martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XII LAS MATANZAS.

Don Álvaro escuchó desde la ventana de su despacho mientras atacaba su pipa de marfil con abundante picadura cómo repartía órdenes María a la cocinera y a su hermana. Llevaba ya diez días a su servicio y la verdad es que se había revelado como una fenomenal ama de llaves, habiendo asimilado con premura todos los pormenores de su cargo, ejerciéndolo con bastante soltura. No cabía duda. Ella estaba preparada para eso y mucho más. Mujer, que los avatares del destino le habían puesto muchas veces a prueba, y la vida le había pegado muy duro, y en consecuencia, todo ello le sirvió para adaptarse positivamente a todas las situaciones, por difíciles que fuesen.

Encima le estaban poniendo las cosas algo cuesta abajo, esto sin menoscabo de su valía, aunque en una medida que no fuese a levantar sospecha, que no llegase a descubrir las verdaderas intenciones por las que había sido elegida. Se la proveía de sobrantes de comida, recortes de jamón, en fin, de cosas que no comían precisamente en su casa a diario y, con ello, se la iban ganado día a día, aparte de la remuneración económica que percibía, claro está.

Sólo había una cosa, una negra nube en el cielo azul, que tapaba el sol de su felicidad y era la tristeza tan inmensa, la zozobra y la inquietud que notaba en los preciosos ojos azules de su hija. Aquella conversación maternal con ella la mañana de su presentación, la había llenado de dudas y preguntas. Su sexto sentido de madre le decía que algo podía haberle ocurrido con el alcalde. Ella, hasta ahora, no había podido sacar nada en claro y su hija tampoco soltaba prenda. Se preguntaba qué podría ser y por qué no le contaba ella misma nada.

No creía que le hubiesen dado motivos para callar por medio de amenazas; si fuera así la cosa sería muy grave. “Pero... no creo, además, qué tonterías estoy pensando, divago... ¿Será que no quiere sentirse sola en la casa, que me echa de menos o no quiere verme como una sirvienta por su orgullo de hija? Eso debe ser” se dijo, dándose respuesta a sí misma. “Hablaré de nuevo con ella, lo entenderá. Ahora está viendo que la falta de comida brilla por su ausencia en la casa, y eso vale mucho”.

Todos estos pensamientos tenía en su cabeza, mientras colocaba unos fiambres en la despensa. No podía ni remotamente imaginar lo cerca que había estado de la cuestión, del verdadero y grave problema que acuciaba a su hija. Como tampoco podía imaginar la tremenda lucha interior que estaba ésta soportando, así como de la gran tragedia que se columbraba en un horizonte cercano. ¡Pobre María!

La hija almorzó con su padre, que ya se veía bastante mejorado, tanto, que a primeros de mes, o sea, en unos días, estaría disponible para reincorporarse a las obras. Eso le llenaba de ánimo y alegría, pues en la casa se sentía como un mueble inservible, haciéndosele las horas eternas. Quería sentirse vital, tal y como él era, desarrollando su oficio en el que destacaba sobre todos, y, lo más importante, aportar esas pesetas tan necesarias para hacer frente a las necesidades diarias de su gente.

Se fumó un cigarro una vez almorzado y se salió fuera con su manojo de esparto y la maza, dirigiéndose hacía una gran piedra que se encontraba en la esquina de su calle. Sobre ella majaba siempre el mojado esparto, que había estado en agua casi dos semanas para que pudiera tomar mejor los golpes de la maza y así ponerse menos áspero y moldeable para quien lo utilizase.

José manejaba bien ese arte, tanto hacía clineja como espuertas. Las mismas esparteñas que solía utilizar, calzado hecho enteramente de ese material, a excepción de unas cintas de tela, con las que se agarraban a la pantorrilla, eran siempre obra suya.

Ana María se despidió de él, saliendo, una vez que hubo fregado la pequeña cocina y comentándole que se iba a casa de doña Ana para estar un rato con ella y ver cómo se encontraba.

-Hasta luego padre. ¿Sabe? Me encanta verle de nuevo con esos ánimos y que haya tenido tan buena recuperación. ¡Cuánto hemos sufrido madre y yo de verle así!

-Ya lo sé hija. Me daba cuenta de ello y lo sufría en silencio y más de veros a vosotras que de lo mío. ¡Menos mal que la cosa ha ido a mejor...!

-¡Menos mal, padre!

