martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo XIX ATROZ CHANTAJE.

Levantó Tiznón las orejas, inquieto ante los ruidos y las vueltas que daba en el camastro su dueña. La noche, larga y densa, la estaba tratando muy mal a la pobre muchacha. Sus delirios eran continuos y desesperantes. En sus sueños divagaba en un mundo lejano llevada a la fuerza por su captor. Un mundo donde no tenía ninguna esperanza de ver nunca más a Miguel. Ella lloraba desconsolada por eso mientras resonaban en sus oídos las carcajadas soeces y atroces de don Álvaro de Monteoliva, su amo y señor.

Un humedal de sudor parecía todo su cuerpo cuando se despertó. La boca la tenía áspera y seca y la cabeza le quería estallar. Los sonidos guturales del animal llamaron su atención.

-Tiznón, mi perrito fiel. Has estado preocupándote por mí toda la noche ¿verdad? Sin poder hablar ni tener una mente humana tienes más entendimiento y sentimientos que mucha gente que conozco. Ven, súbete a mis rodillas, que te quiero acariciar.

El chucho, de un brioso salto, como entendiendo las palabras de su ama se subió a la cama, lamiéndole la cara y haciéndole mil movimientos con su rabito.

La terapia que le estaba proporcionando en esos momentos valía más que cualquiera otra que le hubiese recomendado un psicólogo, o al menos, así lo entendió ella, abrazándole con ganas.

Pasados unos minutos se levantó sin más preámbulos, pues el sol no debería de pillarle en su morada. Ese era su reloj para marchar al trabajo. Después de pensarlo mucho durante toda la noche, y sabiendo lo que podía jugarse, había decidido hablar con el alcalde y despedirse de esa casa y su fatídica gente.

Iba preparada. Valor no le faltaría para acometer tan ardua empresa. Hacerle una contra al cacique podía tener consecuencias impredecibles pero le daba igual. Lo que había hecho con ella no tenía nombre y no estaba dispuesta a estar ni un minuto más bajo su techo.

Pensó incluso en denunciarlo, pero, ¿para qué? Sólo supondría para ella el escarnio público y la inocencia sin suponer para un hombre que lo compraba todo, hasta la opinión.

El ruido poco común de un motor que se alejaba distrajo su atención para ver como el que parecía el taxi de Ramón se marchaba petardeando por el fondo de la calle Real.

Gracia, permanecía todavía al pie de la escalera, esperando a que el coche desapareciese.

Ana María la saludó, preguntándole:

-Buenos días, ¿ha ocurrido algo? ¿Es el señor el que se marcha?

-Sí. Buenos días. Pero no, no te preocupes. Es sólo que don Álvaro tiene una reunión en Granada con militares de su promoción. Al parecer pasado mañana rememoran una fecha importante en la victoria de los nacionales y se van a juntar todos para conmemorarlo. Aprovechará también para solucionar en la capital algunos temas del Ayuntamiento, por lo que no lo esperes hasta el viernes por lo menos.

Aquella información rompió sus planes y la dejó descolocada. Nada sabía al respecto. Se sintió contrariada.

-Por cierto, doña Loreto me había pedido que te presentases a ella en cuanto llegases.

-De acuerdo. Me cambio y voy ahora mismo.

Subiendo las escaleras, junto con Gracia, la muchacha le daba vueltas a la cabeza tratando de recomponer la situación. Le había dado coraje aquel viaje, pues ello suponía posponer sus deseos de abandono de la mansión. Parecía que ese diablo se las sabía todas y que era un verdadero demonio para templar las situaciones. En fin, paciencia y a esperar a su regreso.

-Buenos días Ana María -saludó Eloísa- ¿qué tal te encuentras hoy?

Aquella pregunta tenía más trasfondo de lo que cabía esperar. Ella supo que sospechaba algo, como también lo sospechaba Andrés.

-Bien mujer, ¿no me ves? -le contestó tratando de disimular- Perdona pero tengo que presentarme a la señorica, que me estará esperando.

Eloísa se mordió ligeramente el labio inferior con sus dispares dientes, acrecentando esa llamada sus encaminadas sospechas.

Por el gran ventanal del salón que cruzaba se filtraban los jóvenes rayos de sol, llenando de vivos y multicolores reflejos a la gran araña que dominaba el techo.

-¿Permiso doña Loreto? -pidió la joven, tocando en la puerta de la sala.

-Pasa muchacha, pasa.

-¿Me ha mandado llamar la señora?

-Así es, pues quiero hablar contigo unos minutos. Cierra y siéntate.

La anciana, fría y calculadora, la inquirió con su mirada, rebuscando sus cansados y pérfidos ojos en los de ella una muestra espontánea de la derrota sufrida a manos de su hermano.

Su satisfacción interior iba en aumento acordándose del intenso y pormenorizado relato que le había hecho él la noche de antes y que escuchó henchida de gozo y embriagada de victoria.

-Creo -preguntó tajante la señora- que tienes algo que contarme.

-¿Yo señorica? -preguntó a su vez nerviosa Ana María- No sé qué me quiere decir usted.

