años se veneraba con fervor en el lugar.

Ana María saludó al corro que allí se encontró y echando luego un ligero vistazo por doquier comprobó con satisfacción que Miguel había llegado. Sus miradas se encontraron en ese instante escapando al control de los dos el magnetismo que desprendían, ¡tan fuerte es el primer amor!

El joven iba a dirigirse hacía ella cuando lo paró Gabriel, el amigo con el que estaba al final del mirador, para que se liaran un pitillo. Ninguno de ellos fumaba, pero esa noche se imponía el hacerlo, pues con eso creían dar una sensación de hombres duros hechos y derechos. Entre caladas y toses continuadas, Miguel acabó tirando el pitillo a medio fumar y se dirigió por fin al corro donde se encontraba Ana María. Su primilla la avisó:

-¡Ahí le traes chica, vaya miradita, y viene a por ti!

-¡Calla tonta, y no me dejes sola, que me muero de la vergüenza!

-¡Venga! -rió Julia- ¡Ya sabes que la vergüenza era verde...!

-No me gustan las bromas -interrumpió Ana María- que estoy nerviosa.

-¡Hola! -saludó el herrerillo a todas quitándose la gorra.

-Hola Miguel – respondieron ellas al unísono.

-¿Qué, con ganas de divertirse, no? -comentó él.

-¡Tú dirás! -saltó la comedianta de Julia, que siempre se adelantaba- Lo mismo que tú, ¿verdad?

-¡Claro, claro! -balbuceó el muchacho que, dando unos pasos más, se acercó a Ana María y cogiéndola del brazo la sacó fuera del grupo.

-Oye -le dijo sin parar de mirarle a los ojos- ¡Estás guapísima esta noche y esa flor que llevas en el pelo te sienta muy bien!

-Gracias Miguel, ¡será que me miras con buenos ojos! Tú también estás muy atractivo con ese chaleco, además creo que ya eres un hombre y todo -bromeó la joven- pues me ha parecido hasta verte fumar.

-¡Que va! -interrumpió- El cabezón de Gabriel, que le ha cogido la pitillera y los libritos al padre y se ha empeñado...

-Bueno, pero no te acostumbres -le aconsejó medio en broma la joven.

-Ani -prosiguió el herrerillo- quería preguntarte que por supuesto estarás a mi lado, cogido de la mano en la rueda.

-¡Claro! -contestó ella- Pero nos pondremos con el mayor disimulo, como si cayésemos juntos; ya sabes que todo el mirador está lleno de viejas a la caza de alguna noticia para el periódico del lunes.

Se rió Miguel.

-En eso sí que tienes razón Ani, esas viejas...

En ése preciso instante Clara, la muchacha más mayor del grupo dio unas cuantas palmadas dirigiéndose a todos los jóvenes que pululaban por el mirador de allá para acá entre voces y risas de jolgorio.

-¡A ver! -gritó enérgicamente- ¡Acercaos todos, venga, que vamos a hacer una rueda lo más grande que podamos!

Chicos y chicas corrieron presurosos hacía donde ella estaba, que a modo de organizadora, trataba de poner orden allí, pues los jóvenes corrían a cogerse de la mano de su amada, buscándola entre todo el grupo.

La rueda se formó por fin. Era, efectivamente, bastante grande; podía contar con al menos cuarenta miembros y al abrirse del todo conformó una gran circunferencia, quedando en el centro Carmencita, una muchacha de unos quince años, huérfana de madre, escogida precisamente, para escenificar y dar más realismo a esa primera rueda que versaría sobre ese mismo tema, y que ya empezaba a cantar el coro en estos términos:

Dime, niña, ¿por qué lloras?

Carmencita siguió con el tono:

Es que vivo sin consuelo,
tuve madre y la perdí.

El coro prosiguió:

Nosotras te ayudaremos
y otra madre encontrarás.

Todo esto, mientras los componentes de la rueda se movían todos a la vez dándole la vuelta en círculo, a un ritmo lento y acompasado y así la del centro podía verles la cara a todos.

Siguió ella:

Decidme, niñas queridas,
¿esa madre en dónde está?

Continuó el coro:

Está dentro de una capilla
colocada en un altar
y su nombre es María
sin pecado original.

Al terminar esta estrofa todos se agruparon en torno a la muchacha y rompiendo la rueda terminaron cantando con el tono del himno nacional:

La Virgen María es nuestra defensora,
es nuestra protectora, no hay nada que temer
¡gloria, gloria, guerra contra Lucifer!

Acabando con fuertes palmadas.