La muchacha ardía en deseos de ver a su madrina. Primero, por saber cómo se encontraba y segundo, por contarle tantas cosas que ella se había perdido a cusa de la enfermedad. Esa misma mañana se había enterado que la noche de antes llegó del hospital. Y necesitaba descargarse. La presión de tantas cosas le apretaba el cráneo por dentro como si quisiera estallarle. Una charla distendida sería el bálsamo, no le cabía duda.

No tardó en llegar. Voló literalmente por la empedrada y empinada cuesta que subía a la Fuente Alta. Y allí estaba ya, justo delante de la casa. Le abrió amablemente Emilia, como siempre, alegrándose de su visita y comentándole que ya había preguntado doña Ana por ella, cosa que la llenó de inmensa alegría.

La dama estaba en la salita, un poco retrepada en un cómodo sillón de orejas. Las piernas las tenía ligeramente levantadas y apoyadas en un bonito taburete, mientras escuchaba un programa en su vieja radio philips, una de las pocas que había en el pueblo, junto con la del alcalde.

La salita era recogida. Una mesa camilla, con unas enagüillas rojas, dominaba el centro de la habitación. Una mecedora oscura con un cojín de lana en color azul, rellenaba un ángulo de ésta. La pared estaba decorada con unos pequeños cuadros de paisajes, muy románticos, que llegaban a conferirle a la habitación cierto aire de melancolía. La cortina, abierta en dos, en un color pastel, dejaba pasar la diáfana luz que provenía de la ventana que daba a la huerta.

Ana María llamó con cortesía:

-¿Da usted su permiso, madrina?

-¡Hija! ¿Eres tú al fin? ¡Sabía que no tardarías en venir! -contestó efusiva y emocionada la dama.

La joven penetró en la salita, yéndose directamente hacía la enferma para besarla y abrazarla.

-¿Cómo se encuentra? Aunque, no me lo diga; seguro que estupenda por la buena cara que tiene. No sabe lo que la he echado de menos. Su salud me ha tenido muy preocupada. He vivido estos días en un puro nervio -le comentó con palabras atropelladas.

-¡Muchas gracias hija! Lo sé, no tienes ni que decírmelo, aunque siempre agrada que se acuerden de una, y más de mí que estoy tan sola...

La muchacha se arrimó a ella, viendo su mirada tan triste y perdida, fundiendo su cuerpo con el de su madrina en un tierno abrazo en el que no faltaron los apretones y las lágrimas.

-¡Hija -exclamó doña Ana entre sollozos- por un momento, en la soledad de mi cama de hospital, creía que no te volvería a ver...

-¡No diga usted eso! -interrumpió la muchacha- ¡No lo diga ni en broma, que no se le vuelva a pasar eso por la cabeza!

-Fueron momentos amargos; el dolor apretaba, me faltaba el aire, las fuerzas. La esperanza de poder volver a verte era lo único que me daba ánimos para no arrojar la toalla. Sin tu aliento en la distancia no sé si hoy estaría aquí. Por favor, sigue abrazándome...

-No mire atrás, lo pasado, pasado está; lo importante es que todo se haya quedado en nada, afortunadamente.

-¡A Dios gracias! Pero cuéntame ahora cómo te va.

Ana María se puso más seria y profunda, tardando unos segundos en hablarle. Tragó saliva. Necesitaba soltar toda la maldad y llenarse, por el contrario, de sus buenos y benefactores consejos.

-¡Mi niña...! -suspiró la dama ante esos segundos de vacilación y silencio de su interlocutora.

-Lo último del mundo que yo quisiera -comenzó la muchacha- sería molestarla con mis problemas y agobios. Bien sabe que no me gusta traerle penas, sino alegrías, pero estoy tan necesitada de sus palabras, de sus consejos, que no puedo por menos que desahogarme con usted.

-Hija, intuyo que las cosas han ido a peor, ¿me equivoco?

-No, no se equivoca usted por desgracia.

-Ya veo que esos malvados no pararán hasta conseguir sus canallescos propósitos, pero aquí estaremos nosotras para impedírselo -exclamó llena de rabia contenida, mientras mesaba los largos cabellos de su ahijada.

-¡No se acuestan a dormir, madrina, sólo a dar vueltas en la cama y pensar en desarrollar el plan que les resulte más infalible para tenerme bien cogida en su tela de araña! Su último movimiento ha sido nombrar a mi madre como su ama de llaves, a pesar de mi oposición frontal con ella por este motivo, llegando casi a descubrirme.