-No te hagas la tonta, lo sabes muy bien. Mi hermano me ha puesto al corriente de tu desliz con él, allá en el Almendral. No, no me contestes. Comprendo que al final pensaras mejor las cosas y te hayas entregado a quien tanto bien está haciendo por tus padres. En el fondo veo que no eres tan tonta como parecías y hayas visto en él a un hombre atractivo y poderoso.

-Pero... ¿Usted está enterada?

-Claro mi niña. Entre los dos planeamos el viaje al cortijo y el quedaros solos. No nos equivoquemos en pensar que lo que tú deseabas era un ambiente propicio y alejado de miradas curiosas. Y a juzgar por lo que él me contó parece que te gustó.

La anchurosa habitación donde se encontraban se quedó pequeña para poder contener su rabia e indignación ante la gran mentira que acababa de escuchar. La ironía y la sangre fría que había utilizado la señorica terminó de desgarrar en dos su alma. Como movida por un resorte saltó de la silla donde estaba sentada poniéndose frente a ella en actitud desafiante. Todo ese protocolo jerárquico, todo ese respeto de clases, lo acababa de aniquilar doña Loreto con sus falacias y su falta de dignidad, por tanto ella se sabía con el derecho de réplica y defensa. Derecho que utilizó sin más tardanza.

-Mire por muy distinguidos, ricos y poderosos que sean, no tienen ningún derecho ni usted ni su hermano a jugar con la vida y con los sentimientos de los demás. Ahora lo entiendo todo, ¡que ciega he estado! Ese altruismo hipócrita que han tenido para con mi padre sólo buscaba el perverso y sucio fin de cobrarse con mi cuerpo, sin pensar que con ello, se rompería una ilusión, una vida. Pero claro, eso que más os daba, lo importante era salir triunfadores los dos a la par, los dos personajes que menos escrúpulos tienen en el mundo. Bien sabían que esa tierna virgen acabaría siendo conquistada a la fuerza. ¡Miserables!

-¡No te consiento que me hables así, gentuza! -bramó la señorica, casi queriendo levantarse de su silla de ruedas- ¡Mide tus palabras o lo pagarás caro! Pero... ¡Habrase visto tal desfachatez!

-Ni usted ni nadie me puede hacer callar ahora mismo -le replicó valiente la muchacha- ¡De sobra sabe que no es verdad lo que acaba de decir! ¡Y de sobra sabe también que su hermano es un violador y un canalla!

-¡La víbora responde al ataque mordiendo! Te tenía por una muchacha sensata, pero veo que me he equivocado contigo.

-Sí, que no le quepa duda de que se ha equivocado conmigo, pero no como usted quiere hacerme creer, sino en que no voy a ser la querida, la puta consentida de su hermano. No mientras quede en mi cabeza un gramo de sensatez y dignidad.

-Sí, eres muy valiente… ¿Qué piensas hacer, desgraciada?

-Por lo pronto marcharme de aquí sin mirar ni para atrás. Pero... ¿qué se ha creído conmigo? Si estoy por denunciarla y...

-Adelante, no te cortes -le instó dominando la situación la taimada vieja- ve y hazlo. ¡Pobre niña, eres más ingenua de lo que pensaba! Si crees que te van a hacer caso, adelante... pero piensa también en tus propias consecuencias. En el pueblo quedarás como lo que eres. Nadie creerá tu versión. La Guardia Civil no te hará ni caso, de eso me encargo yo, no lo dudes, así que...

-¡Malvada! Ya veo que lo tiene todo comprado y por más que me pese tengo que darle la razón, pero también le digo que algún día caerá todo su poder a los pies de una nueva sociedad más justa y equitativa y entonces la era del derecho de pernada y la de los caciques se aniquilará, no lo dude usted tampoco -sentenció Ana María.

-¡Qué cándida eres! Sigue divagando y emborrachándote en tu utopía. Eso nunca sucederá, pues las sociedades siempre tendrán necesidad de hombres poderosos que las dominen y perrillos que les muevan la cola.

-¡Me voy de esta casa, no aguanto un segundo más en ella! ¡Aquí apesta todo y usted la primera!

-Muy bien desagradecida, márchate si quieres, pero márchate sabiendo que nada más poner un pie fuera de esta casa, ese mismo pie lo pondrá tu padre en la misma calle acabando así su curación. Sabes que podemos hacerlo y no dudes que lo haremos -le amenazó doña Loreto.

Ana María bajó la cabeza vencida. Los pétalos de una rosa eran un arma de defensa poco efectiva ante la pesada maquinaria bélica de su oponente. No podría nunca el tallo de una flor mellar el cortante filo de una espada. No podría ser.

-Ah y te recuerdo -prosiguió en tono de mando la señorica- que sigues trabajando para mí, así que ahora márchate al comedor y ve limpiando toda la cubertería de plata, que tienes para rato.

No tendría la malvada mujer bastante con saberse para sus adentros ganadora, no. Había tenido que regodearse y meter el dedo en la dolorosa llaga de su víctima. Ese momento, aún siendo el más feliz para ella, fue a la vez el que más crueldad innecesaria sacó a relucir en su vida. Crueldad fría y calculada que le supo a puro néctar de los dioses. Si hay pruebas que supongan una dureza extrema para un corazón humano, esa fue la más certera para Ana María. Pudo llegar a romperse en cualquier momento.