Verdaderamente era un espectáculo social digno de observar. Nadie se lo quería perder, no había nada más que echar un vistazo al mirador. Luego, las ruedas tenían el inmenso privilegio de juntar en ellas a todas las clases sociales del pueblo, cuestión muy mirada en todos los ámbitos de la sociedad, por ejemplo en los bailes; allí sí que había distinción y cada uno tenía su selección de gentes, a la que no podía acudir la restante y por supuesto, mientras que los bailes tenían que terminar a las doce, indefectiblemente, las ruedas no tenían horario alguno. Éstas eran otra cosa, allí convivían los caciques con los más pobres y necesitados; el secretario con el mulero; el médico con la mujer de dudosa reputación… En fin, este divertimento mundano, servía en gran medida como válvula de escape en una sociedad jerarquizada y decimonónica que dejaba ver, aunque no se entendiera todavía, o no se quisiera entender, que las personas por encima de todo son personas, independientemente del dinero o la clase social, y que la relación entre ellas, debe ser libre y espontánea para una verdadera y mejor convivencia.

De nuevo el ruido cesó momentáneamente y la voz de Clara se dejó sentir:

-¡Vamos, vamos que comenzamos otra!

Y, efectivamente, al momento ya tenían conformada otra grande y en el centro se había puesto esta vez Ana María. Harían la canción de la viudita, que empezó cantando así:

Mi marido me escribió una carta
que con ella me hizo llorar,
que cuidara de todos mis hijos
que sin padre se iban a quedar.

Yo soy la viudita
del conde Laurel
que quiere casarse
y no encuentra con quién.

Siguió el coro:

Si quieres casarte
y no encuentras con quién
escoge a tu gusto
que aquí tienes quién.

Prosiguió Ana María:

Escoger no puedo
porque soy mujer,
el hombre que quiera
que venga a mis pies.

Entonces Miguel, separándose del grupo, avanzó hacía el centro, donde estaba ella, y arrodillándose le cantó:

A tus pies postrado
como amante fiel,
si quieres casarte
aquí tienes quién.

Acto seguido se levantó y entrelazando su brazo a la altura del codo con el de su pareja empezaron a bailar, cambiando a cada compás de brazo, lo mismo que los demás componentes y cantando todos:

Me arrodillo a los pies de mi amante,
me levanto con fe y constante,
¡que dame una mano que dame la otra!
¡que dame un besito que sea de tu boca!

A dar la media vuelta,
a dar la vuelta entera,
pero sí pero no
que me da vergüenza.

Todo esto sin parar de girar y de cambiar de brazo. La rueda pillaba ya todo el mirador de punta a punta:

Daré un pasito atrás
para hacer la reverencia,
¡pero sí pero no,
mamita mía te quiero yo!

Terminaron jadeantes y sudorosos. El tiempo se les pasaba volando, todos querían más. Hicieron otra, metiendo esta vez a algunas viejas que, reacias, no querían intervenir. Julia ya se había encargado de involucrar a todas las que pudo y la rueda parecía un tanto surrealista. Ya cantaban de nuevo:

El torero tiene un hijo,
lo quieren meter a fraile,
lo quieren meter a fraile.

El hijo dice que no,
torero como su padre,
torero como su padre.

Dame la capa papá
que me voy a torear,
que me voy a torear.

La capa no te la doy
que el toro te va a matar,
que el toro te va a matar.

A mí no me mata el toro
ni tampoco los toreros,
ni tampoco los toreros.

A mí me mata una niña
que tenga los ojos negros,
que tenga los ojos negros.

La noche con su curso sin pausa se adentró en la madrugada y las viejas empezaron a refunfuñar tirando de las jóvenes, que no tuvieron más remedio que marchar con ellas.

Así lo hizo el grupo de Ana María, junto con el herrerillo, Gabriel y otros amigos. Las guardianas iban dejando a cada joven a su cargo en sus respectivas casas. Quedaban ya sólo el herrerillo y su pareja, Julia con su abuela y Gabriel.

Llegaron a la calle donde vivía Ana María. A lo lejos se divisaba su casa, con el balconcito en medio del piso superior donde dormían sus padres. Miguel se adelantó, cogió una piedrecilla y la arrojó a la madera, dando un pequeño golpecito, que sirvió para que una pobre luz asomara por los resquicios.

-¿Pero hombre, qué haces? -le dijo ella- ¿Cómo sabes que es así como le aviso a mi madre de mi llegada?

Él se rió.

-Me lo ha dicho un pajarito que me cuenta muchas cosas tuyas.

Y aprovechando un tramo en la calle que estaba en semioscuridad robó un beso furtivo a los labios de su amada, quedándose la joven sin saber qué hacer ni qué responder por la impresión, pero con el regusto dulce de un primer beso fugaz y enamorado.

-¡Dulces sueños Ani, hasta mañana! -le deseó perdiéndose en la madrugada con un silbido socarrón en sus labios.

-¡Buenas noches Miguel!- suspiró Ana María sin que él ya la oyese.

Y su deseo voló alto, confundiéndose con las mágicas estrellas que brillaban a esa hora más radiantes que nunca.

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