-¡Qué barbaridad! -protestó la dama- ¡No sabía nada! Los creía audaces y atrevidos, pero reconozco que han llegado a sobrepasar mis límites.

-Estuve aquí la tarde que enfermó usted con la pretensión de contárselo todo y que me aconsejara antes de que mi madre accediera. No pudo ser...

-Lo siento hija. ¡No sabes cuánto!

-No importa, la realidad es que ahora la tienen a su cargo, agradándola con comidas y buenos modos, y así, que vaya cogiendo confianza y se sienta a gusto. ¡Claro, sin sospechar nada, que para eso son muy hábiles ese par de canallas!

-Sí ahijada, así es, ya te dije en su día que nos enfrentábamos contra unos enemigos muy poderosos y peligrosos y a fe mía que ya están dando buenas muestras de ello.

-Pero yo sé, madrina, y usted también, que eso no es más que una puerta que están preparando para que sea yo la que la traspase pronto. Y si ese día llega, entonces no tendré escapatoria.

-Bueno -contestó doña Ana tratando de serenarla- no adelantemos acontecimientos y veamos de momento el lado positivo y práctico de la situación. Todo este tiempo que lleva tu madre de ama de llaves y alguno más que pasará, sólo puede repercutir en vuestro bienestar económico y de provisiones para vuestra casa, por ello, hay que centrarse en eso de momento. Ellos, tarde o temprano tendrán que mover ficha y nosotras estaremos esperando a que ese momento llegue bien preparadas, no lo dudes. Si descubres ahora la verdad perderemos todo eso y las represalias serían inmensas: además recuerda que no tienes prueba alguna, y es tu palabra contra la suya, es triste decirlo, pero la tuya no vale nada.

Ana María movió la cabeza de arriba hacía abajo pensando en qué doctas y llenas de razón habían sido las palabras que acababa de pronunciar la dama y que ese era, sin lugar a dudas, el camino a seguir por lo pronto.

-Madrina -le habló convencida- como siempre, sale por su boca la voz de la experiencia y de la sabiduría. ¡No sé que hubiera sido a estas alturas de mí sin sus charlas y consejos que tanto calman y dulcifican mi espíritu!

-Mi niña... Te vuelvo a repetir que mientras yo viva no dejaré que ese desaprensivo se salga con la suya, pues no está hecha la miel para la boca del asno, ya lo dice el refrán. No olvides que tienes en mí a tu segunda madre. Cuenta conmigo para todo.

Su ahijada la miró con los ojos arrasados por las lágrimas, lágrimas de emoción, que embargaron también a la dama y que fundieron, mejilla con mejilla, en un emotivo abrazo de despedida.

Ana María se pasó por la partidora, sabía que a esa hora solía terminar su prima la faena. Ella la había dejado estos días, por no descuidar la atención hacía su padre. Desde allí se fueron juntas al ensayo, mientras la noche, con su capa negra, envolvía lentamente al ruidoso pueblo.

María no tardó en llegar. De la cena de los Monteoliva ya se ocupaban las dos hermanas y Anselmo, el mozo de comedor. A partir de ese momento, ella quedaba libre de sus obligaciones hasta la mañana siguiente. Era el trato de favor que le dispensaba doña Loreto para ir ganándosela, aparte de lo que traía esta noche a la casa, como era ese medio pollo bien hermoso para que se pusiesen al día en cuanto a atrasos alimenticios.

José acababa un pitillo, sentado junto al fuego en su silla.

-Buenas noches, marido, ¿y Ana María?

-Acaba de llegar del ensayo y está en su cuarto.

-¡Esta niña no sé dónde se mete! Le dije que llenara la cantarera y diese un barrido por la casa. En ella me resulta extraño, conociéndola, que deje por una vez de hacer las tareas.

-Me dijo que iba a casa de Julia. La verdad es que se ha tirado toda la tarde fuera, no sé qué se trae entre manos, aunque no te preocupes -trató de disculparla el padre- ya sabes cómo es la gente joven, se le habrá ido el santo al cielo.

-¡A ver, aparta un poco, marido, que le dé un golpe a estos troncos y pueda poner las estréves! Esta noche freiremos un poco de pollo con unos ajillos y el resto lo guardaremos para hacer mañana a la noche una sopa. Doña Loreto me lo ha regalado de su cuenta.

-¡Caramba, quién la ha visto y quien la ve! ¿Qué le has dado, María? -peguntó medio en broma José.