Gracia y Eloísa no pudieron por menos que sustraerse en todo momento de la intensa conversación entre señorica y criada. Aquello que oyeron fue espantoso. ¡Dios qué tremendo abuso había cometido don Álvaro con ella! ¡Vamos, un crimen en toda regla!

Ahora lo entendía Eloísa todo. Su salida del cortijo aquella tarde, con la peregrina excusa de doña Loreto. Aquellos moratones en las muñecas que presentaba Ana María. Pero... ¿cómo había podido estar tan ciega? Se sentía culpable y así se lo contó a su hermana.

Entraron de nuevo las dos en la cocina rápidamente ante la inminente salida de la sala por parte de la muchacha. Ésta, cabizbaja y llorosa, entró como moribunda en el amplio comedor, dispuesta a ejecutar la orden dada por su dueña, porque, en realidad, eso es lo que era doña Loreto, su verdadera y absoluta dueña y ella la más servil y vilipendiada de sus criadas.

Habían pasado dos días desde aquel enfrentamiento. La vieja cada vez le iba apretando más las clavijas haciéndole, a cada paso, su trabajo en esa casa más penoso y ultrajante. Incluso tareas que antes no desarrollaba, como ir a por los pesados cántaros de agua, ahora las tenía que hacer sin rechistar. Justo lo que hacía esa tarde en la fuente de los Cipreses.

Tan absorta y contemplativa estaba allí, sola, que no se percató de una silueta, que, dando un rodeo, se había situado por encima del pilar, dejando caer una pequeña piedra sobre el agua. Piedra que produjo su reacción inmediata mirando enseguida para arriba. Era Miguel. Ella, por primera vez en su vida al verlo, no sintió alegría ni nerviosismo sino pena y tristeza. Cosa que no pasó desapercibida a la sagaz mirada de él.

-¡Ani, por fin que te veo y puedo hablar contigo!

-¡Déjame, estoy muy atareada! Tengo que dar todavía algún viaje más y se me está yendo la tarde.

-¡Oye... oye... tú nunca me has tratado así! ¿Qué te ocurre?

-Perdóname, pero lo estoy pasando muy mal.

-Sí, ya sé -aseveró él- lo de tu padre está siendo muy duro.

-No sólo por eso, es por todo. En fin, que ahora tengo que dedicarme exclusivamente a tratar de ir pagándole a los Monteoliva su recuperación.

-Ani, ahora que has sacado el tema te diré que hay mucha murmuración en el pueblo acerca de eso.

-No sigas Miguel, estoy al corriente. Pero yo no vivo con la gente. Lo que de verdad me importa a mí son mis padres, lo demás pasa a un segundo plano.

-Sí, pero a mí me duele mucho escuchar ciertas críticas...

-¡Si te vas creyendo todo lo que te dicen allá tú!

-Espera... espera, por favor, que yo no he dicho nada -contestó nervioso el herrerillo.

-Pero seguro que lo piensas. ¿Sabes lo qué te digo? ¡Que por mí te puedes quedar con la gente! A mí ya me has decepcionado. Te creía más íntegro. Ahora me doy cuenta de que no tenías ninguna confianza en mí.

-¡Dios mío Ani! ¿Qué te ha hecho cambiar tanto? Apenas te conozco. ¡No te pareces en nada a la chica dulce y romántica de la que me enamoré!

-¡Ya ves, las personas cambian en la vida y si ahora no te gusto como soy pues me olvidas y en paz!

-Ani, eso se dice muy pronto. ¡Tú sabes que no vivo sin ti, que eres lo más hermoso que me ha pasado en la vida y que si me dejaras ya nada tendría ningún sentido para mí!

Ana María, aunque daba en esos momentos la impresión de ser una mujer fuerte y curtida, sólo era un decorado de cartón que cualquier céfiro viento hubiese tumbado de haber soplado. Su corazón estaba tratando así a su verdadero amor, al hombre de su vida, pero después de lo sucedido no lo merecía ya, aunque debería de haberle dado el derecho de decidirlo a él. De todas formas se sentía sucia y traidora y no estaba dispuesta a hacerle daño.

-¿Callas? -preguntó el azorado joven- ¡Dime algo, te lo suplico, que un silencio tuyo nunca ha sido para mí tan cortante ni tan doloroso!

-Me tengo que ir ya, me esperan en la casa. Por favor Miguel, no me busques más, no insistas. Vive tu vida y trata de ser feliz aunque yo no esté a tu lado.

-¡Ani, no te vayas! ¡Perdóname si te he ofendido en algo, nuestro amor no puede morir así...!

Ella no contestó. Su paso largo con el cántaro a la cadera le había llevado a alejarse unos metros ya, perdiéndose a continuación al doblar la esquina del alto balate de piedra de la finca colindante.

Si el amor de tu vida es un regalo divino que sabe tan dulce y llena toda tu alma de un desasosiego placentero, se convierte en lacerantes cuchillos que la atraviesan sin piedad cuando se nos va. Y si a eso le añadimos que cuando éste falta siempre aparece la hermana mala, que es la soledad, el cóctel, entonces, es de lo más terrible e inhumano.

El viernes nueve de marzo, por la tarde, volvía por fin don Álvaro de Granada después de estar casi una semana fuera. Venía ligeramente acatarrado, a juzgar por la ronca voz con la que saludó a Eloísa y a Tomás.