-Igual hemos juzgado mal a esa familia. A las personas hay que tratarlas y conocerlas desde dentro para poder opinar. Por lo pronto todo son parabienes a mi labor por parte de los dos y ya ves todas las hambres que nos están quitando estos días. Desde luego, ha sido providencial este trabajo.

-No sé, a veces me paro y pienso -murmuró José- en todo esto y no dejo de darle vueltas y extrañarme por este hecho. ¿No te parece raro todo lo acontecido, que te llamen, que se estén portando tan bien contigo y conmigo? De repente me parece que han visto que somos un dechado de virtudes, algo no encaja bien...

-Bueno, la verdad es que yo también, en todo este tiempo, no he dejado de preguntarme lo mismo pero soy práctica y esta coyuntura nos favorece. Entonces, ¿para qué le vamos a dar más vueltas? Algún motivo habrá, ellos lo sabrán.

-Hola madre -interrumpió Ana María que llegaba del cuarto- ¿Te ayudo a preparar la cena?

-Sí, pásame el cántaro, si es que queda algún agua, que lave estos tomates.

-Alguna queda, por lo menos para eso -contestó la hija- lo siento, pero al final no he podido ir a la fuente. Mañana a primera hora lo haré, cuando se marche padre a trabajar.

-De acuerdo hija, no pasa nada, tus motivos habrás tenido -le habló la madre dulcemente tratando de disculparla, pues sabía que su hija estaba sufriendo y mucho, pero no lograba adivinar la causa y eso la mortificaba día a día.

El pollo al ajillo resultó un banquete que habían olvidado ya tiempo atrás. María era una cocinera de bandera, sólo le faltaba la materia prima. Terminaron chupándose los dedos. José liaba un pitillo aún sobre la mesa y de un trago terminaba el culo de vino que le quedaba en el vaso, mientras que madre e hija reposaban un poco la sabrosa cena.

Una vez que se hubo terminado la faena de fregar los platos y volver a atizar la candela, María se sentó junto al rincón para darse un calentón. José optó por acostarse, tenía que ser bueno muy temprano y aún no estaba sobrado de fuerzas, así que tomó camino del dormitorio despidiéndose de ellas con un buenas noches.

María arrimó otra silla y con un ademán pidió a su hija que se sentase a su lado pues tenía que hablarle. Así lo hizo, poniéndose un poco a la defensiva.

-Hija, sabrás que dentro de tres días tenemos las matanzas en casa de los Monteoliva. Habrás oído decir alguna vez que es la más grande que se hace en el pueblo. Pues bien, siempre por estas fechas necesita doña Loreto una partida de matanceras, la faena es inmensa y las manos se hacen imprescindibles. Así que me ha pedido personalmente que hable contigo para que nos ayudes con ello, asegurándome que no lo perderás, ¿qué respondes?

María observó meticulosamente a su hija. Quería verle alguna reacción. Ella lo sabía y por ello no dio ninguna pista, simplemente le contestó:

-Madre, sé que hasta ahora le están tratando muy bien en esa casa y con ello padre y yo nos sentimos también contentos. Sería un desaire decir que no al ofrecimiento hecho por la señorica. Me imagino que necesitará gente para tanta envergadura y yo no le voy a dejar sola, cuente conmigo y así se lo hace saber mañana a doña Loreto.

María se quedó un poco desconcertada y sorprendida, aunque gratamente por la contestación que acababa de darle su hija, pues ella esperaba oír justo lo contrario ya que sabía de sus recelos hacía esa casa. Pero no quiso darle más vueltas al tema, así estaba bien.

-Ahora, madre, si no quiere nada más, me marcho a mi habitación, que quiero seguir tejiendo esa bufanda de lana que empecé y que se me está haciendo eterna.

-Sí, claro, buenas noches.

Ana María cerró suavemente la puerta de su cuarto, echándole el pequeño pestillo de madera que colgaba junto a la cerradura, y lanzándose de golpe en la cama rompió a llorar amargamente.

Por la vieja ventana de su habitación, adornada por geranios rojos, entraba la noche negra y fría como un mal presagio. Más arriba, las estrellas tintineaban en el alto cielo como temblorosas, mientras la luna dormía recostada sobre el pardo horizonte.