-Lo encuentro al señor un poco afónico -le comentó el mozo de cuadras.

Don Álvaro asintió con la cabeza, metiéndose directamente en la casa. La tarde no estaba fría. Sólo unas ligeras ráfagas de aire, levantándose de vez en cuando, confundían la sensación térmica.

Eloísa terminó de entrar las maletas, despidiéndose del taxista.

-Hermano -exclamó llena de ironía doña Loreto- hay que ver las remontadas que te pegas. ¡Qué envidia me das!

-Hola hermana, aquí me tienes de vuelta por fin -le contestó a duras penas.

-¡Caramba! ¡Vaya constipado que traes! ¿Te has fijado cómo tienes la voz? Venga, pasa a la sala y caliéntate un poco en el fuego, enseguida mando que te preparen un poleo bien caliente. ¡Eloísa, ponte con ello! –ordenó.

-Enseguida señora, ¿le preparo algo a usted?

-No, sólo para el señor.

Don Álvaro, pasando a la habitación, se acomodó en su sillón alargando las piernas junto a la chimenea mientras tosía cada vez más.

-Toma, bébete mientras una cucharada de este jarabe que me prepara siempre Ernesto para estos casos y que es mano de santo. Verás como notas pronta mejoría -le aconsejó su hermana viniendo de un cóncavo aparador, que había en una de las paredes de la sala, con el frasco en la mano.

El poleo caliente, la leña que ardía sin parar en la chimenea, llenando de calor la sala, y la copa de brandy que tomó después para que se bajara el jarabe, le confortaron rápidamente la garganta. Y ya, más mejorado, se sintió con ganas de charla.

-¡Hermana suelta ya lo que tienes guardado, que te conozco más que si te hubiera parido! -le pidió al verla toda nerviosa e inquieta.

-Sí, veo que me conoces bien, pues es verdad que guardo algo y ya se me está desbocando en el pecho.

-Sobre Ana María, ¿verdad?

-Sí. El otro día mantuve una conversación con ella, o traté de mantenerla, porque derivó pronto en discusión.

-¿Y eso? -preguntó socarronamente.

-La verdad es que abrí de par en par los ojos a esa engreída niña acerca de nuestro poderío y grandeza y le hice ver que sólo es una marioneta manejada a nuestro antojo. Le dio mucho coraje al enterarse de que tu rato en la cama con ella lo sabía yo. La confundí tratando la cuestión al revés de como pasó y eso la enfureció hasta límites insospechados.

-¡Vaya con la fierecilla! ¡Así es que se permite el lujo de levantar la voz en casa de los Monteoliva una don nadie!

-Bueno, digamos que le concedí esa dispensa porque con ello me divertí como nunca. ¡Verla patalear y sufrir supuso para mí un placer infinito!

-Cada uno goza a su manera, ¿verdad hermana? Yo carnalmente y tú sabiéndote vencedora en tus estrategias.

-Al final -prosiguió doña Loreto- se quiso marchar y todo, aunque, claro, yo saqué el arma más mortífera que tenía para detenerla.

-Sí, ¿qué no daría ella por sus padres? ¡Buena hija, sí señor! –comentó irónicamente el alcalde hastiado de la gente de buenos sentimientos- ¿Sabes lo que te digo? ¡Que me voy a tomar otra copa en honor a ti por ser un general invicto y haberme llevado a hacerla mujer por fin!

El domingo a mediodía terminó Ana María el trabajo de la semana. La tarde se le presentaba, de todas formas, ajetreada. Tenía que darle una vuelta a la casa. Tareas como lavar la ropa, coser o barrer, las tenía un tanto atrasadas y necesitaba ponerlas al día. Ardilosa como siempre, se enfrascó su delantal gris y se puso manos a la obra. Tiznón la miraba como pidiéndole que le asignara a él también alguna tarea. Cansado de no sentirse necesitado se salió al huerto, recostándose debajo de un naranjo.

Más de tres horas seguidas llevaría trabajando sin parar cuando sonaron unos golpes en la puerta.

-¡Voy... un momento...! -gritó desde el fondo de la cocina.

Al abrir se encontró con la inesperada visita de sus dos compañeras de trabajo, que venían acompañadas también por Clara.

-¡Caramba, pasad! Me habéis pillado liada con las faenas, que tenía la casa hecha un asco.

Tiznón acudió también a la puerta, alertado por los golpes.

-¡Para perrito! -le pidió la muchacha al ver los halagos que les hacía a las visitantes- ¡Estate quieto de una vez!

Instaladas en el comedor, la anfitriona cesó su actividad, sentándose con ellas.

-Ana María -la interrogó directamente Eloísa- sabrás bien a lo que hemos venido, pues no olvides que somos tus amigas.

-¿Estáis las tres al corriente? -preguntó ella sintiéndose descubierta y al mismo tiempo aliviada.

-Así es, lo sabemos todo amiga y estamos aquí para ayudarte, si es que nos dejas.

La muchacha se derrumbó por fin. Toda su integridad cayó de golpe, como un castillo de naipes.

-¡Tranquila mujer! -la serenó Clara, dándose cuenta de la situación- Un día te dije que si me necesitabas podías contar conmigo y creo que ese día ha llegado. Corrígeme si me equivoco.

La muchacha necesitó unos minutos para poder empezar a hablar. La fuerte excitación que le dominaba mantenía bloqueada su garganta.

Gracia se levantó llenándole un vaso de agua del cántaro, acercándoselo.

-Toma, bebe, te hará bien.

-Perdóname Clara, no, no te equivocas. Y gracias a ti y a todas, pues ahora mismo sois el único apoyo firme que tengo y la verdad es que lo necesito más que nunca, pues estoy tan sola...

Ana María hubiera querido que el secreto de su honra no se hubiese sabido, pero quizás, así fuese mejor. No debía de preocuparse por esas personas que lo sabían, pues el secreto quedaría bien guardado. Además, todo eso le serviría para descargar tensiones y sufrimientos en soledad.

-Sí, es hora de que os cuente lo que está pasando, que no es poco.

Las tres amigas escucharon atentas y acontecidas todo el relato pormenorizado que fue haciéndoles de los hechos. Sus lágrimas las contagiaron a ellas también, que, afligidas, no pudieron por menos que compadecerla.

-Ana María -le contestó Clara- todo eso que nos acabas de contar te ha hecho mucho bien, pues era puro veneno que tenías dentro de tu cuerpo. No te preocupes, nosotras seremos tumbas. Nadie se enterará.

-Lo sé Clara, lo sé. Sé que puedo confiar en vosotras y no os tengo que jurar que entré en esa casa sin más pretensiones que las de ganar unos reales para ayudar a comer a mi madre en el hospital, a sabiendas, y también os digo, de tener encima mía al mal nacido de don Álvaro, que no paraba de acosarme. Lo intenté a pesar de todo ello, pero ya veis cómo me ha salido.

-Tu actitud ha sido loable -le respondió Gracia- te admiramos por ello. A ese criminal ya lo conocemos hace tiempo y sabemos que es un ser sin escrúpulos. Y si no su hermana, que es aún peor.

-Ahora me tienen agarrada por la fibra -continuó su queja la joven- haciéndome chantaje con la curación de mi padre...

El momento de tensión pudo con ella, parando de hablar de golpe y sumiéndose en un fuerte llanto.

Clara se levantó rápido de la silla, corriendo a abrazarla y consolarla con suaves golpes en la espalda.

-¡Tranquila... tranquila...! No te atormentes más, verás como todo tiene solución. Ten fe.

Surtieron algo de efecto las tranquilizadoras palabras de la amiga, llevándole a rebajar un poco su tensión y a calmarse.

-¡Ojala que en toda vuestra vida no paséis nunca ni por la mitad de lo que yo estoy pasando! -deseó para ellas- ¿Dios mío, qué habré hecho mal para merecer esto? Primero mi padre y luego...

-Bueno -comentó Eloísa - el sufrimiento no te lo podemos quitar, pero sí fraccionarlo entre todas nosotras para hacerte así la carga más llevadera, cálmate.

-¡Sí, pero es que se ha destrozado mi vida tan de golpe! He perdido incluso a Miguel, mi verdadero amor.

-De eso también queríamos hablarte -comentó Clara- No quiero echarte encima más pesares, ¡pero si supieras cómo vino a buscarme anteayer a la fuente! ¡Hija, no sé qué le habrías dicho, sólo te puedo decir que yo jamás lo había visto así!

-Hablemos algo la otra tarde mientras llenaba el cántaro. ¡Comprenderéis todas el sacrificio tan inmenso que he tenido que hacer al apartarlo de mí!

-¡Eso no es justo! -le corrigió Clara- ¡Él te quiere mucho y lo has destrozado! ¿No te has preguntado acaso darle la oportunidad de que él decida por sí mismo?

-Clara, ¿tú crees necesario informarle de que el alcalde se ha acostado conmigo a la fuerza echándome la honra por los suelos? ¡Igual resulta todavía más doloroso para él saber esa verdad!

-Ana María -prosiguió la amiga- vosotros teníais una relación estable basada sobre todo en la claridad y en la confianza, luego creo, aunque te duela tanto como arrancarte carne viva, que debes hablar con él y, como dos personas hechas y derechas que sois, en esa conversación contárselo todo tal y como ha pasado. Agradecerá enterarse por ti antes que por las malas lenguas.

-¡No... no me puedes pedir eso Clara, por favor! Prefiero que él nunca lo sepa, aunque con ello lo pierda para siempre. Es muy doloroso, entiéndelo. Yo no quiero herirlo más.

-¿Y vas a dejar que se escape tu verdadero amor por no hablarle y afrontar la verdad? Piénsatelo. Siempre te he tenido por una muchacha juiciosa y serena. No seas tonta, esta noche consúltalo a fondo con la almohada. Luego duerme y descansa. Verás como por la mañana ves las cosas de otro color -le aconsejó ella muy acertadamente.

-¡Estoy hecha un lío! ¡Vosotras sabéis que quiero al herrerillo más que a mi propia vida!

-¿Pues entonces a qué esperas? -preguntó animándola Eloísa.

-Puede que tengáis razón. La vida suele dar una sola oportunidad. Creo que hablaré con él.