Sus ojos no pudieron más y se cerraron. Su mente, entonces, empezó a recordarle cosas bellas del ensayo de esa tarde junto a su amado. Eran muchos los momentos en esta obra en los que aparecían juntos, que se cogían de la mano, que se abrazaban fraternalmente. La muchacha se metía en el papel, lo hacía suyo. El ensayo era otro mundo para ella, un mundo de ficción que hacía verdadero y lo imaginaba así en la realidad futura. Con ese sueño, con ese deseo, se terminó durmiendo, con Tiznón a sus pies, en el humilde lecho.

Las matanzas eran generalizadas en esa época en el pueblo llegado el mes de diciembre. Casi todos los vecinos criaban en su corral un ejemplar de cerdo, que iba saliendo con no pocos apuros de las escasas sobras alimenticias de la casa y cuatro bellotas y cuatro higos que cogían del cercano campo. Ese día solía convertirse en un verdadero acontecimiento familiar.

Se llamaba a la familia, bien viviera en el pueblo o fuera de él, pues aparte de que eran necesarias las manos, servía también para reencontrarse después de largo tiempo con los seres queridos y para vivir dos días de mucho comer y divertirse. Pero no cabía duda de que entre todas las matanzas que se llevaban a cabo en el lugar, la que se llevaba la palma era la del alcalde. Éste mataba invariablemente el día diez de diciembre, año tras año. Los cuatro medianeros que tenía en sus cuatro cortijos, el Almendral, el Acebuche, la Cepa y el Cortijo Blanco, le tenían que traer a los Monteoliva ese mismo día a primera hora, cada uno de ellos, un animal de los dos que criaban, generalmente el más rollizo, a insinuación del amo, que días antes se pasaba por los cuatro cortijos de "visita".

Los pobres medianeros se pasaban la noche en andas llevando al cerdo andando a su paso, por esos caminos de Dios. Otros lo metían en un jerpil y lo subían con mucho trabajo a lomos de su mulo, amarrándolo bien para que el porcino no se fuese a caer y le ocurriera algo, y allá que tomaban a deshora también las veredas sembradas de noche, para que el alba les descubriera ya a las puertas del pueblo. Todo ello, sin contar con la climatología, pues estuviese lloviendo, o quizás nevando, el viaje se hacía igual. Eso sí que era esclavitud.

Y así, cuando rompió el día, los cuatro medianeros ya estaban guardando, entre chillones gruñidos de los cerdos, su sacrificada contribución, en la puerta del patio de caballerizas, que es donde se realizaba la tarea de darles muerte. Sí, había llegado el día diez de diciembre.

Muy temprano también, María y su hija, estaban en su puesto en casa del alcalde. Los dos días anteriores que llevaban de preparación habían sido bastante laboriosos, entre fregar tanto chisme, y la noche anterior dedicada a cocer en unas grandes calderas muchos kilos de cebollas y a pelar muchas cabezas de ajos, que servirían al día siguiente para elaborar, con la sangre recién extraída del cerdo, esa rica y negra morcilla.

Todo estaba dispuesto. María contaba con Inmaculada y con María Rosario, dos matanceras de cierta edad, y curtidas ya en cien matanzas sabiendo, por consiguiente, muy bien su oficio.

Los cuatro animales que trajeron los medianeros permanecían amarrados de una pata, a un lado del patio. En medio de éste había una gran mesa matancera en madera maciza. Al fondo, en la espaciosa chimenea, se calentaba agua en un caldero, atizado por varias bolinas secas, para poder luego, una vez muerto el animal, pelarlo bien. Los otros cerdos que se habían criado en la casa y que eran cinco más, permanecían en su zahúrda aún.

Andrés, como todos los años, sería el matarife. Afilaba en esos momentos un largo cuchillo sobre una piedra redonda, sujetada en un banquete de madera, que accionaba de manera manual el mozo de cuadras. Las chispas saltaban por todos lados. Éste frenó. Andrés miró la hoja por los dos lados, comprobando su filo. Todo a punto.

-¡Buenos ejemplares habéis traído este año! -comentó Tomás a los medianeros.

-Sí -le contestó Pedrico, el del Acebuche, hombre de unos sesenta años, de fuerte y huesuda complexión y que llevaba toda su vida labrando en ese cortijo, primero junto a su padre y luego él mismo- tendremos que meter bien los puños y trincarle bien las pezuñas, no me fío ni un pelo de estos bichos; antes de nada te dan una patada que te joden, Tomás.