-¡Estupendo! -exclamaron las tres amigas a la vez- ¡Esa es nuestra Ana María!

La tarde se cerró en noche y ésta sirvió para aclararle muchas dudas a la perdida y confusa muchacha que, a la mañana siguiente, aunque con algo de ojeras, se levantó sintiéndose mucho mejor.

Cuatro días habían pasado desde aquella conversación en su casa. Ana María trató después de buscar a Miguel desesperadamente. Pero basta con querer ver alguien para que ese alguien desaparezca, o por lo menos, no coincida contigo.

Quería tenerlo frente a frente, hablar con él, pedirle perdón por el daño producido con sus palabras, pues su propio dolor ya no le dolía a ella. Cada día que pasaba sin noticias suyas servía para mortificarla aún más. ¿Cómo había podido estar tan torpe? ¿Tan insensible?

Sí, lo hizo a buena fe, pero no midió las consecuencias, y ahora, el pobre muchacho andaría triste y abatido por ello.

-Ana María...Ana María...

Su nombre, repetido como un eco lejano, lo fue absorbiendo poco a poco su cerebro hasta procesarlo y convertirlo para ella en algo coherente.

-Eloísa, ¿estás ahí?

-¿Que si estoy aquí? ¡Llevo tres horas llamándote, hija! Segura estoy que tendrás la oreja bien caliente.

-Tienes razón, perdóname. ¿Sabes? Pensaba en Miguel, de hecho, no hago otra cosa desde el día de la conversación.

-Sí, no hace falta que me lo jures, ¡pues para que una cosa te llegue a abstraer tanto...! Anda, escúchame, que traigo buenas noticias.

-Eloísa... ¿son suyas? ¡Dime que sí, por favor...!

-Sí, no te voy a dejar que sufras más. Ayer estuvimos Clara y yo hablando con él en la fuente de los Cipreses. Las dos coincidimos a por agua y allí llegó momentos después con un muleto a darle de beber.

-¿Cómo lo encontrasteis? ¿Os dijo algo de mí? -preguntó nerviosa.

-No te voy a ocultar que lo vimos un tanto ojerizo y decaído. No tardemos en informarle de nuestra conversación contigo. No te exagero que tuvo una reacción tan positiva que casi nos abraza a las dos brincando de alegría.

-¡Gracias, Dios mío! Su sufrimiento era mi condena.

-El domingo por la tarde en el mirador quiere verte sin falta para aclararlo todo.

-Eloísa, no salgo desde lo de mi padre.

-Oye, ¿tú eres tonta? A tu padre le va muy bien, de sobra lo sabes, y cualquier día lo ves volver caminando.

-Sí, pero, y el decir de las gentes...

-¡Tonterías! Tu padre no está muerto y tú no tienes por qué seguir enclaustrada con lo joven que eres.

-Tienes razón, ¿no iban ellos a querer verme feliz?

-¡Pues claro mujer, pues claro! Bueno, me marcho para la cocina, que se me va acercando la hora del almuerzo y ya sabes, no olvides lo que te he dicho. El domingo allí te quiero ver. Además, nosotras te buscaremos para que no te pierdas.

-Descuida, que eso no me pasará. No pienso faltar, pues Miguel tiene que volver a ser ese muchacho simpático y alegre que me enamoró.

Ana María, después de marcharse su compañera y amiga, siguió, esta vez con más ardiles, frotando con limón y arena los candelabros de plata del lujoso comedor de los Monteoliva.

Una sombra, tras una puerta entreabierta, estuvo siguiendo también toda la conversación mantenida por ellas, sin que estas se percatasen, una sombra malvada e interesada que tramaba sibilinamente echar por tierra los próximos planes de la muchacha.

Don Álvaro, hoy por fin se levantó después de unos días en cama, aunque algo desmejorado y pálido. El almuerzo lo llevó a cabo esta vez en el comedor.

Ana María y Eloísa servían la mesa.

-Muchachas -comentó doña Loreto- después del almuerzo y una vez fregado y ordenado todo, os llegaréis las dos a la iglesia. Don Nicolás necesita que le ayuden a sacar el manto de la virgen de los Dolores para comprobar su estado. Ayudadle en todo lo que le haga falta.

-Sí señorica -contestaron las criadas.

Una vez solos en la casa, doña Loreto se dirigió a su hermano, que tomaba una copa de brandy, sentado en un sillón de la sala.

-Álvaro, necesitamos tomar cartas en el asunto.

-¿De qué asunto me hablas? -preguntó curioso.

-Verás, tu enfermedad te ha tenido postrado unos días en la cama y, mientras tanto, han ido sucediendo algunas cosas que pueden hacer peligrar la estancia de Ana María en esta casa.

-¡Qué me dices! -exclamó colérico, removiéndose en su butaca- Me extraña de todas formas, pues sabes de sobra que la tenemos bien pillada.

-Sí, pero alguien puede llenarle la cabeza de grillos y llevársela con él.

-¿No te estarás refiriendo...?

-Al mismo, Álvaro, al mismo. He escuchado esta mañana una conversación que mantenían en el comedor Eloisa y ella sobre el herrerillo, acerca de una cita concertada para el domingo en el mirador.

-¡Ese mocoso no sabe donde se está metiendo!

-Puede que no o puede que sí, y el amor al cegar tanto, le impida ver el peligro que le acecha.

-Sí, enamorados sé que están -contestó el alcalde apretando la copa con su recia mano- Pero ese amor puede costarle la vida, por atrevido.

-De momento, hermano, no hay que llegar a tanto. Tengo en mente otro prodigioso plan que acabará hundiéndolos del todo.

-Se lo merecerá el herrerillo por metomentodo. ¡Si piensa ese don nadie que puede hacerle sombra a don Álvaro de Monteoliva y quitarle de las manos a la mejor rosa de su jardín te juro, a fe mía, que va a encontrar la horma de su zapato!

-No me equivoco si te digo -retomó la palabra doña Loreto- que Miguel le puede hasta proponer fugarse juntos.

-¡Pero adonde van a ir ese par de esmayados! -vociferó iracundo el alcalde.

-A donde vayan. Pero la cuestión no es esa, es que nosotros nos quedamos a dos velas, perdiendo al final la guerra.

-La muchacha no permitirá que su padre abandone el centro. No me puedes negar la baza tan importante que tenemos, hermana.

-Déjate. La razón reina mientras el amor está fuera del palacio del corazón, una vez que éste vuelve, ella sale por la ventana más alta del torreón, que es la cabeza.

-¡No sé qué me quieres decir con tanto pensamiento filosófico! –confesó don Álvaro aturdido.

-Te quiero decir, y te digo, que lo sensato y razonable por su parte, es mantenerse como está, pero el herrerillo le puede abrir una puerta demasiado tentadora para ella. Por tanto, nuestro deber es tratar y conseguir que esa puerta, la única puerta libre y esperanzadora que le queda, se convierta en una quimera, en una pura utopía. Después de haberlo conseguido, no dudes que la muchacha se convertirá en un desecho humano, maleable a nuestro gusto.

-¡Pobre niña! ¡No sabe en las manos que ha caído! ¡Me das miedo hermana, me das mucho miedo! Un miedo que llega a erizarme los cabellos al ponerme en la piel de Ana María.

-Escucha, esto es lo que haremos...

Don Álvaro escuchó atentamente las envenenadas y maquiavélicas palabras que fluían de su boca como lava abrasadora de un volcán en plena erupción, acordándose entremedias de su olvidada pipa que, por culpa del catarro, permanecía guardada en un cajón de su mesa de despacho.

Llegó por fin el domingo tan esperado por los dos amantes. La mañana se le hizo a la muchacha lenta e interminable. El sol parecía eternizarse en el ancho cielo, dispuesto a prorrogar el día más de lo debido. La paciencia, una de las muchas virtudes que atesoraba, le había dado al parecer ese día un respiro, pues la ansiedad se apoderó de ella. Llegó por fin la tarde y, en consecuencia, el final de la espera.

Miguel, con el pelo recién lavado, pantalones claros y una camisa a juego remangada con gracia, lucía un aspecto genial.

Ana María, por su parte, se había cuidado bien de presentarse a la cita hecha una muñeca de china. Detalles que no pasaron desapercibidos ni para el uno ni para el otro. Y allí estaban por fin los dos, apartados ligeramente del grupo, mirándose fijamente sin poder aún articular palabra por la emoción.

La tenue y sudada mano de ella buscó la de él, ensortijándose los dedos de ambas como madreselvas en un bello balcón.

-Perdona Miguel... nunca he pretendido hacerte daño.

-No, perdóname tú a mí por mi poco tacto.

-No sé, me pillaste en un mal momento y lo pagué contigo. Lo siento.

-Ani, no te preocupes. ¡Qué cosa me harías tú que yo no pudiese perdonar!

-Tal vez cambies de parecer cuando sepas algo que quiero confesarte.

-Nada, te sigo diciendo, me hará cambiar. ¡Te quiero tanto...!

-Miguel, cuántas veces te he repetido lo mucho que te quiero yo también. Tú supones la esperanza en mi vida, la culminación de mi felicidad y por eso tengo tanto miedo a perderte.

-¡No me vas a perder nunca Ani! ¿Comprendes? ¡Nunca! Por tanto, no comprendo a qué vienen tus miedos.

-No estés tan seguro. Las cosas se han puesto muy difíciles por todos lados.

-Ani, no quiero dar más rodeos, así que iré directamente al grano. Perdona si mi torpeza pudiera llegar a herirte, pero los celos me están recomiendo por dentro. Me gustaría preguntarte algo acerca de don Álvaro.

-¡Estás pensando que está loco por mí y todo eso! ¿Verdad?

-¡Así es, dicho de una manera simple, para qué nos vamos a engañar! Me duele oírlo por todos lados y quisiera...

-Miguel, la magia de este encuentro no merece romperse, así que vamos ahora a disfrutar del momento. Abrázame fuerte y transmíteme tu fortaleza y tu amor, pues lo necesito más que nunca.

Incipientes estrellas comenzaban a sembrar el tapiz ennegrecido del firmamento poco a poco. La joven pareja, mientras, seguía ajena a ello intercambiando besos y caricias que recargaban las baterías algo agotadas por la ausencia.

-Miguel -le susurró al oído a su amado- quisiera antes de marcharme pedirte un favor y no, no te extrañes por ello, pues necesito que sea así.