Inmaculada asomó en esos momentos con una gran bandeja de mantecados y dos botellas, una de coñac y la otra de anís. La mañana estaba fría, por lo que calentarse el cuerpo, era una idea de lo más apetecible, y todos acudieron sobre la mesa matancera para echarse un trinque, mientras degustaban los mantecados de canela que había preparado la cocinera. Don Álvaro hizo lo propio juntándose con ellos, mientras se daba aliento entre las manos y se las frotaba.

Sin más preámbulo pasaron a la acción. Primero le tocó al cerdo que había traído Andrés, el más rollizo todos. Debía pesar entre unas dieciocho o veinte arrobas, todo un ejemplar. El animal chillaba de manera agónica, presintiendo el cercano peligro y se revolvió de una forma violenta cuando le entró el cuchillo por el gaznate, tanto que se les cayó incluso de la mesa eso que ellos estaban preparados para esa contingencia, pero sus fuerzas eran bárbaras.

Aquello era un caos. Uno lo cogió de las orejas, otro de los cuartos traseros, Andrés de la cuerda que le había atado alrededor del hocico tapándole la boca para que no soltase un traicionero bocado… Y así todos, no sin un ímprobo esfuerzo, pudieron subirlo nuevamente a la mesa. Esta vez lo ataron aún más fuerte, consiguiendo Andrés por fin, introducir de nuevo la afilada hoja, aflorando rápidamente la roja y humeante sangre, que cayó a un lebrillo que aguantaba Inmaculada sin parar de moverla.

Cuando el porcino ya no dio más síntomas de vida se llenaron varios cubos de chapa del caldero que tenía el agua que hervía sobre el fuego. Pedrico metió una de las patas traseras del cerdo en el cubo, haciendo Andrés y los restantes lo propio con las otras mientras Tomás empapaba al muerto animal los lomos y la cabeza. El pelaje salió rápido. Una vez terminada esta operación, el matarife lo abrió en canal, colgándolo después boca abajo de un camal hasta el día siguiente que se diseccionaría. Y así con los restantes hasta darles fin uno a uno.

La asadura y los chicharrones serían el almuerzo para casi todos al mediodía. La matanza servía también para relacionarse socialmente. Así en casa de los Monteoliva comerían también ese día, como invitados, como no, el señor cura, el sargento de la Guardia Civil, don Felipe, el médico y demás autoridades que se preciaran. En la lujosa mesa se servirían las mejores tajadas del cerdo, la flor de la matanza.

Ana María, aunque estaba habituada a verlas, no terminaba de acostumbrarse a digerir tanta violencia; por ello, estaba enfrascada en la cocina, preparando la asadura y demás comidas. De esa forma también se procuraba mantener alejada de las previsibles miradas lascivas del alcalde, a pesar de que en los días anteriores, así como en el de hoy, se había dejado ver sólo lo justo, pues querría que pareciese para él, como una más; esa era su táctica, la indiferencia. Ella lo sabía, pero no por ello bajaba la guardia. Con ese canalla había que estar atenta en todo momento.

José, cuando terminó de trabajar esa tarde, se pasó por la matanza, como así le había pedido don Álvaro, pues quería invitarlo a cenar con el resto de los medianeros. La cena consistiría en un puchero con carne y tocino de los recién matados animales.

Doña Loreto siempre se cenaba un buen solomillo asado en las brasas, como era su costumbre.

La velada transcurrió animada. Los cortijeros, con varios vasos de vino al lomo, cantaban y contaban chascarrillos sin parar. Paco Pérez, el medianero del cortijo de la Cepa, era un verdadero cantaor que se arrancaba por fandangos antes de que se encendiera un misto. Julio, el medianero del Cortijo Blanco hizo las delicias acompañando a la guitarra al cantaor.

La velada hubo de tocar a su fin, pues la faena del día venidero no le iba a la zaga a la anterior. Había que deshacer los animales, picar la carne para hacer los embutidos, salar los jamones, paletillas y espinazos, en fin una ardua tarea que acabaría por fin en esa jornada.

Al día siguiente muy temprano, bajó don Álvaro a las cocinas en donde se trabajaba a destajo. Quería estar un rato con las matanceras y de paso, estar todo lo cerca que pudiese de Ana María. De soslayo, le envió de vez en cuando una miradita que ella notaba, como lo había venido haciendo durante todos esos días, pero sin nada más. Aunque presentía que en algún momento pasaría a la acción. No se equivocó.

-Hija -le mandó la madre en ese momento- sube este barreño de longaniza a la cámara y vacíalo sobre la sábana, que ahora cuando esté toda hecha subiremos a colgarla en las cañas.