-Tú dirás, Ani -contestó algo intrigado.

-Cuando me dejéis en mi casa no tardes en separarte del grupo y vuelve por el huerto. Necesito hablarte a solas.

-Ani, no quiero que nos vea alguien y pueda pensar mal de ti.

-No te preocupes, nadie nos verá. Hazme caso.

-Como tú quieras. Allí me tendrás entonces.

Se acercaron momentos después Clara, su primilla y las demás, así como Gabrielillo, donde se encontraban los enamorados para llamarles, pues la hora de marcharse había llegado.

Y así, jaleosos, abandonaron el vacío ya mirador a esa hora, mientras las campanas del reloj de la ermita machacaban las diez en punto. Todos la acompañaron hasta su puerta. Su primilla le preguntó que si quería que se quedase un rato con ella, contestando negativamente, alegando cansancio. Al cabo de unos minutos salió al huerto, después de refrescar su cara con fresca agua y acariciar repetidas veces a Tiznón.

Miguel no se hizo esperar. La intriga y el deseo de esclarecer, de una vez por todas, tanto misterio, le hizo escalar sin más tardanza la mullida tapia y plantarse frente a su amada.

Ella, ya lo esperaba también, con bastante pena y algo de miedo, pero con decisión y confianza en él. No quería, no podía callárselo más. Debía saberlo.

-Miguel, gracias por venir. Acércate. Quiero sentirte a mi lado. Lo necesito.

-Ani...

-Chss, calla. Ahora me toca hablar a mí, solo a mí.

El herrerillo la miró con ojos tristes, quizá presintiendo un fuerte sobresalto.

-Lo que tengo que decirte es muy duro, demasiado, pero ya no hay vuelta atrás, por lo tanto las cosas hay que afrontarlas. Sé lo mucho que te dolerá el oírlo, tal vez no termines ni de hacerlo siquiera y salgas a todo correr. Si eso sucede, lo entenderé y te perdonaré por ello.

-Me estás asustando Ani...

-Déjame que siga y sólo escucha. La caída de mi padre supuso una desgracia muy grande para mí, tanto, que dio un giro radical, fijándome otro orden de prioridades para mi vida, hasta me metí en la boca del lobo del alcalde. Que ahora te digo lo mucho que me ha acosado y me ha molestado, pero no tenía más remedio, mi madre tenía que comer allí en Granada. Él supo aprovechar esa coyuntura a la perfección, guiado y aconsejado por su pérfida hermana.
Yo no quise ver la realidad, cegada por su promesa de llevar a mi padre a un centro de rehabilitación, cosa que, como sabes, cumplió.
El poder verle andando de nuevo me hizo obviar todos los peligros que no paraban de acecharme. Al final, el cacique se cobró a la fuerza todo el dinero gastado en él.

-Ani... ¡no me digas eso, por favor!

-Te lo digo, Miguel. Ese cerdo me violó en el Almendral el día dos de este mes.

Unos segundos de rabioso silencio. Unas lágrimas brotando a borbotones de los ojos de Miguel, que trataron de contener unas torpes manos, rompieron la vida y el corazón de la enamorada joven.

-¡Canalla!... ¡Si lo sabía!... ¡Criminal!... ¡Hijo de mala madre!...

-¡Miguel por favor! -le pidió desangrándose ella también en llanto- ¡Olvídame! ¡Vete! ¡No te merezco ya...!

-Ani, sería un cobarde si te abandonase ahora. Siempre he confiado en ti y en estos momentos más, pues sé que ha sido en contra de tu voluntad. Enterarme de esto... -el silencio de nuevo volvió a su garganta. No podía hablar, era demasiado- ...ha supuesto para mí morirme en vida. Cada palabra tuya ha lacerado mi corazón una y otra vez. ¡Cuánto habrás sufrido tú sola en todo esto! En los hechos y en las palabras que guardabas tan decididamente en tu pecho. ¿Por qué no me has hablado? Sabes que me tenías a tu lado para todo. ¿Por qué?

-No sé Miguel, creí que sería capaz de dominar la situación... ha sido horrible. Han acabado conmigo.

-Ani, no te lo pienso repetir dos veces. ¡No debes seguir ni un minuto más en esa maldita casa y con esa maldita gente!

-Sacarán a mi padre como un gato muerto del centro, si no. ¡Qué hago, Dios mío!

-Tu padre acabará curándose en ese o en otro. Lucharemos los dos para ello.

-¿Qué me quieres pedir?

-Que te vengas conmigo. Escapemos juntos. La unión de los dos nos dará fortaleza, créeme.

-Pero... ¡es una locura Miguel! Los tentáculos de los Monteoliva son demasiado alargados. ¿A dónde vamos a ir?

-¡A donde sea, pero lejos de aquí! Dame unos días que lo prepare todo. No te lo pienses más y decídete ahora.

-Debo de estar loca o muy enamorada, pero te digo que sí. Te quiero y estoy dispuesta a todo por ti. No quiero que nos separemos nunca más.

Miguel la abrazó con toda la rabia y el sentimiento de un profundo enamorado sintiendo el palpitar del dolido corazón de su Ani cerca, muy cerca de su ajado, también, corazón.

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