-Si madre -contestó obediente la muchacha cogiendo el barreño a la cadera.

Cuando se hubo marchado, se excusó el alcalde comentando que iba a dar una vuelta, tomando su misma dirección. Ella se encontraba ya arriba, vaciándolo. Se asustó un poco al notar su presencia.

-Tranquila, -le habló suave don Alvaro- sólo quiero estar contigo a solas un momento y hablarte sobre lo nuestro...

-¿Lo nuestro? No sé de qué me habla -contestó enérgica la muchacha- ya le dejé a usted claro lo que hay, así que no siga por ese camino, por favor...

-¡Chiquilla... chiquilla...! ¿Acaso crees que es tan fácil olvidar lo que siento por ti, la terrible sensación de no sentirme querido…!

Ana María le iba a contestar, pero el alcalde la calló:

-Escúchame bien, tarde o temprano serás mía. Nadie me va a impedir que lo consiga. Tú misma acabarás viniendo a mis brazos.

-¡Miserable! Ya veo que no pierde usted oportunidad de atacar la presa, pero déjeme repetirle que antes prefiero estar muerta que, como usted dice, en sus brazos.

Los ojos del alcalde destellaban rabia e ira. Su poder, su grandiosidad, su prestigio y dinero, no le estaban dando la felicidad, y eso le exasperaba. La providencial llegada de María Rosario salvó por momentos la situación tan embarazosa en la que la estaba metiendo el innoble personaje.

-¿Ah, está usted también aquí don Álvaro? -preguntó al llegar.

-Así es, he venido para ver si las cañas estaban bien amarradas, pero ya me iba -le contestó mintiendo descaradamente.

-¿Te ocurre algo? -preguntó la mujer al notar a la muchacha bastante pálida.

-No es nada, es que me ha dado un ligero mareo, quizás se deba al cansancio de tanto trabajo -contestó apurada.

-¡Venga, vete abajo y descansa un poco, que ya estamos terminando!

Así era. La matanza estaba tocando a su fin. Durante todos esos días se habían hecho cañas enteras de embutidos, se había llenado el saladero de bastantes piezas. Las orzas de barro aparecían repletas de lomo en adobo y costillas. El alcalde estaba contento, pues sus despensas acogían gustosas las abundantes viandas que se ofrecían a sus ojos. “¡Cuantos pobres en ese momento, hubiesen dado un ojo de su cara por poder tenerlas y asegurarse que el hambre no mordiera por fin sus contraídos estómagos...!” Esto pensó Ana María mientras ayudaba a su madre a rellenar las orzas de aceite hasta cubrir las tajadas.

-¡Que mal repartido está el mundo, unos tanto y otros tan poco...!

-Eso es hija. Así ha sido siempre y no dudes de que así será; por cierto no te he dicho todavía que te has portado como una verdadera mujer estos días y estoy por ello muy orgullosa de ti.

-Gracias madre, no quería que quedase mal por mí.

-Buena hija. Pero ya, en cuanto terminemos esta faena, te pasas por la casa, te lavas un poco, te cambias y te vas derecha al salón parroquial, que no quiero que pierdas ni un ensayo más, ¡pues qué sería esa obra sin el concurso de la Virgen María! -exclamó la madre acariciándole el pelo y arreglándoselo un poco.

La verdad es que la muchacha, con su copioso trabajo duro y continuado, se había ganado a pulso el poco dinero que fuera a recibir. Ella era de las que no se zafan, al contrario, había metido bien el cuello, haciéndose querer con ello, por las otras matanceras.

En medía hora quedó todo listo. El día siguiente lo emplearían para el fregado de todos los utensilios y para el engrase de todas las máquinas de picar carne que habían empleado.

Eran las siete y medía de la tarde. Veloz, se dirigió a su casa, calentó agua sobre el rescoldo que quedaba en la chimenea. Se lavó y adecentó. Esa tarde se sentía liberada, como el que se quita una dura carga de encima. Tres días bajo el mismo techo del causante de sus pesadillas había sido demasiado; al final, resultó evidente que tendría que venir algún contraataque. Ella sabía que no cejaría en su empeño y que una calma chicha presagiaba la gran tormenta.

Pero esta noche sería distinta. La esperaba Miguel, su Miguel, y quería olvidarse de sus pesadillas, lo necesitaba. Salió de la vivienda. El vestido color de rosa que llevaba se le adaptaba a su juncal y garboso cuerpo como una segunda piel. Su frondoso pelo rizado le caía en cascadas por la espalda, oliendo a húmedo. Verdaderamente era guapa, muy guapa, y aparte, esa noche, le envolvía un aura especial.

Miguel no dejó de percibirlo cuando la saludó, saliéndole al paso.

-Ani, no sé... quizás sean los días que llevo sin verte pero hoy te encuentro fascinante y arrebatadora.

-Miguel, tú siempre tan seductor... -le contestó la muchacha con la mirada baja.

-¡Nunca había dicho en mi vida una verdad igual! Puedes creerme.

-Bueno -preguntó la muchacha tratando de cambiar el giro de la conversación- ¿Cómo lleváis el ensayo sin mí?

-Pues mal, faltando tú, no tengo ganas ni de acudir. De todas formas, ya sabes que tu primilla te está sustituyendo mientras tanto, aunque...

-¿Qué pasa, Miguel?

-Nada. Iba a decir que, aunque se sabe el papel al dedillo, la figura hermosa de la virgen sólo es la que está reflejada en tu cara.

-¡Por Dios, no me compares con ella!

-Mi comparación es sincera. Estoy seguro que la Señora, desde el cielo, lo aprobará, Ani.

-¡A ver! ¿A quién tenemos aquí por fin? -interrumpió María Esperanza, que avanzaba hacía ella bajándose del escenario- ¡Hola niña, te estábamos echando mucho de menos! ¡Qué alegría que por fin puedas volver de nuevo al ensayo!

-Hola Ana María -gritaron también todos sus amigos y amigas, compañeros de reparto.

-¡Hola a todos! Lo siento pero he tenido, como bien sabéis, que estar estos días en la matanza del alcalde y ya os podéis imaginar el trabajo que ello conlleva, así que me ha sido imposible poder escaparme un rato, pero -giró su cabeza buscando a la directora- prometo que me pondré rápidamente al día para no defraudaros, pues ilusión y ganas no me faltan.

-Eso está bien -contestó ella- sabía que podía contar contigo.

El ensayo duró unas dos horas. Las chicas de la Sección Femenina atendían, corregían, apuntaban, aconsejaban, en fin… como cualquier directora de teatro exigente y disciplinada. Al término, Miguel y su vecino y amigo Gabrielillo acompañaron a Julia y Ana María hasta su casa. La primilla no paraba de gastar bromas.

-¡No os preocupéis, muchachas, pues nada he de temer si me acompaña un Ángel… qué digo, un arcángel...!

Gabriel se reía, quitándose y poniéndose la gorra nervioso, pues en el fondo, Julia le gustaba bastante, aunque nunca se atrevería a decírselo.

-Bueno Ani, mañana nos volveremos a ver en el ensayo, ¿verdad? -preguntó el herrerillo ya cerca de la puerta de su casa.

-Así será, ya nos bajaremos mi prima y yo. Buenas noches.

-Vale. Oye, ¿y Tiznón, cómo anda?

-Está grande y hermoso y es muy cariñoso y juguetón. Me encanta. Me acompaña mucho, ¡menos mal que me lo regalaste!

-¡Y no lo querías! -exclamó orgulloso Miguel- ¿Ves como debes hacerme caso?

- Bueno, ya te dejo, que no sé si mi padre estará solo o habrá venido ya mi madre. Es tarde. Hasta mañana.

-Espera Ani, acércate, que se me olvidaba algo... -y sin terminar de hablar ni dar tiempo a que le contestase la agarró del talle y atrayéndola hacía sí, juntó sus labios con los de su amada en un furtivo beso que expresaba todo el amor que contenían sus jóvenes y enamorados corazones.

La tenue luz del quinqué, que escapaba como hilos de oro a la calle por las rendijas de la destartalada ventana, vino a romper ese momento mágico. Y el chirrido de la puerta al abrirse, dejó entrever la bien conocida silueta de su madre, que la estaba llamando.

-Hija, vamos, que es tarde. La cena se enfría.

-Ya iba -contestó nerviosa- estoy con la prima Julia. Miguel, márchate ya, por favor, que me la voy a cargar por tu culpa.

-Venga ya me voy, pero no olvides lo que te quiero -le recordó nuevamente mirándola fijamente a los ojos y apretándole las manos.

-Yo también Miguel, yo también –dijo ella un poco triste- ¡Y no sabes cuánto!

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